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El hijo de Dios

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«Jesús es el Hijo eterno de Dios en el sentido de que él ha estado eternamente comprometido a convertirse en un individuo de la raza humana y cumplir los términos del pacto relativos a nuestra filiación».
Capítulo dieciséis
LA PROMESA
DEL PACTO ETERNO

Hasta ahora en nuestro estudio de las Escrituras hemos visto que los escritores del Nuevo Testamento ven la filiación de Cristo como el resultado de la historia del Antiguo Testamento de Adán a Israel. Según sus declaraciones, Jesús recibió la identidad de su filiación como Hijo de Dios en el momento de su encarnación. Es el Hijo de Dios en un sentido narrativo, en un sentido de pacto, por solidaridad para con la raza humana. Cuando vemos este gran panorama bíblico en su amplitud, percibimos con tremenda claridad el mensaje general de la Biblia.

Y sin embargo, hay una pregunta natural que surge en este punto:

¿Hay algún sentido en el cual Cristo fuera ya Hijo de Dios antes de su encarnación?

Sí y no.

Sí, en el sentido de una promesa de pacto eterno hecha por Dios desde el momento en que la humanidad fue creada.

No, con respecto a su identidad eterna y ontológica antes y fuera de nuestra creación.

Por encima y más allá de todas las cosas creadas, y antes de que el plan de salvación fuese necesario por causa de la caída de los seres humanos y de los ángeles, el que ahora conocemos como Jesucristo no era otro que Dios, plenamente Dios, en su naturaleza eterna intrínseca. Y sin embargo, las Escrituras a veces hablan de él como si ocupase ya la posición de Hijo antes de su encarnación. La pregunta es, ¿por qué? Si Jesús es desde siempre Dios eterno, no nacido, no creado, e infinito, ¿cómo se puede hablar de él como Hijo de Dios antes de nacer realmente con naturaleza humana a través del vientre de María? En este capítulo trataremos de responder a esta importante y fascinante pregunta. Descubriremos que el carácter del pacto divino conlleva implicaciones naturales con respecto a la manera en que Dios actúa en relación con todos los seres creados. Una magnífica verdad se aclarará con respecto a la filiación de Cristo antes de su encarnación:

Debido a que Dios es amor, Dios estaba eternamente comprometido a hacerse uno con la humanidad para redimir la caída de Adán y rectificar el fracaso del pacto por parte de Israel. Nuestra salvación siempre estuvo en el corazón de Dios como un «propósito eterno» (Efesios 3: 11). Por lo tanto, los profetas hablaron de la filiación de Cristo y de nuestra redención en Él como si fuera una realidad consumada ya antes de que el plan fuera llevado a cabo completamente.

Con ese breve resumen en mente, vamos a profundizar, comenzando con esta crucial revelación bíblica:

Nuestra redención no fue una ocurrencia tardía por parte de Dios.

El apóstol Pablo describe la salvación humana como un plan al que Dios se comprometió incluso antes de la creación del mundo:

… pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado…

Pero hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta que Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria, la cual ninguno de los poderosos de este mundo conoció, porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria (1 Corintios 2: 2, 7-8).

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de él. Por su amor, nos predestinó para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado (Efesios 1: 3-6).

… conforme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús, nuestro Señor, en quien tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él (Efesios 3: 11-12).

La crucifixión de Cristo fue «prevista antes de los siglos» con un «propósito eterno» ya presente en la mente omnisciente de Dios. Hay un sentido en el que nosotros los humanos fuimos escogidos «en él antes de la fundación del mundo». Entonces, en el momento de la encarnación, Jesús vino y «cumplió» los deberes de nuestro estatuto al convertirse en uno de nosotros, fusionando la naturaleza humana con la divina. Pablo escribe a Tito que vivimos «en la esperanza de la vida eterna. Dios, que no miente, prometió esta vida desde antes del principio de los siglos» (Tito 1: 2).

