Llevando la vida: antropología y educación

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Van junto a el, y varían como él lo hace, de acuerdo con sus inclinaciones y disposiciones. Podemos expresarlo en términos de preguntas y respuestas. Las estrellas cuestionan al astrónomo, despiertan su curiosidad, y él se siente movido a responder. Esta respuesta no es solo reacción, como algo que disturba nuestra visión e irrumpe en nuestra conciencia, sino un responder que prolonga la propia tendencia del astrónomo, que surge de su deseo de conocerlas mejor. Podríamos decir, como de hecho lo hace Dewey, que el astrónomo corresponde con las estrellas. La promesa de la educación radica en la capacidad de responder y de ser respondido; sin esa “capacidad de respuesta”, como podemos llamarla, la educación sería imposible13. La idea de una capacidad de respuesta es central para mi argumento en este libro, y volveremos a ella. Por el momento, me gustaría concluir esta sección estableciendo el vínculo entre comunicación como comunar y entorno como variación.

Lo que quiero destacar es que no hay contradicción, como podría parecer a primera vista, entre los dos términos. Más bien, comunar y variar son codependientes. Por un lado, no puede haber movimiento, crecimiento o vida en el compartir de experiencias a menos que haya variación en lo que cada participante aporta. El lograr algo compartido no viene de descubrir lo que hay en común desde un principio: es una creación continua, no un retorno al origen. A falta de variación, la única diferencia podría ser entre los que tienen más atributos y los que tienen menos, y la educación —como transferencia directa de conocimiento y valores de los primeros a los segundos— se reduciría a entrenamiento. Como Dewey enfatiza, la inmadurez no es una deficiencia, es un específico poder de crecimiento, y el propósito de la educación no es llenar un vacío en la mente del niño para elevarlo al nivel del adulto, sino reunir a jóvenes y mayores para que la vida social continúe. Así como los jóvenes envejecen, compartiendo la sabiduría surgida de una larga experiencia, los mayores rejuvenecen compartiendo la curiosidad simpática, sensibilidad y apertura de la mente de los más jóvenes14. No tiene fin. El crecimiento solo puede ser un medio para avanzar en más crecimiento, como lo es la vida para avanzar en más vida. Por otra parte, no puede haber variación sin co-participación en un entorno social compartido. Es en la correspondencia con otros, al responderles, no en la recepción de lo que se transmite, que cada uno de nosotros aparecemos con voz singular y reconocible. Mientras que el entrenamiento reprime la diferencia o la permite solo en los márgenes, como idiosincrasia, la educación fomenta la diferencia como el manantial del ser. En resumen, el comunar y el variar dependen el uno del otro, y ambos son necesarios para la continuidad de la vida. La comunidad académica se mantiene unida a través de variación, no similitud. Es una comunidad —no solo un vivir juntos, sino literalmente un dar juntos (de com-, “juntos”, y -munus, “obsequio”)— en la que todos tienen algo que ofrecer precisamente porque no tienen nada en común, y donde la coexistencia generosa supera la regresión esencialista hacia una identidad primordial15. “Tener en común” —como la propia humanidad— no es un punto de partida sino una aspiración; no dada desde un comienzo, pero una tarea que requiere un esfuerzo comunal. Este esfuerzo exige de todos, jóvenes y mayores, que se abran hacia otros, cada uno contribuyendo en sus acciones a las condiciones de la vida en común desde donde surge variación. Así, las personas de cada generación tienen un rol en las condiciones del entorno en el que sus sucesores serán criados y crecerán hasta la madurez. Y en estos términos la conclusión de Dewey es que la educación no puede ocurrir por “transferencia directa” sino solo indirectamente “a través de la mediación del entorno”16. Pero el concepto de transmisión, en la edad de la informática, se refiere precisamente a la transferencia directa, y no a la continuidad de vida-en-un-entorno. Es por esto por lo que, en el nombre de Dewey, tomo las armas en su contra.

