Cuando los espíritus llenaban los espejos

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

En cualquier otro momento, a Leandro Avellaneda, militar condecorado, mutilado de una pierna y el único heredero de varias fincas que su familia había conservado desde hacía más de trescientos años, aquella petición le hubiese parecido una insolencia. Pero ese día estaba de buen humor. Les dio la espalda y apoyándose en su bastón caminó hasta el borde del acantilado, durante unos minutos perdió la vista contemplando el malpaís, hasta que al fin suspiró diciendo:

—Sea…, y dígale al muchacho que no pierda tiempo, hoy mismo se vuelve a Las Palmas con el obispo, y que arregle con el cura la fecha de la boda.

Petronila miró a su marido y para agradecerle al patrón su generosidad se acercó a besarle la mano, él se lo permitió y, cuando quiso retirarse, la retuvo un instante y mirándole a los ojos añadió:

—Hoy dormiré en la casa. Venga usted con la muchacha para que me arreglen el dormitorio y preparen la cena.

Esa noche, mientras Prudencia en el dormitorio calentaba las sábanas con la plancha de carbón, su abuela le servía la cena al señor. Los dos sabían lo que iba a suceder, por eso cada plato y cada copa de vino que ella le fue ofreciendo iba cargada de odio, desprecio y maldiciones. Leandro, al que tanto silencio empezaba a molestarle, le señaló un cuadro que representaba una escena familiar y que desde hacía años presidía la mesa del comedor. Y sonriendo le dijo:

—Tu familia lleva sirviendo en esta finca muchos años…, ¿verdad?

Petronila, llena de rabia, lo miraba en silencio. Leandro se levantó y, acercándose al cuadro que estaba en la pared y refiriéndose a su bisabuelo Nicanor que en el lienzo lucía el uniforme de gala del ejército español, añadió:

— Y ese puede que hasta fuese un antepasado tuyo…, ¿lo entiendes? Esa que está a su lado es su esposa y esos cuatro niños pequeños sus hijos…

Leandro sujetó a Petronila por el brazo y la acercó hasta el cuadro,

— ¿Ves esa muchacha que con una mano sostiene la sombrilla para protegerlos del sol y con la otra sujetaba a un caniche atado a una correa?

Y mirándola a los ojos le susurró.

—Esa se acostaba con él. ¿Lo entiendes? Siempre ha sido así y así tiene que seguir siendo.

A continuación, puso un duro de plata sobre la mesa y Petronila se sorprendió. Era mucho más de lo que cobraba Inocencio en un mes.

—Esto es para los novios y ahora, mientras me tomo un coñac en la biblioteca, subes y la instruyes, que me espere desnuda en la cama, y tú le explicas. Luego te marchas.

Prudencia era virgen y se comportó como Leandro esperaba, por eso meses después él cumplió su palabra y Andrés, pese a ser un muchacho fuerte, alto y esbelto, pasó un reconocimiento donde los oficiales médicos dictaminaron que no daba la talla suficiente para servir en el ejército del rey.

LA PREMONICIÓN

Con el oro que trajeron de Cuba, José Cruçeiro y Silverio compraron en el barrio de Vegueta una vivienda con tres plantas y un patio. Ambos vivían en el primer piso de la casa, una zona privada que incluía un baño, un despacho donde pasaba consultas y dos dormitorios. Desde uno de ellos y a través de un pequeño orificio en la pared, Silverio, que a los ojos de la sociedad de Las Palmas de Gran Canaria era su asistente ya que se ocupaba de su comida y de su confort personal, estaba al corriente de los asuntos donde era necesaria la intervención de su magia para forzar voluntades en negocios o herencias.

José Cruçeiro cada mañana poco después del amanecer y por espacio de treinta o cuarenta minutos se refugiaba a solas en la capilla, mientras Amparo abría el portón de la calle para que fueran acomodándose en el patio y en las habitaciones de la planta baja todos aquellos que pretendían ser atendidos. Después repartía un caldo caliente y ella era la primera que escuchaba y consolaba a los tullidos, enfermos y desesperados de la vida que se acercaban con la esperanza de encontrar alivio o solución a sus penas.