«Prometió».

Aquí Pablo está expresándose dentro del marco de la identidad del pacto divino. La promesa —el compromiso, la alianza, el propósito del pacto eterno de Dios para salvar a la humanidad— estaba ya presente en la mente de Dios «antes de que el tiempo comenzara». Esta es una declaración asombrosa por parte de Pablo, una deslumbrante iluminación. Antes de que el tiempo comenzara —signifique eso lo que signifique— la promesa de Dios ya estaba entera en sus intenciones. El pacto de Dios es eterno por naturaleza porque está basado en la misma esencia de Dios como Dios. El amor constituye la esencia del carácter de Dios, y el compromiso del pacto es la manifestación de ese amor en acción.

«Porque los montes se moverán

y los collados temblarán,

pero no se apartará de ti mi misericordia

ni el pacto de mi paz se romperá»,

dice Jehová, el que tiene misericordia de ti (Isaías 54: 10).

El «pacto de paz» es la promesa eterna de Dios de salvar a la humanidad a cualquier costo de su parte. Es más probable que la creación misma se desintegre y deje de ser que Dios deje de amarnos. Poniendo juntos a Pablo y a Isaías conseguimos una imagen clara de Dios comprometiéndose, desde antes de la Creación, a buscar a la humanidad caída y a conseguir rescatarla por medio de su amor infalible.

Situando también la historia dentro de un marco de pacto, el apóstol Juan escribió que Jesús era «el Cordero inmolado desde la fundación del mundo» (Apocalipsis 13: 8). Por supuesto, Jesús no fue efectivamente inmolado desde la fundación del mundo. Pero estaba «predestinado» a realizar este sacrificio desde mucho antes de que realmente se llevara a cabo en la cruz. El que ahora conocemos por su nombre humano, Jesucristo, fue prometido a la raza humana en un pacto solemne desde antes de la creación.

De la misma manera, el profeta Isaías predice los sufrimientos y la muerte de Cristo como si la cruz hubiera tenido lugar antes de que realmente sucediera (Cap. 53, RVR1977). En lugar de decir: «Será despreciado y desechado por los hombres», Isaías dice: «Fue despreciado y desechado de los hombres». En vez de decir, «él llevará nuestras enfermedades y soportará nuestros pecados,» Isaías dice que «él llevó él nuestras enfermedades y soportó. nuestros dolores».

En el relato de Isaías, los acontecimientos de la cruz aparecen como si ya hubiesen ocurrido, aunque, en tiempo real, todavía no habían ocurrido. El lector atento notará que a lo largo del Antiguo Testamento la misión del Mesías se describe prolépticamente, es decir, como si fuera una realidad presente o pasada. La prolepsis es un recurso literario común, tanto en la antigüedad como en tiempos modernos, utilizado para situar al lector ante los acontecimientos descritos. Expresarse prolépticamente es hablar de algo futuro como si ya existiese o hubiese ocurrido.

El amor de Dios es capaz de prever todos los arreglos y resultados. Así que en el momento en que Dios dijo: «hagamos al hombre a nuestra imagen», Dios ya estaba preparado para seguir amando a la humanidad, sin importarle a dónde le llevase ese amor. ¿Y dónde podría llevarle ese amor?

¡Pues a la encarnación y a la cruz!

¡A la solidaridad más completa con la humanidad caída y hasta el sacrificio supremo por ella!

Por lo tanto, siguiendo el ejemplo de Pablo, podemos decir que la encarnación y la cruz fueron potencialmente aceptadas en el futuro de Dios desde el momento en que creó a otros para compartir con ellos su existencia. El pacto de paz, o la promesa que Dios hizo en sí mismo antes de que el tiempo comenzara, implicaba una decisión divina de establecer un vínculo definitivo entre él y la humanidad. Ese vínculo se haría realidad cuando Dios, en la persona de Cristo, se convirtiera en el Hijo de Dios, como un miembro de pleno derecho de la raza humana.

