Za darmo

El hijo de Dios

Tekst
Autor:
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

«El Dios creador de la humanidad intenta salvarla desde su propio seno, desde nuestro propio reino genético, desde la posición estratégica de un “Hijo de Dios” que nacerá del linaje de Adán con el fin de redimir la caída de Adán».
Capítulo seis
SALOMÓN, MI HIJO

A medida que la historia continúa avanzando, David tiene un hijo, a quien le da el nombre de Salomón. Fiel a la trayectoria de su plan, Dios transfiere a Salomón la posición única dentro de su filiación:

Él edificará una Casa a mi nombre; será para mí un hijo, y yo seré para él un Padre; y afirmaré el trono de su reino sobre Israel para siempre (1 Crónicas 22: 10).

Toma nota cuidadosamente del lenguaje empleado, porque reaparece en el Nuevo Testamento: «Él será mi hijo, y yo seré su Padre». No dice: “Él es mi hijo, y yo soy su Padre”. Estos roles narrativos están siendo precisados con un propósito que tiene que ver con el pacto. Salomón es reclutado en la posición de hijo con el fin de dar continuidad al plan del pacto.

Salomón es alguien importante en esta dinastía porque su historia, a diferencia de la de su padre David, se desarrolla sin guerra. David, el hijo de Dios, expresa el deseo de construir un templo para el culto divino, pero Dios le explica que él no puede ser quien construya el templo de Dios (2 Samuel 7).

¿Por qué?

Pues porque David es un hombre de guerra, con las manos manchadas de sangre (1 Crónicas 17; 22; 28). En el relato bíblico, el carácter de Dios es en última instancia incompatible con la guerra (Isaías 2: 1-4), por lo que el constructor del templo debe ser un hombre de paz. Ese hombre es Salomón, cuyo nombre significa paz, es decir: paz de la guerra (1 Crónicas 22: 9). De esta manera, al transferir la promesa del pacto de David a Salomón, Dios está proyectándose hacia el propósito más elevado que finalmente logrará por medio de Cristo. En un penúltimo sentido, Salomón es el hijo pacífico de Dios, anunciador de Jesús, el Príncipe de Paz definitivo. Él es aquel con quien Dios «establecerá el trono de su Reino sobre Israel para siempre», sin guerra.

Así que con Salomón, estamos un paso más cerca, o un “hijo de Dios” más cerca, del Mesías prometido. La historia toma forma de manera clara y obvia.

Adán, el hijo de Dios, perdió su posición de hijo.

Dios promete iniciar un linaje a través del cual un nuevo Hijo de Dios vendrá para rectificar la caída de Adán.

Dios suscita un pueblo a través del cual se cumplirá la promesa, y la sucesión dinástica se desarrolla de la siguiente manera:

Abraham, hijo de Dios, da paso a…

Isaac, hijo de Dios, que da paso a…

Jacob, hijo de Dios, que da paso a…

Israel, hijo colectivo de Dios, que da paso a…

David, el hijo de Dios, que da paso a…

Salomón, hijo de Dios.

Cada vez está más claro. La Biblia es un relato sin fisuras. La historia se inicia con la creación del primer hombre y la primera mujer, Adán y Eva, y luego sigue su camino hacia adelante a través del llamado a Abraham, el establecimiento de Israel, la unción de David como rey de Israel, y luego la de Salomón, el rey de la paz, todo avanzando hacia un gran final:

 el nacimiento de la descendencia prometida,

 un nuevo Adán que redimirá a la humanidad de su caída,

 un ser humano que será “el hijo de Dios” por su fidelidad al pacto y que restablecerá así la relación rota entre la humanidad y Dios.

«La historia humana se caracteriza fundamentalmente por la ruptura del pacto. Somos una raza definida por la disfunción relacional y la desintegración, una raza de víctimas y verdugos, una raza de no-amantes».
Capítulo Siete
IDENTIDAD DEL PACTO

Antes de cruzar el puente que nos lleva del Antiguo Testamento al Nuevo —de las sombras de las figuras mesiánicas hasta el mismo Mesías-hagamos una pausa para asegurarnos una clara comprensión de lo que

la Biblia quiere decir con la noción de “alianza”, porque este es el motor teológico que impulsa la historia bíblica hacia adelante, como ya hemos observado.

