El Señor encarnado

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61. F. Schleiermacher, La fe cristiana, 93: «A pesar de todo hay que afirmar que incluso la visión más rigurosa de la diferencia entre él y todos los demás hombres no nos impide afirmar que la aparición de Cristo, considerada precisamente como la encarnación del Hijo de Dios, es un hecho natural. Porque, en primer lugar, tan cierto que Cristo era un hombre, en la naturaleza humana tiene que residir la posibilidad de asumir en sí lo divino mismo, como sucedió en Cristo […]. Pero, en segundo lugar: incluso si solo la posibilidad de esto reside en la naturaleza humana, de tal manera que la implantación real en ella del elemento divino tenga que ser puramente un acto divino y, por tanto, un acto eterno, sin embargo, la aparición particular de este acto en una Persona particular debe considerarse al mismo tiempo como una acción de la naturaleza humana, fundamentada en su constitución original y preparada para ello por toda su historia pasada, y consiguientemente como el más elevado desarrollo de su poder espiritual».

62. Id., La fe cristiana, 452: «Consiguientemente, la fe en estos hechos no es un elemento independiente de la fe original en Cristo, de un tipo tal que no podríamos aceptarle como Redentor o reconocer el ser de Dios en él si no supiéramos que había resucitado de entre los muertos y tiene que haber ascendido a los cielos, o que, puesto que careció esencialmente de pecado, ha de regresar de nuevo para actuar como juez. Antes bien, tales creencias son aceptadas únicamente porque se encuentran en las Escrituras; y todo lo que puede exigirse a un cristiano protestante es que crea en esos hechos, mientras considere que están adecuadamente atestiguados». El juicio relativo a una certificación propia parece permitir una investigación racional-histórica para determinar si se deben considerar doctrinas con base histórica. Sin embargo, su importancia es secundaria ya que, como doctrinas, se han desplazado fuera del ámbito propio del objeto de «la fe original en Cristo».

63. Ibid., 452.

64. Ibid., 417–18.

65. M. Kähler, Der sogenannte historische Jesus und der geschichtliche, biblische Christus (Leipzig: A. Deichert, 1892); The So-Called Historical Jesus and the Historical Biblical Christ, trans. Carl E. Braaten (Philadelphia: Fortress, 1964).

66. Id., The so-Called Historical Jesus, 54–56: «Obviamente no podríamos negar que la investigación histórica puede ayudar a explicar algunos elementos particulares de las acciones y actitudes de Jesús, lo mismo que muchos aspectos de su enseñanza. Tampoco exageraré mi posición lanzando una duda sobre la capacidad de los historiadores para trazar los contornos de las instituciones y fuerzas históricas que influyeron en el desarrollo humano de nuestro Señor. Pero es comúnmente reconocido que todo esto es totalmente insuficiente para un trabajo biográfico en sentido moderno. Un trabajo de este tipo nunca puede contentarse con un modesto análisis retrospectivo, ya que, al reconstruir un oscuro evento del pasado, también quiere convencernos de que sus conclusiones a posteriori son exactas. El método biográfico gusta en tratar ese periodo de la vida de Jesús del cual no tenemos fuentes y pretende en particular explicar el curso de su desarrollo espiritual durante su ministerio público. Pero para llegar a este resultado, es necesario algo más que un simple análisis cauteloso. Una fuerza externa debe reconstruir los fragmentos de la tradición. Esta fuerza no es otra que la imaginación del teólogo, una imaginación que ha sido formada y alimentada en analogía con su propia vida y con la vida humana en general […]. En otras palabras, un biógrafo que describe a Jesús es siempre alguien dogmático, en el sentido peyorativo del término». [N. del t.: Las traducciones, cuando no ha sido posible acceder al original o a su versión castellana, están hechas sobre el texto citado por el autor].

