Betty

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—Betty.

Hizo una mueca.

—Hablas raro —dijo.

—Tú hablas más raro —le repliqué.

—También tienes cara rara —dijo—. Como tu viejo.

—Tú eres el que tienes cara rara. —Fruncí el entrecejo—. Y mi papá no es viejo. Es mi papá.

El niño se relamió mientras me estudiaba.

—Nunca había visto a una como tú, sin contar en el cine —dijo.

—Hay muchas niñas en clase. —Las señalé—. Ahí. Ahí. Ahí…

Mi dedo se posó en Ruthis. Me miraba fijamente.

—Anda, ya sé que hay niñas en clase. —El niño se dio la vuelta por completo para apoyar los brazos en mi pupitre y ponerse de cara a mí—. Me refiero a que nunca había visto a una de color.

—Y yo no había visto nunca a alguien con el culo donde debería tener la cara, pero como no te des la vuelta ahora mismo, voy a sacar la navaja de mi papá y a cortarte en trocitos para mandarte en una caja con forma de corazón a la fea de tu mamá. Entonces tendrá que escribir cartas a toda la familia para decirles en qué te has convertido y llorará y llorará hasta que tengan que sacrificarla como a un perro rabioso.

—Niña.

La voz de la profesora me sobresaltó.

El niño rio por lo bajo y se dio la vuelta.

—Niña —repitió—, aquí no hablamos de esa forma.

Alcé la vista y vi el ceño fruncido en su cara menuda.

—¿Qué le ha dicho mi papá? —le pregunté.

—Cuando te dirijas a mí, me llamarás señora.

—Bueno, ¿qué le ha dicho mi papá, señora?

—Que eres Betty Carpenter y que eres una tunanta.

—Él no diría eso.

—Pues lo ha dicho. —Cogió la regla de su escritorio y golpeó con ella contra la palma de su mano—. Ha dicho que eres una tunanta y que tengo que vigilarte porque si no te escaparás. —Movió dos dedos por el aire remedando unas piernas—. Pero vosotros tenéis tendencia a ser embusteros, ¿verdad?

Se acercó y me pasó un dedo por el brazo descubierto. Se miró el dedo como si esperase que se le hubiera manchado.

—¿Por qué tiene la piel tan oscura, señora? —preguntó una niña en el otro extremo de la clase.

—Porque se la engrasa —contestó la maestra.

—No es verdad —dije.

—Sí que lo es. —La profesora se plantó por encima de mí—. Te la engrasas y te pasas todo el día haraganeando al sol sin hacer nada y volviéndote más haragana y más morena.

—Yo no me engraso la piel.

—Mientes.

Me golpeó el dorso de las manos con la regla. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero no quería que me viese llorar.

—Le contaré a mi padre que me ha pegado —le dije.

—Si lo haces, mandaré que traigan a tu padre a rastras y él también se llevará una zurra.

—No es verdad.

—¿Ah, no? Ponme a prueba, niña, y verás lo que pasa.

Se dio un golpecito en la palma de la mano con la regla y empezó a explicar la diferencia entre los jejenes que picaban y los genes de la herencia.

—¿Sabes lo que es el mestizaje?

Pronunció la palabra como si fuese un pecado.

Negué con la cabeza.

—Significa que la unión de los genes de tu padre y los de tu madre es antinatural —dijo—. Es como mezclar virutas de madera con leche y vendérselas al público. ¿Te gustaría beber una taza de leche que tuviera virutas, Betty?

No, señora Flecha.

—Sería muy desagradable. ¿No estás de acuerdo, Betty?

Sí, señora Espada.

—¿Y también estarás de acuerdo, mi pequeña piel roja, en que tú y tus hermanos sois las virutas de nuestra leche fresca, cremosa y deliciosamente nutritiva?

Sí, señora Navaja en mi Barriga.

Me tapé la cara con las manos. Cuando llegó el recreo, fue un alivio salir y estar lejos de mis compañeros de clase. Mientras ellos jugaban en los columpios y daban vueltas en el carrusel, yo me adentré en la alta hierba que crecía al lado del edificio. Era el único sitio del colegio que me recordaba mi casa.

