Betty

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Se volvió y contempló el terreno.

—Imagina las estaciones aquí, Pequeña India. —Sonrió—. Durante lo que queda de primavera, treparás ese árbol. —Señaló el gran roble torcido del jardín—. Luego, cuando llegue el verano, te pasarás el día comiendo tomates en el primer huerto, que estará allí. —Señaló una parcela de hierba larga situada a un lado de la casa—. En otoño te sentarás en el porche de la parte de atrás y verás las hojas caer al suelo. Cuando llegue el invierno, les tomarás el pelo a los árboles y les dirás que todos parecen arañas.

Apoyó los talones en el suelo mirando el riachuelo que corría en la parte trasera de la finca junto a un caqui.

—No hay mejor sitio que este, al final de Shady Lane —dijo—. Es como si Dios nos hubiese cogido y nos hubiese metido en Su bolsillo.

Un trueno resonó en el cielo. Lint salió corriendo del granero en dirección a papá mientras yo miraba las nubes grises que se acumulaban sobre el linde del bosque.

—Parece humo de un incendio —observé.

—A lo mejor una tormenta no es más que eso. —Papá miró a las nubes entornando los ojos—. Más vale que lo metamos todo en casa antes de que empiece a llover.

Lint y yo seguimos a papá hasta la entrada de la finca, donde cogió un colchón del techo del coche y se lo puso encima de la cabeza. Lint imitó a papá y se dirigieron al porche andando al mismo paso.

Yo me volví hacia la propiedad de al lado. En el jardín perfectamente podado había una niña con la cabeza llena de cortos rizos rubios atados con una cinta blanca. Tenía una gran pelota roja entre los brazos. Hizo botar la pelota de goma muy por encima de su cabeza.

—Tengo siete años —le dije cuando me hube acercado lo suficiente.

—Yo seis —contestó ella.

Su vestido era de un azul precioso, y sus calcetines tenían volantes azules a juego.

—Me gustan tus calcetines —comenté.

Ella sonrió. Miré detrás de mí para ver a quién sonreía. Cuando me di cuenta de que el gesto iba dirigido a mí, le dediqué una sonrisa. Ella hizo botar la pelota roja hacia mí. La atrapé y se la devolví. Nos la pasamos varias veces más. Cuando ella reía, sonaba como una campanilla.

—Tírala más alto —me pidió.

La tiré todo lo alto que pude.

—Eres mi mejor amiga —dijo al coger la pelota.

—Y tú la mía.

Me puse a saltar dando palmadas.

—Jugaremos todos los días —prometió ella mientras me devolvía la pelota.

La atrapé justo cuando se abrió la puerta mosquitera recién pintada de su casa de piedra. Un hombre, vestido con un pantalón azul pastel, salió señalándome.

—Devuélvele la pelota. Ahora mismo —me ordenó—. Este no es un barrio de ladrones.

—Estamos jugando —dije.

—Estamos jugando, papá —asintió la niña.

—No he mangado nada —procuré añadir.

—«Mangar» es una palabra de bárbaros —dijo él tirando de su hija—. Venga, devuélvenos la pelota.

Le lancé la pelota. Me fijé en que no tenía las manos ni la invisibilidad de un hombre pobre. La esfera de su reloj de muñeca reflejaba el sol emitiendo un deslumbrante punto de luz. Parecía que sus fríos ojos hiciesen lo mismo.

—¿Querido? —Sonó una voz de mujer cuando la puerta mosquitera se abrió por segunda vez. Dio la impresión de que la extraña descendía flotando al jardín y pasaba junto a las cinias plantadas hasta situarse detrás de su marido. Lanzando una mirada por encima del ancho hombro de su esposo, le preguntó—: ¿De dónde ha salido?

—He salido de ahí detrás. —No me importó contestarle yo misma señalando nuestra casa—. Nos estamos instalando.

Los pendientes de perlas de ella temblaron cuando agarró el antebrazo del hombre.