67. Ibid., 66–67: «El Cristo real es el Cristo predicado. El Cristo predicado, sin embargo, es precisamente el Cristo de la fe. Él es el Jesús a quien contemplan los ojos de la fe en cada paso que da y en cada sílaba que pronuncia; el Jesús cuya imagen imprimimos en nuestras mentes porque queremos y podemos comunicarnos con él, con nuestro Señor vivo y resucitado. La persona viva de nuestro Salvador, la persona del Verbo encarnado, de Dios revelado, nos contempla desde esta imagen que está profundamente impresa en la memoria de sus discípulos… y que fue finalmente desvelada y perfeccionada gracias a la iluminación de su Espíritu». Una propuesta semejante y contemporánea puede encontrarse en L. T. Johnson, The Real Jesus (New York: Harper Collins, 1996).

68. K. Barth, Church Dogmatics, trans. and eds. G. W. Bromiley and T. F. Torrance, 4 vols. (Edinburgh: T. & T. Clark, 1936–75), I, 1, 325 [abreviatura: «CD»]: «miles de hombres pudieron haber visto y oído al Rabí de Nazaret. Pero el elemento “histórico” no era una revelación. Ni siquiera el elemento “histórico” en la resurrección de Cristo establecido a partir el sepulcro vacío es una revelación […]. Con respecto a la pregunta sobre la certeza “histórica” de la revelación atestiguada por la Biblia, solo podemos decir que la Biblia no se preocupa de ello en la medida en que entendamos que esta cuestión es algo extraño para nosotros, es decir, es clara y absolutamente inapropiada para el objeto de su testimonio».

69. Id., CD I, 1, 109: «El hecho de que la propia dirección de Dios se convierta en un evento en la palabra humana de la Biblia es asunto de Dios, no nuestro. Esto es lo que queremos significar cuando decimos que la Biblia es la Palabra de Dios […]. Si la palabra se impone sorbe nosotros y si la Iglesia en su confrontación con la Biblia se convierte en aquello que es una y otra vez, todo esto es decisión de Dios y no nuestra, todo esto es gracia y no nuestra obra».

70. Id., CD I, 1, 399-406. Cf. la crítica a Bultmann y Dibelius (p. 402): «La verdad esencial queda amenazada si uno concuerda con M. Dibelius (RGG2 Art. ‘Christologie’) en formular el problema de la cristología neotestamentaria en estos términos: “¿cómo el conocimiento de la figura histórica de Jesús se transformó tan pronto en la fe en el Hijo de Dios?”. No es claro que primero haya habido un conocimiento de una “persona histórica” que después se transformara en la fe en el Hijo de Dios y que sea, por tanto, necesario estudiar con la ayuda de la metodología histórica cómo se pudo haber esto producido. Este camino, nos parece, no puede sino terminar en un callejón sin salida».

71. Especialmente, cf. G. Lindbeck, The Nature of Doctrine: Religion and Theology in a Post-Liberal Age (Louisville, Ky.: Westminster John Knox, 1984); F. Kerr, Theology after Wittgenstein (Oxford: Blackwell, 1986); B. Marshall, Trinity and Truth (Cambridge: Cambridge University Press, 2000).

72. Si no fuera así (es decir, si las operaciones del entendimiento y la consciencia constituyen lo que somos esencialmente), entonces la actividad del conocimiento o de la consciencia tendrá que ser el principio unificador de todas las otras potencias del alma, obrando por medio de ellas. La digestión biológica, por tanto, será un acto propio del conocimiento humano y dependerá formalmente de un acto intelectual. Claramente no es así. Nuevamente, la consciencia sería el principio unificador del cuerpo (que es algo substancial en la persona humana), y por ello, el mero hecho de existir de un cuerpo humano sería un acto de consciencia. Pero esto también es falso, ya que seguimos siendo personas corpóreas incluso cuando estamos inconscientes. De hecho, los actos de conocimiento y de amor son propiedades accidentales de la persona corpórea y no constituyen lo que la persona es substancialmente. Solo Dios es su propio entender. Cf. Tomás de Aquino, STh I, q. 77, a. 1, corp. et ad 1.