—Qué rara es.

Me volví hacia la voz y vi a un grupo de niños junto a las barras para trepar. Todos me miraban. Ruthis estaba entre ellos.

—¿No vas a jugar en las barras? —me preguntó uno de los niños—. A los monos os gustan mucho. Mona, mona, mona.

Miré a Ruthis dudando de si se acordaba de la pelota roja que nos habíamos pasado. Estaba a punto de preguntárselo, pero dos niñas empezaron a susurrarle al oído.

—Hazlo —dijeron, empujando a Ruthis hacia delante.

—No puedo.

La niña se dio la vuelta hacia ellas.

Me arrodillé y le dije a la hierba:

—De todas formas, no quiero ser su amiga. Prefiero ser amiga tuya.

Pasé las manos sobre las altas briznas.

Me disponía a decirle a la hierba lo bonita que era cuando vi un ojo recién tallado en un árbol al lado de donde papá había aparcado antes.

—El Ojo Fantástico de Antaño.

Corrí hasta él.

La talla me recordaba los ojos que papá ponía a sus creaciones de madera, pero quise creer que ese ojo en concreto no era obra de su navaja. Cuando me incliné para mirar cada una de las cinco pupilas del ojo, me empujaron por detrás. Estiré los brazos mientras caía, pero no encontré a nadie que me ayudase. El pecho me rebotó contra el suelo. Antes de poder levantar la cabeza, alguien me subió la falda mientras dos niños me sujetaban los brazos.

—Basta —grité cuando me bajaron las bragas hasta las rodillas.

—No tiene —oí decir a una voz.

Los dos que me sujetaban me soltaron. Me subí rápido las bragas y cuando me di la vuelta vi que quien me las había bajado había sido Ruthis.

—No tiene ninguna —terció otra voz detrás de ella.

—¿Que no tengo qué?

Me levanté deprisa. Las lágrimas me ardían como fuego en las mejillas.

—Cola. —Ruthis apartó la vista—. Ellos me lo han mandado.

—¿Por qué pensabais que tenía cola? —pregunté, agarrándome la falda por si se repetía la escena—. No soy un perro ni un gato.

—La gente como tú tiene cola —dijo un chico.

—Todo el mundo lo dice —añadió otro.

—Idiotas —les espeté—. No tengo cola.

La profesora del recreo tocó el silbato y empezó a llamar a todos los alumnos a las clases. El grupo se disolvió. Ruthis fue la última en marcharse y me dejó sola. Me volví para mirar el ojo tallado.

—¿Ves lo que me han hecho? —le grité, pues tenía que gritarle a algo—. No has hecho nada.

Cogí una piedra, se la tiré y le di en las cinco pupilas. Como no podía hacer nada más, volví al colegio sin despegar las manos de la falda durante todo el recorrido por miedo a correr la misma suerte que antes.

Aunque ninguno de mis compañeros de clase había visto que yo tuviese cola, cuando volvimos a los pupitres todo el mundo murmuraba sobre su aspecto.

—Está llena de pelo negro y es como mi pulgar de larga —dijo una niña.

Apoyé la cabeza sobre el pupitre el resto de la jornada. Cuando sonó el timbre que avisaba del final de las clases, pasé corriendo por delante de los autobuses escolares. Vi a Flossie hablando con un grupo de niñas que parecían sus mejores amigas. Fraya andaba entre el grupo de alumnos de primero. Yo sabía que me estaba buscando.

Me metí en el bosque lo más rápido que pude para volver a casa. Cuando llegué, papá estaba poniendo una estantería contra la pared del fondo.

—Me has obligado a ir a un sitio horrible —le recriminé.

Salí corriendo, pero él me alcanzó en el jardín y me dijo que me calmase.

—Te odio.

Le golpeé con mis pequeños puños.

—Tranquila —dijo atrayéndome hacia él.

Sepulté la cara contra su hombro y lloré.

—Han dicho que tengo cola, pero no es verdad. No tengo.

—Pues claro que no tienes, Pequeña India.

Me convenció de que levantase la cara de su hombro. Me quitó las lágrimas de la mejilla con los dedos como si quitase garrapatas de ciervo.