Pedro lo formula de esta manera:

Él estaba destinado desde antes de la fundación del mundo, pero ha sido manifestado en los últimos tiempos por amor de vosotros (1 Pedro 1: 20).

Aquí hay una clara progresión cronológica:

… destinado antes de la fundación del mundo…

… pero manifestado en estos últimos tiempos…

… para ti.

Crear seres morales libres —seres con la capacidad para amar— fue una aventura arriesgada. Con la libertad de amar, viene la libertad de no amar, con todas las horribles consecuencias que eso conlleva. Dios sabía de antemano que el factor de riesgo inherente a la creación podía darse con la caída de la humanidad, e hizo provisión para ello. Los miembros de la Deidad llegaron a un acuerdo —que la Biblia llama «el pacto de mi paz» desde «antes de que el tiempo comenzara»— de que uno de ellos sería el medio de comunicación entre Dios y el hombre. Por lo tanto, en el sentido de «predestinado», se puede decir con perfecta exactitud teológica que Cristo es el Hijo eterno de Dios. La filiación eterna estaba incluida en el propósito eterno de Dios para salvarnos. Uno de los Tres fue dado, consagrado, e íntimamente asociado a la redención de la raza humana, incluso antes de que el mundo fuera creado. Podemos imaginar, entonces, que el pacto de paz fue y es el marco dentro del cual Dios ha estado actuando desde el momento de la creación en adelante. Tan pronto como el amor de Dios se concretizó en la forma de una creación material, esa creación se convirtió el centro del interés divino, de su amor y de sus planes concretos.

 

Una vez que captamos el sentido esencial del pacto de Dios, podemos entender fácilmente por qué las visiones de los profetas representan la dinámica relacional del cielo como si estuviese operando dentro de la historia humana, dando ya por sentada la relación Padre-Hijo, incluso antes de que el Hijo Prometido naciera en este mundo.

El asunto está claro: tan pronto como Dios se implicó en la creación, todo el gobierno de Dios, sistemas, decisiones y planes fueron puestos en marcha con el propósito de comunicarse con sus criaturas y salvarlas. Desde la eternidad más remota, Cristo fue designado como el Hijo de Dios, el que mediaría en toda comunicación con la humanidad y realizaría la obra redentora. Desde siempre estuvo comprometido con la identidad y la misión de su filiación. Y sin embargo, no se hizo hombre, y por lo tanto no se convirtió realmente en Hijo de Dios, hasta el momento de su encarnación. Antes de su nacimiento, por toda la eternidad pasada, el era ya-pero-todavía-no el «Hijo de Dios».

Si, por ejemplo, yo estoy alistado en el ejército, soy soldado en el sentido de que estoy comprometido a participar en actividades de soldado, siempre y cuando llegue el momento en que deba llevar a cabo esa función. Una vez alistado, puede que durante algún tiempo todavía no realice actividades de soldado. En virtud de mi compromiso con esa posición, sin embargo, me definen por el título que mi estatus de soldado me confiere, aunque todavía no desempeñe ese papel. Del mismo modo, si me nombran embajador de los Estados Unidos de América en China, soy el embajador de manera efectiva, aunque todavía esté esperando participar en las actividades de la embajada. Ostento el título de la función asumida ya desde antes de dedicarme realmente a cualquier tarea de embajada.

Del mismo modo, pero a otra escala muy superior, la Biblia dice claramente que Dios estaba comprometido con la salvación de la humanidad desde antes de la caída, e incluso desde antes de la Creación. En este sentido, ese miembro de la Deidad que conocemos como «Jesús» (su nombre humano después de la encarnación) estaba comprometido a asumir el papel del Hijo de Dios desde antes de encarnarse. Pero —y esto es tan básico como crucial— su compromiso de encarnarse como ser humano y desempeñar la función de hijo en la filiación divina no debe confundirse con su identidad esencial y eterna, en la que era nada menos que Dios. Dios, no menos que Dios, consintió en convertirse en el Hijo fiel de Dios que los seres humanos estábamos destinados a ser. Él nos estuvo eternamente prometido como el que asumiría la posición de hijo. Fue «predestinado» a la filiación «antes de la fundación del mundo», y luego fue «manifestado» como el Hijo de Dios «en estos últimos tiempos».