73. Cirilo de Alejandría, ¿Por qué Cristo es uno?, trad. Santiago García-Jalón (Madrid: Ciudad Nueva 1998), 71–2: «Si, según dicen [los nestorianos], es uno solo el verdadero Hijo por naturaleza y el otro tiene la filiación gracias a un don gratuito, habiendo alcanzado tal dignidad solo porque el Verbo habita en él, ¿qué es lo que hace a este hombre superior a nosotros? También en nosotros habita el Verbo […]. Por consiguiente, siendo verdad que Dios Padre nos ha honrado con los mismos bienes, en nada somos nosotros inferiores a aquel. También nosotros, por un don gratuito, hemos sido hechos hijos y dioses. Hemos sido elevados a esa maravillosa y sobrenatural dignidad porque también en nosotros habita el Verbo Unigénito de Dios». Aunque Schleiermacher no mantenga una posición tradicional con respecto a la distinción de personas en la Trinidad (ni tampoco la doctrina del Logos preexistente o de la distinción de naturalezas en Cristo), el tipo de unión que propone es análogo a la posición que san Cirilo critica en este pasaje.

74. Tomás de Aquino, STh III, q. 2, a. 6. La enseñanza de santo Tomás en este punto ha sido recientemente reexaminada por J.-P. Torrell, Le Verbe Incarné I (Paris: Cerf, 2002), Appendix II, 297–339.

 

75. Id., CG IV, 34: «Esta posición niega la verdad de la encarnación. En efecto, según ella el Verbo de Dios se unió al hombre según la inhabitación por la gracia y de ella se seguía la unión de la voluntad. Ahora bien, la inhabitación del Verbo de Dios en el hombre no es la encarnación del Verbo de Dios. En efecto, el Verbo de Dios y el mismo Dios, habitó en todos los santos desde la constitución del mundo […]. Esta inhabitación, sin embargo, no puede llamarse encarnación, de otro modo, Dios se hubiera encarnado muchas veces desde el inicio del mundo. Ni basta tampoco para la razón de encarnación que el Verbo de Dios o Dios mismo habite más plenamente en aquel hombre, porque el más y el menos no diversifican el modo de unión. Por tanto, puesto que la religión cristiana se funda en la fe en la encarnación, es evidente que dicha posición remueve las bases de la religión cristiana». (La cursiva es nuestra).

76. Podemos pensar en este punto en intelectuales como John Hick o Jacques Dupuis. Examinaré sus posiciones en el siguiente capítulo.

77. Simon Fischer trata de la influencia del neokantismo de Marburg en el desarrollo del pensamiento de Barth durante su primera fase liberal en, Revelatory Positivism: Barth’s Earliest Theology and the Marburg School (Oxford: Oxford University Press, 1988). Por su parte, Bruce McCormack discute el kantismo de Barth (formulado contra los postulados neokantianos que consideraba excesivamente idealistas) en el contexto posterior a la Primera Guerra Mundial, que corresponde a la fase neo-ortodoxa de su pensamiento en Karl Barth’s Critically Realistic Dialectical Theology, 43–49, 129–30, 155–62, 218–26, 245–62.

78. K. Barth, CD I, 1, 236: «Pero, en la medida en que la fe tiene su comienzo absoluto e incondicionado en la Palabra de Dios independientemente de las propiedades innatas o adquiridas del hombre y en la medida en que, en cuanto fe, jamás vive de otra cosa sino de esta Palabra, así es en todos los aspectos con el conocimiento de la Palabra de Dios que estamos investigando ahora. No podemos establecerla dando la espalda a la Palabra de Dios y contemplar en nosotros para descubrir una apertura, un punto de contacto (positivo o negativo) con la Palabra de Dios. Solo podemos establecerlo situándonos rápidamente en la fe y en su conocimiento, es decir, apartándonos de nosotros mismos». (La cursiva es nuestra).

79. Para una presentación del pensamiento de Barth que enfatiza el carácter tradicional de esta ontología cristológica, cf. G. Hunsinger, «Karl Barth’s Christology: Its basic Chalcedonian character», en The Cambridge Companion to Karl Barth, ed. John Webster (Cambridge: Cambridge University Press, 2000), 127–42. Para la influencia de la ontología hegeliana, sin embargo, cf. B. McCormack, «Seek God Where He May Be Found: A Response to Edwin Chr. van Driel», Scottish Journal of Theology 60 (February 2007), 62–79.