—Iba a ir al bosque a por ginseng —dijo—. ¿Quieres venir?

Me sequé la nariz en la manga de su camisa antes de asentir con la cabeza.

—Espera, voy a buscar el bolso.

Entró en el garaje para coger su bolso con cordón lleno de bolitas que había confeccionado con ramas.

—¿Lista? —preguntó.

Me ofreció la mano y nos adentramos en el bosque los dos juntos. Él iba señalando los árboles a medida que pasábamos por delante.

—Ese de ahí es un viburno negro, Betty. Es originario de Ohio. Los pájaros se comen sus frutos en verano. Y ese es un cedro rojo de Virginia. Fíjate en que tiene la corteza raspada. Eso quiere decir que un ciervo ha estado aquí restregando los cuernos. Cuando vayas a recoger corteza (venga, haz memoria, Betty), ¿por dónde tienes que quitarla?

—Por el lado que le da el sol —contesté.

—Exacto. ¿Y qué raíces tienes que coger siempre?

—Las que apuntan al este.

—Muy bien.

—¿Lo ves? Lo sé todo. No hace falta que vuelva al colegio. Di que no tengo que volver, papá. —Le tiré de la mano—. Por favor.

—Ah, ya hemos llegado.

Se separó de mí y echó a andar hacia los chirimoyos de Florida, donde al ginseng le gustaba crecer.

Dejando atrás las plantas jóvenes del pie de la colina, papá subió por la escarpada ladera hasta las plantas más maduras, que ya estaban listas para su recogida.

—Ayúdame a encontrar un ginseng que tenga tres puntas —me dijo—. Así sabremos que no es su primer año.

Busqué entre las plantas hasta que encontré tres puntas. Tuve cuidado de contarlas en voz alta.

—Eso es —dijo papá—. Eres una buscadora de ginseng como la copa de un pino.

 

A pesar del dolor de su pierna derecha, se arrodilló porque consideraba que eso era lo que tenía que hacer. Formaba parte de un ritual consistente en pedir permiso al ginseng antes de poder arrancarlo. Me puse de rodillas a su lado mientras él cerraba los ojos y empezaba a mover los labios en silencio. Observé cómo lo hacía. Tenía las cejas muy fruncidas; su concentración se apreciaba en la forma en que inclinaba la cabeza hacia la tierra y no hacia el cielo. Me preguntaba si algún día yo podría hablar con la naturaleza tan íntimamente como él.

Lo imité cerrando los ojos y apoyando las manos en el suelo. Al principio no sabía qué decir, de modo que me limité a sentir. La tierra blanda que se deslizaba entre mis dedos. La luz cálida del sol en mis hombros. Las plantas que se mecían agitadas por el viento y me rozaban los lados de las piernas. Se adueñó de mí la sensación de que mis dedos podían estirarse y transformarse en ríos, y mi cuerpo quedarse tan inmóvil que se convirtiera en una montaña. Antes de que me diese cuenta, mis labios empezaron a moverse. Estaba preguntándole a la tierra de dónde venía y diciéndole de dónde venía yo. Todo ello me hizo volver al ginseng, cuya bendición solicité justo antes de abrir los ojos.

Vi a papá mirándome con una sonrisa en los labios.

—Vamos a empezar, Betty —dijo.

Primero cogió los frutos rojos de la planta y los echó en mi mano. Empleando el destornillador que llevaba en el bolsillo, cavó en torno a las raíces hasta que se desprendieron y se aseguró de mantener todos los pelillos intactos al sacar el ginseng. Eligió una bolita de su bolso. La estrujó antes de echarla al agujero.

—Bueno, Pequeña India. —Se volvió hacia mí—. Ahora pon la semilla.

Aplasté con cuidado los frutos de ginseng antes de echarlos al agujero de la misma manera que él había estrujado la bolita. Los frutos contribuirían a la estabilidad de la población de ginseng. La bolita era la aportación de papá por la bendición de la Madre Naturaleza.

—Hemos dado gracias a la tierra —dijo, llenando el agujero.