—¿Una familia de color? —Dejó escapar un grito ahogado—. Cuando una familia de color se mudó al barrio de mi madre, me dijo que cambió hasta el sabor del agua.

—No me extraña —asintió él, antes de señalar la pelota con la cabeza—. Ha intentado robarla.

—No podemos quedarnos la pelota ahora que la ha tocado. —La mujer cogió a la niña en brazos—. La gente de color siempre tiene enfermedades. Sus gérmenes estarán por toda la pelota.

—Tienes razón.

Él la soltó rápido y sacó un pañuelo inmaculado para limpiarse las manos.

—Ruthis, tienes que tener cuidado con quién juegas, querida. —La madre meció la cabeza de la niña contra su hombro mientras la metía en casa—. Los niños sucios te contagiarán cosas sucias.

Una vez que su esposa y su hija estuvieron a salvo dentro de casa, el hombre se dirigió a mí dando palmadas.

—Largo de aquí. Vamos. Largo.

Dio palmadas más fuerte, como si yo anduviese a cuatro patas y arrastrase la barriga por el suelo.

—He dicho que largo.

Pisó el suelo con fuerza y dio una zancada hacia mí.

Volví corriendo y me quedé en la entrada de nuestra casa. Él subió a su porche sin quitarme el ojo de encima. Mulló las almohadas a rayas verdes del mueble de mimbre blanco antes de entrar.

Decidí al instante regresar a su jardín y coger la pelota. Me pareció oír otra vez la puerta de la casa, pero no dejé de correr hasta que estuve al resguardo de las altas hierbas de nuestra finca. Recorrí el camino de entrada botando la pelota mientras pensaba en el hombre y en la forma en que había dado palmadas con sus manos blancas y limpias.

THE BREATHANIAN
Rompen una ventana en mitad de la noche

Los cristales rotos crujían bajo los pies de los empleados del comercio Papa Juniper’s cuando empezaron a limpiar esta madrugada tras descubrir que un gran cristal del escaparate se había hecho añicos debido a un disparo. Varios vecinos se presentaron ante la policía para declarar que habían oído un disparo en las inmediaciones en torno a la 1:30 de la madrugada.

Cuando le preguntaron por el acto vandálico, el sheriff manifestó: «En Breathed nos tomamos muy en serio los destrozos intencionados».

Testigos presenciales aseguran que vieron una figura que huía del comercio después de que se oyese el disparo. No existe una descripción clara del sospechoso.

El vecino Grayson Elohim, de Kettle Lane, acudió a ver los daños.

«Es una lástima ver la ventana rota —declaró—. Era de cristal del bueno».

Los restos hallados en la escena que en un principio se consideraron rastros de sangre fueron identificados más tarde como kétchup derramado de un frasco roto.

6

A la sombra de tus alas escóndeme.

Salmos 17, 8

Recuerdo el olor dulce de la tierra y de las ramas de calabaza, largas como mis piernas y mis brazos, mientras estaba tumbada en el huerto. Los tallos espinosos, el sonido de la tierra al moverse con las piedras. Miraba el verde oscuro de las hojas de calabaza como si mirase unos ojos verde oscuro. La planta era todavía demasiado pequeña para dar fruto. Había brotado de las semillas de papá, pero la estación ya estaba tocando a su fin cuando nos instalamos en la casa. Aun así, papá creía que tendríamos cosecha antes de las primeras heladas.

—Caramba, qué calabaza más grande —dijo la voz de papá, y acto seguido una rociada de agua fresca me cayó en la cara.

Abrí la boca y bebí el agua de la manguera que él sostenía en la mano.

—Te envidio, Betty —comentó—. Eres libre como una planta.

—Tú también puedes ser una planta, papá —dije.

—Está bien. Voy a probar.

Cuando se tumbó a mi lado, el sol bañó nuestras caras.

—¿Te gusta nuestro huerto, Betty? —preguntó.

—Me encanta.