Al finalizar en la capilla, el maestro, que era el tratamiento usual entre los que pretendían entrar como ayudantes en la casa, llamaba a Silverio y con total discreción recibía en privado a médicos, abogados, funcionarios, jueces, políticos, mujeres y hombres de la alta sociedad, aquejados de problemas a los que ni la ciencia, ni la medicina, ni la justicia les encontraban respuesta. A todos ellos por sus servicios les cobraba con favores, información privilegiada y a veces con dinero.

José Cruçeiro, dependiendo de lo ocupado que estuviese por sus negocios, pasaba por el patio y en compañía de Amparo atendían a los que ella no sabía cómo ayudar. En un apartado de la capilla ambos se sentaban juntos, y él entrando en un trance hipnótico a veces le indicaba qué hacer y en otras su ahijada tomaba la iniciativa.

Ronqueras, sustos, verrugas, dolores de cabeza, problemas íntimos del matrimonio o qué hacer con un pretendiente esquivo, para todo tenían un remedio. Ya fuera con una imposición de manos o con unas hierbas para mejorar los síntomas, o con palabras de afecto, e incluso dando consejos morales. Eso sí, el maestro siempre le advirtió a su ahijada que procurase no entrometerse en el campo de los médicos y la ciencia.

José Cruçeiro nunca necesitó cobrar por sus servicios a los pobres, le bastaba que estuviesen cerca de su capilla. «De ellos me alimento», le decía en la intimidad a Amparo, pero alguno de sus colaboradores sí mercadeaba con la miseria y la desesperación de hombres y mujeres estimulándolos a dar limosnas, regalos y donaciones con la esperanza y la promesa velada de que eso facilitaría la resolución de su problema.

Para unos, el maestro era un hombre bueno que podía desde aliviar un mal de estómago a conseguir que una mujer estéril quedase embarazada. Y un sinfín más de habilidades y portentos adivinatorios que sus ayudantes se encargaban de pregonar y difundir por toda la isla de Gran Canaria como sobrenaturales y que nadie, salvo su ahijada, nunca llegó a saber de dónde provenían.

Pero si muchos eran los admiradores del maestro, también contaba con innumerables enemigos que lo acechaban, que lo odiaban y lo envidiaban. Los que lo envidiaban, para denigrarlo, lo llamaban Pepe el Maricón y lo consideraban un pervertido, vicioso, lascivo y depravado. Los que lo odiaban y conocían su poder se referían a él como Pepe el Brujo y lo acusaban de sátrapa, ambicioso, embaucador y estafador.

Pese a todos esos rumores y comentarios, para el cónsul británico en Las Palmas, José Cruçeiro era un hombre culto, cosmopolita, muy aficionado como él a las peleas de gallos y, que por su buen conocimiento de la lengua inglesa, era muy apreciado por la mayoría de la colonia británica de Gran Canaria. Sobre todo, por los empresarios y los masones, que en numerosas ocasiones recurrían a él, solicitándole su consejo y auxilio en todo lo relacionado con las leyes españolas y su farragosa burocracia.

El interés del joven Lincoln por las Islas Canarias nació a raíz de la visita que una representación de los masones de Las Palmas de Gran Canaria realizó a la logia de la que él y su padre eran miembros. En esa reunión numerosos empresarios londinenses mostraron interés en impulsar un nuevo muelle en la zona de la isleta, con la intención de que los vapores destinados a la exportación de carbón en su regreso a Inglaterra, desde Sudáfrica, hiciesen escala en Gran Canaria y cargaran fruta para abastecer los mercados londinenses. A tal fin y para que ese proyecto contase con la financiación necesaria, los masones ingleses se pusieron en contacto con todos los políticos canarios que fuesen hermanos de la Orden o simpatizantes de la misma y los instaron a que con urgencia trabajasen en Madrid para que ese nuevo puerto fuese una realidad.

No obstante, el joven Lincoln no tomó en consideración la posibilidad de trasladarse a Canarias hasta que míster Midler, el cónsul, le comentó a su padre que la idea de cultivar plátanos en Gran Canaria le parecía excelente y que, por su experiencia como ingeniero, su hijo sería recibido con los brazos abiertos para instalar la maquinaria necesaria en los cientos de pozos que se estaban perforando en la isla.

Ese comentario, que permaneció en la memoria del joven Lincoln, unido a que años después Elizabeth, su prometida, tuviese problemas respiratorios y necesitase con urgencia cambiar de ambiente, lo animó a organizar el viaje.

