Cuando los espíritus llenaban los espejos

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Contagiadas por el miedo, las dos decidieron acercarse al pueblo de Tamaraceite, y para afrontar el duro trayecto que las esperaba llevaron unas traperas, algo de pan, higos secos y gofio, y en prevención de que el agua que encontraran durante el camino pudiese estar contaminada, cocinaron varios litros de una infusión compuesta de pasote, romero y flor de azufre.

A las afueras de Las Palmas de Gran Canaria y cuando se cansaron de caminar, se detuvieron a rezar a la sombra de un árbol con la esperanza de que algún carromato las llevara cerca del pueblo. Y así fue, un tratante de pieles que en cierta ocasión tuvo que recurrir a la señora Virginia para que atendiera en el parto de su mujer se detuvo y las invitó a subir. A media tarde pararon en un palmeral a refrescarse, el hombre siguió su camino y ellas decidieron pasar allí la noche compartiendo el fuego de una hoguera con panaderas, carboneras y gangocheras que también venían huyendo de la ciudad.

Durante el camino, la señora Virginia intentó convencer a su sobrina para que la acompañase a la finca de La Agujereada, donde trabajaba Petronila, una prima suya a la que cuidó siendo una niña, pero Feluca, pese al afecto que sentía por ella, decidió continuar hasta Teror, donde vivía su abuela y además tenía un pretendiente, llamado Rafael, el Rubio.

La última vez que la señora Virginia estuvo en La Agujereada entró por el camino de la costa, bordeando el malpaís; sin embargo, ahora estaba en el otro extremo, sobre una explanada en lo alto de un risco, con innumerables cuevas y estrechos senderos, donde el ganado solía refugiarse durante el invierno. Buscó un asiento y desde allí su vista se fue sorprendiendo por lo fértil y próspera que lucía la finca, en comparación a las tierras abandonadas y secas que había encontrado desde que salió de Las Palmas. Distinguió la casa, rodeada por varios laureles de indias, junto a unas huertas con papas, tomates y hortalizas, y detrás, hasta el pie del risco donde estaba ella, una extensa ladera con bastante desnivel, pero perfectamente escalonada en terrazas amuralladas y plantadas con cebada, millo y centeno. Ese vergel era posible gracias a un riachuelo que discurría por la finca desembocando cerca del malpaís.

Su instinto, siempre en alerta, le advirtió que algo extraño sucedía, así que prefirió esperar a que bajara el sol para reanudar la marcha y, mientras comía unas almendras que había recogido por el camino, vio que una columna de hombres partía de la casa en dirección a la plantación de caña, donde los trabajadores, alrededor del antiguo ingenio de azúcar, vivían en unos improvisados chamizos.

Desde la distancia, la señora Virginia adivinó que, tras los gritos, los disparos de carabina y el fuego que iluminaban el cañaveral, ningún extraño sería bien recibido hasta que el cólera, que provocaba tanta confusión y miedo, no desapareciese. Así que tomó una vereda y bajó por el risco hasta llegar al naciente que surtía de agua a toda la finca. A pocos metros por debajo del mismo, oculta por la vegetación, descubrió una cueva, de una sola habitación y sin ventana. Pensó: «Será el refugio de algún pastor», y, sin más, empujó la puerta, limpió, ordenó y al llegar la noche pudo dormir plácidamente.

A la mañana siguiente, se encontró con un joven, que resultó ser Rafael, el Rubio. Estaba tendido entre las piedras, cerca del manantial, tenía los pies heridos, el brazo fuera de sitio y claros signos de desnutrición. Tras curarlo, le contó que, a la salida de Las Palmas, se vio envuelto en un motín, que fue sofocado por la milicia, cuando una multitud intentó asaltar el convento Dominico en busca de comida. Él pudo escapar, pero, en el camino de La Agujereada, una partida de hombres, bajo las órdenes de don Bartolomé, el patrón, lo golpearon advirtiéndole que nadie ajeno a la finca se podía acercar por allí y que la próxima vez lo matarían y lo tirarían al mar.

Cuando Rafael ya había mejorado de sus heridas, sabiendo que en Teror le esperaba Feluca, no quiso demorar su viaje más tiempo del necesario y, prometiéndole que pronto volverían, se despidió de la señora Virginia. Esta decidió dejar pasar los días y seguir escondida, a la espera de alguna señal que le indicase cuándo podría darse a conocer. Como era una mujer de hábitos sencillos, sobrevivió alimentándose con algunos huevos, ñames, berros y tunos que encontraba cerca del manantial.