En el trayecto de vuelta a casa con la cosecha, papá arrancó una pequeña tira de la corteza de un tulípero. Volvimos al garaje, que él había estado transformando en su taller botánico. Ya había construido una encimera y una estantería nueva en la pared del fondo. En el rincón había una pequeña cocina de leña que había instalado y en la que preparaba infusiones o decocciones que luego guardaba en los frascos alineados en la encimera.

—Necesito el diente.

Alcanzó la lata situada hacia el fondo de la encimera. Dentro estaba el diente de la serpiente de cascabel que le había mordido al sacarla de mi cuna cuando yo era un bebé.

—El espíritu de la serpiente de cascabel está en este diente —dijo papá—. Un espíritu que estuvo a punto de matarme cuando el colmillo de la serpiente se clavó en mi carne. Es un espíritu que tiene mucho poder. Sss, sss —silbó, imitando a la serpiente de cascabel.

Sacudí su sonajero de calabaza mientras él llenaba una cazuela de agua del cubo del suelo.

—Siempre agua del río —puntualizó—. Acuérdate, Betty.

Se puso a dar vueltas al diente de serpiente en su boca y lo asomó por encima del labio hasta que yo rompí a reír. A continuación, llevó la cazuela de agua a la cocina.

—Tiene que estar caliente como el sol —especificó.

Mientras él metía más troncos en la cocina para encender lumbre, yo dejé el sonajero de calabaza para coger una rama de pino. La sumergí en el agua y me espolvoreé las gotitas en la frente.

—Siempre agua del río —repitió él mientras molía la raíz de ginseng con el martillo.

Puso la raíz y las hojas, acompañadas de un trozo de corteza de tulípero, a hervir en el agua y les añadió unas hojas de ginseng partidas para que flotasen por encima.

Sacó dos vainas secas de acacia de tres espinas de una lata y las echó al agua hirviendo. Las vainas endulzarían el líquido. Supuse que la bebida estaba destinada a alguien que no toleraba el sabor amargo. Mientras removía la mezcla, siguió con la lección.

—Para el resfriado, la Prunus virginiana.

—Perú… ñus… —traté de repetir el nombre lo mejor que pude.

—El nombre común es cerezo de Virginia.

—Bueno para el resfriado —dije, y él asintió con la cabeza.

—Para la fiebre —añadió—, Castanea pumila.

—Casca…

Castanea pumila. Nombre común, castaño enano.

Hizo una pausa para mirar la telaraña del rincón.

—¿Sabes que puedes utilizar una telaraña para que una herida deje de sangrar? —me preguntó—. Acuérdate de todo esto, Betty.

Se apartó del agua hirviendo para coger una lata de puntas de flecha. Eligió una del color de la arenisca y la echó en la cazuela.

—Así la fuerza de la punta de flecha pasará al líquido —explicó.

Escuché cómo la punta de flecha repiqueteaba sin parar contra el fondo de la olla en el agua hirviendo.

—Aprendo más contigo, papá —dije—, que en un colegio inútil.

Con la ayuda de un cazo, sirvió la mezcla hirviendo en una taza de madera y la dejó en la encimera para que se enfriase.

—Si no vas al colegio, ellos ganan, Betty —dijo—. Ganan porque para ganar la guerra solo han tenido que hacerte caer.

Se sacó el diente de la serpiente de la boca y lo sujetó entre nosotros.

—Es como cuando me mordió la serpiente de cascabel —continuó—. Pensé que me había vencido, pero lo que me mordió me hizo más fuerte. Ahora te están mordiendo a ti.

Me cogió la mano en la suya y me pinchó en la palma con el colmillo.

—Ay.

Me aparté bruscamente.

—Tienes que sobrevivir a ello, Betty.

—No puedo. —Me froté la palma—. No soy fuerte como tú.

—Eres fuerte. Tienes que recordártelo. —Cogió la taza de madera—. Por eso te he preparado esto.

—Solo es ginseng.

—Y una punta de flecha —me corrigió él—. Que la convierte en la bebida de un guerrero.

Me dio la taza, todavía caliente por los lados. Miré el líquido marrón y entorné los ojos para evitar el vapor.