80. K. Barth, CD IV, 2, 70–112.

81. Cf. Id., CD I, 1, 238–47 (y muchos otros lugares en este volumen); II, 1, 310–21 y 580–86; III, 3, 89–154. En CD IV, 1 y 2, Barth desarrolla en varios sentidos la idea de una analogía centrada cristológicamente entre Dios y el hombre, establecida por el acontecimiento de gracia de Jesucristo. Intentaré mostrar dónde y cómo Barth malinterpreta el pensamiento de Tomás de Aquino sobre la metafísica de la analogía en el tercer capítulo.

82. Cf. Id., CD I, 1, 14–17 y 167–69.

83. Immanuel Kant, Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia, trad. Mario Caimi (Madrid: Istmo 1999), § 58 (267–71). Kant deja claro que él quiere argumentar contra Hume que la idea de Dios como causa primera del mundo no es ininteligible o literalmente inconcebible, sino que este concepto solo es útil para nuestro modo de pensar el mundo que se nos presenta sensiblemente como posiblemente causado, pero no nos dice nada de Dios mismo.

84. Este es un tema importante en La religión dentro de los límites de la mera razón, trad. Felipe Martínez Marzoa (Madrid: Alianza Editorial 2009), 83–86.169 [AK 6:63–64.190]. Volveré sobre este tema en el capítulo 3.

85. K Barth, CD IV, 1, 200–1. Bruce McCormack ha analizado recientemente esta sección de CD de manera muy precisa. Cf. B. McCormack, «Karl Barth’s Christology as a Resource for a Reformed Version of Kenoticism», International Journal of Systematic Theology 8/3 (2006), 243–51, y también su ensayo «Divine Impassibility or Simple Divine Constancy? Implications of Karl Barth’s Later Christology for Debates over Impassibility», en Divine Impassibility and the Mystery of Human Suffering, eds. James F. Keating and Thomas Joseph White (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 2009), 150–86. Volveré sobre este tema en el capítulo 7.

86. Este es uno de los puntos de la crítica de Erich Przywara al pensamiento de Barth como «theopanismo» y que ha sido puesto nuevamente en evidencia por David Bentley Hart.Cf. D. B. Hart, «No Shadow of Turning: On Divine Impassibility», Pro Ecclesia 11 (Spring 2002), 184–206.

87. Agradezco a Michael Gorman por el resumen de este argumento.

88. Tomás de Aquino, Scriptum super libros Sententiarum magistri Petri Lombardi episcopi Parisiensis (vols. 1–2), ed. P. Mandonnet (Paris: P. Lethielleux, 1929) y vols. 3–4, ed. M. Moos (Paris: P. Lethielleux, 1933–47), d. 8, q. 4, a. 3 [In I Sent.]; CG I, c. 23; De potentia Dei, ed. P. M. Pession, en Quaestiones disputatae (vol. 2), ed. R. Spiazzi (Turin: Marietti, 1965), q. 7, a. 4 [De Pot.]; STh I, q. 3, a. 6; Compendium theologiae ad fratrem Reginaldum socium suum carissimum, en Sancti Thomae de Aquino opera omnia v. 42 (Roma: Leonina, 1979), c. 23 [Compendium].

89. Id., CG I, 23: «Todo aquello que se encuentra en una cosa accidentalmente tiene una causa de su presencia, porque es algo diverso de la esencia en la que inhiere. Por tanto, si se da algo accidentalmente en Dios, es necesario que tenga alguna causa. Ahora bien, la causa del accidente será la substancia divina o alguna otra causa. Si es otra, es necesario que obre en la substancia divina, ya que nada induce una forma (substancial o accidental) en el recipiente si no es obrando sobre él, según que obrar no es otra cosa que hacer algo en acto, lo cual se realiza por la forma. Por tanto, Dios padecería y se movería por este agente, lo cual va en contra de lo establecido previamente. Pero si la misma substancia divina del accidente que está en ella es imposible que sea causa de él en cuanto lo recibe, porque de este modo lo mismo según lo mismo se haría a sí mismo en acto. Por tanto, es necesario que si en Dios hay algún accidente habrá algo que recibe y algo que cause aquel accidente, al modo como las cosas corpóreas reciben sus accidentes propios por la naturaleza de la materia y lo causan por la forma. Pero en este caso, Dios sería compuesto, lo cual es contrario a lo demostrado antes». En los capítulos 22 y 23, Tomás de Aquino cita el testimonio patrístico de san Hilario, De Trinitate VII, 11; san Agustín, De Trinitate V, 4 y Boecio, De Trinitate II.