Durante los primeros años, atender el huerto era una actividad familiar. En el huerto, papá hablaba tanto como trabajaba.

—Para los cheroquis, la tierra era de género femenino —nos decía—. La madre. La mujer. La primera fue Selu. Ella podía crear maíz tocándose la barriga y judías acariciándose la axila. Pero su magia era vista como brujería y fue asesinada por unos niños salvajes. Su sangre se filtró en el suelo. De ella creció todo. Todavía hoy, la sangre de Selu sigue en el suelo.

Aunque nunca cortábamos la hierba, el huerto estaba bien cuidado gracias a papá, que delimitó dos parcelas de verdura separadas por los ochenta pasos que mis hermanas y yo dimos. La primera parcela se plantaría durante tres años, mientras que la segunda quedaría en barbecho.

—La tierra tiene tres años buenos —nos explicaba papá—. El primer año, la cosecha es espectacular. De las que no se olvidan. El segundo año, la cosecha es pasable, pero solo te acuerdas de determinadas cosas. De la cosecha del tercer año, no recuerdas nada. Es la forma que tiene la tierra de decir que necesita descanso. De modo que la dejas dormir tantos años como ella te ha dado. Tres años de cultivo, tres años de reposo.

Rodeó cada parcela de una cerca de parra hecha con las medidas de las partes del cuerpo de mis hermanas y de mí.

—¿Dónde está mi cinta métrica? —preguntaba hasta que una de nosotras se le acercaba para ofrecerle el brazo o la longitud de un dedo.

Empleó jaboncillos como puertas de las cercas. Esos arbustos no tenían finalidad decorativa, sino que suministraban nitrógeno al suelo de forma natural. Papá sabía esas cosas como otros hombres sabían que podían comprar fertilizante preparado en la tienda.

Papá era una enciclopedia del reino vegetal, sobre todo en lo que respectaba a sus propiedades medicinales. Adonde quiera que fuéramos, siempre encontraba un grupito de gente dispuesta a comprar sus infusiones, tónicos y otros brebajes. Breathed no fue una excepción. Ya había ayudado a un anciano que padecía hidropesía preparándole una infusión suave elaborada con adelfas. Papá nunca se preciaba de tener la cura para los males. Solo ofrecía la sabiduría botánica que según él estábamos olvidando.

 

—Todo lo que necesitamos para vivir la vida más larga que nos ha sido concedida nos lo da la naturaleza —decía—. Eso no quiere decir que si te comes esta planta no te morirás nunca, porque la planta también se morirá algún día, y tú no eres más especial que ella. Lo único que podemos hacer es intentar curar lo que se puede curar y aliviar las molestias de lo que no se puede curar. Como mínimo, llevamos la tierra dentro de nosotros y renovamos la certeza de que hasta la hoja más pequeña tiene un alma.

Para nuestro padre, era importante que cada uno de nosotros aprendiese a trabajar la tierra, pero Trustin prefería dibujar el huerto a estar en él. Lint dedicaba toda su atención a coleccionar piedras. Flossie, entre tanto, hacía pausas continuas para tomar el sol y me recordaba que mamá me había mandado quedarme a la sombra.

—Te pondrás muy morena —decía Flossie sonriendo, y se daba la vuelta para broncearse por la parte de delante.

A Fraya le interesaban más las flores del jardín. Le gustaban las cinias y las peonías, pero sus favoritas eran los dientes de león. A Flossie siempre le habían parecido hierbajos, pero para Fraya estaban a la altura de las rosas. Se quedaba sentada en la hierba comiendo las flores de vivo color amarillo hasta que se le teñía la lengua. De vez en cuando sacaba la lengua amarilla mientras papá nos explicaba lo que suponía ser mujer cheroqui en el pasado. Nos contaba esas cosas a mis hermanas y a mí porque decía que era importante que supiésemos cómo era todo antes.