El modelo genealógico

Consideremos la relación entre padres e hijos. Uno puede ser la madre o el padre; el otro el hijo o la hija. En lenguaje antropológico, el término técnico para la relación, independiente del género, es la filiación. ¿Cómo, entonces, debemos describirla? En las graficas de parentesco de los antropólogos, la convención es representar la filiación como una línea vertical que conecta dos íconos en forma de diamante. Los íconos representan personas, la forma de diamante significa que pueden ser hombres o mujeres. ¿Pero cuál es el significado de la línea? Solo necesitamos una segunda mirada para darnos cuenta de que esta representación aparentemente inocente está llena de suposiciones ocultas. Lo primero es que, en una relación de filiación, las vidas de padres e hijos no están unidas, sino que se mantienen bien separadas. Están separadas desde el principio, y siempre lo están, ni más ni menos. Lejos de extenderse o responderse unos a otros, permanecen confinados en sus respectivos lugares, cada uno dentro de su ícono particular. El envejecer no aleja ni acerca a los padres de los niños; el crecer y el madurar no acerca las niñas a las madres. En segundo lugar, la línea no es, por lo tanto, una línea de vida. Lo que sea que transmite no es vida sino un conjunto de legados, propiedades o instrucciones para vivirla. Y tercero, ya que la línea está ahí desde el comienzo y no crece ni se extiende con el tiempo, estos atributos deben dotarse de forma independiente y antes del crecimiento y desarrollo del niño en el mundo. Según el gráfico, en resumen, la filiación es directa y no mediada por la experiencia del entorno. ¿Y la línea? Es, por supuesto, una línea de transmisión. A lo largo de estas líneas, los individuos entran en posesión inmediata de atributos (propiedades, dotaciones, características) que ya existen, antes de ponerlos en práctica en los asuntos de vida. O, en una palabra, heredan.

Evidentemente la gráfica de parentesco utiliza una lógica definida. Es la lógica de lo que he llamado modelo genealógico, cuya suposición definitoria es que los individuos quedan determinados en su constitución elemental, independientemente de, y antes de, su entrada a la vida en el mundo a través de los atributos recibidos de sus antepasados17. Para evitar cualquier posible malentendido, no quiero sugerir ni por un momento que los muchos pueblos del mundo a quienes les gusta registrar y recitar sus genealogías hayan usado esta lógica18. ¡Nada de eso! En las historias que cuentan sobre sus ilustres antepasados, sobre engendrar y ser engendrado, cada generación se inclina y toca a la siguiente, como fibras —alineadas longitudinalmente— para asegurar la continuidad de toda la línea que va del pasado al presente19. Estas son historias de vida. En contraste, el modelo genealógico es un artefacto de análisis antropológico formal, cuyo origen a menudo se atribuye a uno de los antepasados más ilustres de la antropología, W. H. R. Rivers. De hecho, a principio del siglo XX, el método que propuso Rivers para la recopilación y el riguroso análisis de datos genealógicos, sigue usándose hoy20. Sin embargo, el modelo no es exclusivo de la antropología, y, más estrictamente, podría decirse que el logro de Rivers fue haber personalizado, para el estudio del parentesco humano, una forma de pensar ya establecida al menos por las ciencias de biología y psicología. Es cierto que en la antropología reciente el modelo ha recibido continuas críticas, en parte debido a la insistencia— entre aquellos con quienes los antropólogos han trabajado­— de que las relaciones de parentesco no están predeterminadas por la conexión genética, sino forjadas a medida que las personas viven juntas, a menudo bajo un mismo techo, y contribuyen experiencial y materialmente a la formación del otro21. En biología y psicología, sin embargo, el modelo genealógico sigue vivo, y en su mayor parte sin cuestionarse.