90. Id., STh I, q. 13, a. 5.

91. Cf., por ejemplo, Id., STh I, q. 12, aa. 1 et 12; I-II, q. 3, a. 2, ad 4; a. 6.

92. Id., STh I-II, q. 3, a. 8.

93. Id., STh II-II, q. 1, aa. 9–10.

94. Id., Expos. de Trin., q. 2, a. 2; STh I, q. 1, a. 1, ad 2. También STh II-II, q. 2, aa. 3–4; CG I, cc. 4–5.

95. Id., Expos. de Trin., q. 2, a. 2: «El conocimiento de las cosas divinas se puede considerar de dos maneras. En un primer modo, desde nuestra parte y así son cognoscibles para nosotros por las cosas creadas que adquirimos por los sentidos. De otro modo, por su misma naturaleza, y en este sentido ellas son máximamente cognoscibles por ellas mismas; y aunque según este modo no son conocidas por nosotros, son conocidas por Dios y por los santos. Por eso de las cosas divinas existe una doble ciencia. Una según nuestro modo de conocer, que toma sus principios de las cosas sensibles para llegar a conocer las cosas divinas. Y de este modo los filósofos más eminentes trataron sobre esta ciencia que es la filosofía primera a la que llamaron ciencia divina. Otra es según el modo propio de las cosas divinas, en cuanto las cosas divinas son captadas en sí mismas. No podemos, sin embargo, poseer perfectamente este modo de conocimiento en esta vida, aunque sí alcanzamos una participación de aquel conocimiento y una asimilación al conocimiento divino, en la medida que por la fe infusa se imprime en nosotros la verdad primera por sí misma». En STh, q. 1, a. 5, ad 4, santo Tomás no habla de un distinto «objeto formal», sino del mismo objeto considerado bajo distintos aspectos (haciendo referencia a Aristóteles, Analíticos posteriores I, 33, 89b2) y aplica esto a la distinción entre el conocimiento natural y revelado de Dios.

96. Tomás de Aquino, STh I, q. 1, a. 5, corp. et ad 2.

97. Id., Expos. de Trin., q. 2, a. 3: «Los dones de la gracia no se añaden a la naturaleza de modo que la eliminen, sino perfeccionándola; por eso el lumen fidei, que por la gracia se infunde en nosotros, no destruye la luz de la razón natural impresa en nosotros por Dios […]. Por eso podemos usar la filosofía en tres sentidos. En primer lugar, para demostrar aquellas cosas que son un preámbulo de la fe, es decir, aquello que es necesario conocer [en el acto] de fe. Son aquellas cosas que se prueban por razones naturales sobre Dios, como que Dios existe, que es uno o cosas así, o aquellas cosas demostradas por los filósofos sobre Dios o las criaturas que la fe supone. En segundo lugar, para clarificar por medio de semejanzas aquellas cosas que pertenecen a la fe, como hace san Agustín en su libro sobre la Trinidad, donde usa muchas semejanzas tomadas de las doctrinas de los filósofos para manifestar la Trinidad. En tercer lugar, para refutar aquellas cosas que se dicen contra la fe, ya sea para demostrar que son falsas ya sea para demostrar que no son necesarias».

98. Cf. A. Gardeil, La crédibilité et l’apologétique (Paris: J. Gabalda et Fils, 1928), y Le donné révélé et la théologie, (Paris: J. Gabalda & Cie., 1910), esp. 196–223.