—Antiguamente, antes de que apareciese el hombre blanco —dijo, hundiendo la pala en la tierra—, las mujeres cheroquis eran las que trabajaban en el huerto porque tenían la sangre de Selu en su interior. La sangre es muy poderosa. Después de la lluvia, después del polvo, lo que queda es la sangre. Los hombres cheroquis no tenían la sangre de Selu, así que la tierra y la cosecha no les correspondían a ellos. Solo les correspondían a las mujeres.

—Entonces, ¿cómo es que tú trabajas ahora la tierra? —preguntó Flossie—. Tú no eres una mujer, papá.

—Trabajo la tierra porque mi madre y mi abuela me dieron permiso. Ellas me lo enseñaron todo. No tengo el poder que ellas tenían por ser mujeres, pero tengo su sabiduría. Y puedo compartirla con vosotras.

Agarró un puñado de tierra. Estaba blanda porque él había quemado ramas secas y árboles jóvenes encima. Echó esa tierra suelta en mis manos y en las de mis hermanas.

—No es el sol lo que hace crecer la cosecha —nos dijo—. Es la energía que sale de vosotras tres. Imaginad lo que podéis hacer crecer cada una con el poder que tenéis dentro.

Junto al tocón de un árbol situado al lado del huerto, papá construyó una tarima de madera elevada sobre cuatro postes. Los postes medían aproximadamente un metro y medio de altura y estaban firmemente asentados en el suelo. Papá talló unos peldaños en el tocón y lo convirtió en una escalera de mano.

—En el huerto de mi madre había una tarima como esta —nos explicó—, y en el huerto de antes de ella, y así hasta el principio de los tiempos. Las mujeres y las niñas se sentaban en el tablado y cantaban para que los cuervos y los insectos no se acercasen a la cosecha. Cuando las mujeres cantaban, parecía que sus voces se filtraran en el suelo, nutrieran las raíces de las plantas y las hicieran más fuertes.

—¿Los niños no hablaban y cantaban en la tarima? —quiso saber Fraya.

—No —respondió papá—. Ellos no tenían el poder de las niñas y las mujeres.

Mis hermanas y yo bautizamos ese tablado el Quinto Pino, porque pese a estar en nuestro jardín, parecía que se encontrase en un lugar tan apartado que allí no estuviésemos atadas a nada ni a nadie. Era nuestro mundo, y aunque el idioma en el que hablábamos te habría sonado a inglés, nosotras habríamos asegurado que no tenía ni punto de comparación. En nuestro idioma, contábamos historias que no acababan, y las canciones siempre tenían coros infinitos. Nos convertíamos unas en otras, y cada una era una narradora, una actriz, una cantautora que medía las cosas de nuestro entorno hasta que sentíamos que habíamos trazado la geometría que separaba la vida que llevábamos de la vida a la que sabíamos que estábamos destinadas.

En muchos sentidos, el Quinto Pino representaba nuestras esperanzas y deseos manifestados en cuatro esquinas de madera. Yo lo notaba en la forma en que cada una de mis hermanas se ponía en el borde del tablado, muy quieta, con el viento meciendo su cabello. Nunca me habían parecido tan altas como cuando se plantaban con los pies separados uno del otro a una distancia que las hacía sentirse poderosas. Arrugaban con una mano la tela de sus faldas y estiraban la otra por delante, notando el viento en las palmas de las manos. Desde el tablado, miraban como si hubiesen vivido mucho, como si ya fuesen mujeres.

Y, sin embargo, seguíamos siendo niñas. Corríamos por el tablado sin aventurarnos más allá del borde como si el mundo entero estuviese allí mismo y fuese lo bastante grande para los sueños de las tres. Fingíamos que nos disparaban al corazón para luego resucitar de entre los muertos. El cielo se ponía al revés y se transformaba en un mar en el que nadábamos moviendo las piernas en el agua, mientras manteníamos una mano en el tablado flotante y la otra libre para jugar a salpicarnos o para estirarla hacia las ballenas que pasaban. Por las noches, cuando tocábamos la dura madera con los dedos, se convertía en el cuerpo suave y cálido de un ave grande que alzaba el vuelo y nos llevaba tan alto que la tristeza se desvanecía. Flossie se subía a un ala y proclamaba que iba a lanzarse a las estrellas para convertirse en una. Compartíamos la misma imaginación. Un pensamiento puro y hermoso. La idea de que éramos importantes. Y de que todo era posible.