Tomando la Biblia como nuestra fuente de información, se puede decir con exactitud que Jesús es el Hijo eterno de Dios en el sentido de que él ha estado eternamente comprometido a convertirse en un individuo de la raza humana y cumplir los términos del pacto relativos a nuestra filiación. Lo que no se puede afirmar con el apoyo bíblico es que esa posición de filiación es la que define su naturaleza intrínseca antes de la Creación y al margen del plan de salvación. Si los seres humanos nunca hubieran sido creados ni hubieran pecado, Dios nunca habría tomado forma humana en la persona de Cristo.

Y esto nos lleva a un punto estratégico desde donde ahora podemos contemplar a Dios, como Dios, aparte de todo lo que no es Dios.

«Dios posee la suma total de todas las características de todo lo que Dios ha hecho, al tiempo que, simultáneamente, existe en un ámbito ontológico por encima de todo lo que Dios ha hecho».
Capítulo diecisiete
LA TRASCENDENCIA DE DIOS

Cada año me presento ante una clase llena de nuevos estudiantes y les pido realizar un ejercicio muy sencillo. Dibujo un gran círculo en la pizarra. «Este círculo representa todo el universo», explico. Entonces les pregunto: «¿Dónde está Dios en relación con ese círculo?».

El resultado es siempre el mismo. Alrededor de la mitad de los estudiantes dicen, «En todas partes del círculo», y la otra mitad responden, «Fuera del círculo».

Ambas respuestas son correctas, por supuesto.

Dios está en todas partes dentro del universo material en el sentido de su omnipresencia (Salmo 139). El panteísmo dice que Dios está presente en toda la creación, mientras que la idea bíblica de omnipresencia dice que Dios está presente para toda la creación.

Pero Dios también está fuera del círculo en el sentido de que Dios creó el universo material y por lo tanto no forma parte de él, ni en su naturaleza, ni en su sustancia, ni en su esencia.

Todo lo que hemos aprendido hasta ahora en este recorrido tiene que ver con nuestro razonar dentro de nuestros límites finitos como seres humanos. Ahora nos será útil recordar la verdad evidente de la trascendencia divina.

El verbo trascender significa, «estar por encima; más allá o fuera de; exceder o sobrepasar algo».

Por la sencilla razón de que Dios es Dios, Dios trasciende a todo lo que no es Dios. Es decir, que en virtud de la propia naturaleza esencial divina, Dios excede, sobrepasa y existe por encima de toda la creación.

Dios creó la materia, por lo tanto Dios trasciende la materia. Dios no se identifica con las cosas que él mismo ha hecho, sino que existe independiente de todo lo que él ha hecho. Desde el momento en que intentamos describir a Dios a partir del plano humano de nuestra realidad, empleamos un lenguaje que se queda corto para describir la realidad de Dios. Todas las palabras, términos, categorías y nomenclaturas que surgen de la conciencia humana son necesariamente temporales y materiales y por lo tanto solo pueden hablar de manera aproximada acerca de quién es Dios. Lo que puede ser nombrado no es Dios, ya que Dios está en última instancia fuera de nuestro alcance.

Si Dios lo hizo, Dios lo trasciende.

Dios hizo un mundo que funciona y se mantiene por medio de un sistema de procreación material, por lo tanto Dios trasciende todas las categorías que usamos para hablar de procreación: hombre y mujer, padre y madre, hijo e hija. Todas las categorías relacionadas con la procreación necesariamente, y por definición, describen seres que entran en la existencia a través del proceso sexual. El hombre es la contrapartida y el complemento sexual de la mujer, y viceversa. Los hijos e hijas resultan del proceso de la procreación. Si Dios existe eternamente por sí mismo, es obvio y evidente que trasciende necesariamente todas las categorías de procreación.

¿Por qué, entonces, Dios se nos presenta a nosotros en la Biblia como padre (Deuteronomio 32: 6; Isaías 63: 16; Isaías 64: 8), madre (Deuteronomio 32: 18; Isaías 42: 14; Isaías 49: 15; Isaías 66: 13), e hijo (Mateo 17: 5; Juan 3: 16; Hebreos 1: 5)?

La respuesta es, en una palabra, por amor.

Dios es amor, y el amor, por su misma naturaleza, desea relación. El amor quiere ser conocido. Pero, ¿cómo puede un Dios no-creado, que trasciende todas las categorías materiales, darse a conocer a los seres creados, que solo existen dentro de categorías materiales?

La respuesta es, en una palabra, por mediación.

La mediación es el medio por el cual un Dios trascendente consigue ser percibido con cierta comprensión por las mentes de sus criaturas materiales. Dios es completamente diferente de lo que somos nosotros. Nosotros somos seres creados. Dios no lo es. Somos hombres y mujeres, esposos y esposas, hijos e hijas. Dios no lo es. «Dios no es hombre» (Números 23: 19), declara Moisés, por lo tanto Dios no es, por su propia naturaleza divina, ni padre ni hijo, ni madre ni hija. Y, sin embargo, debido a que Dios es amor, Dios decide entrar en completa comunión con nosotros, a través de diversas formas de mediación. Así pues, la Biblia presenta a Dios interactuando con su creación de maneras muy diversas, manifestándose en cualquier forma que considere necesaria para acercarse a nosotros y ser conocido por nosotros.

A veces Dios se presenta en las Escrituras como padre, otras veces como hijo, otras como madre, otras como un amante, otras como un ángel. Dios se nos presenta en la forma de una zarza ardiente, un viento impetuoso, una llama que desciende, una paloma, un águila, o los emblemas del pan y el vino. En un sentido estricto, ontológico, Dios no es ninguna de estas realidades, ya que se trata de criaturas materiales. Y, sin embargo, Dios es tan humilde y está tan deseoso de ser conocido por nosotros que está dispuesto a identificarse con nosotros a través de esas categorías. Dios no es ni hombre ni mujer, ni marido ni esposa, ni madre ni padre, ni hijo ni hija, y sin embargo condesciende a asumir este tipo de papeles a fin de comunicarse eficazmente con nosotros. Pensando en el vasto mundo de las cosas creadas, Job reflexiona sobre el hecho de que Dios lo trasciende todo:

¡Y estas cosas no son más que los bordes del camino, apenas el leve susurro que oímos de Él!

Pero el trueno de su poder, ¿quién podrá comprenderlo? (Job 26: 14).

Dios no está encerrado dentro de nuestros estrechos y finitos parámetros. Somos nosotros quienes estamos incluidos dentro de los parámetros infinitos de Dios.

Así que sí, no sabemos mucho —solo los simples “bordes” o un débil «susurro»— en comparación con todo lo que hay que saber acerca de Dios. Sabes que estás empezando a conocer a Dios cuando te das cuenta de que no sabes mucho acerca de él en comparación con la realidad titánica de la infinitud divina. Dios no flota dentro del charquito que es la creación. La creación flota dentro del océano masivo que es la realidad de Dios. Se exhibe una arrogancia de pobre criatura cuando un diminuto ser humano como nosotros afirma saber, dentro de los parámetros limitados de las categorías materiales, que Cristo comenzó a existir en algún punto distinto del Padre como su Hijo ontológico.

¿Qué?