Tres días estuvo, su futura esposa, meditando qué decisión tomar acerca de lo que le proponía su novio. La idea de comprar tierras y dedicarse al cultivo de plataneras la atraía por exótica, pero tampoco estaba convencida de que fuese capaz de salir de Londres y de su vida social. Y entonces sucedió algo que no esperaba. Elizabeth se encontró en las carreras de caballo con su amiga Olivia Stones, una escritora apasionada por Canarias que en esos días estaba buscando financiación para su próximo viaje a las islas de Tenerife y Gran Canaria. Y fue ella quien, hablándole de las excelencias del clima, del carácter amable de sus gentes y de las leyendas de un pueblo antiguo conocido como los guanches, casi la convence para aceptar la idea del viaje. Fascinada por el relato de Olivia, Elizabeth, que no creía en las casualidades, le sugirió a su amiga que la acompañase a una reunión privada de mesas parlantes y preguntar allí por su futuro. En esa sesión la respuesta de la vidente fue decisiva para que emprendiese sin miedo la aventura de viajar a Canarias.

LA GALLERA

En el momento en que Amparo miraba a los ojos de un gallo de pelea, veía su miedo o su fortaleza, su instinto de matar o de sobrevivir y, siempre que la muerte le señalaba a uno de ellos, se acercaba hasta él y lo tranquilizaba.

Esa era la razón por la que José Cruçeiro, cada vez que pretendía apostar en las peleas de gallos, insistía en que ella lo acompañase. En aquel ambiente de sangre, humo y alcohol, donde muchos se jugaban más de lo que tenían, las riñas y los tumultos eran tan frecuentes que los hombres no aceptaban con agrado la presencia de las mujeres. Por lo que ambos debían guardar ciertas precauciones. Él la vigilaba para que nadie se le acercase demasiado y además Amparo trataba de pasar desapercibida vistiendo ropa ancha como un muchacho, con una gorra para ocultar el pelo y esquivando la tenue luz con que las lámparas de carburo alumbraban las jaulas de los gallos de pelea.

 

Cuando el matrimonio Lincoln llegó a Las Palmas de Gran Canaria, se instalaron en la casa del cónsul y desde allí tenían la intención de hacer excursiones y conocer la isla. En pago a su amable invitación y sabiendo la pasión que su anfitrión tenía por las peleas de gallos, le obsequiaron con un ejemplar de raza inglesa, un animal espectacular y todo un campeón en el barrio londinense de Soutwark. Y si bien su destino era dedicarlo a mejorar la raza en la isla, decidieron que el mejor sitio para presumir de su poderío y virtudes sería peleando en la gallera.

El cónsul estaba tan seguro de la fortaleza y bravura de su campeón que él y míster Lincoln cruzaron una apuesta muy fuerte a favor de su gallo. Esa noche, José Cruçeiro eligió como favorito otro de mucho menor porte, de color cucaracho, desrabonado y algo patarrasa, en apariencia más frágil, pero que algunos consideraban un gallo tapado que espera su oportunidad.

La señora Lincoln desde que entró en la gallera se sintió observada y criticada, ya fuera por su aspecto esbelto y distinguido o por su vestido y pamela, o quizás su tez clara y melena pelirroja, nunca lo supo, pero, siendo inglesa y estando acompañada por su marido y por el propio cónsul, su presencia al cabo de unos minutos dejó de ser una incomodidad para los espectadores.

Se acomodaron cerca del terrero de lucha y, mientras el cónsul presumía frente a José Cruçeiro de sus conocimientos sobre los gallos de pelea ingleses, Elizabeth sintió que se mareaba. Entonces sacó de su bolso un pañuelo con sales que siempre le aliviaban ese malestar tan incómodo, aun así, lejos de mejorar, su mente se quedó en blanco abstrayéndose del humo, la suciedad y la violencia de la pelea que acababa de comenzar.

Sin que nadie se percatara de su estado, dio unos pasos hacia atrás y se acercó a uno de los pasillos, donde había un gran espejo que reflejaba toda la grada, y Elizabeth, de pronto, al no ver a nadie conocido, se asustó. En un ataque de pánico buscó con la mirada a su marido, pero, como si un velo de oscuridad se hubiese posado sobre la gallera, solo escuchó los gritos de sufrimiento, el olor de la sangre y la crueldad de la muerte. Caminó hipnotizada por pasillos que no conocía, con sus oídos cerrados y en su cabeza un sonido parecido al golpeo de una pata contra el suelo. Allí en la penumbra recordó que ese mismo sonido fue el que escuchó en la reunión de Londres, cuando la mesa se levantó del suelo y empezó a moverse y donde la vidente le advirtió que encontraría un caballo y eso determinaría su decisión sobre quedarse o marcharse de las islas.

La pelea apenas duró unos minutos y nada pudieron hacer sus cuidadores para evitar que en un ataque furibundo y sin control de su adversario, el gallo inglés, primero quedase ciego y luego muriese con la cabeza destrozada. Abatidos y desconcertados, los ingleses no encontraron palabras para contestar a José Cruçeiro cuando les dijo:

—Aquí no se trata de ser un entendido en gallos, aquí solo importa saber cuál lleva la muerte en su cresta.

Míster Lincoln, que había perdido de vista a su esposa y entre el tumulto de gente no la encontraba, se acercó alarmado a José Cruçeiro. Este, tras preguntar a varias personas, habló con el encargado de las jaulas, que los llevó hasta la trasera de la gallera, donde la encontraron acariciando la cabeza de una yegua blanca. El animal estaba en venta desde que su propietario, un artista de circo que pasaba por la isla, falleció de fiebres y, a pesar de su bella estampa, nadie se había interesado por ella, ya que tenía un carácter difícil, sabía muchas mañas y no se dejaba montar.

Elizabeth, fascinada por la mirada penetrante de aquél hermoso animal y pese a la oposición de su marido que le advertía:

—¿Qué pretendes hacer con una yegua de circo, sin un sitio donde poder adiestrarla?

Ella, además de caprichosa, era rica, sus padres poseían una compañía naviera y cualquier negocio que su marido quisiese iniciar y necesitase de su dinero tenía que contar con su aprobación. Se acercó a su oído y le dijo:

—Si tú quieres una finca de plátanos, yo quiero esta yegua.

Capítulo cuarto

La celada, el sancocho y el caldero


Militares en su cuartel. Canarias final del siglo XIX

LA CELADA

Años después de la visita que el obispo realizó a La Agujereada, familias enteras de agricultores y ganaderos seguían viviendo en una esclavitud encubierta. Su trabajo estaba vinculado al resultado de las cosechas, a expensas de la climatología y a los precios del mercado, pero además tenían un inconveniente que nunca les permitía prosperar. Cuando los años se presentaban fructíferos y rentables, el patrón los obligaba a pagar gastos de semillas, abonos y otras componendas impidiéndoles que los beneficios fuesen duraderos. Mas, cuando venían temporales, sequías o plagas de langostas, los trabajadores asumían todas las pérdidas sin ningún tipo de ayuda, lo que los abocaba a una situación de extrema pobreza.

José Cruçeiro, el indiano, consciente de esa situación tan penosa, al conocer el interés de los Lincoln en comprar una finca y destinarla a cultivar plátanos, puso todo su empeño en que se decidiesen por La Agujereada.

A tal fin se encontró con su vecino Leandro Avellaneda, que en el salón Dorado del Gabinete Literario de Las Palmas estaba terminando un discurso que decía:

—Y, por último, alzo mi voz para pedir una justa reivindicación… Que esta magnífica ciudad sea la capital de Canarias y que nunca más tengamos que mirar de rodillas a Tenerife.

Cuando los aplausos que llenaron la sala se fueron apagando y los asistentes salieron convencidos de que el orador pertenecía a un partido honrado que defendería los intereses de la ciudad, Leandro invitó a José Cruçeiro a que se acomodara en la terraza para hablar de negocios.

Si no hubiese estado en campaña electoral, el señor Avellaneda jamás le hubiera prestado atención a un indiano, pero las circunstancias lo obligaban a ser amable y, mientras paladeaba un puro, le advirtió:

—Me coloca usted en una difícil posición y me encantaría atenderle, y más por nuestras amistades comunes, pero entienda usted que en mi familia, salvo la venta de esclavos y de eso hace mucho tiempo, nadie hasta ahora se ha desprendido del patrimonio y menos de la tierra. Sería una deshonra que la sangre derramada por mis antepasados…

Interrumpió la frase y se levantó a saludar al fiscal, el juez y otros conocidos que se acercaron a felicitarlo efusivamente.

Frente a esa negativa tan clara, José Cruçeiro, un superviviente a quien la emigración y el hambre le habían enseñado a estar callado y observar, supo que, aunque la finca fuera ruinosa, Leandro, un hombre tranquilo, afable, muy seguro de sí mismo y al que le encantaba escucharse, nunca la vendería si no encontraba una buena razón que lo convenciese. Cuando este volvió a sentarse continuó:

—Sepa, señor Cruçeiro, que para mí esta tierra es casi sagrada, por mis venas aún corre sangre de los guanches. El primer Avellaneda llegó a Gran Canaria durante la conquista de la isla y obtuvo tierras y aguas como pago por sus servicios a la Corona de Castilla. Se llamaba Álvaro y contrajo nupcias con una noble canaria, tuvieron doce hijos que…

Ese relato que Leandro tenía memorizado para la campaña y que disfrutaba cada vez que podía repetirlo, José Cruçeiro lo escuchaba sin prestarle atención, mientras pensaba su estrategia.

El político podría haber estado una hora hablando; sin embargo, cuando el obispo se acercó a la mesa a saludarlos, detuvo su parlamento infinito. Apenas cruzaron unas palabras de cortesía, suficientes para que Leandro se sorprendiera al ver la familiaridad con que el obispo trataba al indiano. Esa actitud cordial se contradecía con los rumores que circulaban en algunas tertulias, donde se afirmaba que las monjas le tenían cierta hostilidad.

Encendieron otro puro para retomar la conversación, pidieron más coñac y Leandro continuó con el relato de su familia. Pasados unos minutos, José dejó de oírlo y de verlo, para, desde una percepción diferente, observarlo de otra forma.

La primera vez que le sucedió esa disociación era un niño. Fue en verano, huyendo del calor, por encargo de su madre, él solía acercar las cabras al malpaís y guardarlas en una cueva cerca de la costa. Una tarde, intentando que el ganado no lo molestase, se acurrucó en una fosa estrecha, revestida por piedras volcánicas planas, donde se quedó dormido hasta la mañana siguiente. Amelia, su madre, que esa noche atendía a los señores en la casa de La Agujereada, ni se percató de su ausencia. Pero a él los sueños y revelaciones que tuvo mientras permaneció en aquella cueva lo despertaron, a una forma diferente de entender la vida y las fuerzas de la naturaleza.

Volvió a prestarle atención cuando le escuchó decir con la voz engolada:

—Además de marineros mallorquines, en mis venas también corre sangre de comerciantes genoveses y de banqueros alemanes. Mi familia desde hace siglos con su dinero ha contribuido más a la prosperidad de esta isla que todos estos ingleses advenedizos, presumidos, que por construir un muelle se creen con derecho a mandar en nuestra ciudad.

Esa última frase le hizo pensar y, si hasta ese momento se encontraba perdido sabiendo que el dinero no iba a ser suficiente para que cambiara de opinión, cuando vio cómo los ojos de Leandro brillaban al decir «Estos ingleses advenedizos», no necesitó escuchar más, había encontrado el argumento para seducir a su interlocutor y cuál era su punto débil. Dejó que terminara su alegato y, mientras se despedían dándose la mano de forma sutil pero contundente, José Cruçeiro no se la soltó hasta que consiguió arrancarle un compromiso: en unos días se volverían a reunir para valorar una oferta económica.

A la reunión definitiva con Leandro Avellaneda, el indiano se presentó con una oferta económica por debajo de lo hablado, pero jugó con una baza que casi nadie sabía. En los días previos había averiguado que el candidato a diputado era germanófilo, no le gustaban los ingleses, despreciaba su altanería y su desdén, circunstancia que ocultaba en público porque con ellos estaba ganando mucho dinero: los abastecía de agua, víveres y otras materias primas que estos suministraban a su vez a los vapores que recalaban en el puerto.

José Cruçeiro pensó que, si conseguía hacerle creer a Leandro que vendiendo La Agujereada engañaba a un inglés, esa inquina secreta que tenía contra ellos, ese deseo íntimo de venganza se aliviaría de alguna forma y cambiaría de opinión.

Así que, en plan confidencial, le mintió diciendo:

—Mire, señor Avellaneda, yo colaboro con míster Lincoln porque pensábamos construir un hotel para turistas, pero, al enterarme de que este inglés tiene la absurda pretensión de ser agricultor en unas tierras sin agua, salvo ayudarle en la compra de la finca, ya no tengo intención alguna de seguir haciendo negocios con él.

A Leandro se le iluminó la mirada. si bien el dinero que José Cruçeiro le ofrecía no cubría la oferta que él había propuesto, sí le pareció suficiente para acallar sus principios morales. Pero que cambiase de idea se produjo por dos motivos muy diferentes. El primero de ellos tenía que ver con su actividad política. Él y otros miembros del partido conservador, aprovechando las subvenciones que el Gobierno de Madrid les iba a otorgar, habían formado una sociedad destinada a la construcción de carreteras en la isla y ese capital le venía muy bien para comprar la maquinaria. Y el segundo motivo tenía que ver con su idea de la venganza. El futuro fracaso de míster Lincoln por su descabellada ocurrencia de cultivar plátanos en una finca arruinada le pareció tan absurda que después de reírse y celebrarlo accedió con gusto a firmar el contrato de venta.

 

EL SANCOCHO

En el mismo notario y tras la firma de la venta entre don Leandro Avellaneda y míster Lincoln, José Cruçeiro organizó un sancocho en la finca de La Agujereada, al que además de los compradores asistirían el cónsul inglés, su esposa y el doctor Gregorio Chil, con quien tenían que cerrar algunos detalles del acuerdo al ser el albacea del testamento.

Desde que su padrino la adoptó y salieron juntos de La Agujereada, Amparo decidió ir borrando todos y cada uno de los recuerdos de dolor, pena y rabia que la ataban a su infancia. Y solo la certeza de que jamás volvería a las cuevas del malpaís para cuidar el rebaño la ayudó a olvidar todas las pesadillas que durante años la persiguieron tras la muerte de su madre. Por eso se incomodó e incluso estuvo unos días con fiebre y malestar cuando le pidieron que ayudara a organizar un sancocho en La Agujereada. Pese a contrariarla y por mucho que le doliese, ella no podía oponerse a su padrino, ya que moralmente estaba en deuda con él. Amparo era consciente de que gracias a José Cruçeiro la niña tímida, insegura y miedosa que salió de la finca, en unos pocos años, había aprendido a controlar sus extraordinarias facultades intuitivas y que ahora bajo su cobijo era una joven fuerte y respetada.

El día del sancocho, antes de la comida, el matrimonio Lincoln conoció a sus futuros trabajadores. Además de su amabilidad y hospitalidad, se sorprendieron de la pobreza en que estaban envueltos. Entre las ruinas del ingenio de azúcar, se encontraron con que los hombres, las mujeres y sus niños vivían hacinados en casas sin puertas que los animales compartían con ellos y que todos iban siempre descalzos y con ropas desteñidas y remendadas.

La comida estuvo amenizada por unos tocadores que con folías y malagueñas alegraron a los invitados. Comieron en unas mesas a la sombra de los olivos y, a los postres, unos niños le regalaron a la señora unos pañuelos bordados. A continuación, su marido, en un español bastante aceptable, agradeció el regalo y prometió que todos podrían seguir viviendo allí y trabajar en las plataneras. Luego, la mujer del cónsul les anunció que en las próximas navidades ellas, en la Trinity Church, organizarían una colecta de zapatos y ropa para que afrontasen el invierno en mejores condiciones.

Después de comer, el notario citó en la biblioteca al doctor Gregorio Chil, él, como albacea, tenía que conocer y ratificar el acuerdo al que había llegado para respetar la última voluntad del difunto Armando Espinosa, cuando especificó en su testamento que con los beneficios de La Agujereada se procediera al arreglo de las viviendas de los trabajadores.

Entre Leandro y el notario habían llegado a la conclusión de que esa cláusula no podía recaer en los compradores, ya que era obligación moral de los herederos satisfacerla, por lo que decidieron dividir la propiedad en dos parcelas.

Sobre la mesa del despacho, el notario desplegó un mapa donde le señaló al albacea el deslinde de la finca. Los pastos y el risco seguirían llamándose La Agujereada y se unirían a otra finca, que era contigua y llegaba hasta el municipio de Tamaraceite, también propiedad de Leandro. Y los ingleses se quedarían con la otra parcela, que pasaría a denominarse Finca El malpaís, que incluiría la casa, el manantial, los restos del viejo ingenio y se extendería hasta la misma orilla del mar.