Al final siempre bailábamos tanto que nos quedábamos dormidas en el tablado, para despertarnos a la mañana siguiente en el preciso instante en que salía el sol. Parecía que las nubes de color rosa y naranja actuasen solo para nosotras.

—Hace mucho sol —comentaba siempre Fraya.

—No lo suficiente —respondía Flossie.

Yo siempre me quedaba en un punto intermedio diciendo:

—Así está perfecto.

Y, de la misma forma, en nuestro Quinto Pino se estaba perfectamente.

—La maldición no puede alcanzarnos aquí. —Flossie hablaba con un acento sureño especialmente marcado—. No, no puede alcanzarnos aquí.

Sin embargo, cuando bajábamos del tablado y nos alejábamos de nuestro mundo, la realidad no tardaba en recibirnos. La maldición formaba parte de esa realidad. Daba la impresión de que Flossie la aceptaba porque solía recurrir a la maldición como material dramático. Posaba la mano en la frente y gritaba: «El tormento, nuestra plaga», antes de caer hacia atrás como si se desmayase.

Yo no quería creer que pesaba una maldición sobre nosotros ni sobre la casa después de todo lo que habíamos trabajado. Barrimos polvo y escombros, que sacamos por la puerta y bajo los escalones del porche en forma de nubes. Fregamos los suelos a cuatro patas y lavamos las paredes hasta que las sombras también quedaron limpias. Recuerdo cómo brillaban los paneles después de que mi madre les sacase brillo. Más tarde, la madera se hincharía con el calor, relatando su propia historia.

Crac, crac.

Mamá decidió colgar las breves cortinas amarillas de su habitación de la infancia en la pequeña ventana situada sobre el fregadero de la cocina. Dijo que era un buen sitio para ponerlas mientras miraba las flores blancas estampadas en cada panel. Luego cogió un cubo y fregó alrededor de los agujeros de bala. Yo esperaba ver sangre en el trapo, pero solo había yeso y fragmentos de papel de pared y madera.

En esa época, papá también trabajaba en casa. Parecía un hombre normal y corriente con un martillo en la mano. Hasta que empezaba a contar historias a cada clavo que ponía, claro. Entre los Érase una vez y las tareas, papá despejó el desván de murciélagos y reutilizó la piel de cinturones viejos como bisagras para las puertas que no tenían. Sustituyó el cristal de la ventana rota y arregló los agujeros del tejado, las paredes y el suelo, pero la casa nunca volvería a lucir como en sus buenos tiempos. Tal vez mirándola con la perspectiva adecuada, se podían ver atisbos de lo que había sido antaño. Pero las estaciones son inclementes con una casa abandonada a su suerte. Nosotros hicimos todo lo que pudimos para protegerla de la ruina. A pesar de sus defectos, la casa me gustaba, y me preguntaba si nosotros le gustábamos a ella. Habíamos intentado llenarla de cosas bonitas, como la piel de ciervo que papá colgó a modo de puerta de su dormitorio porque no tenía ninguna. Pusimos alfombras de trapo por todo el suelo y colocamos todos los muebles que teníamos. El resto de mesas, sillas, armarios y demás accesorios que todavía faltaban los confeccionaría papá siguiendo la tradición de su padre.

Conseguimos algunos electrodomésticos gracias a John el del Bloque, quien, además de comprar casas, también compraba los objetos que estas contenían. Papá le pagó los artículos haciendo trabajos en las propiedades que alquilaba. Pronto teníamos un frigorífico y un arcón congelador.

Poco después, Leland volvió a aparecer en la puerta de casa. Traía un televisor.