Con el siguiente ser vivo que estuvo en contacto fue con una cabra asilvestrada que encontró enferma de mastitis. Tras curarla, el animal, como una mascota fiel, permaneció a su lado el resto de su vida.

Meses después, el tiempo y la lluvia se encargaron de que el cólera dejara de ser una amenaza, que los caminos volvieran a ser transitables y seguros, y solo entonces la señora Virginia decidió acercarse a la casa de La Agujereada para encontrarse con Petronila, a la que hacía casi veinte años que no veía.

A pesar del tiempo trascurrido la reconoció, en los ojos, en el pelo y en sus gestos seguía teniendo la misma expresión de una niña triste y abandonada. Después de un largo abrazo le acarició la cara y recordó la mirada de su madre cuando antes de morir se la entregó pidiéndole que la cuidase, mientras su esposo que trabajaba de marinero regresara de la costa mauritana. Durante dos años convivieron en la casa- cueva de San José y la señora Virginia los atendió como a una hija y a un hermano, hasta que don Bartolomé le ofreció al padre de la niña un trabajo de guardián en la finca y se mudaron a vivir a los ingenios de La Agujereada.

En la trasera de los establos, lejos de miradas indiscretas, Petronila le fue detallando cómo había trascurrido su vida y, aunque en ningún momento quiso dar detalles que la pudiesen entristecer, a la señora Virginia el ánimo se le agrió cuando conoció que a los pocos meses de empezar a trabajar en la finca su padre, persiguiendo a unos intrusos, se había riscado. Ante esa tragedia tan imprevista, doña Brígida y don Bartolomé decidieron que la niña debía permanecer bajo su custodia y, con el fin de que aprendiese un oficio, le encargaron a Tomasa que la ocupase en la cocina, aunque ella hizo algo más y, junto a su hija Amelia, consiguieron que Petronila se sintiese como en su propia casa.

A pesar de que la señora Virginia no padecía de la lepra, a veces, en algunas épocas del año y dependiendo del clima, su piel se cubría con unas manchas rojas, como escamas de lagarto. Para aliviar el picor y el malestar, ella, siempre que podía, se acercaba a remojarse a la orilla del mar, o cambiaba su alimentación hasta que mejoraban los síntomas.

Su prima, preocupada por su aspecto, le advirtió que si la veían en la casa, con esas costras, corría el peligro de que la confundieran con una enferma contagiosa. Y ante la posibilidad de que por miedo o por ignorancia alguien la denunciara a las autoridades y acabasen ingresándola en la leprosería, ambas convinieron que lo mejor sería mantenerse apartada de la finca y que una vez a la semana Petronila se acercase a la cueva para recoger los quesos que hacía y traerle pan, gofio o aquello que precisara.

En la casa de La Agujereada jamás supieron de su existencia, ya que nunca la necesitaron, pero los caminantes y pastores, si buscaban un remedio, un consejo o refugio, sabían dónde encontrarla.

Años después, cuando una nueva epidemia, esta vez de fiebre amarilla, asoló Gran Canaria, las autoridades sí actuaron con rapidez y la milicia, acompañada por los médicos, a la menor sospecha de contagio, se presentaba en las casas de los afectados y les quemaban todas sus pertenencias. Además, aislaban las calles y disponían que por las noches se mantuviesen encendidos barriles con alquitrán ardiendo para refrescar la atmósfera. Entre los contagiados por la fiebre estaban Feluca y su marido, Rafael.

Para impedir que la enfermedad se propagase, la milicia aisló a los afectados en un campo de refugiados en la bahía de La Isleta, a unos tres kilómetros del barrio comercial de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Allí, debido a las malas condiciones higiénicas y a la falta de alimentos, Rafael, al igual que la mayoría de los internados, falleció a los pocos días, en cambio su esposa, que aún no sabía que estaba embarazada, pudo sobrevivir.

Cuando la epidemia se declaró controlada y las autoridades ordenaron a la milicia que cerrasen el campo, Feluca, sin más pertenencias que su ropa, a pesar del hambre, la fiebre y las malas condiciones en las que había sobrevivido, pudo reunir la fuerza y la determinación para atravesar los arenales y después emprender el camino hasta La Agujereada. A veces a pie y otro tramo en carro, el trayecto le pareció interminable y, cuando al fin se encontró con su tía, estaba tan desmejorada que esta casi ni la reconoce.