En la biología el modelo sustenta las distinciones gemelas entre genotipo y fenotipo, y entre filogenia y ontogenia. Mientras se supone que el genotipo ofrece una especificación del diseño formal del futuro organismo, dado al punto de concepción y codificado en el genoma, el fenotipo es la forma manifiesta que surge del crecimiento y maduración del organismo en un entorno específico. Una premisa fundamental del modelo, originalmente enunciada a finales del siglo XIX por August Weismann (aunque en términos que pre-datan el lenguaje de la genética moderna), es que solo los elementos del genotipo, y no los del fenotipo, pueden ser pasados a través de generaciones en una secuencia ancestro-descendiente. Así, la expresión de estos elementos queda confinada dentro de cada generación al ciclo de vida del individuo. Se desprende que, como la filiación es ortogonal al crecimiento y maduración en la antropología de personas, la descendencia es ortogonal a la vida, o la filogenia a la ontogenia, en la biología de los organismos. En psicología la misma lógica se usa en la clásica distinción entre el aprendizaje social y el individual: el primero se refiere a la forma en que información libre-de-contexto, que especifica patrones de vida cultural, queda copiada al ir de tutor a novicio; el segundo se refiere a los repetidos intentos de novicios de aplicar la información copiada, en entornos con contextos de acción específicos. De hecho, la compatibilidad lógica entre las versiones biológicas y psicológicas del modelo genealógico es tan perfecta, que académicos se han apresurado a proponer teorías sintéticas de evolución biocultural según las cuales la información genética y cultural va por pistas paralelas. Se dice que cada individuo hereda dos conjuntos de especificaciones, una establecida mediante la replicación genética, la otra a través de la replicación —a través de observación e imitación— de unidades análogas de cultura, que se conjugan en una interacción posterior con el medio ambiente22.

 

La fijación en estas teorías sobre el concepto de herencia es la indicación más segura de que el modelo genealógico está en funcionamiento. Sin embargo, el modelo queda desactivado por un error en su centro. Sucintamente expresado por la filósofa de biología Susan Oyama, hay que presumir que la información “preexiste a los procesos que la originan”23. La falacia es tan invalidante para la idea de transmisión genética como para su análogo cultural. Empezaré por lo primero, antes de referirme a lo segundo, que es lo que más me preocupa.

Deshaciendo el círculo

El genoma de un organismo, presente en cada célula del cuerpo, está compuesto de largas cadenas de ácido desoxirribonucleico (ADN) que tienen la singular propiedad, dentro de la matriz química de la célula, de producir copias idénticas de secuencias de bases ácidas. Esta propiedad, en sí misma notable, sin embargo, no es tanto como para garantizar la conclusión de que la secuencia de ADN codifica en un organismo una especificación de caracteres. La replicación de la molécula es una cosa, la reproducción del organismo es otra muy diferente, y un vínculo entre los dos solo puede establecerse a través del proceso de desarrollo ontogenético, es decir, el crecimiento y la maduración del organismo dentro de un entorno específico. La idea de “rasgo genético” es, por lo tanto, una contradicción en la medida en que se atribuyen propiedades a lo que se copia al inicio del ciclo de vida, pero que solo emergen en el curso del desarrollo. En el genotipo concebido (en contraposición al genoma molecular) como un conjunto de rasgos, el organismo parece estar completo incluso antes de iniciarse —su ciclo de vida colapsado en un punto icónico— precisamente como en las graficas de parentesco de los antropólogos. De hecho, el genotipo, en realidad no es más que una descripción formal, independiente del contexto del organismo, despojado de la variación inducida por el entorno. Como tal no existe, excepto en la imaginación del biólogo que, habiéndolo instalado en el corazón del organismo como un programa o un modelo para el desarrollo posterior —es decir, como bio-logos— ve la vida del organismo desarrollándose simplemente como una transcripción, bajo condiciones ambientales específicas, de lo que ha estado inscrito desde el principio24.