—¿Cuánto te ha costado un trasto como ese? —preguntó papá.

—Me ha salido casi gratis. —Leland apartó la vista y se mordió la cara interior del carrillo—. ¿La queréis?

—Por favor, por favor, quedémonosla.

Flossie se puso a tirar de la camisa de papá.

—Está bien —concedió él antes de ayudar a Leland a meter el aparato en la sala de estar.

La imagen era en blanco y negro, pero Flossie chilló como si fuese un arco iris de color.

Leland se quedó a partir de entonces. A veces dormía en el sofá de flores naranja de abajo. Cuando no pasaba la noche en casa, volvía por la mañana con la camisa medio desabotonada y tanta hambre que parecía que pudiera comerse él solo todos los ciervos del bosque. El Ejército solo le había dado un permiso breve, pero él se quedó mucho más tiempo. Hacía poco que había empezado agosto cuando la policía militar se presentó con sus brazaletes para llevárselo. Lo escoltaron hasta su vehículo mientras nuestros vecinos miraban desde los jardines de sus casas.

—No hay ni uno respetable en toda la familia —decían como una sola voz—. Espero que aprendan algo de los valores de nuestro pueblo.

Tal vez pensaban que el mejor sitio para que aprendiésemos esos valores era el colegio. Ese año Fraya iba a empezar la educación secundaria y Flossie iba a cursar quinto. A mí no me habían matriculado en el colegio el año anterior, cuando tenía seis años.

—No quiero dejar a papá —había dicho.

Sin embargo, en Breathed y con siete años, entraría en primero.

El primer día de clase esperé el autobús con mis hermanas. Un reluciente coche rojo pasó por delante. Pegada a la ventanilla trasera se hallaba la cara de la niña rubia de la casa de enfrente. Les dije a Fraya y a Flossie que se llamaba Ruthis.

—La señorita Ruthis.

Flossie dio una patada a la grava del camino con la puntera del zapato.

—¿Estás nerviosa, Betty? —me preguntó Fraya, viendo que pasaba una de las bolitas de ginseng de papá de una mano a la otra.

—¿Por qué tengo que ir al colegio? —Me encogí de hombros—. Ya lo sé todo.

—Betty. —Flossie se volvió hacia mí—. Sabes que no podemos juntarnos en el colegio, ¿verdad?

—Flossie. —Fraya le dio un codazo—. Para.

—En casa no hay problema, claro. —Flossie no hizo caso a Fraya—. Pero en el colegio no pueden vernos juntas.

—¿Por qué? —quise saber.

—¿Es que no está claro? Vamos, mírate. No vas a ser la niña más popular de la clase, Betty. No puedo dejar que arruines mi reputación.

—Yo no quiero que me vean contigo.

Le tiré la bolita.

—Bien. —Machacó la bolita en la tierra con el tacón—. Estamos de acuerdo.

—Te odio —le dije—. Voy a aplastar a un sapo y a decirle a Dios que fuiste tú.

—Cállate —me espetó ella—. Estás enfadada porque no vas a hacer amigos.

—No lo dice en serio, Betty.

Fraya estiró el brazo hacia mí, pero retrocedí.

—Me voy andando al colegio —anuncié—. No quiero que me vean con la fea de Flossie en el autobús.

 

Me metí corriendo en el bosque mientras mis hermanas subían al autobús. En lugar de dirigirme al colegio, enfilé el sendero para volver a casa.

Cuando llegué, papá estaba en la parte de delante del garaje dándole un frasco de líquido oscuro a una mujer que reconocí como la vecina que vivía varias casas más abajo. Lint estaba pegado a la pierna de papá. Tenía el pulgar metido en la boca y escuchaba cómo nuestro padre informaba a la mujer de que el frasco contenía una decocción.

—Son varias cortezas que he hervido —explicó—. ¿Ha oído hablar de la Gleditsia triacanthos? ¿Y de la Clethra acuminata?