99. Y. Congar, La tradition et les traditions, 2 vols. (Paris: A. Fayard, 1960–63).

100. Normalmente causas y efectos naturales.

101. A. Gardeil, La crédibilité et l’apologétique, 221–22: «Esto no impide que solo la Tradición y la Escritura contengan la revelación o constituyan los lugares teológicos fundamentales. La Iglesia no tiene otro rol que el de determinar con una autoridad infalible aquello que se contiene en la Tradición y la Escritura. Hablando lógicamente, la Iglesia viene después de la Tradición y las Escrituras [y está subordinada a ellas]. Por tanto, si se comienza tratando de los lugares teológicos con una consideración por el lugar teológico de la Iglesia, esto es solo por algo de orden práctico y cómodo, pero de ningún modo necesario. Pero lo que no se puede hacer sin ir contra el genio propio del Tratado sobre los lugares teológicos, es fundar su autoridad en la autoridad del magisterio de la Iglesia, en la medida en que esta autoridad resulta de las pruebas racionales de la apologética [como las razones histórico-críticas en favor de la fe]. Esto es rebajar los lugares teológicos que, siendo el fundamento de la teología, deben ser el punto inicial de la fe desde el principio. Entre ellos y el objetivo último del tratado apologético sobre la Iglesia se encuentra la adhesión total y definitiva a la fe católica y, con ella, se termina la apologética. Existe una discontinuidad, desde el punto de vista científico, entre la apologética y la teología. En el intervalo interviene un acto psicológico, libre y sobrenatural […]. Es en la fe y no en las conclusiones de la apologética donde se origina la teología quae procedit ex principiis fidei».

 

102. Cf. Y. Congar, La tradition et les traditions, 1:244, 268–70.

103. Tomás de Aquino enseña que los argumentos de credibilidad de la fe cristiana (como aquellos que argumentan la verdad histórica de los evangelios) no causan la fe, pero permiten defender de algún modo los principios de la fe de una manera estrictamente racional. Cf. Tomás de Aquino, STh II-II, q. 1, a. 4, ad 2: «Aquellas cosas que pertenecen a la fe pueden considerarse de dos maneras. En primer lugar, en especial, y así no pueden simultáneamente ser vistas y creídas, tal como se dijo. En segundo lugar, en general, es decir, bajo la razón común de credibilidad. Y en este sentido son vistas por el creyente, pues no creería a no ser que viera que deben ser creídas por la evidencia de los signos o por algo semejante». En este sentido, puede decirse que los argumentos, en la medida en que enriquecen la percepción que tiene el entendimiento del objeto, no solo tienen un valor genuinamente apologético (defensa racional), sino también que ilustran más profundamente algo de la verdad del objeto material que se está considerando. Dicha argumentación, sin embargo, es algo formalmente distinto de la revelación en cuanto tal y, en último término, está puesta al servicio del misterio de la fe. El pensamiento de Gardeil está influido en parte por el análisis que hace Garrigou-Lagrange sobre la apologética en De Revelatione, 2 vols. (Roma: Ferrari, 1945), 1:41–44.

104. O, según una formulación más matizada de Gardeil, el estudio histórico o filosófico del cristianismo debería demostrar su carácter razonable, incluso de modo convincente, aunque tal «argumentación apologética» no otorga un acceso inmediato al misterio divino en cuanto tal. Le donné révélé, 204–5: «La fe científica, producida por la evidencia de ciertos motivos de credibilidad, fe adquirida [proveniente de un estudio histórico], humana o natural, garantiza una cierta correspondencia entre la teología [cristiana] y la ciencia de Dios [el conocimiento que Dios tiene de sí mismo], ya que la apologética demuestra rigurosamente que Dios habla en su Iglesia y que todos los dogmas de la Iglesia son, desde el punto de vista humano, creíbles por fe divina. Pero es claro que la certeza que ofrece no es más que una certeza inacabada, de espera; que está ordenada a la certeza misma de la fe […]. Una ciencia subalterna debe poder volver a los principios que la fundan para participar plenamente de su certeza […]. Ahora bien, el único medio por el que la ciencia teológica en cuanto tal puede alcanzar efectivamente el objeto conocido por la ciencia divina [es] la fe sobrenatural que nos permite creer con una seguridad causada directamente por Dios en nosotros, con el conocimiento que tiene de sí mismo y se nos revela». Hay que notar que Gardeil parece reducir la concepción de santo Tomás sobre la sacra doctrina en la STh I, q. 1, a la «teología» como distinta y exclusiva de la revelación, lo cual supone una interpretación problemática del Aquinate, pero este punto es irrelevante para nuestro argumento.