La circularidad de este razonamiento no necesita más comentarios. Subrayo esto solo porque una circularidad equivalente surge cada vez que el modelo genealógico se aplica, por analogía, a la tradición aprendida. Por la copia de rasgos genéticos, el modelo sustituye una copia de rasgos análogos de cultura, y se dice que lo que la replicación hace por los genes, la imitación hace por la cultura. Ya sea único para seres humanos o no, se supone que la herencia cultural está basada en un instinto de imitación, que automáticamente provoca comportamientos manifiestos, atestiguados por el observador neófito, y se imprime en la mente del neófito como un esquema encubierto para su replicación. Sin embargo, como Dewey señaló hace un siglo, este apelar al instinto imitativo confunde la mentalidad afín que resulta del vivir juntos, por una fuerza psicológica que lo causa Mordazmente observó que es como comenzar la casa por el tejado. “Toma un efecto como la causa de ese efecto”25. ¡Absolutamente! De hecho, el concepto de “rasgo cultural” es tanto una contradicción en términos como lo es su contraparte genética y, por la misma razón, comienza donde termina. Lo que a veces se llama el “tipo-cultura” en analogía con el genotipo, queda instalado desde el principio —como un grupo de rasgos hábitos o disposiciones— que solo pueden surgir desde la práctica y experiencia conjunta en un entorno26. Al igual que el genotipo, el tipo-cultura es una descripción formal del comportamiento observado que el analista imagina copiado en las mentes de los individuos de una cultura, solamente para darse cuenta de que queda copiado afuera, en su comportamiento subsiguiente (y consecuente). Refuerza aún más esta confusión la idea de que el aprendizaje, implicado en el copiar, debe llamarse “social” aunque se entiende que precede la entrada del beneficiario al teatro de la vida social, y de que el aprendizaje que sigue debe llamarse “individual” a pesar de que se lleva a cabo con otros en este mismo teatro. Los teóricos de la herencia cultural al parecer han planeado comprimir todo lo social en las mentes de individuos, dejando el medio ambiente desprovisto de cualquier interrelación social, siendo invocado sin más motivo que el que los individuos deben tener algo tangible con que interactuar. Esto, por supuesto, no niega que la imitación o copia ocurre entre seres humanos, y posiblemente entre animales de otro tipo, o que es necesaria para asegurar la continuidad intergeneracional. Pero, no es tanto que preceda la práctica situada en un entorno, como que procede mediante ella. Como dice Dewey, la imitación “es un nombre equívoco sobre el participar con otros en el usar de las cosas, que trae consecuencias de interés común”27. El problema, entonces, es cómo transformar la experiencia de tal manera que se una a la producción de lo común. ¿Cómo pueden los jóvenes asimilar el punto de vista de los mayores, pregunta Dewey, o “los mayores atraer a los jóvenes hacia una mentalidad similar a la suya?”. Su respuesta en su formulación más genérica es “mediante la acción del entorno al suscitar ciertas respuestas”. A medida que el entorno va experimentando una variación continua, así la persona varía respondiéndole y viceversa. La actitud o comportamiento de los mayores varía en relación a los jóvenes; los jóvenes, en sus esfuerzos por reproducir lo que observan, varían con los de los mayores. O, en resumen, lo que queremos llamar imitación realmente es un modo de correspondencia. Pero si es así, por la misma razón no se puede entender como una modalidad de transmisión, al menos no en el sentido de la transmisión implícita del modelo genealógico. Es simplemente imposible, insiste Dewey, que las creencias y actitudes que un grupo social cultiva entre sus miembros más inmaduros sean “martilladas” o “forzadas” en ellos; no pueden ser “físicamente extraídas e insertadas”, y no pueden propagarse por “contagio directo” o “inculcación literal”. Puede ser posible hacerlo con entidades materiales como uñas, dientes y gérmenes, pero no con ideas cuya misma formulación depende de la experiencia28.

Por fuertes que fueran las críticas de Dewey, parecen haber tenido poco impacto en la psicología convencional, cuyos practicantes siguen pensando que elementos del contenido de la mente, como actitudes y creencias, pueden extraerse e insertarse justo de la forma que él tan vigorosamente trató de refutar y se han esforzado, en cambio, por descubrir mecanismos cognitivos internos que supuestamente llevarían a cabo esta milagrosa hazaña. Algunos psicólogos, junto con un puñado de seguidores de la antropología y más aún de la biología, han comenzado a llamar a estos elementos “memes”. Afirman que, así como los genes habitan el cuerpo y controlan su desarrollo ontogenético, los memes habitan la mente y controlan el pensamiento y el comportamiento del portador. De hecho, esta idea no es nueva. Aunque popularizada en las últimas décadas por el biólogo Richard Dawkins y sus seguidores, ha aparecido en la literatura durante por lo menos un siglo o más, su longevidad solo igualada por la convicción inquebrantable de sus defensores de que está a la vanguardia de la ciencia29. De hecho, es difícil resistirse a la conclusión, a la que volveré más adelante, que la idea de la transmisión memética es en sí una imagen invertida de racionalidad científica, reflejada en el espejo de la cultura. Tal vez por eso ha sido tan persistente por tanto tiempo.