Por su valor puramente conceptual, “pacto” es una de las palabras más significativas de la Escritura. Es la idea que más plenamente define quién es Dios y cómo Dios actúa. Dios es el Dios del pacto, que actúa a través de su pacto, y que interviene siempre y unicamente dentro del flujo relacional dinámico de pacto.

Entonces, ¿qué significa esta palabra altamente cargada de sentido?

Hablando a través del profeta Oseas, Dios revela las intenciones de su corazón en favor de Israel y de toda la humanidad en términos de pacto:

Porque misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos. Pero ellos, como Adán, violaron el pacto; allí han pecado contra mí (Oseas 6: 6-7, ESV).

En primer lugar, observa que el “pacto” implica “amor inquebrantable”. Observa también que la caída de Adán y, por extensión, el estado caído de la humanidad como un todo, se define con las palabras “ellos… violaron el pacto”. Está claro, entonces, que el “pacto” abarca todo el relato bíblico, remontándose al propósito original de Dios para la humanidad, y alcanzando el último “deseo” de Dios para el mundo.

Hablando a través del profeta Isaías, Dios expresó la esencia de su pacto en estos términos:

«… Porque los montes se moverán

y los collados temblarán,

pero no se apartará de ti mi misericordia,

ni el pacto de mi paz se romperá»,

dice el Señor, quien tiene misericordia de ti (Isaías 54: 10).

Escucha y ven a mí;

escucha, para que puedas vivir.

Haré un pacto eterno contigo,

mi fiel amor prometido a David (Isaías 54: 10).

¡Qué hermoso y rico significado relacional!

Aquí, de nuevo, vemos que la alianza con Dios tiene una dinámica relacional que conlleva:

 amor inquebrantable,

 amor incondicional

 y amor fiel.

O dicho de otro modo: el pacto implica vivir con una integridad relacional inquebrantable. Decir que Dios es un Dios de pacto, es decir que Dios es fiel en todas sus relaciones, a todos, por encima de sí mismo y por fidelidad a sí mismo, y a cualquier costo, hasta a costa de sí mismo. El pacto es, por lo tanto, una noción bíblica que comunica la identidad esencial de Dios, la esencia de su carácter. A la pregunta, ¿quién es Dios?, la Biblia responde, ¡Dios es fiel a su pacto!

Pero el pacto no solo revela quién es Dios, sino que también revela lo que realmente significa ser humano. En el texto de Oseas 6, el Dios del pacto solo desea una cosa de los seres humanos: su amor verdadero, es decir, su fidelidad al pacto. Por contraste lógico, romper el pacto equivale a lo que pasa cuando los seres humanos dejan de estar en sintonía con su verdadera identidad. Observa cómo Isaías formula la idea:

Y la tierra fue profanada por sus moradores,

porque traspasaron las leyes,

falsearon el derecho y

quebrantaron el pacto eterno.

Por esta causa la maldición consumió la tierra

y sus moradores fueron asolados (Isaías 24: 5-6).

La historia humana se caracteriza fundamentalmente por la ruptura del pacto. Somos una raza definida por la disfunción relacional y la desintegración, una raza de víctimas y verdugos, una raza de no-amantes.

El pacto es una noción relacional. Vivir dentro del pacto es vivir para todos los demás con amor fiel. La ruptura del pacto ocurre cuando los individuos viven para sí mismos en detrimento de los demás. Según Isaías, la ruptura de nuestro pacto ha impactado de manera nociva a la Tierra misma. El propio ecosistema ha sido “profanado” y “deteriorado” por nuestra violación del sistema de pactos que nos comprometía con la tierra. En resumen, todo el mal del mundo se debe a la ruptura de la alianza, es decir, todo lo malo del mundo se debe a relaciones rotas, al amor violado. Todo lo que Dios desea para el mundo es que nuestra fidelidad al pacto sea restaurada y que ese sea nuestro modo fundamental de existir. Dios solo desea que cada uno cuide del bienestar de todos los demás.

El pacto es, en pocas palabras, amor omnidireccional: amor entre Dios y los seres humanos, amor entre los seres humanos y el amor entre los seres humanos y la creación, que está a su cargo.

Pero obviamente, eso no es lo que está pasando en el mundo.