105. Cf. especialmente el modo como Jesús interpretó su muerte inminente en N. T. Wright, Jesus and the Victory of God, (Minneapolis, Minn.: Fortress, 1996), 540–611.

106. Albert Vanhoye presenta un interesante estudio sobre la aparición temprana del concepto cristiano de sacerdocio en Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, trad. Alfonso Ortiz, (Salamanca: Sígueme, 1992).

107. Es interesante el breve argumento bíblico que hace Charles Journet sobre este punto en La Misa: presencia del Sacrificio de la Cruz, trad. Martín Hormaeche – Ramón Herrán (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1962), 45–50.

108. M. Hengel, The Atonement: The Origins of the Doctrine in the New Testament, trans. J. Bowden (Philadelphia: Fortress, 1981).

109. Cf. G. B. Caird, L. D. Hurst, New Testament Theology (Oxford: Oxford University Press, 1994).

110. Por ejemplo, N. T. Wright, Jesus and the Victory of God, 257: «El punto crucial aquí es que para Jesús este arrepentimiento (personal o nacional) no implicaba ir al Templo a ofrecer sacrificios. El bautismo de Juan, como vimos antes, ya implicaba esta idea escandalosa: uno se puede “arrepentir” según el camino señalado por Dios ¡bajando al Jordán y no subiendo a Jerusalén! En el mismo sentido, Jesús dio la posibilidad de ser miembro del nuevo pueblo de la alianza por su propia autoridad y por sus propios medios. Esto fue realmente un escándalo. Se comportaba como si pensara (a) que el retorno del exilio ya hubiera tenido lugar, (b) que este se trataba precisamente de él y de su misión y que por tanto (c) él tenía el derecho de determinar quién pertenecía al Israel restaurado». Puede también consultarse, E. P. Sanders, Jesus and Judaism (Philadelphia: Fortress, 1985), 203, 206.

111. No entro en la explicación que hace N. T. Wright sobre cómo adquiere Jesús la percepción de sí mismo. Wright cree que cualquier atribución de una iluminación profética superior dada al entendimiento humano de Cristo que pudiera explicar el autoconocimiento extraordinario de Cristo implicaría una forma de docetismo teológico que disminuiría el realismo sobre la consciencia plenamente humana e histórica de Cristo. ¿Cree Wright que Jesús obtuvo el conocimiento de sí mismo solo por causas naturales? Él sugiere que Jesús conoció algo de su identidad más profunda como Hijo y agente de YHWH por medio de una fe oscura en su misión, sin una certeza clara, expresada por medio de símbolos propios del judaísmo de su tiempo y de las tradiciones que creativamente pudo haber formulado (cf. Jesus and the Victory of God, 648–53). ¿Es suficiente desde un punto de vista soteriológico, este grado de autoconocimiento para justificar la intención moral que debió tener Cristo para que su sacrificio en la cruz fuera un acto salvífico, en la medida en que daba su propia vida en rescate de todos? Al margen de las innumerables ventajas de su trabajo, la interpretación de Wright en este punto me parece basada en presupuesto teológicos naturalistas y que son problemáticos para la soteriología.

112. Al formular este argumento, soy en parte deudor del pensamiento de Hans Urs von Balthasar expresado en su obra temprana Karl Barth: Darstellung und Deutung Seiner Theologie (Köln: Verlag Jakob Hegner, 1951), traducción al inglés por Edward Oakes, The Theology of Karl Barth: Exposition and Interpretation (San Francisco: Ignatius Press, 1992), esp. 267–325. Balthasar argumenta que una ontología natural y una metafísica teológica son posibles e incluso necesarias en el contexto de una doctrina cristológica sobre la analogía entre Dios y el mundo y sobre la consideración católica sobre las relaciones entre naturaleza y gracia. Yo sugiero algo posiblemente complementario, aunque distinto, y más clásico en una perspectiva tomista: puesto que una ontología analógica entre Dios y la creación es posible y necesaria en cristología, por eso es necesario que la teología natural se distinga de la cristología. De hecho, sin una reflexión específicamente metafísica sobre Dios, hecha de modo filosófico, la verdadera reflexión cristológica queda comprometida. Desarrollaré esta idea más abajo.