Como seguir una receta

Un reciente defensor antropológico de la idea es Dan Sperber, aunque llama a los elementos transmitidos “representaciones” en lugar de “memes”30. Según Sperber, las representaciones son directamente contagiosas; pueden propagarse a través de una población como epidemia, infectando mentes preparadas por herencia para recibirlas y haciendo que sus huéspedes se comporten de manera conducente a su propagación, así como al coger un resfriado, uno está inclinado a estornudar. Así, el aire está lleno de partículas que contienen información, que se recogen, se esparcen y se replican a medida que avanzamos en nuestra vida diaria. Entre estas partículas —para citar uno de los ejemplos favoritos de Sperber— anteriormente habrían existido sonidos hablados que codifican las instrucciones para la preparación de la salsa Mornay. Estos sonidos, alguna vez parte de una tradición culinaria oral, hoy han sido desplazados en gran medida por los patrones de tinta visibles en las páginas de los libros de recetas. De cualquier manera, el aspirante a cocinero solo tiene que decodificar los sonidos o los patrones para recibir las instrucciones, ahora implantadas como representaciones en su mente. Y para preparar la salsa, todo lo que necesita hacer es convertir estas instrucciones en movimiento corporal, aunque la forma precisa en que esto se hace puede, por supuesto, depender de las características específicas de la cocina31.

Sin embargo, hay una trampa en esta historia que yace en las condiciones de codificación y decodificación. Si sonidos o patrones de tinta deben servir como vectores para la transmisión de instrucciones, y si estas instrucciones deben ser recibidas en su totalidad antes de cualquier gastronomía —¿cómo, si no, podrían “convertirse en comportamiento”?— entonces debemos tener alguna forma de agregar significado a sonidos y patrones, y de recibir significado de ellos, independiente de cualquier contexto de acción. Para replantear esta cuestión en términos más generales: no puede haber transmisión directa de información de un contexto de enacción a otro sin reglas de codificación y decodificación que sean independientes del contexto. El significado de las palabras, habladas o escritas, o de cualquier otro símbolo que sea utilizado (como numérico o geométrico), debe ofrecerse de antemano. Una vez más, Dewey ya entendía el problema mucho antes de que sus sucesores se dieran cuenta. Señala que nuestra familiaridad con el lenguaje hablado y escrito es tal, que es muy fácil hacernos creer que el conocimiento puede insertarse directamente en la mente de alguien —“casi parece como si todo lo que tenemos que hacer... es transferir un sonido al oído”—32. Simplemente susurrar las palabras “derretir la mantequilla en una sartén y agregar, revolviendo, la harina” ¡y mágicamente aparecerá una salsa Mornay! Sin embargo, como nos dice Dewey, se necesita mucho más que eso.

Para empezar, suponiendo que hablo su idioma (y así poniendo en paréntesis la rica gama de experiencias de nuestra infancia por las cuales llegamos a poseer nuestra lengua materna), puedo seguir lo que usted dice solo porque corresponde a mi experiencia, como corresponde a la suya, de derretir y revolver, manipular sustancias como harina y mantequilla, y encontrar los ingredientes y utensilios pertinentes en los diversos rincones de mi cocina. Las instrucciones verbales para la receta, en otras palabras, no basan/sacan su significado de su vínculo con las representaciones en mi mente, ni de su apego a las representaciones en la suya, sino que de su posicionamiento dentro del entorno familiar del hogar33. Cierto, si hubiera leído las palabras en un libro de recetas en lugar de recibirlas en mi oído, nunca habría conocido al autor; de hecho, podríamos haber vivido muy lejos en espacio y tiempo. Pero como observa Dewey, la proximidad física en sí misma no crea comunidad: “Un libro o una carta pueden constituir una asociación más íntima entre seres humanos separados por miles de kilómetros que la que hay entre personas viviendo bajo el mismo techo”34. Lo que importa es que tenemos experiencias para compartir. Y este era el punto de Dewey. Ni los sonidos vocales ni la gráfica de la escritura, insistió, vienen con sus significados incluidos; más bien van agarrando/obteniendo sus significados de la misma manera como lo hacen las cosas, al participar en la experiencia compartida de la actividad conjunta. El llegar a un acuerdo sobre el significado de palabras es un logro del comunar: tenemos que esforzarnos continuamente en ello, y por esto siempre es provisional, nunca final.

La experiencia que usted y yo compartimos, o que comparto con el autor del libro de recetas, es la de viajar a través de un campo de tareas asociadas. En algún momento acuñé el término taskscape (lit. paisaje-tarea) para referirme a este campo35. Como señalizaciones en un paisaje, las instrucciones en un libro dan indicaciones específicas para que el practicante vaya abriéndose camino alrededor del taskspace. Cada instrucción ubicada estratégicamente en el punto tal que el autor, al rememorar su experiencia de la preparación del plato, la considera como la coyuntura crítica del proceso. Entre estos puntos, se espera que el cocinero sea capaz de encontrar su camino, atenta y responsablemente, pero sin recurrir a reglas de procedimiento explícitas —en una palabra, hábilmente—. En sí misma, entonces, la receta no es conocimiento. Más bien, abre camino al conocimiento, gracias a su ubicación dentro de un taskspace que ya es algo familiar en virtud de la experiencia anterior. Solo cuando se sitúa en el contexto de habilidades adquiridas a través de la experiencia, la información define una ruta que es comprensible y que puede, en la práctica, seguirse, y solo una ruta así de específica puede conducir al conocimiento. Es en este sentido que todo conocimiento está basado en habilidades. Así como mi conocimiento del paisaje se logra caminando a través de él siguiendo varias rutas señalizadas, mi conocimiento de cocina viene de seguir varias recetas del libro. Esto no es un conocimiento que se me haya transmitido a mí; es conocimiento que ha crecido en mí al seguir las mismas rutas de mis predecesores y bajo su dirección36.

 

En este sentido las recetas son como historias. Tienen una estructura narrativa: “primero haga esto, luego aquello; observe cómo al hacer esto y luego aquello la consistencia de sus ingredientes cambia”. Y todo lo que he dicho sobre recetas puede aplicarse a historias. Los antropólogos han tenido razón al enfocarse en las funciones educativas de la narración, en todo el mundo. Pero se han equivocado en su conclusión de que, por lo tanto, las historias son vectores para una transmisión codificada de información que una vez descifrada revelará un sistema integral de conocimiento, creencias y valores37. Lejos de tenerlo ya asignado, el significado de las historias —al igual que el significado de las instrucciones del libro de recetas— es algo que los oyentes tienen que encontrar por sí mismos, al atraerlo en correspondencia con su propia experiencia e historia de vida38. Las historias se superponen, cada relato inclinándose hasta tocar el siguiente. Así también lo hacen las vidas sobre las que narran. Esa es la forma en que ellas continúan. Vale la pena recordar aquí mi distinción anterior entre el modelo genealógico y la lectura de genealogías. El primero nos da una secuencia conectada de ancestros y descendientes en la que cada vínculo, entre padre e hijo, es una línea de transmisión. Pero el otro nos da una correspondencia de vidas —a veces superponiéndose, a veces sobrepasándose— comunando y variando a medida que avanzan. Al ser experimentada en lugar de modelada, la filiación no es un eslabón en una cadena, sino un “envejecer juntos” que continúa hasta que la vida de los padres termina, para cuando el niño habrá fundado otras vidas con las cuales corresponder39.

