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El hijo de Dios

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«La verdad de la Biblia pertenece solo a aquellos que leen todo el libro. Todos los demás se condenan a sí mismos a la confusión y extravagancia teológicas».
Capítulo doce
ROMANOS —
EL PRIMOGÉNITO DE DIOS

La filiación de Cristo figura de modo prominente en el pensamiento de Pablo expresado en el libro de Romanos. Su línea de razonamiento es sencilla, pero poderosa: Dios mismo se hizo Hijo con el fin de devolverle a la humanidad la posición de filiación deseada.

Ya de entrada, al presentar el evangelio, Pablo escribe con la plena conciencia de que Jesús es el Hijo de Dios dentro del linaje de Israel y del rey David:

Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras; evangelio que se refiere a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad,

por su resurrección de entre los muertos (Romanos 1: 1-4).

No dejes de observar que Jesús fue «declarado», o «designado» como «el Hijo de Dios» en virtud de su «resurrección de entre los muertos». Su filiación no es su identidad innata y eterna, sino más bien un papel que asumió con un propósito definido. Esto se pone de relieve por el hecho de que Pablo dice que Jesús fue «declarado Hijo de Dios» en virtud de dos realidades: (1) porque nació del linaje de David y (2) porque triunfó sobre la muerte debido a su comunión con «el Espíritu de santidad». En otras palabras, su carácter responde a las exigencias de su linaje, lo que no se puede decir de David, ni de Israel, ni de Adán. Esto demuestra inequívocamente que el Nuevo Testamento, al llamar a Cristo Hijo de Dios, no se está refiriendo a su realidad ontológica sino más bien a su identidad en el pacto, de acuerdo con el linaje genealógico de David.

Como ya hemos visto, tanto Lucas como Juan entendieron que Jesús era hijo de Dios en el mismo sentido en el que Adán era hijo de Dios. Pablo hace lo mismo en Romanos 5, donde dice claramente que Adán era «figura del que había de venir», hablando de Jesús (vers. 14). Pablo se explica a continuación:

Pero el don no fue como la transgresión, porque si por la transgresión de aquel uno muchos murieron, la gracia y el don de Dios abundaron para muchos por la gracia de un solo hombre, Jesucristo. Y con el don no sucede como en el caso de aquel uno que pecó, porque, ciertamente, el juicio vino a causa de un solo pecado para condenación, pero el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación. Si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia.

Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación que produce vida. Así como por la desobediencia de un hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, muchos serán constituidos justos (Romanos 5: 15-19).

Según Pablo, tenemos ante nosotros dos personajes representativos, o dos seres humanos arquetípicos: Adán y Cristo.

Adán fue el primer hombre, creado a imagen de Dios, y dotado de la capacidad de procrear a su propia imagen. Pero Adán pecó y por lo tanto trajo la muerte a toda la raza humana.

Cristo ha venido ahora como el nuevo hombre, el segundo Adán, para rectificar el fracaso del primer Adán, de modo que «por la justicia de un Hombre vino el don de la gracia a todos los hombres», y «por la obediencia de uno, muchos serán constituidos justos». Cristo es el único Hombre que ahora representa a todos los hombres en el sentido de que en Él ahora tenemos un nuevo punto de partida desde el cual empezar, libres del pecado y de la culpabilidad.

Tras habernos recordado el caso del primer hombre, Adán, y presentarnos al hombre nuevo, Jesús, Pablo nos invita a identificarnos con el nuevo hombre a través del entierro simbólico del bautismo:

¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?, porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva (Romanos 6: 3-4).

Todo lo que Cristo hizo, su vida, muerte, sepultura y resurrección, fue vivido para nosotros, en nuestro lugar, para que finalmente fuésemos reintegrado a la posición de hijos, mediante la filiación que Jesús forjó para nosotros. Cuando somos bautizados, estamos diciendo esencialmente que hemos dejando de lado nuestro primer nacimiento dentro del linaje del primer Adán y reubicando nuestra identidad en el segundo Adán, Jesucristo. Recuerda que esto es precisamente lo que Jesús enseñó en Juan 3: «Debes nacer de nuevo». En otras palabras, debes recuperar tu posición de Hijo de Dios rompiendo filas con Adán y tomando tu nueva identidad en Cristo.