—Me quemará la boca —protesté.

—Ya se ha enfriado.

Clavando los ojos en el líquido, observé cómo daba vueltas antes de llevarme la taza a los labios y sorber despacio el brebaje caliente. Bebí hasta que solo quedaron la punta de flecha y el trozo de corteza.

—¿Notas el espíritu dentro de ti? —preguntó papá.

—Noto tierra en los dientes.

Me los lamí y dejé la taza.

—Pero ¿notas el espíritu, Pequeña India?

—No sé. —Lo miré fijamente a los ojos—. ¿Cómo puedo saberlo?

—Te lo enseñaré. —Me cogió de la mano y, teniendo cuidado con la pierna mala, se puso a saltar. Rompió a reír como si nunca se lo hubiese pasado tan bien—. Si te quedas quieta, Betty, te perderás algo extraordinario.

Al principio salté solo un poco, pero la amplia sonrisa de mi padre me elevó más y más del suelo hasta que los dos estábamos dando brincos como si pudiésemos tocar el cielo.

—¿Lo notas? —me preguntó—. ¿Notas el espíritu?

—Noto algo —contesté, notando el golpe seco de la caída.

—Tienes que notarlo del todo.

Me arrastró detrás de él para dar vueltas corriendo dentro del garaje.

—¿Lo notas ahora?

Se volvió para mirarme.

—Lo noto más.

—Tienes que notarlo del todo —repitió saliendo del garaje.

Sin soltarme la mano, me llevó corriendo al campo.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—A algo maravilloso —respondió él.

Nuestros pies golpeaban rítmicamente hasta que llegó un momento en que nos movíamos tan deprisa que me convencí de que había despegado del suelo.

—Lo noto —dije—. Lo noto del todo.

Y efectivamente lo notaba. Como si algo me inundase, veía pasar estelas de colores. Azul, amarillo, verde. El cielo, el sol, la hierba. La experiencia que había vivido en el colegio me había llenado el alma de nudos que ahora podía soltar en los prados. Sentí un súbito afecto por todo lo que me rodeaba que me hizo olvidar la soledad que se había apoderado de mí en el patio de recreo. Ruthis y los demás se hallaban en otra parte. Estaba segura de que podía soportar las cargas más pesadas del mundo. Ni piedras ni hierro, sino espirales y cosas que daban vueltas y giraban.

Corría tan rápido que adelanté a papá, y me dejó marchar cuando mi mano se escapó de la suya. Di la vuelta al campo antes de regresar con mi padre, que me esperaba con los brazos abiertos. Entonces comprendí adónde habíamos ido corriendo. Habíamos corrido el uno hacia el otro. Me lancé a sus brazos.

—Mi pequeña guerrera —dijo, arrimando su cara a la mía.

7

Aullarán las hienas en sus torres, en sus lujosas moradas los chacales.

Isaías 13, 22

L int tenía cara de niño. Tenía cara de niño y ojos de viejo. Tenía cara de niño y los ojos de un viejo inquieto.

—Septiembre lo calmará —dijo papá—. Y todos los miedos de Lint se irán como un zorro que escapa de noche.

Papá decía eso cada mes, como si con cada hoja nueva del calendario se abriese una puerta. Pero cuando llegó septiembre, tan fino que podía colarse entre las ramas de los árboles, Lint enfermó de lo que papá llamó el tembleque del escarabajo porque la forma en que Lint se sacudía recordaba el temblor de las larvas.

—Solo tiene cuatro años —dijo papá—. No es más que un niño. Y los niños creen que solo se les ve si se mueven. Eso es lo que está haciendo, moviéndose para que nos acordemos de verlo. Para que sepamos que está con nosotros en casa.

Como Lint seguía temblando, papá lo llevó a una lumbre que había encendido en el campo. Se calentó las manos con las luminosas llamas naranja y tocó a Lint.

—Te veo, hijo —dijo papá apretando las manos contra el pecho de su hijo.

Primero cesaron los temblores del brazo derecho y luego los del izquierdo.

—Te veo.

Los temblores de las piernas cesaron antes que los de la cabeza.