Por eso Dios se hizo hombre, para vivir los términos relacionales del pacto para nosotros, por nosotros, en nosotros, y como nosotros.

Por medio de Isaías, Dios le dijo al Mesías por venir: «yo, el Señor, te he llamado en justicia, y te sostendré por la mano; te guardaré, y te pondré por pacto al pueblo, por luz de las naciones» (Isaías 42: 6). Después vino Daniel y predijo que el Mesías que vendría “confirmaría el pacto” y sería llamado “el Príncipe del pacto” (Daniel 9: 27; 11: 22). Finalmente, Malaquías cerró el Antiguo Testamento llamando al Mesías venidero el mensajero del pacto (Malaquías 3: 1).

El Mesías es:

 La personificación del pacto de Dios con su pueblo.

 El amor inamovible de Dios extendiéndose en todas las direcciones en relaciones de integridad perfecta.

 La fidelidad “confirmada” del pacto divino para con la raza humana.

En resumen, la Biblia narra la historia de Dios viviendo a través del pacto su amor por nosotros con el objetivo de restaurar el amor del pacto en nosotros. El plan de la salvación es el proceso histórico a través del cual Dios sigue amándonos a pesar de todo, reproduciendo la imagen de Dios en la humanidad por medio de su propio sacrificio (Juan 12: 23-32). Jesús vislumbró lo que ocurriría finalmente a la humanidad redimida precisamente en estos términos. Oró «para que el amor con que me has amado [el Padre], esté en ellos, y yo en ellos» (Juan 17: 26). El deseo de Dios es que los seres humanos entrasen de nuevo en el amor que fluye libremente entre el Padre y su Hijo fiel a su pacto, Jesús Cristo.

 

Hay un propósito central que impregna toda la narrativa bíblica, y es este:

Dios está procurando completar el ciclo relacional de la fidelidad del pacto entre él y la raza humana, para restaurar la integridad relacional dentro de la humanidad, de modo que el amor que fluye de Él hacia nosotros pueda fluir finalmente también hacia Él desde nosotros y en torno nuestro hacia nuestros semejantes. Jesús es el Hijo de Dios a través de quien este proyecto fue creado y procreado, actualizado y transmitido, logrado y difundido, producido y reproducido.

Si entendemos bien esta idea, comprenderemos la lógica interna básica de toda la Biblia. Cada promesa y cada profecía, cada historia y cada himno, cada poema y cada parábola de este libro están al servicio de este gran argumento narrativo.

Con esto en mente, ahora estamos listos para entrar en el Nuevo Testamento. Vamos a empezar con una panorámica general, recorriendo de un breve vistazo todo el conjunto, y luego vamos a volver para ver en detalle otras consideraciones.

«El pacto es, en pocas palabras, amor omnidireccional: amor entre Dios y los seres humanos, amor entre los seres humanos, y amor entre los seres humanos y la creación que tienen a su cargo».
Capítulo Ocho
LA GRAN REPRESENTACIÓN

Dios hizo un pacto con Israel, al cual Dios fue fiel pero Israel no. Como Hijo de Dios, la vida de Jesús fue una completa y fiel reproducción de la historia de Israel. No sería exagerado decir que este es el punto central de la Biblia.

Cristo pasó por el mismo terreno de pruebas que atravesó Israel, pero se mantuvo fiel a la alianza allí donde Israel falló. Los paralelos entre las dos historias son deliberados y sorprendentes, aunque a la mayoría de nosotros nunca se nos ha enseñado a leer la Escritura de manera que nos permita observar la vinculación intencionada de la narrativa entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. Algunos sectores del cristianismo han ido tan lejos como para rechazar completamente el Antiguo Testamento y desaconsejar a la gente su lectura. Es incluso frecuente imprimir el Nuevo Testamento solo, colocando en las manos de millones de personas solo la mitad del gran libro, por lo que es prácticamente imposible para el lector obtener una visión precisa de quién era Jesús y por qué vino a nuestro mundo.

Nosotros vamos a adoptar un enfoque diferente. Vamos a desplazarnos fuera y observar la profunda conexión entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. En este capítulo vamos a fijarnos en el arte inspirado de la Biblia resumiendo su historia de la manera más minimalista que podamos.

En el Antiguo Testamento, un joven llamado José tuvo sueños extraños y fue enviado a Egipto para salvar a su familia, seguido por el pueblo de Israel, emigrado a Egipto para escapar de una muerte segura (Génesis 42; 45: 5). En el Nuevo Testamento, otro José también tuvo sueños especiales, y tuvo que huir con su familia a Egipto para salvar de una muerte segura al Israel de ese momento, encarnado en el Cristo niño (Mateo 2: 13-15).

Cuando Israel salió de Egipto, Dios llamó a la nación “mi hijo” (Éxodo 4: 22). Cuando Jesús salió de Egipto, Dios dijo, “de Egipto llamé a mi hijo” (Mateo 2: 15), un paralelo intencional entre la historia del antiguo Israel y la historia de Jesús como el nuevo hijo israelita de Dios.

El hijo de Dios, Israel, pasó por el Mar Rojo huyendo del ejército egipcio (Éxodo 14: 10-13). El apóstol Pablo dice que los israelitas, “en unión con Moisés…fueron bautizados en el mar” (1 Corintios 10: 2). Jesús, inmediatamente después de ser bautizado como el nuevo representante corporativo de Israel, fue presentado al mundo por Dios con las palabras “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3: 13-17). Jesús está reconduciendo la historia de Israel, esta vez para agradar a Dios con su fidelidad al pacto.

Israel vagó en el desierto durante 40 años en su marcha hacia la tierra prometida, cediendo a la tentación una y otra vez, para entrar finalmente en Canaán bajo el liderazgo de un líder que llevaba el nombre de “Josué”, que significa, Yahvé Salva (Éxodo 16; Números 13). Cristo pasó 40 días en el desierto siendo tentado por el diablo sin sucumbir nunca, antes de que empezara su ministerio terrenal para conducir a la humanidad a la tierra prometida bajo el nombre de “Jesús”, que significa, Yahvé Salva, el equivalente griego de Josué (Mateo 1: 21; 4: 1-11).

Moisés subió al Monte Sinaí para recibir los Diez Mandamientos de parte de Dios y luego los entregó a Israel (Éxodo 19–20). Jesús se posicionó en otro Monte de Israel, anunciando que ahora había venido a “cumplir la ley”, magnificando su significado relacional, y proclamando sus bendiciones, o Bienaventuranzas a todo el pueblo (Mateo 5–7).

El antiguo Israel se formó a partir de los doce hijos de Jacob y sus descendientes (Génesis 35: 22-26). Jesús siguió deliberadamente este modelo narrativo llamando a doce apóstoles, de los cuales surgió una posteridad espiritual que se convertiría en la continuación de Israel, ahora llamada iglesia, compuesta por creyentes de todas las naciones (Mateo 10: 1-4; Gálatas 3: 29; Efesios 2: 19-22).

Israel fue llamado por Dios para ser “un Reino de sacerdotes, y una nación santa”, con el propósito de ser una luz para todas las naciones, con el propósito de incorporar a este Israel (espiritual) al resto del mundo (Éxodo 19: 6; Deuteronomio 4: 5-8, 40). La iglesia fundada por Jesús es el nuevo Israel, llamado a ser “un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2: 9), compuesto de gente de todas las naciones (Apocalipsis 7), con la misión de llevar la luz del amor de Dios al mundo entero (Mateo 24: 14; 28: 18-20; Apocalipsis 14: 6).

¡Vaya! Así que todo eso está en la Biblia, ¿no?

Sí, claro que sí.

El depurado arte literario de la narrativa es tan impresionante que es imposible que se trate de una mera coincidencia. Las posibilidades de que más de cuarenta autores, escribiendo a lo largo de un lapso de mil quinientos años, compongan una historia coherente tan genial, sin ser guiados por una misma Mente superior, son tan remotas, que resultan imposibles. Pero esta ni siquiera es la parte más asombrosa. Lo verdaderamente notable de esta historia es que nos invita a creer lo mismo que secretamente esperamos, en lo más profundo de nuestros corazones, que sea verdad: que somos objeto de un amor tan fiel que preferiría morir antes que dejarnos de lado. Una de las razones por las que sabemos que el relato bíblico es verdadero es porque responde a nuestros anhelos más profundos de ser amados de un modo que no encuentra ninguna correspondencia satisfactoria en este mundo nuestro, transgresor del pacto. Jesús encarna aquello para lo que intuitivamente sabemos que estamos hechos: una relación de amor perfecta.

Y, sin embargo, a la mayoría de los cristianos nunca se les enseña ni siquiera a tomar conciencia de la deliberada conexión narrativa existente entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, y mucho menos a entender lo que eso implica para la restauración del amor de Dios en las relaciones humanas. Nuestro enfoque ha estado orientado sobre todo por la preocupación egocéntrica por la salvación personal. La visión teológica del cristianismo ha estado tan completamente saturada de pensamiento griego en la iglesia medieval, que la orientación típicamente hebrea hacia la relación del pacto es casi desconocida en el cristianismo moderno.

La Biblia nos está contando una historia. El objetivo de esta historia es que el amor inspirador del pacto sea restaurado en la raza humana. Jesús es la figura central y más sobresaliente de la historia. Él es quien logra hacer realidad las intenciones del pacto, final y completamente. En Cristo, somos testigos de la gran reconstrucción de la historia de Israel, esta vez con fidelidad al pacto. En Él, todo lo que Dios había previsto para Israel, y para toda la raza humana, se cumple. En cada acto de su existencia, hasta el punto de dar su vida por sus enemigos como el evento culminante de la fidelidad al pacto, Jesús vivió el amor de Dios, y, al hacerlo, cumplió plenamente la intención de la narrativa del Antiguo Testamento, con todos sus ideales de pacto y sus imperativos relacionales. Pablo entendió claramente esto cuando resumió toda la Biblia en una sola frase:

Porque todas las promesas de Dios son en El «sí», y en él «Amén», por medio de nosotros, para gloria de Dios (2 Corintios 1: 20).

El gran panorama narrativo de las Escrituras ilumina con brillantes rayos de luz la vida y la persona de Cristo. Todo lo que Dios prometió al mundo a través de Israel, el hijo infiel de Dios, se cumplió ahora en el Hijo fiel de Dios, Jesucristo. La historia de Jesús es un microcosmos de la historia de Israel, solo que esta vez se trata de una historia que irradia la hermosura del amor infalible. Este es, entonces, el sentido en que el Nuevo Testamento llama a Jesús, “el Hijo de Dios”.

Vamos ahora a explicar algunos detalles más del Nuevo Testamento.

«En el momento en que la gran panorámica de la Biblia se despliega ante nosotros y escuchamos su teología y su historia, nos damos cuenta de que algo pasmosamente sencillo ha permanecido ignorado bajo nuestras mismísimas narices todo el tiempo».
Capítulo Nueve
EVANGELIO
SEGÚN MATEO — HIJO DE ABRAHAM

Si realmente queremos entender lo que la Biblia quiere decir cuando habla de Jesús como el Hijo de Dios, necesitamos permitir que el Nuevo Testamento nos explique la historia de Jesús en sus propios términos, dentro de su propio marco, definiendo su propio lenguaje. Y como lo hace, sólo necesitamos escuchar. Con obvia intención, el Nuevo Testamento se abre recordando el pasado para lanzarse de modo coherente hacia el futuro:

Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham… (Mateo 1: 1).

¡Bum!

¿Bum?

Sí, ¡bum!

Ya lo sé, ya lo sé. A todos nos aburren las “genealogías”, pero eso es porque avanzamos flotando a la deriva de la historia de las Escrituras tras un enfoque miope, con el que buscamos formular listas de declaraciones que nos sirvan para como piezas separadas para elaborar nuestras doctrinas. La teología sistemática y la sana doctrina son de vital importancia cuando se construyen dentro del marco del relato bíblico, pero no como una metodología que consiste en citar versículos aislados para formular ideas teológicas aunque vayan en contra de la historia general de la Escritura.

Recientemente alguien me preguntó: «Si pudieras gastarle una broma pesada a la iglesia mundial, ¿cuál sería?». Inmediatamente respondí:

«Quitaría todas las divisiones en capítulos y versículos de todas las Biblias del mundo».

