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El hijo de Dios

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¡El amor fiel a Dios y a la humanidad prevaleció en Cristo, incluso frente a la destrucción total de su persona!

Ante la perspectiva de ser completamente «cortado» según el contrato del pacto hecho con Abram, Cristo siempre dio preferencia a todos los demás sobre sí mismo. La «obediencia» de Cristo a la que Pablo se refiere es la fidelidad al pacto a la que todos los seres humanos siempre hemos sido llamados. En la Cruz del Calvario, encontramos a Dios despojado de la esencia de su identidad divina. En el grito de abandono, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» sentimos que todo lo que le queda es puro amor sacrificado. Colgado allí él solo —Dios solo sin Dios por primera vez en toda la eternidad— vemos a un Dios que literalmente ama a todos los demás antes y por encima de sí mismo. En aquel acto colosal de perfecta fidelidad relacional, Cristo «confirma el pacto».

Y aquí viene el genio de Pablo.

Fue precisamente a causa de la obediencia de Cristo hasta la muerte que Dios, de manera debida y legítima «lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre» (Filipenses 2: 9).

¿Qué pasa en este punto en el razonamiento de Pablo?

Pues que cuando Pablo dice que Cristo fue «exaltado» como «Señor», simplemente está siguiendo el relato bíblico que predice la exaltación de un ser humano, como el Hijo de Dios, en su trono. La vida, muerte, resurrección, y ascensión de Cristo fue la vida, muerte, resurrección, y ascensión del Hijo de Dios en el sentido adánico, abrahámico y davídico. Al abandonar su posición de igualdad con Dios, al convertirse en un miembro de la raza humana, despojándose voluntariamente de sus poderes divinos, y viviendo en obediencia al pacto de amor hasta la muerte, la posición de señorío comprometido sobre el mundo que fue perdida por Adán fue recuperada en Cristo. Por medio de él somos hechos de nuevo hijos de Dios, y el mundo vuelve a estar bajo señorío humano.

El punto del Nuevo Testamento no es que Dios, como Dios, está recuperando de nuevo el dominio del mundo, sino que Dios, tras haber asumido nuestra humanidad, está recuperando el señorío del mundo. La filiación es una vocación humana, no una vocación divina, sino una vocación humana que Dios asumió en nuestro favor. La filiación de Cristo no es su identidad intrínsecamente divina, sino su identidad humana asumida por solidaridad para con nosotros. En Filipenses 2, Pablo no está tratando de decir lo que Dios ha hecho como Dios, sino más bien lo que Dios ha hecho como hombre. El punto del pasaje es que debemos procurar que «este sentir que hubo también en Cristo Jesús» sea también el nuestro (vers. 9). Cuando Jesús murió en la cruz victorioso sobre el egocentrismo, y fue elevado al trono del universo, lo hizo por nosotros y en lugar nuestro. Jesús vivió y murió como nuestro nuevo cabeza y representante, como nuestro nuevo Adán. Para el apóstol Pablo, por consiguiente, la muerte, resurrección, ascensión y entronización de Cristo son en cierto sentido la muerte, resurrección, ascensión, y entronización de la humanidad en Cristo.

Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación que produce vida. (Romanos 5: 18).

Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gálatas 2: 20).

El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron (2 Corintios 5: 14).

Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos). Juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús (Efesios 2: 4-6).

Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él (2 Timoteo 2: 11-12).

Un Hijo de Dios, semejante a Adán, ocupa ahora el trono del universo. Está allí en nuestro nombre, habiendo asegurado nuestro lugar, y esperando nuestra llegada. Él nos ha hecho una asombrosa promesa: «Al vencedor le concederé que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono» (Apocalipsis 3: 21). «No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el Reino» (Lucas 12: 32). En Cristo, la humanidad ha recuperado su posición privilegiada de entronización, y el pacto reina por fin sobre el mundo.

Según este relato, la muerte de Jesús en la cruz no fue un sacrificio de tipo pagano, sino el sacrificio del pacto, cuyo significado se remonta lejos en la historia a aquel corte ritual con que Dios selló su pacto con Abram. La obediencia de Cristo hasta la muerte fue un acto supremo de fidelidad al pacto, no un acto supremo de apaciguamiento. Al aceptar «cortarse» de la divinidad, permaneció fiel a la antigua promesa. En esa obra monumental de amor abnegado, la integridad relacional se mantuvo en todas las direcciones —de Dios para con el hombre, del hombre para con Dios, y del hombre para con el hombre— y el señorío humano sobre el mundo fue recuperado en Cristo.

«A medida que nos entregamos a la comunión interna personal con el Espíritu Santo, somos gradualmente elevados hacia formas superiores de autogobierno responsable hasta que, finalmente, el amor por sí solo define cada acto libre que realizamos».
Capítulo veinte
EL GRAN COMUNICADOR

En Cristo fue llevado a cabo el sacrificio del pacto. Quedó demostrado el fiel amor de Dios. Dentro del seno de la naturaleza humana, como la descendencia prometida de la mujer, Cristo se convirtió en la nueva cabeza corporativa de nuestra raza. Con este acto asombroso e incomprensible, Dios entró en eterna solidaridad con la humanidad. La integridad relacional completa se consiguió como una realidad objetiva e histórica. El pacto del amor fue confirmado.

Y aquí es donde el Espíritu Santo entra en el gran relato bíblico.

Para ser lo más claro posible, abordaré la obra fascinante del Espíritu Santo con una serie de formulaciones repetidas y ampliadas. Esto puede resultar muy interesante e iluminador, así que pon toda tu mente y tu corazón en este trayecto.

Primero, vamos a buscar la salida.

Como ya hemos visto, hay esencialmente dos eventos causales primarios que irrumpen en el escenario bíblico. Estos dos acontecimientos definen la historia humana:

 la creación del primer Adán y su caída

 y la encarnación y la obra redentora del último Adán.

A grandes rasgos, el relato de la creación del Antiguo Testamento es recapitulado en el relato de la redención del Nuevo Testamento.

En el Antiguo Testamento, Dios creó a la humanidad a su propia imagen para amar como Dios ama, como una comunidad social de integridad relacional, para vivir en la fidelidad del pacto sellado con Dios, con los demás, y con la Tierra. La caída de la humanidad consistió esencialmente en la ruptura del pacto de amor.

En el Nuevo Testamento, la humanidad ha sido y está siendo restaurada a imagen de Dios, primero en nuestro representante y nuevo cabeza del nuevo pacto, Jesucristo, y luego en la comunidad del nuevo pacto, que es la iglesia.

Esto es lo que está contando el gran relato bíblico.

Esta es la trama, el esquema, y el punto central del libro. Esta es la gran narrativa de la que se alimentan todas las profecías e historias de la Biblia. Por lo tanto, podemos esperar que las características narrativas que definen la primera creación aparezcan naturalmente en la restauración. Y, en efecto, esto es exactamente lo que encontramos. Y el Espíritu Santo está visiblemente presente en ambos relatos, como estamos a punto de descubrir.

Ahora acerquémonos un poco más al asunto.

El Antiguo Testamento comienza con las palabras «en el principio», seguidas de varios elementos narrativos.

El Nuevo Testamento, según el relato de Juan, comienza con las mismas palabras, «en el principio», seguidas por los mismos elementos narrativos que encontramos en el Génesis.

El paralelismo es deliberado. Una de las características llamativas del Evangelio de Juan es que es una repetición de la historia de la Creación en clave redentora. Al empezar con las palabras, «En el principio», Juan está activando la vieja historia para que nosotros entremos en el marco correcto de referencia para captar el sentido del nuevo relato. Observemos cómo se alinean las comparaciones.

En Génesis:

 Las «tinieblas» cubren la Tierra.

 El «Espíritu de Dios» revolotea o se cierne como el viento «sobre la faz de las aguas».

 «Dios dijo… Luego dijo Dios… Dijo también Dios… » La palabra de Dios es el agente activo en el evento de la Creación.

 La «luz» ilumina las tinieblas por la acción de la palabra.

 En el sexto día, la humanidad es creada del «polvo» (la carne) y recibe el divino «aliento de vida».

 A Adán y Eva se les da el dominio sobre la Tierra.

 A Adán y Eva se les da el poder de procrear a otros seres humanos a su imagen.

 El proceso de creación se llama «obra» y Dios «terminó su obra» y «descansó» en el «séptimo día».

En el Evangelio de Juan:

 Las «tinieblas» cubren a la humanidad.

 El «Verbo» de Dios (la Palabra) es el agente activo.

 La «luz» vence a las «tinieblas».

 El «Verbo» se hace «carne» y recibe «el Espíritu Santo» en su bautismo, como Adán fue hecho de «polvo» y recibió el «aliento de vida» de parte de Dios.

 

 Jesús procede a demostrar que él tiene «dominio» sobre la creación, como el que el primer Adán estaba destinado a tener, actuando sobre la naturaleza y realizando una serie de actos de curación que indican la inversión de la maldición que acarreó sobre el mundo la caída del primer Adán.

 Jesús ofrece a otros seres humanos la «potestad de ser hechos hijos de Dios» a su imagen, tomando el papel fallido de Adán para suscitar hijos a su imagen.

 El proceso de la redención también se llama «obra» y Cristo «terminó» su obra en el sexto día cuando murió en la cruz y descansó en el séptimo día en la tumba.

¡Vaya!

Todo eso está ahí, ¿no?

Sí, claro que sí.

Y a menos que comencemos a leer la Biblia en sus propios términos —por lo que la Biblia misma pretende transmitir a lo largo de su propia narrativa— continuaremos encontrándonos en contradicciones teológicas. Pero si dejamos que la Biblia nos enseñe el camino a seguir, no tendremos que inventar un montón de interpretaciones, porque la historia nos dirá lo que quiere que sepamos y nos dejará con el misterio en áreas que están más allá del alcance de la historia y más allá de nuestro finito alcance humano.

Hasta ahora hemos visto que Jesús es una nueva versión del «Hijo de Dios» adánico. En el relato del evangelio, estamos siendo testigos nada menos que de la reconstrucción del mundo a través de la obra redentora de Cristo. Pasemos ahora a observar más específicamente el papel del Espíritu Santo en esta historia.

En el relato de la Creación del Génesis, el Espíritu Santo se mueve como el viento sobre las aguas, y el mundo creado emerge de las aguas:

La tierra estaba desordenada y vacía, las tinieblas estaban sobre la faz del abismo y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas

(Génesis 1: 2).

En el relato de la nueva creación según Juan, también el Espíritu Santo es asociado con el agua y el viento, y la nueva creación emerge del agua:

Respondió Jesús: —De cierto, de cierto te digo que el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: «Os es necesario nacer de nuevo». El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo aquel que nace del Espíritu (Juan 3: 5-8).

Cuando Jesús insiste en que los seres humanos deben «nacer de agua y del Espíritu», está evocando el relato de la Creación según el Génesis, y el papel que el Espíritu Santo tuvo en ella. La Creación original surgió del agua por acción del Espíritu Santo y de la Palabra, y ahora la nueva creación también tendrá lugar desde el agua bajo la acción del Espíritu Santo y de la Palabra. Jesús es consciente de su identidad como el nuevo comienzo de una nueva creación. Sabe que es el nuevo Hijo adánico de Dios, que se halla comprometido ahora en un proceso procreador en favor del nacimiento de muchos otros hijos de Dios. También está claro que Jesús nos está diciendo que el Espíritu Santo está íntimamente concernido en la obra de la nueva creación, tan íntimamente involucrado, de hecho, que a medida que la historia continúa desplegándose descubrimos que el Espíritu Santo desempeña una función única en la conciencia humana, como la respiración vitaliza el cuerpo humano. Sígueme de cerca ahora mientras nos acercamos aún más, porque esto está a punto de ponerse realmente interesante.

La historia de la Biblia comienza con una respiración especialmente cargada de importancia:

Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente (Génesis 2: 7).

Volviendo rápidamente al Nuevo Testamento, vemos que Jesús termina su ministerio terrenal con otro acto de respiración especialmente cargado de importancia:

Y al decir esto, sopló y les dijo:

—Recibid el Espíritu Santo (Juan 20: 22).

El paralelismo es deliberado. De hecho, todo el Nuevo Testamento está inspirado por el Antiguo Testamento, como hemos visto una y otra vez. Lo que vemos que sucede aquí es que Jesús está estableciendo un paralelo entre el aliento original de vida insuflado en la humanidad y el nuevo aliento de vida que definirá la nueva creación. Nos está diciendo que el Espíritu Santo es el agente activo y dador de vida de la nueva creación, como fue el caso en la Creación primera.

La razón por la que me atrevo a decir digo que el aliento de vida insuflado en Adán estuvo especialmente cargado de sentido, es porque el relato da evidencias de que el acto original de la creación implicó algo más que el mero acto divino de soplar aire en la nariz de Adán con el fin de hacer bombear a sus pulmones. La figura sin vida se convirtió en un «ser viviente». Algo que antes estaba en Dios era ahora «respirado» por aquel cuerpo físico que yacía allí en el suelo, y ese algo era más que oxígeno. Era, de hecho, «aliento de vida». Cuando Adán empezó a respirar aire, comenzó a la vez a pensar pensamientos y a sentir sentimientos. Comenzó a procesar conscientemente el mundo a su alrededor como un ser autónomo con autoconciencia y conciencia de los demás, es decir, con la capacidad de amar. Se convirtió en una persona viva con todos los poderes mentales que comporta la maravilla de existir como «ser vivo» animado por «el aliento de vida».

Por un lado, está el cuerpo físico, compuesto de partículas de materia. Por otro lado, está el espíritu, el carácter, el aliento de vida, la identidad personal de cada ser humano. Cuando una persona muere, las partículas de materia que componen el cuerpo se descomponen en la tierra. Pero el aliento de vida —el espíritu, el carácter, la identidad personal— vuelve a Dios en forma inconsciente para ser preservado para la resurrección, momento en el cual cada uno recibirá un cuerpo enteramente nuevo. La Biblia lo formula de esta manera:

… el polvo vuelva a la tierra, como era,y el espíritu vuelva a Dios que lo dio

(Eclesiastés 12: 7).

Dicho menos poéticamente, cuando una persona muere, el cuerpo físico se descompone en la tierra, y el espíritu —el aliento de vida, incluyendo la identidad individual— regresa a Dios para ser preservado para la resurrección.

Así que en el nivel más básico, la naturaleza humana consiste en dos dimensiones:

1 El cuerpo, la materia física que compone nuestro mecanismo de carne y hueso.

2 El espíritu, la identidad personal con todos los componentes mentales, emocionales y volitivos que definen el carácter individual.

Pero hay algo más que carne y espíritu en la composición del ser humano. En su discurso a Job, Eliú dijo que hay una conexión vital entre el aliento de vida que anima al ser humano y el poder del Espíritu Santo, que sostiene la vida:

El espíritu de Dios me hizo y el soplo del Omnipotente me dio vida (Job 33: 4).

Si él pusiera sobre el hombre su corazón y retirara su espíritu y su aliento, todo ser humano perecería a un tiempo y el hombre volvería al polvo

(Job 34: 14-15).

En el momento en que Adán se convirtió en un ser viviente, poseía el espíritu divino y a la vez era poseído por el Espíritu Santo, lo que creaba un estado de comunión entre lo humano y lo divino. En otras palabras, el ser humano es, por diseño, una criatura «habitable», y fuimos creados para alojar en nuestro ser al Espíritu Santo.

Faraón vio en José un hombre en quien estaba el Espíritu de Dios (Génesis 41: 38).

Pablo describe a los seguidores de Jesús como «morada de Dios en el Espíritu» (Efesios 2: 22).

El ser humano es una especie de casa, un templo, para acoger allí al Espíritu Santo. «¿Acaso no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios está en vosotros?»(1 Corintios 3: 16). «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual habéis recibido de Dios, y que no sois vuestros?» (1 Corintios 6: 19). Cuando, por decisión persistente, los seres humanos expulsan al Espíritu Santo de sí mismos, finalmente se convierten en «habitación de demonios, en guarida de todo espíritu inmundo» (Apocalipsis 18: 2).

Soy una «habitación».

Tú también.

Estar deshabitados no es una opción para nosotros los humanos.

No somos criaturas solitarias, sino comunitarias.

O estamos habitados por el Espíritu Santo, o bien… la alternativa es francamente aterradora. Si estamos ocupados por habitantes sombríos, nuestra individualidad se va degradando poco a poco hasta que se desintegra completamente. Pero si, al contrario, estamos ocupados por el Espíritu Santo, nuestra individualidad se consolida y nuestra personalidad florece plena y libremente. Por eso Pablo dice, «donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Corintios 3: 17).

El ser humano es una especie de casa, un templo, para acoger allí al Espíritu Santo. El papel del Espíritu Santo en la regeneración propia del plan de salvación, es residir en comunión compartida en lo más profundo de la persona humana. ¿Por qué, y con qué fin?

¡Por nuestra libertad!

¡Para restaurar en cada uno de nosotros lo mejor de nosotros mismos!

¡Más específicamente, para restaurar en la humanidad la identidad a la que aspiraba el pacto!

El nuevo pacto es, por definición, la restauración del amor voluntario en el alma humana, transfiriendo la ley de Dios del ámbito de las reglas impuestas desde fuera al reino de la identidad interna. Y el Espíritu Santo es el agente activo de la alianza:

Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros.

Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por obra (Ezequiel 36: 26-27).

Si hay una cosa que Dios Todopoderoso no quiere, es imponerse. La imposición es contraria al carácter divino. Dios no es ese tipo de Dios. El gran objetivo de la creación, como hemos visto, es que la humanidad ejerciera «dominio» sobre su propio ámbito de existencia, en armonía voluntaria con el carácter de Dios. Este elevado estado de existencia se perdió con la caída de Adán. El plan de la salvación es el proceso encaminado a recuperar para la humanidad su propia individualidad, en un estilo de vida en armonía con el pacto.

En Hebreos 10 se nos dice que hay una conexión vital entre la obra de Cristo y la obra del Espíritu Santo. La tarea de Cristo en el plan de la salvación era venir a nuestro mundo y ofrecerse como sacrificio del pacto —es decir, demostrar por medio de su muerte que el amor de Dios es fiel, aun a pesar de nuestros pecados. El pacto fue confirmado por «la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre» (Hebreos 10: 10).

Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios. Allí estará esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies. Y así, con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados (Hebreos 10: 12-14).

Así que el Espíritu Santo se ocupa de darnos testimonio del sacrificio del pacto y de obrar en nuestro interior para que lo apliquemos a nuestras vidas:

El Espíritu Santo nos atestigua lo mismo, porque después de haber dicho: «Éste es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré», añade: «Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones», pues donde hay remisión de estos, no hay más ofrenda por el pecado (Hebreos 10: 15-18).

El Espíritu Santo «nos da testimonio» (CST).

¿Pero de qué, exactamente?

De que ya ha sido revelado el amor fiel de Dios dado al mundo en Cristo. El sacrificio del pacto ofrecido por Jesús, restableció el amor de autodonación como la dinámica relacional vital entre Dios y la humanidad, y la obra del Espíritu Santo es dar testimonio de ese sacrificio, y magnificar el amor de Dios ante nosotros.

Pablo sigue en la epístola a los Romanos la misma línea de pensamiento :

… y la esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado. Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguien tuviera el valor de morir por el bueno. Pero Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros (Romanos 5: 5-8).

 

Obsérvese que es la obra especial del Espíritu Santo iluminar nuestros corazones con la conciencia del amor de Dios, demostrado en la vida de sacrificio y en la muerte de Jesús en la cruz. Y luego Pablo sigue con esto: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Romanos 8: 14). Nos convertimos en «hijos de Dios», que es para lo que fuimos creados, cuando permitimos ser «guiados por el Espíritu de Dios». ¿Guiados a dónde, exactamente? Pablo responde: al amor de Dios. ¿Por qué es tan importante el amor de Dios? Porque solo el amor es capaz de expresar lo que significa estar en una relación de pacto con Dios y con los demás. El amor define, de hecho, lo que significa ser realmente humano.

Bien, ahora mira esto.

Precisamente porque el Espíritu Santo es el agente activo del nuevo pacto, y porque el nuevo pacto es el restablecimiento del amor de Dios en la persona humana, la obra del Espíritu Santo es estar constantemente empeñado en un proceso de testificar sin forzar, dar testimonio sin violar, comunicar sin imponer, llevar a cabo la delicada tarea de persuadirnos de nuestro proceso de pensar y sentir. Es la operación delicada de salvarnos del pecado dejando intacta la dignidad de nuestro libre albedrío y preservando la gloria de nuestra individualidad. Por eso la obra del Espíritu Santo es consistentemente representada como una influencia opuesta a la fuerza. El Espíritu Santo se ocupa de:

 Enseñar (Juan 14: 26).

 Reconfortar (Juan 14: 27).

 Convencer (Juan 16: 8).

 Guiar (Juan 16: 13).

 Compartir (Juan 16: 14).

 Testificar (Romanos 8: 16).

 Dar testimonio (Hebreos 10: 15).

 Inspirar (2 Pedro 1: 21).

 Contender (Génesis 6: 3).

 Hermanar (2 Corintios 13: 14).

No es por casualidad que todas estas descripciones del Espíritu Santo son de naturaleza comunicativa y personal, y ninguna es coercitiva o impersonal. El Espíritu Santo es el miembro de la divinidad que une el círculo de la alianza entre Dios y los seres humanos, y entre los seres humanos unos con otros. Esto significa que la obra del Espíritu Santo consiste en generar en el ser humano respuestas voluntarias. En el marco de la narración bíblica, el Espíritu Santo primero planea «sobre la superficie del agua» como el viento, y luego planea dentro del espacio interior de la mente humana como un inteligente comunicador de la alianza, exhortando, convenciendo, enseñando, persuadiendo. Una comunión de Espíritu a espíritu se establece dentro del ámbito de la conciencia humana.

Así que es obvio, según la narración bíblica, que el Espíritu Santo ocupa el papel de comunicador interno, con quien los seres humanos pueden entrar en comunión. Por lo tanto, es completamente inconcebible que el Espíritu Santo sea una fuerza impersonal. Los antitrinitarios responden alegando algo parecido a esto: «Bueno, el Espíritu Santo es un ser personal, pero no un ser personal distinto del Padre y del hijo; el Espíritu Santo es en cierto sentido el Padre y/o el Hijo». Pero esta argucia filosófica no cuadra realmente con el relato bíblico por una razón muy sencilla. Según la narrativa bíblica,

el Padre obra

a través de la persona de Jesús,

de lo cual el Espíritu Santo da testimonio en nuestros corazones.

Esa es la historia, independientemente de cualquier interpretación personal que se quiera a extraer de textos aislados. Cada uno de los tres —Padre, Hijo y Espíritu— están realizando su función con respecto a los demás. Se trata, por definición, de una interacción entre tres personas, cada una de las cuales difiere substancialmente de las otras. Si reducimos la realidad a la acción individual de un Dios que definimos como un ser solitario, la historia entera de la Biblia se vacía de su dinámica relacional de amor y se convierte en un relato de narcisismo divino.

Los que respaldan la perspectiva antitrinitaria afirman que (1) Cristo fue traído a la existencia por Dios el Padre en una remota eternidad pasada, y que (2) el Espíritu Santo es la presencia y/o poder que emana de Jesús y/o Dios el Padre. Sin embargo, la mera lógica que se deduce de la narrativa que acabamos de considerar, demuestra, inequívocamente, que el Espíritu Santo es un ser personal distinto del Padre y del Hijo. Aquí está esa lógica de nuevo desde otro ángulo:

Jesús dijo repetidamente que su misión era dar a conocer al Padre. Cada acto y cada enseñanza de su ministerio estaba destinado a «glorificar» al Padre (Juan 12: 28). Cuando llegó al final de su ministerio, Jesús oró, diciendo: «yo te he glorificado en la tierra» (Juan 17: 4). «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre», aseveró (Juan 14: 9).

La misión del Espíritu Santo es llevar a Jesús. Jesús explicó la misión del Espíritu Santo diciendo: «no hablará por su propia cuenta», sino que «Él me glorificará» (Juan 16: 13-14). «No hablará de sí mismo… Él me clarificará» (la Biblia de Wycliffe, traducción propia). «No llamará la atención sobre sí mismo… Él me honrará» (The Message, traducción propia).

Y el Padre también señala a Jesús, los tres formando un círculo incesante de amor solidario y fraterno del uno a los otros. «Éste es mi Siervo, yo lo sostendré», el Padre habla de Cristo, «mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento» (Isaías 42: 1). «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia», anunció el Padre en el bautismo de Jesús (Mateo 3: 17).

Aquí está la simple lógica de la dinámica relacional: si señalo a alguien, ese acto necesariamente significa que no soy la persona a quien señalo. El Espíritu Santo no puede señalar al Hijo, que señala al Padre, y simultáneamente ser el Hijo o el Padre. Si el Espíritu Santo es el Padre glorificando al Padre o el Hijo glorificando al Hijo, o el Padre glorificando al Hijo que señala al Padre, entonces ni el Padre ni el Hijo son genuinos en su profesión de amor centrado en otro. Su aparente humildad al apuntar fuera de sí mismos hacia otro es una farsa. Al negar la personalidad distintiva del Espíritu Santo, la humildad y el amor de la dinámica relacional se desvanecen, y nos quedamos con un Dios narcisista que se señala a sí mismo. Este es, por supuesto, el fondo del problema de la doctrina antitrinitaria: describe a Dios en última instancia como una singularidad absoluta, un ser solitario, vaciando así nuestro concepto de Dios de cualquier noción significativa de amor.

La versión corta:

El Espíritu Santo señala a Jesús, quien señala al Padre. Por lo tanto, el Espíritu Santo no es ni Jesús ni el Padre.

En Juan 14: 16, la misma lógica es evidente:

Y yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador (parakletos), para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad (Juan 14: 16-17).

Aviso:

 el Espíritu Santo es enviado,

 por el Padre,

 en respuesta a la oración de Jesús.

No hay nada complicado, profundo o misterioso en esto. Tenemos ante nosotros formulaciones gramaticales de lo más básicas. Si el Espíritu Santo es enviado por el Padre, a petición de Jesús, el Espíritu Santo no es ni el Padre ni Jesús. Además, si el Espíritu Santo es llamado «otro Consolador» —otro aparte de Jesús— es evidente que el Espíritu Santo es un ser personal como Jesús, pero no Jesús, ya que el Espíritu Santo viene a ocupar el lugar dejado vacante por Jesús. Lógicamente, solo una persona puede ocupar el vacío que deja otra persona. Dejar un horno de microondas en mi lugar mientras viajo lejos de mis hijos por unos días no será suficiente. Su madre, sin embargo, sí que lo haría muy bien. «Otro Ayudante» —parakletos— significa, básicamente, no yo, sino alguien como yo. Jesús es una persona, por lo tanto el Espíritu Santo es una persona, como Jesús, pero distinta de Jesús.