La señora Virginia al instante intuyó su embarazo y, al verla tan débil, triste y abatida, temió que su sobrina pudiese perder a la criatura, pero, gracias a su fe y a su fortaleza, a los pocos meses de cuidados y atenciones, ya se encontraba mejor.

Feluca procuraba mantener fuerte su ánimo interesándose por el huerto, el ganado y sobre el uso de las distintas hierbas. Alguna vez, viéndola dormir, su tía llegó a pensar que quizás al fin había encontrado a su sucesora. Con todo, sus esperanzas quedaron en nada cuando a su sobrina se le adelantó el parto y, después de diez horas, falleció dejando en sus manos a una niña fuerte y tranquila a la que bautizó con el nombre de Amparo.

A partir de ese día, la vida de la señora Virginia se fue consumiendo en una rutina llena de amor y dedicación a la niña, que no tardó en manifestar ciertas capacidades no comunes para su edad. Sobrevivían atendiendo un pequeño rebaño de cabras y el huerto, donde, además de hortalizas, nunca faltaba ruda, orégano, hierba buena, pazote o tila que utilizaban para ungüentos, aceites e infusiones. Aunque la señora Virginia nunca hubiese podido criar a la hija de su sobrina sin la ayuda de Petronila, que en esa época ya cuidaba de su pequeña nieta Prudencia, quien se había quedado huérfana de madre y que su padre se la entregó antes de embarcarse a Cuba.

 

Tendría siete años el día que Amparo presintió que su madre se moría, empezó a llorar, ya que la cueva donde dormían estaba llena de sombras, de reflejos y presencias que la asustaron. Desde la cama y casi sin fuerzas ella le dijo:

—Acércate, no tengas miedo y deja de llorar.

La tumbó a su lado y le repetía:

—Estate tranquila, no tengas miedo, no llores, todo va a ir bien. Ya han venido a por mí y me han dicho que estés tranquila.

Estuvieron toda la noche una junto a la otra, ni dormidas ni despiertas, en un duermevela de vivencias entre los dos mundos. Al amanecer y sin apenas voz su madre le advirtió:

—Escucha bien lo que me están diciendo… Serás santiguadora, te irás a vivir con un hombre que te querrá como una hija, confía en él, pero no olvides escuchar a tu corazón o te perderás.

Amparo durmió con su madre muerta hasta que perdió la noción del tiempo y, una mañana, tres días después del fallecimiento, cuando Petronila se dirigía a la cueva a llevarles algo de gofio y unas jareas, la encontró deshidratada, flaca y ausente.

Tras reanimarla y conseguir que comiera, la niña, aunque parecía estar despierta, continuaba con la mirada perdida, como si viese algo que los demás no viesen, como si escuchase sonidos que nadie salvo ella percibía.

A la señora Virginia por presunta leprosa y proscrita, tras quemar todas sus ropas y pertenencias, la enterraron cerca de la cueva, su recuerdo se difuminó entre tuneras, tabaibas y almendros. Con el trascurso de los días, Amparo empezó a percibir los sutiles cambios que se estaban produciendo y que su madre, mientras estuvieron juntas en el lecho de muerte, le fue prediciendo para que los aceptara sin asustarse.

Una semana después, las mariposas extraviaron su rumbo y se alejaron de la finca, los líquenes, el musgo y el resto de la vegetación fue perdiendo vitalidad y, cuando para todos ya era evidente que el manantial se estaba secando, Amparo ya estaba preparada para sobrevivir en la sequía, en la pobreza y la adversidad.

Durante su infancia en la finca, Amparo siempre fue una niña tímida y solitaria que pasaba más tiempo con los animales que con su nueva familia. En esos años, por la falta de agua, los jornaleros abandonaron los cultivos y las tierras se dejaron en barbecho trasformando el vergel que había conocido su madre, en un erial seco y desolado.