113. Cf. Tomás de Aquino, De Ver., q. 21, a. 5; STh I, q. 48, a. 5; q. 76, a. 4, ad 1; q. 105, a. 5; I-II, q. 3, a. 2; q. 49, a. 3, ad 1; In IX Meta., lec. 5, 1828; lec. 9, 1870; In de Anima II, lec. 1, 220–24. La distinción se encuentra originalmente en Aristóteles, Metafísica IX, 6, 1048b6–9, y 8, 1050b8–16. Aristóteles aplica específicamente esta distinción a las operaciones del alma en cuanto propiedades accidentales de la substancia («actos segundos») en Sobre el alma II, 1, 412a17–29.

114. Tomás de Aquino, STh I, q. 48, a. 5: «El acto es doble, primero y segundo. El acto primero es la forma y la integridad de la cosa, el acto segundo, la operación».

115. Id., In de Anima II, lec. 1, 224: «La diferencia entre la forma substancial y la forma accidental es que la forma accidental no hace al ente en acto de modo absoluto, sino ser en acto esto o lo otro, por ejemplo, grande, blanco o cosas de este tipo. La forma substancial, sin embargo, hace ser en acto de modo absoluto [facit esse actu simpliciter]. De ahí que la forma accidental advenga en un sujeto que ya preexiste en acto. Pero la forma substancial no adviene a un sujeto que ya preexiste en acto, sino solo a algo que existe en potencia, a saber, la materia prima. Es claro, por eso, que es imposible que una cosa tenga muchas formas substanciales, porque la primera lo hace ser en acto de modo absoluto y todas las otras formas advendrían sobre un sujeto que ya existe en acto, de modo que se añadirían accidentalmente a un sujeto que ya existe en acto, pero no lo harían ser en acto de modo absoluto, sino solo relativo».

116. Id., STh III, q. 6, a. 6, ad 1–2.

117. Id., STh III, q. 2, aa. 2–3.

118. Id., STh III, q. 17, a. 2: «El ser [esse] pertenece tanto a la hipóstasis como a la naturaleza; a la hipóstasis como aquello que tiene ser y a la naturaleza como aquello por lo que algo tiene ser […]. Ahora bien, es imposible que el ser que pertenece a la misma hipóstasis o persona multiplique en una persona o hipóstasis, porque es imposible que una cosa no sea un único ser. Por tanto, si la naturaleza humana se añadiera al Hijo de Dios no hipostática o personalmente, sino accidentalmente (como postularon algunos), sería necesario poner dos esse en Cristo; uno en cuanto es Dios y otro en cuanto es hombre. [Pero] puesto que la naturaleza humana está unida al Hijo de Dios hipostática o personalmente, como se dijo más arriba [STh III, q. 2, aa. 5–6], y no accidentalmente, se sigue que no adquirió un nuevo ser personal según su naturaleza humana, sino solo una nueva relación de la persona preexistente a la naturaleza humana, de modo que se dice que esa persona subsiste no solo según su naturaleza divina, sino también según la humana». ‘La cursiva es nuestra’. En la cuestión disputada sobre el Verbo encarnado (De unione, a. 4), santo Tomás sí considera la posibilidad de un esse creado y humano en Cristo. Apoyados en este texto, el tomista Herman Diepen postuló en el siglo pasado una famosa teoría sobre la «integración» del esse en el pensamiento de santo Tomás. Incluso aceptando la interpretación de Diepen, la subsistencia personal de Cristo es una y su unidad deriva de su esse divino en cuanto Hijo eterno. Por consiguiente, lo que sostengo aquí sobre la unidad de la existencia divina personal de Cristo no tiene una relación directa con la verdad o falsedad de la interpretación de Diepen.