El doctor sabía que legalmente no podía impugnar la artimaña que habían urdido para interpretar de forma tan retorcida la voluntad del difunto, así que, con algo de amargura, aceptó dejar a los trabajadores sin los beneficios que para ellos quiso Armando Espinosa. En compensación Leandro le obsequió una docena de cajas con libros, cuadros y varias piezas de cerámica aborigen, destinadas al Museo Canario que él dirigía.

Y mientras en la biblioteca cerraban los detalles del acuerdo, José Cruçeiro organizó la excursión al manantial. Este tenía especial interés en que míster Lincoln lo conociera. Cuando le ofreció La Agujereada, lo hizo como una apuesta personal, le garantizó que en la finca había agua, no solo en los pozos que pretendían perforar, sino otra fuente mucho más barata de explotar y oculta en las entrañas de la tierra. Tan convencido estaba de sus argumentos que él financiaría la excavación a cambio de una participación en el agua de la finca.

Los hombres a pie y las mujeres montadas en unos mulos mansos formaron una fila que fue subiendo por un camino estrecho y empinado hasta llegar al manantial. Este era un sitio fresco, rodeado de palmeras, con una poceta donde caía mansamente un chorrito intermitente de agua muy fría que alimentaba a los berros y las ñameras que crecían a su alrededor.

Desde allí, durante siglos, día y noche había estado brotando agua con la fuerza suficiente para abastecer a la finca, mover el molino o llenar un estanque que ahora estaba casi vacío y que en verano servía de refugio a palomas y perdices.

Míster Lincoln ahuecó su mano y probó el agua, hizo un gesto de asentimiento y le comentó a José Cruçeiro su baja salinidad y el intenso olor a cal. En ese instante, desde su mente de ingeniero, supo que en la profundidad de aquella montaña de arcilla y caliza se ocultaba una gran bolsa de agua. Solo tenía que hurgar un poco en aquella roca para que la finca volviera a ser fértil.

Al caer la tarde llegaron hasta el malpaís. Al matrimonio Lincoln, personas cultas e interesadas por la antropología y la arqueología, nunca se le hubiese ocurrido construir su finca sobre un cementerio inglés, empero, la necrópolis aborigen con todas sus tumbas y restos humanos le pareció por su cercanía al mar y por estar protegida del viento un excelente lugar para criar plataneras. Solo tenía que limpiar, allanar y rellenar con tierra fértil aquella explanada. Y pese a que las tumbas hacía años que habían sido saqueadas, en su conjunto, aquel espacio con el sonido de los bufaderos escupiendo agua de mar le resultaba tan mágico y especial que una pareja con la experiencia de los señores Lincoln, acostumbrados a ver faquires come-sables, fieras salvajes o las inmensas dunas del desierto, se sobrecogieron.

Con una fotografía quisieron inmortalizar ese día y a tal fin colocaron a las mujeres delante, sentadas en un banco, y a los hombres detrás. De pronto, el viento hizo que el pañuelo y la pamela de la señora Lincoln salieran volando hasta un saliente del acantilado.

De todos los presentes, solo José Cruçeiro vio la luz cegadora que se presentó delante del grupo y permaneció frente a la cámara. Aquella energía que hablaba con la fuerza del viento era el hijo de la montaña, un guerrero, un ser de otro tiempo.

Desde el acantilado, míster Lincoln, que se había descolgado para entrar en una pequeña cueva y recoger la pamela, empezó a dar gritos pidiendo ayuda. Al fondo de la gruta y en la penumbra descubrió ante sus ojos la inquietante y silenciosa presencia de una momia. Entre él y Andrés, después de muchos esfuerzos, pudieron rescatarla y mostrársela a los presentes.

Cuando el sol estaba ocultándose tras las nubes del horizonte, el fotógrafo les dijo:

—Si quieren pueden fotografiarse, tenemos bastante luz.

Formaron un coro alrededor del banco y allí tumbaron a la momia, que estaba muy bien conservada y que para sorpresa de todos aún mantenía viva la expresión de su cara, y el doctor Gregorio Chil les ilustró diciendo:

—Seguramente corresponde a un guerrero, de familia noble.

Y tras una minuciosa observación añadió:

—Vea cómo el cuerpo está envuelto en pieles de cabra y oveja y todas ellas cosidas con correíllas de cuero trenzado.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?