SUPLANTACIÓN Y GLORIA

Los primeros colonos que llevaron las plantaciones de caña al poblado de Manzanillo, en la isla de Cuba, eran canarios y procedían de Santa María de Guía, Moya y Arucas. Familias que huían del hambre, acostumbradas a domesticar laderas inhóspitas y transformarlas en terrazas fértiles, por eso, cuando se encontraron con la selva y sus majestuosos y centenarios árboles, lejos de asustarse, dieron gracias a Dios y se pusieron a trabajar con tanto ahínco y tesón que los nietos y bisnietos de aquella primera generación ya formaban parte de una rica burguesía dueña de bodegas de ron, ingenios de azúcar, tierras y esclavos.

Ni el dinero ni las comodidades ni las nuevas costumbres, que fueron adquiriendo en el Caribe, consiguieron que ninguno de ellos olvidara jamás de dónde procedía y en sus quehaceres diarios procuraban mantener vivas sus canciones y tradiciones, no solo con un ejercicio de memoria y obstinación, sino que, cada cierto tiempo, para reforzar los lazos familiares, los patriarcas más influyentes de estos clanes ayudaban a que nuevos colonos de su misma sangre y de sus mismos pueblos obtuvieran fincas en la provincia de Oriente, que podían pagar a plazos bien con dinero o aportando caña a los insaciables ingenios de azúcar.

Pero si alguien supo aprovechar la bonanza económica de la región fue el joven Antoñito, el canario, al que su fortuna, suerte y riqueza le cambiaron camino de Manzanillo. Aquel día estuvo a punto de morir, la lluvia había inundado la carretera y él con su acompañante, José Cruçeiro, estaban perdidos a menos de una legua de la casa de don Antonio Buenaventura, un terrateniente que pretendía contar con ellos para fletar un barco y llevar sus barricas de ron a Barcelona, y en el viaje de vuelta traerse a varias familias de Arucas, de donde él procedía, y así repoblar unas tierras que acababa de comprar.

A pesar de que Antoñito era muy intuitivo y José Cruçeiro un acaudalado contrabandista, conocido en La Habana como el hombre de las mil caras, no consiguieron evitar que unos forajidos, aprovechando la oscuridad y el desconcierto de la tormenta, les tendieran una emboscada. A Cruçeiro lo derribaron de la montura y le rompieron la cabeza de un culatazo, y para el canario bastó una puñalada en el pecho para arrojarlo a la cuneta, después les robaron las mulas con el equipaje y huyeron dejando sus cuerpos a expensas de las alimañas.

Con todo el dinero, la fama y el poder que Antoñito logró reunir a lo largo de su vida, jamás pudo olvidar cuando el cuchillo le atravesó el pulmón y el tiempo se ralentizó como un reloj estropeado. Solo en la manigua y en brazos de la muerte se vio a sí mismo, en cuclillas, fuera de su cuerpo y que con un pañuelo taponaba la herida, mientras sorbía el agua de la lluvia para aplacar la sed y el fuego que lo abrasaban desde dentro. Pensó que se moría, y así hubiese sucedido de no aparecer Silverio, el mulato, que al atajar la hemorragia logró salvarle la vida. Este hombre, extraño y solitario, era un brujo, al que todos los afrocubanos de los ingenios de azúcar y de las plantaciones de tabaco temían y respetaban.

Durante el tiempo que Antoñito estuvo con Silverio en su cabaña, convivió con la muerte y, cuando aprendió a no temerla y a respetarla como el principio de una nueva vida, superó las fiebres de la malaria, la hemorragia del pulmón y presenció el acontecimiento más extraño y sobrenatural que nunca pudo imaginar.

Semanas después de que los forajidos lo dejaran en la cuneta, la lluvia continuaba sin cesar, y esto para los esclavos que cortaban caña en las plantaciones de Manzanillo era terrible, su comida, su alojamiento y la tranquilidad de sus familias dependían de que en los ingenios de azúcar entrara la cantidad que el patrón les exigía, y ni el viento, ni la lluvia, ni el barro les podían servir de excusa para cumplir con el trabajo pactado.

Una noche, cuando el dolor de la herida no lo dejaba dormir y Silverio fumaba en la puerta de la cabaña, llegaron varios hombres, traían un gallo, un baifo y varios canastos de fruta. Venían en representación de todos los afrocubanos que trabajaban en las tierras de don Buenaventura. Estaban desesperados, llevaban demasiado tiempo sin pan y cada día que se retrasaban en la entrega de la caña uno de ellos, elegido al azar, era azotado por el patrón delante de su familia.