Razón y herencia

En vista de todas las objeciones planteadas, y no solo en los escritos de Dewey, contra la noción de educación como transmisión o “traspaso directo”, su obstinada persistencia requiere alguna explicación. El propio Dewey se preguntaba por qué, a pesar de la condena generalizada de ideas sobre el enseñar como una especie de decantar, y el aprender como una absorción pasiva, ellas habían permanecido tan arraigadas en la práctica. Para él era una fuente de gran frustración40. Un siglo después no ha cambiado mucho. En la escuela se espera que los estudiantes sigan un plan de estudios establecido de antemano y que progresen a través de etapas medibles desde la iniciación hasta la finalización. Parece como si una lógica inexorable nos impulsara a imponer un régimen cada vez más limitado y finito de formación pedagógica, al mismo tiempo que exaltamos el valor de la educación como el real camino hacia la iluminación racional. Me hace recordar las lecciones de piano que tuve que aguantar de niño. A través de una mezcla de amenazas e incentivos, que no tenían nada que ver con la música, fui engatusado a practicar escalas y arpegios. Desprovistos de interés melódico, debían ser tocados uniformemente y sin expresión. Solo sometiéndome a tales movimientos determinados mecánicamente, me dijeron, podría tener alguna esperanza de finalmente lograr el virtuosismo y la libertad expresiva ejemplificada por los maestros del instrumento. No hace falta decir que abandoné este régimen tan pronto pude, y desde entonces he sacado mucho placer de mi práctica musical desigual pero variable. La contradictoria atracción hacia la libertad y el determinismo, aquí como en tantos otros campos, va en contra del llamado de Dewey por una educación dedicada al crecimiento de las personas en comunidad. ¿Será que es el ideal mismo de la iluminación lo que mantiene vivo el modelo de transmisión? La historia de la antropología ofrece una pista a la respuesta.

Huelga decir que por mucho tiempo la antropología ha encontrado problemático el concepto de cultura. El problema radica en el hecho de que la misma palabra con la que entre nosotros exaltamos el refinamiento de gustos y modales, también se aplica comúnmente a la herencia de otra gente inculta cuyo pensamiento y conducta se supone siguen los dictados de la tradición41. Históricamente la antropología ha ido de un extremo al otro, de la célebre definición de “cultura o civilización” con la que en 1871 Edward Burnett Tylor abrió su Cultura primitiva, abarcando todo lo “adquirido por el hombre como miembro de la sociedad”, a Robert Lowie en 1937 al usar aparentemente la misma definición en su historia de la Teoría Etnológica donde, sin embargo, la cultura se convirtió en “la suma total de lo que un individuo obtiene de su sociedad... no por sus propios esfuerzos creativos, sino como legado del pasado”42. Para Tylor, Cultura (siempre singular y con C mayúscula) era el gran proceso civilizatorio por el cual la humanidad había sido elevada progresivamente en diferentes grados entre diferentes naciones, desde la ruda superstición a la razón e iluminación. Lowie, por el contrario, veía en la cultura una diversidad casi fortuita, entre formas habituales de vivir y pensar, absorbidas sin esfuerzo por un sinnúmero de portadores. Para toda la cultura humana que Tylor llamó una “totalidad compleja”, Lowie famosamente sustituyó por una “mezcolanza sin plan”43. La diferencia entre sus respectivas definiciones dependía del significado de cultura “adquirida”. El “hombre en sociedad” de Tylor, al buscar su propia progresión, activamente adquiere conocimiento a través de una investigación intelectual. Por otro lado, el “individuo” de Lowie, sin tener que esforzarse va absorbiendo a lo que está expuesto, adquiriendo su cultura como una herencia ya completada. Sin embargo, podría decirse que fue el propio proyecto de Cultura el que precipitó la percibida inercia de la tradición cultural. “El hombre en sociedad”, habiendo llegado a la cumbre, desde sus alturas olímpicas observa el paisaje de la humanidad, solo ve la “mezcolanza” de individuos atrapados en sus diversas maneras de ser, por los legados del pasado y sin energía creativa para liberarse. Nosotros tenemos Cultura y ellos no porque a ellos los posee la cultura y a nosotros no.

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