—Te veo.

Una vez que Lint estuvo inmóvil como la hierba que le rodeaba, papá dijo:

—Bien hecho. Te veo.

Lint se incorporó y sonrió. Tal vez papá pensó que su hijo estaba en condiciones de seguir desarrollándose sin problemas. Que no perdería el juicio y que su risa lo demostraría. Pero para el domingo Lint había empezado a quejarse de unos animales que tenía dentro del cuerpo.

—Debajo d-d-de la piel —le dijo a papá—. Va y viene. Me pica y d-d-duele. Noto unos cuernos de ciervo que se me clavan en la e-e-espalda, papá. Una a-a-ardilla en el brazo. Una zarigüeya en el p-p-pie. Un coyote e-e-encima de la rodilla.

Cada vez que Lint se quejaba de que tenía un animal dentro de él, papá le soplaba esa parte del cuerpo e imitaba el sonido del animal en cuestión. Cuando Lint le dijo que tenía un lobo en el codo, papá aulló. Cuando dijo que un tigre corría por su espalda, papá gruñó y enseñó los dientes. Después de que papá imitase el chillido de un halcón, Lint dijo que ese era el último animal.

Papá sabía que para querer a Lint había puentes que cruzar, y que no siempre serían fáciles de atravesar. Con el fin de prepararnos, dijo que no hablásemos de nuestro hermano con extraños.

—Solo conseguiremos que nos separen de él y lo manden fuera —nos dijo cuando Lint estaba en el campo buscando piedras.

—¿Adónde lo mandarán? —le pregunté, sin saber de qué personas hablábamos.

—A vivir en una casa de escorpiones —respondió papá—. Esos escorpiones le picarán hasta que se olvide de hablar. Es más, querrán curarlo, pero lo único que harán es echarlo de este mundo.

Cada vez que Lint decía que padecía síntomas imaginarios como dolor de pestañas o arañas en los oídos, papá lo curaba con remedios como si las dolencias fuesen reales.

—Prométeme que n-n-no dejarás que los demonios me cojan, papá.

Las noches se volvieron cada vez más difíciles para Lint. Tenía miedo de que en un momento dado le acechasen espíritus malvados a menos de dos metros de distancia. Trustin dormía a menudo en el sofá de abajo debido a la cháchara de Lint. Las infusiones ya no le calmaban los nervios, de modo que papá pasó al café.

—No puedo d-d-dormir —decía Lint—. Los d-d-demonios.

—No puedes dormir —le explicaba papá— porque cuando naciste te lavé los ojos con un agua en la que había puesto una pluma de petirrojo en remojo tres días. Quería que fueses madrugador, pero dejé la pluma remojándose demasiado tiempo. Ahora quieres madrugar tanto que ni te acuestas. No hay demonios, hijo.

 

Aun así, Lint gritaba y buscaba a papá.

—¿Papá? —preguntaba Lint—. ¿Siempre s-s-serás mi papá?

—Claro —respondía papá asintiendo con la cabeza.

—¿Y mamá siempre será mi m-m-mamá?

—Siempre.

—No quiero c-c-crecer. No quiero estar s-s-solo. —Lint se agarraba fuerte a papá—. Quiero estar con mamá y papá s-s-siempre.

Teníamos problemas para entender a Lint. Podía estar contento y, un momento después, parecía que una sombra hubiese cruzado su rostro. Papá decía que era algo que ninguno de nosotros podía entender, pero que todos teníamos que intentarlo.

—Él no tiene la culpa de gritar ni de decir cosas un pelín raras —nos dijo papá—. Le entra polvo en las orejas y al pobre se le arma un barullo en la cabeza. Un barullo que nosotros no entendemos porque no tenemos que padecerlo como él. Pero sigue siendo vuestro hermano pequeño. Sus pies siguen corriendo adonde estamos nosotros. Es su mente la que corre a otra parte. Tenemos que respetarlo. Tenemos que entender que las cosas que hacemos y decimos le afectan.

—Papá tiene razón —asintió Fraya.