Al ver que un hombre blanco acompañaba al brujo, se sintieron incómodos, pero Silverio para tranquilizarlos, mientras Antoñito se retiraba al interior de la choza, él les ordenó que en un claro del bosque hicieran un círculo y que se fueran sentando. Allí estuvieron a oscuras y en silencio un buen rato hasta que el brujo encendió un puro y, tomando del brazo al más anciano, lo retiró del grupo para escuchar la petición que este deseaba realizar. Apoyándose uno en el otro y por fuera del círculo, caminaron muy despacio y midiendo cada paso, como si tuvieran miedo a caer en un vacío. Silverio fumaba y le susurraba al oído para que nadie pudiera ni escuchar sus palabras ni leerle los labios, mientras de los matorrales y arrastrándose hasta ellos una niebla espesa, fría y oscura, de forma imperceptible, los fue rodeando, provocando en el anciano un cansancio que lo obligó a sentarse con el resto del grupo, y a los demás un sopor que les impedía moverse.

Silverio encendió un pequeño fuego, sacrificó un gallo y empezó a recitar en un antiguo dialecto una letanía monótona, hasta que uno a uno todos aquellos hombres fueron despertando sin recordar qué les había pasado, luego les dijo:

—Dentro de tres días habrá luna llena. Vayan a la plantación y que todos lleven los oídos tapados con cera. Diez hombres, los más fuertes, irán delante con sus machetes afilados, detrás otros veinte los alumbrarán con antorchas, el resto que se preparen a recoger toda la caña que corten.

Al atardecer del día señalado y desde lo alto de un cerro, donde podían ver la plantación, Silverio y Antoñito cada cierto tiempo alimentaban con hierbas aromáticas un pequeño fuego. Durante horas ni comieron ni bebieron, solo esperaban en silencio a que el sol se ocultase para encender una gran hoguera.

Cuando la luna alumbró los senderos, Silverio prendió el fuego, dando la señal para el comienzo de la zafra. Antoñito pensó que el viento provocaba aquel extraño zumbido que provenía del cañaveral, era como el ruido de mil enjambres de avispas. Después vio las antorchas acercase a la plantación y, cuando los hombres con el barro hundiéndose hasta las rodillas empezaron a cortar la caña, delante de ellos una sombra extensa, un auténtico ejército de espíritus, una fuerza sobrenatural y vigorosa arrasaba la caña y les fue abriendo el camino con un ruido ensordecedor. Al amanecer aquellos hombres asombrados e incrédulos habían realizado el trabajo de un mes.

Una semana tardó el anciano que Silverio había elegido días atrás en volver a la cabaña. Agradecido por el favor concedido, además del equipaje y las mulas de Antoñito, que eran parte del pago, traía una noticia que el brujo llevaba días esperando. El patrón don Buenaventura, la noche en que ellos cortaron la caña, había fallecido en extrañas circunstancias al ahogarse con su propia lengua.

Tras haber estado tan cerca de la muerte y contemplar de lo que era capaz el brujo, Antoñito, cuando superó la malaria y la cicatriz ya era firme, ni se sorprendió, ni se resistió al escuchar a Silverio proponerle que, si seguía sus indicaciones y nunca le abandonaba, se convertiría en un hombre rico. A cambio debía convertirse en su aprendiz y adoptar la identidad de José Cruçeiro.

Antes de presentarse en la hacienda y llevar a cabo su plan de suplantación, Silverio y su nuevo aprendiz iniciaron un ritual. En plena noche desenterraron algunos huesos del difunto Buenaventura y junto con los de José Cruçeiro los introdujeron en una vasija de barro, asegurándose mediante un pacto de sangre de que ambos espíritus trabajarían siempre a favor de ellos.

LA VISITA DEL OBISPO

El agua que nacía en el manantial desde siempre había llegado de forma generosa a La Agujereada, pero todo cambió poco después de la muerte de doña Virginia. El riachuelo empezó a mermar de forma inexplicable y, cuando la viuda doña Brígida quiso reaccionar ordenando la construcción de un nuevo estanque y una presa, los frutales se habían secado y el pasto ya no crecía. En verano la situación llegaba a ser tan crítica que en la casa el agua se racionaba casi con usura. Pese a las incomodidades, la madre de Armando Espinosa aguantó sola, hasta el final de sus días, al frente de La Agujereada.