Por supuesto, sería superdivertido, pero mi propuesta no era ninguna broma. Si no tuviéramos las divisiones de capítulos y versículos —las cuales fueron impuestas a la Escritura bastante recientemente en la historia—nos veríamos obligados a leer los textos completos del libro. Muchos de nosotros no sabemos lo que realmente está pasando en la Biblia, ya que vivimos siempre bajo la ilusión de que ya tenemos “la verdad”, simplemente porque hemos compuesto un arsenal de textos que prueban nuestras creencias fundamentales. Las creencias fundamentales son importantes, pero sirven para poco si se desvinculan de su misión de revelar el amor de Dios, tal como se transmite a través del relato general de la Biblia.

La Biblia es un libro de narrativas, no de listas de declaraciones desvinculadas de sus contextos.

Así que la verdad más verdadera de la Escritura pertenece solo a aquellos que leen la historia completa y se dan cuenta de que su centro y clímax están en Cristo.

Cuando abrimos el Nuevo Testamento lo primero que nos dice es que Jesús no es otro que el «hijo de David,

hijo de Abraham» (Mateo 1: 1). Esto debería alertarnos inmediatamente de que estamos a punto de retomar precisamente lo que la historia dejó en suspenso en el Antiguo Testamento. Parte de la historia está integrada en los nombres de estas dos figuras clave. Abraham significa “padre de muchos” y David significa “amado”. El Mesías que ahora ha venido es, en su linaje, el “hijo amado” de Dios, y él está aquí, en nuestro mundo, para transmitir el amor de Dios al mundo y así llegar a ser el padre de muchos más hijos amados de Dios. Después de decirnos que Jesús es «hijo de David, hijo de Abraham», Mateo procede a redactar su Evangelio como la continuación natural del relato del Antiguo Testamento:

 

Jacob engendró a José, marido de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo… El nacimiento de Jesucristo fue así: Estando comprometida María, su madre, con José, antes que vivieran juntos se halló que había concebido del Espíritu Santo. José, su marido, como era justo y no quería infamarla, quiso dejarla secretamente. Pensando él en esto, un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.» Todo esto aconteció para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del profeta:

«Una virgen concebirá y dará a luz un hijo

y le pondrás por nombre Emanuel»

(que significa: «Dios con nosotros»).

Cuando despertó José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado y recibió a su mujer. Pero no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito, y le puso por nombre Jesús. (Mateo 1: 16, 18-25).

Mateo quiere que su lector entienda que Jesús es Aquel que Israel ha estado esperando, el Cristo (Mesías, en hebreo). Observa su linaje familiar. Fíjate en las circunstancias milagrosas de su nacimiento, como lo que sucedió con Isaac, sólo que esta vez el niño es, nada menos, que “Emanuel”, Dios encarnado, tal como Isaías había anunciado. Presta atención al hecho de que el ángel les dijo a sus padres que lo llamaran “Jesús” (Josué, en hebreo), como el sucesor de Moisés que llevó a Israel a la tierra prometida. “Mira, mira, mira”, dice Mateo mientras hace toda una serie de conexiones entre Jesús y la historia antigua.

Jesús nació en Belén, la ciudad de David, porque, después de todo, es el hijo de David (Mateo 2: 1-6).

Con sus padres, Jesús tuvo que huir a Egipto para poder sobrevivir, pero después regresó de Egipto, «para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del profeta, cuando dijo: “De Egipto llamé a mi Hijo”» (Mateo 2: 15).

Un personaje semejante a Elías, Juan el Bautista, lo anunció y lo presentó, tal como el profeta Isaías dijo que sucedería (Isaías 40). Y más adelante, cuando fue bautizado por Juan, una voz de Dios vino del cielo que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mateo 3: 17). El Hijo de Dios=el Hijo de David, Mateo hace esta correlación porque conoce su Biblia hebrea.

Tras salir «de Egipto», Jesús fue «al desierto para ser tentado por el diablo… cuarenta días y cuarenta noches», así como el antiguo Israel atravesó el desierto como hijo de Dios y fue tentado por el diablo durante cuarenta años (Mateo 4: 1-2). Los ataques de Satanás contra Jesús estaban dirigidos a cuestionar su identidad como hijo de Dios. «Si eres hijo De Dios», en el sentido israelita-bíblico, «di que estas piedras se conviertan en pan» (Mateo 4: 3). Jesús es Israel en el desierto, de nuevo.

Habiendo enfrentado al diablo en el desierto y permanecido fiel al pacto que Israel no respetó, Jesús inmediatamente salió a predicar: «¡Arrepentíos, porque

el reino de los cielos se ha acercado!» (Mateo 4: 17).

En otras palabras, Jesús está haciendo precisamente lo

que el antiguo Israel se suponía que debía haber hecho

—establecer el Reino de Dios:

Ahora pues, si dais oído a mi voz, y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa (Éxodo 19: 5-6).

Si Israel hubiera sido fiel a la alianza, Dios habría hecho de ellos una gran nación, y ellos se habrían convertido en el centro de atracción del mundo:

Mirad, yo os he enseñado estatutos y decretos, como Jehová, mi Dios, me mandó, para que hagáis así en medio de la tierra en la que vais a entrar para tomar posesión de ella. Guardadlos, pues, y ponedlos por obra, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia ante los ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: «Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es ésta». Porque ¿qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová, nuestro Dios, en todo cuanto le pedimos? Y ¿qué nación grande hay que tenga estatutos y juicios justos como es toda esta Ley que yo pongo hoy delante de vosotros? (Deuteronomio 4: 5-8).

Todas las naciones del mundo habrían acudido a Israel para aprender de su extraordinario Dios. Los principios del pacto les habrían aportado éxito y habrían florecido en todos los aspectos de la vida. El reino de Dios habría llenado al mundo entero a través del testimonio de Israel. Pero eso nunca sucedió. Por eso Mateo quiere que entendamos que cuando Jesús viene anunciando «el reino de Dios», está iniciando el proceso de subsanar el fracaso de Israel, de ser el hijo fiel de Dios ante las Naciones.

Con el fin de establecer el Reino, Jesús procede a hacer dos cosas, según el relato que Mateo hace de la historia:

1 Selecciona a doce apóstoles, evocando a los doce hijos de Jacob y a las doce tribus de Israel. Según Mateo, Jesús está fundando un nuevo Israel.

2 Él asume la misión que Israel había debido cumplir, es decir, derribar todas las barreras étnicas e incorporar a todas las gentes en el reino del pacto de Dios.Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, predicando el evangelio del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Se difundió su fama por toda Siria, y le trajeron todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los sanó. Lo siguió mucha gente de Galilea, de Decápolis, de Jerusalén, de Judea, y del otro lado del Jordán (Mateo 4: 23-25).

La misión de evangelización que Israel no cumplió, ahora está siendo realizada por Jesús, el hijo fiel de Dios, que debía haber sido Israel. Al decirnos que Cristo se puso a «sanar toda clase de enfermedades», Mateo nos está recordando la promesa del pacto a Israel: «Yo apartaré de ti toda enfermedad» (Éxodo 23: 25). «Apartará Jehová de ti toda enfermedad» (Deuteronomio 7: 15). Paso a paso, un acto tras otro, Jesús repara todo lo que Israel no consiguió en su misión fallida. Al reconocer los rasgos que van perfilando su identidad mesiánica, «toda la gente estaba atónita y decía: “¿Será éste el Hijo de David?”» (Mateo 12: 23).

Mateo dice, Sí, sí, sí, ¡eso es exactamente lo que es!

Todo el propósito del relato del Evangelio de Mateo es persuadirnos de que Jesús es el último Hijo de Dios del pacto, el que anunciaban todos los penúltimos hijos del pacto divino.

Él es el Hijo de la promesa tipificado en Isaac, el hijo milagroso de Abraham.

Él es el Hijo del pacto representado por Jacob, el hijo de Isaac.

Él es el Hijo primogénito de Dios presagiado en los hijos de Jacob, quienes colectivamente representan a Israel, el pueblo-hijo de Dios.

Él es el Hijo de Dios, unigénito y ungido, del cual el rey David era una mera sombra.

Él es el pacífico Hijo de Dios que vino a establecer el Reino eterno de Dios sin guerra, prefigurado por Salomón, el hijo de David.

En el momento en que la gran panorámica de la Biblia se despliega ante nosotros y escuchamos su teología y su historia, nos damos cuenta de que algo pasmosamente sencillo ha permanecido ignorado bajo nuestras mismísimas narices todo el tiempo.

Jesús es el Hijo de Dios en el sentido de que él siguió enteramente el guión de la trama narrativa del Antiguo Testamento al vivir plenamente el propósito que Dios tenía para la humanidad desde siempre.