¿Cómo podríamos saber tal cosa, especialmente cuando nada de eso se nos revela en las Escrituras?

Dios posee la suma total de todas las características de todo lo que Dios ha hecho, al tiempo que, simultáneamente, existe en un ámbito ontológico por encima de todo lo que Dios ha hecho.

Hay algo de masculinidad en el carácter de Dios, o de lo contrario Dios no habría podido crear al varón.

Tiene que haber algo de feminidad en el carácter de Dios, o de lo contrario Dios no habría podido crear a la mujer.

Dios posee los atributos de la paternidad y de la maternidad, por eso Dios ha creado padres y madres.

Dios incluso posee las características de la filiación y de la infancia, y por lo tanto Dios ha hecho un mundo que incluye hijos e hijas.

Dios es todo esto en un sentido, y nada de esto en otro. Dios no es ninguna parte del gran conjunto de lo que vemos en la creación, y sin embargo su mente es el suelo fértil de la personalidad infinita y la creatividad de la que derivan todas las diferentes personalidades y formas de creatividad.

También podríamos razonar todo esto a través de un proceso de eliminación.

Si nos desprendemos de todas las categorías materiales y pro-generativas que componen la realidad como la conocemos, ¿con qué terminamos? Si eliminamos todo lo creado y procreado, ¿qué queda? En otras palabras, ¿qué es lo más básico, elemental, necesario, esencial, eterno, inalterable y no creado que trasciende todas las cosas que existen?

Dios.

Imagina que eres Albert Einstein por un momento y participa en un experimento mental. En la imaginación del joven Einstein, se dejó llevar por un rayo de luz en su trayectoria a través del universo, y a partir de ahí elaboró la base de su teoría de la relatividad. En nuestro experimento mental, dejémonos llevar por el rayo de luz de la razón y eliminemos el propio universo de la existencia.

Elimina todo movimiento cosmológico, la fuerza gravitacional, la expansión y la contracción, el calentamiento y el enfriamiento.

Elimina todos los planetas y sistemas solares y el proceso de fotosíntesis.

Elimina toda la vida vegetal con su morfología reproductiva por medio de estambres que interactúan con pistilos.

Haz desaparecer toda la vida animal con sus procesos de reproducción por medio de la unión de esperma y óvulo.

 

Despoja a todos los padres y madres, hijos e hijas, hombres y mujeres, de la capacidad de fecundación y nacimiento.

Despoja a todas las naciones y lenguas, culturas e historias, toda sucesión lineal de acontecimientos.

Elimina toda la materia.

Ahora quédate ahí por un momento en tu imaginación con todo fuera, y pregúntate, ¿qué queda cuando no queda nada material? La respuesta que vas a deducir naturalmente es tan sencilla y profunda como esto:

Lo único que queda es Dios.

Y esto prepara nuestras mentes para la siguiente pregunta lógica.

Si, aparte de toda la creación, lo único que queda es Dios, ¿qué o quién es Dios?

Y la respuesta que sin duda vas a tener que deducir en respuesta a esta pregunta es la más maravillosa y asombrosa de todas las constataciones:

Dios es amor.

Dios es solidaridad absoluta.

Despojado de todo lo demás, Dios es Bondad pura, Dios es perfecta felicidad relacional.

Por supuesto, podríamos haber optado por otra respuesta a la pregunta, es decir, que Dios, sin la creación, sería pura soledad, aislamiento e individualidad. Pero esa no solo es una imagen sombría y tétrica de la realidad Última, también es antibíblica. Según el relato que se desarrolla desde el Génesis hasta el Apocalipsis, Dios es amor, y eso significa que Dios, en la bondad pura de Dios, es una interacción eterna de amor incesante.

Y con eso, estamos equipados teológicamente para captar el genio relacional que reside en el centro de la realidad. Así que agarra bien tu sombrero porque ahora vamos a volar a un territorio extremadamente hermoso.