Pero, si tras la muerte de los patrones y a pesar de la ruina durante años la finca se mantuvo en pie, fue gracias a Petronila y a Inocencio. Este, cuando la lluvia llenaba la presa o el estanque, procuraba que el agua alcanzara para conservar viva una pequeña huerta y mantener algunos animales que ayudasen al sustento de la casa. A veces su maltrecha economía mejoraba cuando realizaba algún trabajo de albañil en la ciudad de Las Palmas.

Una tarde, mientras encalaba los muros que rodeaban la huerta de los Dominicos, en un descuido se resbaló del andamio. Nadie escuchó la caída ni sus lamentos antes de perder el conocimiento, salvo el joven Andrés, que desde niño tenía la costumbre de dormir a la sombra de la platanera. Se despertó sobresaltado y acudió sin demora al auxilio del albañil; lo cargó a hombros hasta la enfermería, donde el médico, además de curarle un fuerte golpe en la cabeza, apreció unas costillas rotas y le colocó un vendaje compresivo advirtiéndole que guardara reposo. Ante la imposibilidad de que pudiese regresar a su casa sin hacerse más daño, el joven se ofreció a llevarlo hasta La Agujereada. Horas después, en un carro tirado por una mula, llegaron al antiguo ingenio de azúcar, donde lo esperaban su mujer, Petronila, y el resto de la familia.

 

Esa noche Andrés la pasó con ellos y también los quince días siguientes que Inocencio guardó el reposo que le prescribieron. Lejos de mejorar, las heridas se infectaron, por lo que volvieron al convento donde quedó ingresado unas semanas. Y aunque aún no tenía la experiencia de un hombre, Andrés sopesó que ayudar en la finca hasta que Inocencio se recuperase era mejor que seguir deambulando por las calles y se ofreció a seguir colaborando con la familia.

Tras la desaparición de Armando Espinosa en los riscos de La Agujereada, su sobrino Leandro Avellaneda, un militar herido y condecorado en Filipinas, fue nombrado heredero. En la lectura de su testamento se enteró de que su herencia incluía, además de las tierras de pasto y un ganado de cabras y ovejas, una casa colonial con su cuadra y los restos de un viejo ingenio de azúcar, cerca del malpaís. Este desde hacía años había sido trasformado por los jornaleros en unos chamizos de barro y piedra, donde se refugiaban en la época de siembra o recogida del trigo, de la cebada o las lentejas.

Era costumbre del obispado que cada año se revisara el censo de las personas afectadas por la lepra, así que, aprovechando esa circunstancia, Leandro, que pensaba apoyar al partido conservador en las próximas elecciones y necesitaba ganar popularidad y apoyos, se ofreció para organizar una visita pastoral a su finca y al resto de la parroquia. El obispo, que en esas fechas estaba reuniendo fondos para organizar una romería en honor a San Lorenzo, aceptó la invitación llevando de acompañantes al conde de la Vega Grande y a Josefa Buenaventura, la matriarca de una próspera familia de Arucas. Esta además pudo convencer a su amigo José Cruçeiro, el indiano, al que el obispo tenía mucho interés en conocer.

Este indiano, desde que se instaló en el barrio de Vegueta, se había convertido en un hombre popular por sus obras de caridad y por su fama de hombre de negocios, sobre todo, entre la comunidad anglosajona.

Para Antoñito que adquirió en Cuba la identidad de José Cruçeiro, la excursión significaba remover un pasado amargo y triste. Era volver a la finca de la que salió siendo un niño, cuando todos lo conocían por Antoñito el Bastardo.

De todas las personas que aún vivían en La Agujereada, Petronila era la única que podría identificarlo, pero sus temores se difuminaron cuando al descender de la tartana descubrió que esta padecía de cataratas y difícilmente podría reconocerle con su traje de lino impecablemente planchado y tras unas gafas oscuras.

Antes del almuerzo, la comitiva salió al patio de la casa. A petición de Leandro, con motivo de aquella visita pastoral, Inocencio, el capataz, había reunido a casi cien personas entre los que se encontraban pastores de las cumbres y los jornaleros que, debido a la sequía y a la poca producción de cochinilla, hacía meses que no cobraban. También estaban sus mujeres e hijos y bastantes vecinos de los caseríos cercanos. Muchos asistían por la promesa de que iban a regalar plátanos de la huerta de los Dominicos; no obstante, la mayoría también venía dispuesta a recibir la bendición del obispo y el cordón de San Blas, que, como marca la tradición, debería ser quemado el próximo miércoles de ceniza.

Delante del pozo se dispuso un taburete para que su eminencia estuviera un poco más alto, desde allí, improvisó una pequeña charla a los reunidos sobre la importancia de recibir los sacramentos y aprender el catecismo. Además, aquel día el obispo quería animar a los fieles a participar en la romería de San Lorenzo, unos con su asistencia y los más pudientes aportando dinero y medios.

Al terminar, los congregados se agruparon en una sola fila por tamaño y edad, primero los hombres, luego las mujeres y, por último, los niños y niñas. Repitiendo el mismo gesto, todos fueron besando el anillo con respeto y sumisión, si bien, Amparo, más acostumbrada a estar con el ganado que con las personas, no respetó el orden y se salió de la fila.

José Cruçeiro se fijó en ella, era una muchacha menuda, de piel y ojos muy claros que en su intento de escabullirse de aquel besamanos fue interceptada por el sacristán. Este, sujetándola por el cuello y aguantándole patadas y tirones, pudo llevarla frente al anillo para que lo besara; aun así, ella se negó. El obispo, extrañado, le preguntó lo que sucedía. El carácter explosivo de Amparo, que aparentaba menos edad de la que tenía, salió a relucir diciendo:

—No quiero, me da asco.

De todos los presentes, José Cruçeiro fue el único que pudo ver la realidad que se ocultaba tras ese comportamiento hostil. Amparo estaba teniendo una alucinación y no distinguía entre la realidad y sus visiones. Pero antes de que el incidente fuera subiendo de tono, el indiano se acercó hasta el obispo y, sacando un pañuelo perfumado, dijo:

—Qué graciosa la niña y qué escrupulosa.

Acercándose a ella, la tomó de la mano y añadió:

—Vamos a limpiar el anillo.

Sin oponer resistencia, Amparo lo siguió y, ante el desconcierto general, frente al obispo, tras acercar sus labios al anillo, se desmayó. Él la tomó en sus brazos y, quitándole importancia, les comentó:

—Ha sido un golpe de calor.

Mientras el obispo y el resto de los invitados entraban en la casa para el almuerzo, José Cruçeiro la llevó hasta una higuera y la refrescó con agua. Allí se dio cuenta de sus capacidades, del poder de su mirada y nadie, salvo ella, le escuchó decir:

—Ay, pequeña, cuánto te queda por aprender, pero si nos lo proponemos conseguiremos que ellos solo vean lo que tú quieras.

El hecho de que las infancias de ambos tuvieran lugares comunes y vivencias parecidas hizo que a partir de entonces Amparo se convirtiera en su ahijada y viviera con él.

Capítulo tercero

La vergüenza, la premonición y la gallera


Casa canaria

LA VERGÜENZA

Andrés se acercaba a los veinte años y sabía que por su edad en la siguiente leva los militares lo reclutarían. La idea de que lo llevasen a Filipinas, Cuba o Puerto Rico no le entusiasmaba, pero tampoco lo angustiaba, si había logrado vencer a la fiebre amarilla también podría sobrevivir al ejército del rey.

Petronila, consciente de que su marido, tras el accidente, nunca quedaría bien, le propuso al joven Andrés que si se casaba con su nieta Prudencia quizás podría conseguir librarlo de su compromiso con la patria.

Cuando terminó la comida, Inocencio y Petronila, advertidos por el nuevo patrón, que no pensaba hacer cambios en La Agujereada, al verlo solo y sentado en una piedra frente al acantilado, le pidieron permiso para acercarse y brindarle con un café. Leandro lo aceptó y entonces Inocencio, con respeto y cierto temor, le explicó que, desde hacía un año, a raíz del accidente en el convento de los Dominicos, vivía con ellos Andrés, un chico que los ayudaba en todas las tareas de la finca y casi sin voz añadió:

—¿Si usted fuese el padrino de la boda?

Leandro pareció no sorprenderse y asintió sonriente con un gesto de su cabeza, pero cuando escuchó que como regalo pretendían que el joven no fuera reclutado, el gesto se le torció y exclamó:

—¿Qué demonios me están pidiendo?

Entonces Petronila, que hasta ese instante había permanecido en silencio y detrás de su marido, se acercó sin levantar la mirada y dijo:

—Con todo el respeto, patrón, nada que usted no pueda conseguir.