La mujer negó con la cabeza.

—Es la acacia de tres espinas y el arbusto de la pimienta —dije en voz baja para mis adentros agachada detrás de las matas.

—Es la acacia de tres espinas y el arbusto de la pimienta —le indicó papá—. Le vendrá bien para la tos.

—¿A qué sabe? —quiso saber la mujer.

—No importa a qué le sabe a usted —dijo papá—. Lo que importa es a qué le sabe a la serpiente. Por eso tose. Tiene una serpiente aquí mismo —añadió, tocándole la garganta—. Y a la serpiente, esa bebida le sabrá muy bien. Tanto, en realidad, que querrá salir de dentro de usted. Si nota que le ocurre eso, vaya al río y deje que le venga el vómito. El agua apaciguará la furia de la tos y refrescará el ardor de la serpiente.

—Ya me habían avisado de que usted podía decir cosas raras como esas —declaró.

—Me parece que una dosis de historias favorece el efecto del remedio —contestó él.

Cuando la mujer se marchó, me metí a hurtadillas en el granero y subí al pajar. Saqué el bloc y el lápiz del bolsillo de la falda y empecé a escribir. Segundos más tarde, oí que Lint preguntaba a papá por qué se movían las huellas del granero.

—No se mueven, hijo —dijo papá mientras sus voces llegaban al granero.

—Sí se m-m-mueven —repuso Lint sacando una piedra del bolsillo.

La lanzó y le dio al granero antes de volver corriendo a casa, donde Trustin estaba dibujando en el porche.

—¿Betty? —me llamó papá—. Sé que estás aquí. Te he visto cruzar el jardín.

—No, no me has visto —dije, echándome hacia atrás—. No estoy aquí.

La escalera de mano del pajar se movió bajo el peso de mi padre cuando empezó a subir.

—¿Por qué no estás en el colegio? —preguntó.

—No quiero ir. —Siseé como una serpiente arrinconada—. ¿Y si me hacen respirar el último aliento de un hombre moribundo?

—No te harán eso, Betty.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque yo no se lo permitiré.

Para entonces había llegado a lo alto de la escalera y me ofrecía la mano.

—Venga, vamos —dijo—. No puedes esconderte en los pajares, Pequeña India. Así nunca tendrás una educación. Y si no tienes educación, la gente podrá decirte que eres más tonta que una piedra. ¿Quieres que te digan que eres más tonta que una piedra?

Negué con la cabeza.

—Pues venga —dijo—. Te llevo.

Mientras yo bajaba por la escalera, me explicó lo mucho que iba a divertirme en el colegio.

—Si tan divertido es, ¿por qué no vas tú? —le pregunté, saltando del último peldaño al suelo.

—Fui cuando era niño, pero tuve que dejarlo en tercero para trabajar en el campo y ganarme el pan. ¿Sabes la suerte que tienes de poder ir al colegio? En nuestra familia nadie ha terminado la secundaria. Fraya será la primera. Flossie será la siguiente. Y luego tú y los chicos. No desaproveches la oportunidad, Pequeña India. —Me rodeó con el brazo cuando salimos del granero—. Y harás muchos amigos.

—No es verdad. Me preguntarán por qué soy distinta. Siempre me lo preguntan.

—Pues diles lo que siempre les dices. Que eres…

—Cheroqui, ya. —Agaché la vista mientras nos dirigíamos al coche—. No quiero ir y punto.

—Si no vas —dijo él—, no podrás encontrar el Ojo Fantástico de Antaño.

—¿Qué Ojo Fantástico de Antaño? —pregunté.

—El que un anciano cheroqui talló hace mucho para los niños que tenían que ir al colegio. Ese anciano quería hacer un ojo que no hubiese sido creado antes. Uno con cinco pupilas y un iris como el río. Siempre en movimiento, siempre sorprendente bajo la superficie. Pero solo los niños como tú pueden verlo.

—¿Los niños como yo? —inquirí.

—Los cheroquis —dijo él.