En Romanos 8, Pablo expone las implicaciones de la filiación de Cristo:

Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios, pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: «¡Abba, Padre!» El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados (Romanos 8: 14-17).

Según Pablo, llegamos a ser «hijos de Dios» a través de la filiación divina de Cristo. A través de Jesús, experimentamos un proceso de «adopción» y, de esta manera, somos hechos miembros de la familia de Dios. Y «exclamamos» con un sentido de identidad completamente nuevo, «Abba, Padre». Pablo explica que cuando nos convertimos en «hijos de Dios», nos convertimos en «coherederos con Cristo». Heredamos todo lo que él ha heredado, gracias a su fiel filiación. ¿Y qué es eso? Pues básicamente todo el mundo, puesto que Dios le había prometido todo el mundo a Abraham y a su posteridad (Génesis 12; Daniel 7: 27; Hebreos 1: 2; Apocalipsis 21: 7). Con esta poderosa presentación del evangelio, Pablo nos lleva plenamente de vuelta al Génesis, a la vocación de mayordomía confiada a la humanidad. El gran objetivo del proceso de adopción es que la Tierra vuelva a estar bajo el dominio humano:

… porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios. La creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza. Por tanto, también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Romanos 8: 19-21).

¿Por qué la creación misma está anhelando que los seres humanos regresen a su posición de hijos de Dios? Sencillamente porque los seres humanos, creados a imagen de Dios, recibieron la responsabilidad de cuidar la creación como parte del pacto de amor, viviendo como fieles gerentes del planeta. Cuando lleguemos a ser lo que estamos destinados a ser, Pablo explica, «la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios». Así, pues, Jesús es el Hijo de Dios, como lo fue Adán, con el propósito de dar origen a muchos otros hijos de Dios a su imagen:

A los que antes conoció, también los predestinó para que fueran hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos (Romanos 8: 29).

Una vez más, Pablo nos vuelve a llevar al relato que el Génesis hace de la creación. Dios creó a Adán y Eva a «su propia imagen» (Génesis 1: 27). A su vez Adán «engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen» (Génesis 5: 3). Según Pablo, Jesús es el sustituto de Adán. Él es, por consiguiente, el nuevo «progenitor» de la raza humana, encargado de «reproducir» muchos otros hijos a imagen de Dios. Pablo explica que Jesús es el «primogénito» Hijo de Dios «entre muchos hermanos». Es decir, él inauguró un nuevo linaje a través de una filiación gracias a la cual muchos otros renacerán como su progenie espiritual. Jesús es el «primogénito» Hijo de Dios, no cronológicamente, sino en términos de pacto. Está claro, entonces, que Pablo no está queriendo decirnos nada sobre los orígenes de Jesús antes de su encarnación. Esa preocupación no entra en sus planes.

Varias veces el Nuevo Testamento llama a Jesús «Hijo primogénito» de Dios (Romanos 8: 29; Colosenses 1: 15, 18; Hebreos 1: 6; Apocalipsis 1: 5). Muchos se han confundido con esta manera de describir a Jesús. En contraposición a esto, otros pasajes del Nuevo Testamento afirman que Jesús es Dios manifestado en carne. ¿Por qué, entonces, se lo describe como el Hijo primogénito de Dios?

Bueno, esto nos deja perplejos con razón.

Nuestra formación para la evangelización nos ha enseñado a manejar la Biblia como un manual de textos probatorios con los que construir argumentos convincentes. Como resultado, a menudo hemos fallado en abordar las Escrituras como un gran relato en su conjunto. Por eso nos cuesta entender esta manera de describir a Jesús del Nuevo Testamento e incluso, entender al Nuevo Testamento en general. Al no ver que la terminología de filiación del Nuevo Testamento tiene un significado con una clara intención dentro del relato global del Antiguo Testamento, no sabemos qué hacer con Jesús… um… Dios descrito como el «Hijo primogénito de Dios». Y así es como llegamos a esas diversas, retorcidas y elaboradas explicaciones metafísicas, que no se encuentran en ninguna parte de la Biblia:

 

«Bueno, verás, sí, por supuesto, Jesús es Dios, pero tuvo su origen en la remota eternidad. Pero es el Hijo primogénito de Dios, así que eso lo hace diferente, ya sabes. Siendo el primer ser originado por Dios, él también es Dios, por lo que su proceso de origen debe haber sido, ya sabes, único, haciéndole Dios también, aunque en realidad solo hay un Dios. Sí, ya sabes, es un misterio, pero debe haber sucedido porque la Biblia dice que sucedió».

Pero en realidad, no, la Biblia no dice nada de eso ni nada parecido.

Nuestro problema es que solo vemos versículos y palabras cuando debemos ver la historia global que da significado a eso versículos y a esas palabras.

Vemos frases de información aisladas cuando deberíamos ver personajes y temas avanzando hacia un objetivo final coherente.

Vemos piezas sueltas de datos con las que construimos argumentos teológicos cuando deberíamos ver una historia grandiosa y magnífica que se interpreta a sí misma sin que nosotros tengamos que inventar cosas e imponerlas a su relato.

La verdad de la Biblia pertenece solo a aquellos que leen todo el libro. Todos los demás se condenan a sí mismos a la confusión y extravagancia teológicas. Quienes se limitan a estudiar palabras y compilar versículos inevitablemente pierden el hilo de la Escritura y formulan falsas doctrinas que están fuera de la órbita de su gran línea argumental.

Pero si tenemos en cuenta toda la historia, fácilmente descubrimos por qué y en qué sentido Jesús es llamado el «Hijo primogénito de Dios». El título tiene una intención específica que solo tiene sentido dentro del contexto del Antiguo Testamento. Al comienzo de la narración bíblica, como ya hemos señalado, Dios se compromete a salvar a la raza humana desde dentro, por medio de un audaz y compasivo acto de solidaridad. Un niño nacerá de la raza humana que restaurará los efectos la caída (Génesis 3: 15). La promesa resuena a través de las generaciones, y en torno a esa promesa avanza un sentido de anticipación con todos los ojos fijos en el vientre de la mujer. Dentro de esta narrativa hay tres pasajes clave del Antiguo Testamento que emplean la palabra «primogénito», cada uno fundamentado en el tiempo en que fueron escritos y cada uno señalando hacia Cristo:

Israel es mi hijo, mi primogénito (Éxodo 4: 22).

… yo soy el Padre de Israel, y Efraín es mi primogénito (Jeremías 31: 9).

Él clamará a mí, diciendo: «Mi padre eres tú, mi Dios y la roca de mi salvación». Yo también le pondré por primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra. Para siempre le aseguraré mi misericordia, y mi pacto será firme con él (Salmo 89: 26-28).

Cada uno de estos pasajes emplea el concepto de «primogénito» en sentido relativo al pacto, no en sentido cronológico. Los dos primeros presentan a Dios relacionándose con Israel como su primogénito. El tercero se refiere al rey David como el hijo primogénito de Dios. Ni Israel ni David fueron hijos primogénitos de Dios en el fluir del tiempo cronológico. El punto no es cronología, sino posición y vocación. Ahora Romanos 8: 29 cobra sentido:

A los que antes conoció, también los predestinó para que fueran hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos.

Siguiendo el hilo narrativo de Romanos, Pablo aquí combina la historia de Adán y la historia de Israel, indicando que ambos eran prototipos de Cristo. Pablo recuerda que el propósito de Dios es que los seres humanos seamos, como él pretendía ya originalmente, «conformados» a su «imagen». Adán fracasó en reflejar la imagen de Dios como hijo «primogénito» de Dios. Así que Israel fue llamado a llevar la imagen de Dios como su hijo «primogénito». Pero Israel también fracasó. Y ahora Pablo dice que Jesús ha venido para cumplir el ideal de la filiación. Por lo tanto, él es el nuevo y verdadero Hijo «primogénito» de Dios. Él es quien va a revertir el fracaso de Adán y el fracaso de Israel. Jesús reproduce la «imagen» de Dios en la humanidad. Como resultado de su filiación fiel, él será «el primogénito entre muchos hermanos». Es decir, muchos más hijos de Dios saldrán de él, ya que él es el nuevo Adán, a la cabeza de la raza humana. Y estos «muchos» más, según Hebreos 12: 23, constituyen «la congregación o iglesia de los primogénitos que están inscritos en los cielos». Adán falló en reflejar la «imagen» de Dios, así que Dios mismo se encarnó para demostrar en qué consiste realmente el ser «humanos», como se supone que debemos ser, portando la imagen de Dios, y amando como Dios ama, por fidelidad al pacto. Así Jesús «es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación» (Colosenses 1: 15). La creación tiene un nuevo punto de partida en Cristo.

Jesús es también llamado dos veces «el primogénito de entre los muertos», una por Pablo y otra por Juan, ambas veces refiriéndose a su resurrección (Colosenses 1: 18; Apocalipsis 1: 5). Él es el primogénito de entre los muertos en que su resurrección hace posible la resurrección de incontables otros. Incluso aquí, «primero» no significa primero en el tiempo. Con respecto a la cronología, Jesús no fue la primera persona resucitada de entre los muertos. Sabemos por las Escrituras que algunas personas fueron resucitadas antes que Jesús, por ejemplo Moisés y Lázaro (Mateo 17: 3; Judas 1: 9; Juan 11). Jesús no es el primogénito de entre los muertos cronológicamente, sino más bien posicionalmente. Su resurrección es la victoria sobre la muerte que hace posible todas las otras resurrecciones.

Así que, cuando los escritores del Nuevo Testamento llaman a Jesús el «primogénito» de Dios, no se refieren en absoluto a sus orígenes metafísicos ni a la cronología de su existencia en relación con el Padre. Cristo no es el «primogénito» de Dios por ser el primer ser que Dios dio trajo a la existencia mucho tiempo antes de la creación de nuestro mundo. Más bien, fue designado como Hijo primogénito de Dios de un modo similar al que dio su identidad nacional a Israel como hijo primogénito de Dios. Habiendo venido a nuestro mundo por medio de la encarnación, Jesús se convirtió en la encarnación corporativa de Israel y de toda la humanidad. La única vez que Jesús «nació» fue en el momento de su encarnación a través del vientre de María. Antes de eso, Él era nada menos que Dios eterno, no teniendo ningún punto de inicio. Decir lo contrario es salirse de la narración bíblica y hacerlo sin ningún apoyo bíblico. Como hemos observado sistemáticamente hasta ahora en este estudio, cada uso del título «hijo de Dios» en el Nuevo Testamento aplicado a Jesús está directa y deliberadamente refiriéndose al guion del relato del Antiguo Testamento.

Hemos cubierto un montón de materia en este capítulo, así que vamos a concluir asegurándonos de que estamos siguiendo el razonamiento de Pablo en Romanos:

 Jesús es el Hijo de David. Como Hijo de David, él es el Hijo de Dios. Ambos desempeñan el mismo papel (Romanos 1).

 Como el Hijo de Dios, Jesús es, en la gran narrativa bíblica, nuestro nuevo Adán, a través del cual el pecado y la muerte son vencidos y tenemos acceso a todo un nuevo potencial humano (Romanos 5).

 Como nuestro nuevo Adán, Jesús vivió, murió y resucitó de entre los muertos para darnos una nueva identidad humana, con la que nos identificamos a través del bautismo (Romanos 6).

 Como Hijo de Dios en el sentido davídico y adánico, Jesús ha asumido sobre sí mismo la condenación que pesaba sobre nosotros para que podamos ser adoptados como hijos de Dios, recuperar la imagen de Dios, y ser coherederos con Él del mismo mundo que perdimos por culpa de Adán. Ocupando la posición dejada por Adán, primero, y luego por Israel, Jesús es el nuevo y verdadero primogénito de Dios, el Hijo humano, de quien surgirán muchos más hijos (Romanos 8).

¡Qué impresionante visión de Cristo y de su obra en favor nuestro!

Pero toda esta teología tan significativa y hermosa del evangelio se pierde si relegamos la filiación de Cristo a una identidad única que solo Él posee desde la más remota eternidad. Nada en la lógica narrativa de Pablo tiene sentido si mantenemos la premisa de que Jesús es el Hijo de Dios en un sentido ontológico y cronológico. Todo el peso de la argumentación de Pablo está en que Jesús es el Hijo de Dios en el mismo sentido en que lo era Adán, dentro del marco de la historia del pacto del Antiguo Testamento, de modo que su filiación es nuestro nuevo comienzo. Nosotros, a través de su filiación, recuperamos nuestra posición como hijos de Dios.

«En el acto más sublime y paradójico de amor empático imaginable, Dios se convirtió en el Hijo de Dios y ahora es nuestro Hermano eterno».
Capítulo trece
HEBREOS — NUESTRO
HERMANO ETERNO

En el libro de Hebreos, la filiación de Cristo está claramente representada como un aspecto del pacto que comenzó a hacerse realidad en su nacimiento. Esto no es un mero punto teológico que habría que probar, sino una verdad vital llena de implicaciones prácticas de una riqueza que va más allá de lo imaginable. No captar esto es perderse el punto más profundamente personal de todo el plan de salvación.

Así que vamos a reflexionar en esto con mucho cuidado.

Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo y por quien asimismo hizo el universo. Él, que es el resplandor de su gloria, la imagen misma de su sustancia y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, hecho tanto superior a los ángeles, cuanto que heredó mas excelente nombre que ellos (Hebreos 1: 1-4).

Esto es algo grande, que merece una profunda reflexión.

En primer lugar, el autor de Hebreos anuncia que Dios, en estos «últimos días… ha hablado por el Hijo», después «de haberse entregado por sí mismo nuestros pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas». Como resultado, él se ha «hecho tanto superior a los ángeles, cuanto que heredó más excelente nombre que ellos».

Si el autor de Hebreos quiere que operemos en la suposición de que Jesús es el Hijo eterno y ontológico de Dios antes de su encarnación, no tendría sentido decir que Jesús ha sido hecho superior a los ángeles y ha heredado un nombre más excelente que ellos. Si su filiación se refiriese a su naturaleza eterna, nunca se podría pensar que haya podido ser inferior a los ángeles. Está claro que el punto aquí es que Jesús, como Hijo humano de Dios en el sentido adánico, por medio de la encarnación, ha logrado cosas como un ser humano que lo ha elevado, y la humanidad como un todo con Él, a una posición que está por encima de los ángeles. Esto se vuelve aún más claro a medida que la línea argumentativa del autor continúa.

En Hebreos 1: 5, el Padre se dirige a Jesús como, «Mi Hijo», en virtud del hecho de que «yo te he engendrado hoy».

Ya tenemos aquí otra vez el verbo «engendrar», como en Juan 3: 16. Presta atención, ya que Hebreos está a punto de decirnos cuándo este engendramiento tuvo lugar. Dios le dice a Jesús, «tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy».

¿Hoy?

¿Qué quiere decir esto? ¿Cuándo, exactamente?

La respuesta está explícita en el propio pasaje: «cuando introduce al Primogénito en el mundo» (vers. 6).

Jesús se convirtió en el Hijo de Dios «engendrado» y «primogénito» en el momento de su nacimiento en nuestro mundo. Así que el Padre dice, «yo seré un padre para él, y él será un hijo para mí». No dice: «yo ya soy un Padre para él y él ya es un hijo para mí». Ambos estaban ahora entrando en esos nuevos roles el uno para con el otro.

Ellos, ¿quiénes?

El autor de Hebreos continúa diciéndonos quiénes eran el uno para con el otro antes de volverse Padre e Hijo el uno del otro:

Tu trono, Dios, por los siglos de los siglos. Cetro de equidad es el cetro de tu Reino. Has amado la justicia y odiado la maldad, por lo cual te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros… Tú, Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos (Hebreos 1: 8-10).

¡Asombroso!

No dejando ninguna confusión en cuanto a la identidad innata de Cristo, el Padre se dirige al Hijo como «Dios» y lo llama «Señor». Y entonces el Padre le dice, yo soy «tu Dios». Cada uno es Dios para el otro, porque, de hecho, cada uno es Dios. Y una de estas personas que fue siempre y solo Dios en la eternidad pasada, se convirtió en el «Hijo de Dios» con el fin de dejarnos ejemplo de filiación a nuestro mundo de hijos caídos.

 

Para el autor de Hebreos, Jesús es, de forma corporativa, la cabeza representante de la familia humana. Y desde esta posición estratégica —como un miembro de pleno derecho de la raza humana— invertirá los efectos de la caída y elevará a la raza humana a la posición originalmente prevista. Así que, con este fin, el autor de Hebreos dice que «el mundo venidero» no estará «sujeto a los ángeles» (Hebreos 2: 5), sino a Cristo y a sus hermanos humanos. Dios se hizo humano (la encarnación), y luego elevó a la humanidad con él (en su resurrección y ascensión) al trono del universo. Los seres humanos habían sido creados, se nos dice entonces, «un poco menores que los ángeles» (vers. 7).

¡Ahora viene una idea teológica de enorme magnitud!

¿«Un poco menor que los ángeles»?

Este lenguaje indica un estatuto temporal o provisional a ser superado. La caída de Adán y Eva interrumpió el plan original de Dios para el desarrollo humano. Si nuestros representantes primeros (Génesis 1: 28) hubieran permanecido en relación fiel a Dios y entre sí, la raza humana, como portadores únicos de la imagen de Dios, habría reemplazado naturalmente el orden angélico en algún sentido, tal vez en intimidad con Dios y en el liderazgo de servicio en el universo entero. Todo eso se perdió en la caída.

¡Pero espera, hay buenas noticias!

Hebreos nos está diciendo que Dios ha conseguido a través de Cristo algo de repercusiones cósmicas. Cristo se ha convertido en el agente a través del cual el plan original será llevado a cabo. Debido al amor infalible de Dios, el plan irá adelante a través de Cristo.

Puesto que él (Dios) le sujetó todas las cosas (humanidad), él (Dios) no dejó nada que no le sea sujeto (humanidad). Aunque todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas (humanidad). Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles (por medio de su encarnación), a Jesús, coronado de gloria y de honra a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios experimentara la muerte por todos. Convenía a aquel por cuya causa existen todas las cosas y por quien todas las cosas subsisten que, habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionara por medio de las aflicciones al autor de la salvación de ellos, porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos (humanidad); por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo: «Anunciaré a mis hermanos tu nombre, en medio de la congregación te alabaré». Y otra vez: «Yo confiaré en él». Y otra vez: «Aquí estoy yo con los hijos que Dios me dio» (Hebreos 2: 8-13).

Este es un pasaje denso y rico. Vamos a desmenuzarlo parte por parte, como si fueran pequeños bocados:

 Volviendo al versículo 7, se nos dice que la intención original de Dios era que la humanidad ocupara la posición más elevada en la creación, incluso por encima de los ángeles.

 Ese plan fue frustrado por la caída de la raza humana, por lo que ahora no vemos a los seres humanos ocupando la posición que les estaba reservada.

 Pero sí vemos a Jesús, como el Hijo de Dios, ocupando esa posición en representación de la humanidad.

 Tomando la naturaleza humana, Jesús sufrió la muerte por todos y fue exaltado a la diestra de Dios llevando la naturaleza humana y así manteniendo su condición de hijo.

 Hizo esto para poder llevar «muchos hijos a la gloria» en otras palabras, para restablecer a los seres humanos en la posición de la filiación que estaban destinados a ocupar desde el principio.

 Jesús se convirtió en un verdadero ser humano, el hijo que Dios quería que Adán hubiese sido, así reparó la caída de Adán y dio ejemplo de la filiación deseada para la raza humana, llevándonos así a una posición restaurada de filiación verdadera. Por lo tanto, «No se avergüenza de llamarlos hermanos».

 Habiendo llegado a ser uno de nosotros, Cristo llevó a cabo la tarea de dar a conocer el nombre de Dios a la humanidad, suscitando así nuestra gratitud a Dios a la luz de su amoroso carácter.

 Como ser humano, Jesús puso su confianza en Dios como Adán debería haber hecho, abriendo así el camino para la restauración de nuestra propia confianza en Dios.

 Habiendo logrado todo esto, Jesús se presenta a Dios junto con «los hijos» que él ganó de nuevo para Dios.

El libro de Hebreos, así como la epístola a los Romanos y los Evangelios, claramente presentan la filiación de Cristo como la culminación de la historia del Antiguo Testamento. Toda su actividad como Hijo de Dios ocurre dentro del seno de lo humano, comenzando en el momento de su encarnación. Adán era hijo de Dios por creación. Cristo se convirtió en Hijo de Dios por encarnación.

Es precisamente por ser el anunciado descendiente de la mujer que Jesús es el Hijo de Dios. La encarnación fue el acto que lo convirtió en el Hijo de Dios. Él vino a nuestro mundo para vivir en nuestra misma carne una vida confiada en su pacto con Dios, para vivir como nosotros y para darnos ejemplo de lo que es la verdadera filiación. Mediante el acto más sublime y paradójico de amor empático imaginable, Dios se convirtió en el Hijo de Dios y ahora es nuestro Hermano eterno. De ahí se deduce esta impactante conclusión:

Un Hijo de Dios plenamente fiel a su filiación se sienta en el trono del universo esperando nuestra llegada, ansioso de que reinemos con Él.

Porque él es eternamente uno con nosotros, ahora nosotros somos eternamente uno con Él. La naturaleza humana ha sido injertada en la naturaleza divina. Cualquiera que sea la posición que Cristo ocupa ahora, él la ocupa como miembro de la raza humana y como nuestro representante colectivo. Por lo tanto, estamos invitados a ocupar ese puesto con Él. Él está ahí para nosotros, literalmente por nosotros. Lo que él hereda, lo heredamos con Él (Hebreos 1: 2; Apocalipsis 21: 7; Romanos 8: 16-17). Lo que él domina, nosotros lo dominamos con Él (Daniel 7: 27; Apocalipsis 3: 21).

Todo esto es, por supuesto, absolutamente asombroso. Jamás ha sido contada ninguna historia sobre Dios más intensamente personal, ni más profundamente fiel a nuestras más profundas intuiciones de identidad.

Todo el argumento desarrollado en Hebreos 1 y 2 se basa en la premisa de que la filiación de Cristo es una posición de solidaridad que ha asumido con la humanidad. Pero si redefinimos la filiación de Cristo como su única, divina, ontológica identidad, nada de lo que acabamos de descubrir sobre el destino humano en Cristo puede ser lógicamente deducido. Se convirtió en lo que, por naturaleza, no era —es decir, Hijo de Dios— para que nosotros pudiéramos llegar a ser lo que, por naturaleza, siempre fuimos destinados a ser, es decir, hijos e hijas de Dios. Y esto nos lleva a una posición perfecta para explorar el título que Jesús más utilizó para designarse a sí mismo:

El Hijo del Hombre.