—Tenemos que ser una familia para Lint —continuó papá—. No quiero que ninguno de vosotros lo dejéis solo. No superará lo que se ha apoderado de él si no le dedicáis tiempo. Si se queda solo, el silencio alimentará sus demonios.

De modo que no dejábamos solo a Lint y lo llevábamos con nosotros a sitios como el río.

—El i-i-infierno —decía él, señalando con el dedo la parte honda.

Así pues, se sentaba en la orilla y salpicaba con sus piececitos.

Le gustaba ver a Trustin zambullirse, de modo que Trustin trepaba a un árbol, se subía a una rama y le decía:

—Mírame, Lint. Mírame.

Lint siempre aplaudía cuando Trustin se ponía a cacarear como un gallo antes de mirar al agua entornando los ojos. Aunque Trustin solo tenía cinco años en aquel entonces, nunca se ponía tan serio como cuando estaba a punto de tirarse al agua. La rama botaba ligeramente bajo su peso en el momento en que se impulsaba en el aire. Las piernas totalmente juntas. Los dedos de los pies de punta como si nunca hubiese tenido los pies planos. El cuerpo formando una línea recta, dirigido por los brazos y las manos pegadas como si rezase al entrar en el agua.

Luego salía a la orilla, donde sacudía su largo cabello moreno como un perro. Los flecos de los vaqueros cortados se le pegaban a los estrechos muslos cuando avanzaba pavoneándose por la ribera, y la arena se le metía entre los dedos de los pies.

—Hala, qué pedazo de salto —se felicitaba a sí mismo—. ¿Lo habéis visto?

—Bah. —Flossie se encogía de hombros—. Los he visto mejores.

—Ha estado bien, Trustin —se apresuraba a decir Fraya.

—Salpica más —siempre le pedía Lint—. Salpica más, Trustin.

Trustin volvía a trepar al árbol y esta vez se lanzaba en bomba. Pero incluso esas zambullidas eran auténticas obras de arte. Se abrazaba con cuidado las piernas mientras el sol asomaba sobre la curvatura de su columna vertebral. Desde la orilla, Lint aplaudía y reía cada vez que el agua le salpicaba.

Trustin repetía la operación una y otra vez. Salía del río, trepaba al árbol con los pies mojados, y cada vez decía:

—Este será mi mejor salto. Ya veréis.

—Sí. —Lint graznaba como un pato desde la orilla—. Salpica m-m-mucho.

Una tarde especialmente soleada, mientras Lint lo animaba, Trustin trepó más alto que nunca. Cuando estaba a punto de cacarear como un gallo, un pie mojado le resbaló.

Sus zambullidas siempre habían sido caídas perfectamente planificadas. Pero cuando se precipitó por los aires, el arte de esos saltos se modificó rápidamente. Agitó los brazos al mismo tiempo que sacudía las piernas en el aire y retorció el cuerpo justo antes de caer en tierra firme.

Mis hermanas y yo salimos corriendo del agua. Lint se puso a rezar en la orilla para que a Trustin no le hubiese pasado nada.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Fraya a Trustin por encima de él.

Mi hermana estaba sin aliento. Yo no sabía si era de nadar rápido o de ver cómo Trustin yacía boca abajo.

—¿Estás muerto?

Flossie le dio un puntapié.

—Para, Flossie. —Fraya le dio un manotazo en el brazo—. ¿Trustin? —Se volvió de nuevo hacia él—. ¿Puedes oírnos?

Él se dio la vuelta y contempló las nubes que flotaban por encima de nuestras cabezas.

—Solo te has quedado sin aire, ¿verdad?

Fraya le ayudó a incorporarse.

—¿No vas a decir nada? —le pregunté—. ¿También te has quedado sin voz?

Él alzó la vista al árbol del que había caído como si fuese muy alto.

—Bueno —dijo.

Pensábamos que diría algo más, pero nos equivocábamos porque se levantó y echó a andar en dirección a casa.

Lo curioso es que Trustin no había gritado al caer. Cuando se lo explicamos a papá esa noche, dijo que se alegraba de que nosotros hubiésemos estado presentes.

—Un niño que se cae sin hacer ni un ruido —dijo papá— necesita a alguien que grite por él.