—¿Y qué tiene de especial ese ojo?

—Cuando lo mires, verás todo lo que añoras de casa.

—¿Todo? —Lo miré—. ¿A ti también?

—Todo. A mí también.

Imaginándome el ojo, me adelanté a él dando brincos y subí a la Rambler. Papá diría más adelante que durante todo el trayecto en coche tuve una sonrisa en la cara, pero a medida que nos acercábamos al colegio, me iba poniendo cada vez más nerviosa.

Cuando mi padre aparcó junto a una hilera de árboles, bajé del vehículo esperando a que se fuese. En cambio, se bajó conmigo.

—Puedo ir sola —dije.

—Sí, ya sé lo que harás —contestó él—. Encontrarás otro pajar o una cueva en las montañas para esconderte.

—Una cueva —murmuré—. ¿Por qué no se me habrá ocurrido?

Papá abrió la puerta y entramos en el colegio. A diferencia del exterior de ladrillo beis, por dentro era todo de madera oscura, un detalle que resaltaba las lámparas de porcelana blancas. El pasillo estaba vacío. En la parte exterior de cada puerta había un letrero sujeto con cinta adhesiva que identificaba al profesor y el curso de cada clase.

—Ah, aquí es —dijo papá cuando encontró el letrero del primer curso.

Llamó suavemente a la puerta, pero no dio la oportunidad a que la abriesen desde dentro antes que él. La puerta estaba al fondo de la clase. Todos se volvieron para mirarnos. Algunos niños se echaron a reír mirando a mi padre. Yo los observé tratando de entender qué podía resultarles tan gracioso.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó la maestra.

—Mi hija aquí presente está lista para asistir a su primer día de clase. —Papá me dio un empujoncito para que avanzase—. Le hace mucha ilusión, aunque no quiere reconocerlo. Se ha cepillado el pelo y todo.

Los niños empezaron a susurrar entre ellos.

—Pero mira cuántos niños —dijo papá dirigiéndose a la clase mientras metía la mano en el bolsillo y sacaba un caramelo de menta.

Lo rompió golpeándolo con el puño contra un pupitre; cada golpe nos daba un susto.

—Un trocito para cada uno —les dijo, dividiendo el caramelo en suficientes pedazos que hizo circular a continuación. Algunos trozos eran diminutos.

—Niños. —La maestra dio unas palmadas—. No comáis ese caramelo.

—Solo es un caramelo —le aseguró papá.

—Seguro que sí.

La profesora empezó a recoger los trozos.

—Ya está, papá. —Traté de echarlo del aula—. Puedes marcharte.

—Voy a buscarte un buen sitio —dijo él, formando un telescopio con las manos y enfocando al otro lado del aula.

La clase era pequeña, pero él hizo como si inspeccionase cuarenta hectáreas.

—Papá. —Le tiré del brazo—. Allí hay uno.

Señalé el pupitre vacío situado junto a las ventanas abiertas. Él me levantó como cogía a Lint y me llevó en brazos al asiento. Miré fijamente a la maestra durante todo el recorrido. Era más joven de lo que me había figurado. Me la había imaginado con un moño canoso, unos mocasines con los tacones destrozados y un broche en el cuello de la blusa como Flossie siempre me describía a sus maestras. Sin embargo, la mía no parecía mucho mayor que Fraya. Llevaba tacones y, en lugar de un broche, tenía el cuello del vestido de lunares abierto.

—Puedo ir yo sola, papá. —Me escapé de sus brazos y me senté enseguida, tratando de esconderme detrás del pupitre—. Bueno, papá. Ya puedes volver a casa.

Él le dijo a la maestra que le gustaría hablar con ella. La joven se tocó el rizo de pelo rubio rojizo a la altura de la sien antes de reunirse con mi padre en el pasillo.

El niño del asiento de delante se dio la vuelta para mirarme a mí. Tenía el cabello castaño tieso y unos ojos muy juntos.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó.