El Señor encarnado

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Permítaseme poner un ejemplo para ilustrarlo recurriendo a una breve consideración tomista sobre las teorías de N. T. Wrigth relativas a la «intencionalidad sacrificial» del Jesús histórico en las vísperas de su muerte105. Como todos saben, el sistema sacrificial en tiempos de Jesús giraba en torno a la aplicación de los preceptos del Levítico y del Deuteronomio sobre los sacrificios físicos en el contexto del Segundo Templo y de su sociología cultual, política y económica. Sin embargo, en la generación posterior a la muerte de Jesús, los cristianos que redactaron los escritos del Nuevo Testamento consideraban la muerte de Jesús como un «sacrificio» único y definitivo106. Usando imágenes sacrificiales del Antiguo Testamento para describir el sentido de su muerte, sostenían que este acontecimiento había, de alguna manera, reemplazado la economía de los sacrificios del Templo y que tenía efectos redentores para toda la humanidad. También afirmaban (indudablemente) que la eucaristía significaba y hacía presente el cuerpo y la sangre sacrificados de Cristo107.

Pero incluso si todo esto es así, ¿podemos simplemente contentarnos con desarrollar una teología del sacrificio a partir del Nuevo Testamento, si Jesús de Nazaret, él mismo un judío del siglo primero, nunca hubiera concebido su propia muerte en términos sacrificiales? Claramente el objeto formal de la fe es el significado de la muerte de Jesús tal como es presentada y comprendida en la fe y por la fe como Dios lo ha revelado en la Escritura. Aún más, el Nuevo Testamento atribuye a Cristo en varias ocasiones una voluntad de ofrecer su vida «sacrificialmente» por la multitud. Sin embargo, esto no hace irrelevante la pregunta por cómo podemos explicar históricamente el origen de esta creencia en la vida de Jesús en el contexto del judaísmo del Segundo Templo, o la cuestión por cómo su mismo modo judío de expresarse en este contexto histórico pudo haber iluminado su propia convicción respecto del significado «sacrificial» y soteriológico de su muerte. Este es el tipo de argumento probabilístico e hipotético que Wright, por ejemplo, proporciona recurriendo al medio formal de la especulación histórica, siguiendo en esto a otros académicos como Martin Hengel108 y George Caird109, sobre los cuales construye su propia obra110.

Por ejemplo, si podemos remontar la narración de la institución de la eucaristía a la primera comunidad cristiana de Palestina («esta es la sangre de la alianza que será derramada por muchos»), entonces tenemos la evidencia de una teología primitiva sobre la muerte de Jesús que puede razonablemente (por el recurso a los modos histórico-críticos de argumentar) ser considerada como originada con el mismo Cristo. A su vez, esta teología de Jesús de Nazaret nos remite al sacrificio fundacional de la alianza de Éxodo 24 (donde se origina la expresión «sangre de la alianza») y que aparece en el Éxodo como aquello que estableció un contrato de comunión entre las doce tribus y el Dios de Israel. Si Jesús no solo previó su muerte, sino que la interpretó de antemano como una renovación radical y como cumplimiento de la alianza de Éxodo 24, incluso como una universalización de la alianza «por muchos» (cf. Is 53,10-12) y si lo manifestó a sus seguidores por medio de la prescripción de un nuevo modo de sacrificio que ahora tiene lugar fuera del Templo, entonces comenzamos a comprender cómo Cristo en la historia era consciente de explicar el carácter sacrificial de su muerte en términos específicamente judíos y, al mismo tiempo, interpretó su propia vida y misión como poseyendo un significado completamente singular y autoritativo111.

Una muestra de estas imágenes de la autoconciencia de Cristo podría sugerir con una profundidad mayor y más rica cómo el Verbo encarnado se pensaba a sí mismo (su identidad y autoridad), en el contexto del judaísmo del primer siglo, incluso sugiriendo con cierta posibilidad cómo las palabras y acciones del Jesús histórico dieron origen a las creencias posteriores tal como están promulgadas en los escritos del Nuevo Testamento. Pero ¿estas hipótesis históricas determinan el contenido del objeto de la fe o prueban su veracidad? Por ejemplo, si puede mostrarse tan solo con los principios de la razón natural que es históricamente probable que Jesús de Nazaret interpretara su próxima ejecución en términos sacrificiales, ¿demuestra esto que la muerte de Jesús debería considerarse teológicamente como si fuera un sacrificio? Por supuesto que no. Este conocimiento se da al hombre únicamente a través de la gracia, por la acción del Espíritu Santo que nos enseña por medio de la Escritura, la Tradición y la proclamación viva que lleva a cabo la Iglesia. ¿Nos permiten estas reflexiones históricas vislumbrar cómo la vida histórica del Hijo de Dios podría haberse desenvuelto en su contexto histórico y defender una explicación histórica plausible de Jesús en clave apologética contra las construcciones históricas secularistas que intentan contradecir el testimonio de la doctrina misma del Nuevo Testamento? Sí lo hacen, o al menos podrían hacerlo en principio. La ciencia histórica de la investigación histórica racional moderna (que aunque es más modesta en sus certezas que muchas otras ciencias, es capaz de algunas conclusiones demostrativas) puede ponerse al servicio de la fe, como un intento de descifrar una comprensión más perfecta de su objeto material, el Hijo hecho hombre, incluso cuando queda claro que este estudio histórico no proporciona ni alcanza el acceso radical al misterio de Cristo que nos otorga solo la fe por medio de su objeto formal. La confusión o mezcla entre estos dos objetos en la que incurrió Schleiermacher obscurece el misterio sobrenatural de Cristo y encierra su sentido a las especulaciones reduccionistas de los eruditos histórico-críticos y sus conjeturas. Barth expurga (o al menos reduce severamente) la posibilidad de que tales conjeturas sean usadas de manera significativa al servicio del objeto de fe como una forma de la razón histórica al servicio de la revelación. Gardeil busca distinguir en orden a unir. Reconoce la contribución de la reflexión histórico-crítica como una ciencia inferior de la razón que puede ser asumida sapiencialmente por la ciencia superior (e irreductiblemente integral) de la divina revelación. Es solo desde esta última ciencia, sin embargo, de donde la teología recibe sus primeros principios.

Cristología calcedoniana y conocimiento metafísico de Dios: acto primero y segundo

El segundo tema mencionado más arriba se refiere a la relación entre la ontología clásica de Calcedonia y la moderna restricción filosófica de un conocimiento especulativo sobre Dios. Si asumimos por principio que la mente humana está limitada a considerar las realidades trascendentes únicamente bajo la perspectiva de la univocidad intramundana, ¿podemos realmente explicar teológicamente la redención del moderno yo humano por la experiencia de una dependencia religiosa absoluta o por un actualismo revelador que nos abriera a una reflexión ontológica sobre las profundidades de Dios? En otras palabras, ¿debe la cristología someterse a los límites del naturalismo filosófico postkantiano?

He insinuado ya que la recuperación de una metafísica del ser y de los nombres divinos es una parte integral dentro de la renovación cristológica calcedoniana. Ahora quisiera sugerir dos modos en los que la reflexión tomista sobre el ser de Cristo ofrece un remedio a nuestros entendimientos secularizados: no una cura desde Wittgenstein, sino más bien, desde Tomás de Aquino. Esto es, no se trata de replantear el lenguaje ordinario que ya conocemos, sino de replantear desde dentro de la cristología nuestras capacidades naturales para conocer a Dios. ¿Qué nos enseña Cristo sobre nosotros mismos y sobre las capacidades trascendentes y el sentido teleológico de la mente humana? Al responder estas cuestiones, consideraremos primero un punto relativo a las preocupaciones de Barth y luego otro como respuesta a Schleiermacher112.

Estos dos puntos pueden elaborarse sobre otra distinción tomista clave; una distinción no epistemológica, sino metafísica. La distinción que hace santo Tomás (siguiendo a Aristóteles) entre acto primero y acto segundo113. La actualidad primera, para Tomás de Aquino, pertenece a la substancia de la cosa, su ser en acto como un cierto todo que posee una determinación esencial114. Estar en acto, en el primer caso, significa simplemente ser como un único ente de tal tipo. Por ejemplo, podemos decir que desde el momento en que es concebida una persona, aunque en estado embrionario es ya un nuevo ser humano y este ente, eventualmente, se desarrollará de muchos modos, pero conservará su continuidad substancial a lo largo del tiempo. Siempre existirá en acto. El segundo modo de actualidad, el acto segundo, pertenece a las operaciones; por ejemplo, a la conciencia y a la razón reflexiva, o a la deliberación, o la elección, que se desarrollan y manifiestan progresivamente. Estas operaciones se dan en la persona humana de modo habitual de manera que hacen su comportamiento predecible y sujeto a descripciones normativas (por ejemplo, bajo la forma de vicios o virtudes). Estos actos segundos de la persona (como los actos operativos de la piedad y la obediencia) son propiedades accidentales de la substancia, actos segundos relativos al acto primero que sí es substancial115.

Por tanto, es importante para nuestro objetivo considerar la unión de Dios con el hombre de acuerdo con estos dos modos de ser en acto. La encarnación, en la cual Dios existe como hombre, toma lugar principalmente según el primero de estos modos: Dios subsiste personalmente como un hombre. Nuestra unión con Dios, por el contrario, tiene lugar principalmente según el segundo modo, a saber, mediante las operaciones humanas. Por la gracia operante podemos llegar a conocer a Dios y a amarlo, de modo que nos unimos a él por nuestras acciones humanas116. Esta distinción es importante, porque nos permite ver claramente el verdadero «locus» de la encarnación que es exclusivo de Cristo. Éste no puede estar en la conciencia humana de Jesús ni tampoco en su operación humana de obediencia; se da en la verdadera substancia de la persona de Cristo.

 

De acuerdo con el modo que tiene el Aquinate de establecer la cuestión, la unión de Dios y el hombre en Cristo es substancial y no accidental. Tiene lugar en la persona subsistente del Verbo y no en las acciones accidentales del hombre Jesús. El Hijo une a su propia persona una naturaleza humana. Consecuentemente, el hombre Cristo Jesús es la segunda persona de la Trinidad117. De este modo, el Verbo existe como hombre de manera que su cuerpo y sangre subsisten en virtud de su esse (el ser actual del mismo Verbo). O, por decirlo de un modo ligeramente diverso, la naturaleza humana del Verbo encarnado subsiste en su persona en virtud de su ser actual divino118. Por lo tanto, todo lo que ocurre a Jesús en su naturaleza humana, desde el momento de su concepción hasta su muerte, es atribuido propiamente al mismo Dios. Así decimos, por ejemplo, que el Hijo de Dios lloró o que el Hijo de Dios fue crucificado119. También podemos decir que Dios obedeció en cuanto hombre o que Dios sufrió en su naturaleza humana. Pero si hacemos esto, lo podemos decir gracias a la subsistencia hipostática del Verbo en la naturaleza humana, y por una trasposición de los atributos humanos a la naturaleza divina. Aunque pongamos la unión de Dios y el hombre en la hipóstasis del Hijo, debemos todavía distinguir adecuadamente entre la naturaleza humana y la divina de Cristo y entre sus operaciones divinas y humanas.

Debe notarse que el ser-en-acto (entelecheia) es entendido por Aristóteles y Tomás de Aquino como significado analógicamente y como poseyendo semejantes, pero no idénticos modos de realización. Podemos estar en acto substancialmente o bien accidental y operativamente120. En este caso, estamos hablando de una analogia entis o realización analógica del ser humano creado que es distinta del tema del conocimiento analógico de Dios basado en el conocimiento natural de las criaturas (teología natural). Ni Barth ni Schleiermacher, sin embargo, captan adecuadamente esta distinción analógica y por ello ambos piensan unívocamente el ser-en-acto de las operaciones (la conciencia de dependencia religiosa de Jesús o la obediencia humana de Cristo) como equivalentes o susceptibles, de alguna manera, de significar formalmente el ser en acto del subsistente (la persona de Cristo en su unidad de ser con el Padre). Esto es lo que los lleva, en dos caminos distintos, a buscar localizar la unión divino-humana en Cristo en las acciones humanas de Jesús. Adicionalmente, Barth no identifica con precisión lo que distingue las operaciones de las naturalezas divina y humana de Cristo. Las operaciones humanas se transforman así en ventanas de las operaciones de la divinidad, como si de algún modo fueran iguales.

He sugerido más arriba que el problema subyacente al que debemos responder es si la cristología de Calcedonia depende en parte de nuestra aceptación de cierta forma de ontología clásica. Si damos la vuelta a la cuestión, también podríamos preguntarnos si una forma consistente de la cristología de Calcedonia posee un recurso implícito al pensamiento analógico para hablar de Dios en términos metafísicos. Piénsese, por ejemplo, en el discurso relativo a la «existencia» que las especulaciones de santo Tomás sobre Calcedonia implican. Requieren que podamos decir que Cristo, este hombre concreto, es Dios y que Dios existe como este hombre121. Esta noción de la existencia del Verbo hecho carne es ciertamente solo accesible para nosotros por el misterio de la fe, y de nuevo, a través del medio del objeto formal revelado en la Escritura. Sin embargo, puesto que exige de nosotros hablar de la relación entre la existencia de Dios Creador y de su creación (porque es el Creador existente que existe como hombre), este lenguaje también implica que el concepto de la encarnación no sea totalmente extraño a nuestro modo ordinario de conocer. Como conocimiento no cae dentro de nuestro alcance ordinario de conocer, y por eso se nos debe revelar en la fe y por la Escritura; pero cuando esto ocurre, la verdad no es algo extrínseco a nuestro pensamiento de modo que permanezca ininteligible. Al contrario, en cuanto sujetos humanos dotados de inteligencia, somos capaces de realizar por gracia un acto intrínsecamente intelectual de fe. Si esto no fuera así, seríamos sujetos tan aptos para recibir la revelación como una roca.

Lo que sugiere esta línea argumental es importante. Dentro de los mismos límites de nuestro conocimiento humano ordinario, poseemos ya una vía para pensar en la existencia que está intrínsecamente abierta a Dios e incluso a la posibilidad de hablar de Dios que existe como uno de nosotros; lo cual no impide reconocer, al mismo tiempo, que la existencia de Dios como creador del mundo no se identifica unívocamente con nuestro propio modo de existir, aun cuando el creador exista como hombre. Existe una analogía del ser implícita en la cristología, pace Kant, Schleiermacher y Barth. Reconocer, por tanto, la presencia trascendente de Dios en Cristo (incluso en medio de su inmanencia como uno de nosotros) exige que nosotros como creaturas estemos naturalmente abiertos a la reflexión sobre la trascendencia metafísica de Dios y que podamos luego establecer una relación con su existencia a través del pensamiento conceptual y analógico. Esta forma de pensamiento cristológico no reduce nuestra comprensión de Dios a la comprensión del mundo. La bondad de Cristo como Dios no es idéntica a su bondad como hombre. Su obediencia como hombre no es idéntica con su divina voluntad como Dios. Un pensamiento analógico de este tipo evita reducir la divinidad de Cristo a formas naturales de este mundo. Todo esto sugiere que si el ser humano puede creer en la encarnación (por la gracia), entonces es también capaz de un pensamiento natural y analógico sobre la trascendencia de Dios. Es decir, la cristología hace un uso implícito de la teología natural122. Si creemos en la encarnación, debemos recuperar cierta forma de metafísica clásica.

¿Qué deberíamos decir, por tanto, del «acto segundo»? ¿Qué valor tienen las acciones de Cristo como revelación del Hijo de Dios y como revelación para nosotros de lo que significa ser realmente hombres? Aquí quisiera cambiar el punto de énfasis de Barth a Schleiermacher. Más arriba he argumentado que Barth quiere recuperar una ontología calcedoniana sólida en la modernidad, pero que falla al momento de identificar de modo correcto el lugar de la unión divino-humana en Cristo (en la subsistencia del Verbo hecho carne). Esto se debe, en parte, a un equivocado rechazo (o uso incorrecto) de la metafísica del ser. Schleiermacher, por su parte, apela a la religiosidad humana de Jesús como modelo de nuestro encuentro con Dios, pero esta aproximación a Cristo sustituye la cristología de Calcedonia. En una cristología ordenada, sin embargo, no deberíamos vernos obligados a elegir entre una ontología de la unión hipostática y una antropología teológica centrada en las acciones humanas de Cristo.

Para ejemplificar esta afirmación, recurriré a un punto soteriológico desarrollado por Jacques Maritain en su libro «Sobre la gracia y la humanidad de Jesús»123. El libro de Maritain contiene un análisis del conocimiento de Cristo, y específicamente sobre su visión beatífica durante su vida terrena, es decir, un análisis del conocimiento inmediato e intuitivo de su propia identidad, así como el conocimiento del Padre y del Espíritu Santo. Tal como lo han notado algunos comentadores de santo Tomás, el mismo Maritain entre ellos, el Jesús histórico no creía por fe que él era Dios, sino que sabía quién y qué era en virtud de una más alta e inmediata percepción124. Sabía también que había venido al mundo para salvarnos. Esta es una doctrina tomista clásica (y también una enseñanza del magisterio ordinario de la Iglesia)125. Lo que Maritain señala en este punto es que hay una doble referencialidad o, podríamos también decir, relatividad en el conocimiento humano de Cristo, esto es, en su «acto segundo» de conciencia, por extraordinario que esto sea126. Por una parte, está la conciencia actual de Cristo por la que conoce su propia identidad como Hijo que dice relación a su ser de Hijo; a su acto primero como indicamos antes. Esto quiere decir que Cristo conoce en cuanto hombre que es uno con el Padre y que desea comunicar este conocimiento de su unidad a los discípulos mediante el acontecimiento de su pasión y muerte (Jn 17,11). Por otra parte, su conciencia nos revela el bien último de nuestra naturaleza humana. Puesto que somos criaturas intelectuales, nosotros estamos hechos para ver a Dios cara a cara en la visión beatífica, que es lo único que satisface definitivamente el corazón humano y su anhelo de la verdad última y del bien imperecedero (Jn ١٧,٢٤)127.

Si aceptamos esta doble concepción de la conciencia de Cristo, podemos superar algunas de las dificultades presentes en la teología moderna, heredadas del pensamiento de Schleiermacher. Contra la tendencia del protestantismo liberal, una cristología tomista sobre la conciencia de Cristo no absolutiza la conciencia de Jesús como lugar exclusivo donde se constituye o mide su unión con Dios. Al contrario, considera la autoconciencia de Jesús como medida por y como testigo de un fundamento ontológico más profundo que es la unidad de Cristo con el Padre. Barth está en lo correcto cuando señala que una teología que ponga el énfasis en los actos de religión de Cristo puede encerrarnos en una forma reductiva de antropocentrismo o en una genérica «filosofía de la ética religiosa». Una explicación tomista, sin embargo, de la conciencia de Cristo como «acto segundo» evita este peligro y nos invita a desarrollar una teología de la persona humana que es teocéntrica en un sentido máximamente trinitario. En efecto, para el Aquinate, Cristo en cuanto hombre es consciente de modo humano de su identidad divina en virtud de la visión beatífica. Consecuentemente, puede revelarnos en su obrar humano y en sus enseñanzas quién es Dios. Además, si solo la visión del Dios Trino satisface y, en último término, redime la persona humana, entonces Cristo también revela a la humanidad lo que ella es, puesto que posee como hombre este conocimiento inmediato de Dios al que estamos llamados. Él vino a nosotros en naturaleza humana para revelarnos la vida íntima de Dios que es Trinidad y para llamarnos a sí mismo en la visión definitiva de la esencia divina y en la revelación directa de Dios a la mente humana.

Si lo que he argumentado es cierto, entonces la teología tomista nos invita a superar la oposición moderna y problemática entre la ontología cristológica y la dimensión antropológica de la teología. Tomás de Aquino señala claramente en las primeras cuestiones sobre la bienaventuranza de la Prima-Secundae que alcanzamos nuestra completa felicidad y así llegamos a ser nosotros mismos solo por medio de la visión de Dios, que no es sino una forma de conocimiento que trasciende todo objeto histórico y al cual estamos naturalmente abiertos o capacitados de alcanzar, aunque no de procurar por nuestras propias fuerzas128. Esta orientación radical hacia el Dios trinitario, por medio de la visión, solo se realiza por la gracia de Dios que se nos da en Cristo. Todo está centrado, por lo tanto, en Jesús, que es el camino al Padre y él mismo el Verbo eterno que procede del Padre y que con el Padre espira el Espíritu Santo. Estamos llamados a conocer a Dios en el tiempo final (esjaton), en la alegría extática por la cual nuestro entendimiento es sacado de la preocupación por sí mismo y es llevado a la única contemplación de la Trinidad. Santo Tomás insiste que cuando amamos por caridad amamos a Dios por Dios mismo, solo por la misma bondad de Dios, a través de un amor y de una admiración a Dios que lo sitúa por encima de todo otro bien, incluso sobre nuestro propio bien de la eterna felicidad129. No existe, por tanto, rivalidad alguna entre una teología de la persona humana y una teología teocéntrica. Bajo la gracia, la persona humana es redimida, de modo que se hace consciente de que él o ella depende de Dios para su salvación, pero que esta salvación nos viene por el conocimiento del verdadero ser y de la vida del Verbo encarnado, que ha habitado en medio de nosotros; Dios mismo viviendo entre nosotros como hombre.

Conclusión

¿Qué ha intentado establecer este prolegómeno? Comenzamos con un análisis yuxtapuesto de dos teólogos modernos: Schleiermacher y Barth. He argumentado que, a pesar de sus diferencias, existen dificultades comunes entre ellos porque sus respectivas teologías, aunque ingeniosas, no consiguen resolver adecuadamente ciertas cuestiones esenciales. ¿Puede armonizarse el concilio de Calcedonia con un recto uso de los estudios bíblicos modernos sobre Jesús? ¿Puede entenderse rectamente la ontología de la encarnación sin recurrir a elementos claves de la tradición metafísica prekantiana? He sugerido que hay problemas tanto con la respuesta de Schleiermacher como con la de Barth a ambas preguntas. El uno pone el acento en el estudio histórico moderno sobre Jesús y en una antropología filosófica postkantiana. El otro pone el acento en el retrato bíblico de Cristo y en la ontología exclusivamente bíblica. De este modo, ninguno resuelve suficientemente la pregunta por cómo podemos reconciliar el retrato bíblico de Cristo con los modernos estudios históricos sobre Jesús. Y tampoco nos ofrecen una adecuada comprensión de la relación entre la ontología calcedoniana y una metafísica realista que reconozca nuestra capacidad de establecer un discurso analógico respecto al Dios trascendente.

 

Una condición para una cristología moderna coherente es que defienda una teología calcedoniana basada fundamentalmente en la revelación de las Escrituras y en la tradición dogmática, pero que pueda hacer también un uso razonable de las aproximaciones histórico-críticas a la figura de Jesús. Otra condición es que la moderna cristología pueda responder a la restricción kantiana respecto al conocimiento especulativo de Dios. Cualquier investigación medianamente profunda sobre Cristo (sobre Dios presente entre nosotros en la historia) debe recurrir a nuestra capacidad humana para hablar de los atributos de Dios. Este acento metafísico es también necesario en teología para que podamos identificar rectamente en qué punto (o en cuál no) Cristo debe entenderse como modelo de la perfección humana por sus actos de conocimiento y de amor o, por usar una terminología moderna, en su conciencia religiosa de Dios.

Por tanto, una teología tomista moderna necesita estar atenta tanto al ser personal de Cristo como a sus operaciones o actividades. ¿Quién es Cristo en cuanto persona? ¿Qué es la unión hipostática y cómo debe entenderse el hecho de que el Verbo subsiste en una naturaleza humana? Estas son las preguntas que se abordarán en los capítulos 1 y 2. A la luz del misterio de la encarnación, consideraré luego la relación entre este misterio y la analogía del ente en los capítulos 3 y 4. Posteriormente, en el capítulo 5, procederé a una reflexión sobre las operaciones humanas de Cristo; su conocimiento y su obrar voluntario. Estas consideraciones funcionan como fundamentos para el estudio de la segunda parte del libro, en la cual se considera el acto salvífico de Cristo, realizado en su vida, muerte y resurrección. Es a la teología de la unión hipostática, por tanto, a lo que ahora debemos dirigirnos.

55. Cf. Hermann Samuel Reimarus, Apologie oder Schutzschrift für die vernünftigen Verehrer Gottes, ed. Gerhard Alexander, 2 vols. (Frankfurt-am-Main: Insel, 1972); G. Lessing, Escritos filosóficos y teológicos. Introducción, traducción y notas de Agustín Andreu Rodrigo (Madrid: Editora Nacional, 1982). El argumento sobre la profunda discontinuidad entre el Jesús histórico y el Cristo del Nuevo Testamento fue desarrollado originalmente por Spinoza y los deístas ingleses y formulado posteriormente de modo explícito por Reimarus y Lessing. Para la discusión histórica, cf. J. Israel, Radical Enlightenment: Philosophy in the Making of Modernity 1650–1750 (Oxford: Oxford University Press, 2001), 197–229, 447–76.

56. Para un análisis sobre las nociones kantianas y heideggerianas relativas a la metafísica clásica como «ontoteología» y las respectivas críticas a dicha metafísica que hacen ambos autores, cf. O. Boulnois, Être et representation: Une généologie de la métaphysique moderne à l’époque de Duns Scot (XIIIe-XIVe Siècle) (Paris: Presses Universitaires de France, 1999); T. J. White, Wisdom in the Face of Modernity: A Study in Thomistic Natural Theology (Naples, Fla.: Sapienta Press, 2009).

57. ¿Realmente nuestra época es «postmetafísica»? La filosofía analítica se interesa, ciertamente, por cuestiones metafísicas, sean o no clásicas (así, por ejemplo, Kripke, Plantinga, Searle o Swinburne). Ahora bien, tales consideraciones no generan un tipo de discurso normativo en la cultura universitaria como las referencias del pensamiento metafísico lo hicieron en la época premoderna. En la comunidad científica en general, el empirismo y el postmodernismo siguen siendo los modos predominantes de unificar el discurso filosófico. Además, al margen de lo que pueda pensarse sobre el renacer de la metafísica en la filosofía analítica, este desarrollo ha afectado muy poco a la teología protestante y católica postkantiana (que han tendido a adoptar sus principios centrales de la filosofía continental).

58. Bruce McCormack argumenta en Karl Barth’s Critically Realistic Dialectical Theology: Its Genesis and Development, 1909–1936 (Oxford: Clarendon Press, 1995) que la crítica kantiana de la metafísica es el soporte de gran parte de la teología temprana de Barth. Desarrolla esta idea con relación al trabajo maduro de Barth en «Karl Barth’s Version of an ‘Analogy of Being’: A Dialectical No and Yes to Roman Catholicism», en The Analogy of Being: Invention of the Antichrist or the Wisdom of God?, ed. Thomas Joseph White (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans: 2010). Diversas cristologías postkantianas y «postmetafísicas» han sido desarrolladas por E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, trad. Fernando Carlos Vevia (Salamanca: Sígueme, 1984) y J. Moltmann, El Dios crucificado: la Cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana, trad. Severiano Talavero Tovar (Salamanca: Sígueme, 1977).

59. En el mundo académico anglófono, Schleiermacher y Barth se consideran generalmente como los representantes de dos modos distintos de dialogar con los problemas teológicos modernos. Es también frecuente, sin embargo, reconocer que ambos tienen premisas comunes. En este sentido se puede ver, H. Frei, Types of Christian Theology, George Hunsinger et William C. Placher (eds.) (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1992), donde clasifica a ambos pensadores (al margen de sus diferencias) en un mismo «tipo» de teología. Una lista extensa de las obras donde aparece la conexión entre estos dos pensadores puede encontrarse en la bibliografía de M. Gockel, Barth and Schleiermacher on the Doctrine of Election (Oxford: Oxford University Press, 2006).

60. F. Schleiermacher, Der christliche Glaube (Berlin: G. Reimer, 1821–22); La fe cristiana. Expuesta coordinadamente según los principios de la Iglesia evangélica, trad. Constantino Ruiz-Garrido (Salamanca: Sígueme, 2013); A. Ritschl, Die christliche Lehre von der Rechtfertigung und Versöhnung, 3 vols. (Bonn: A. Marcus, 1870–74) y Theologie und Metaphysik: zur Verständigung und Abwehr (Bonn: A. Marcus, 1887); W. Herrmann, Die Religion im Verhältniss zum Welterkennen und zur Sittlichkeit: eine Grundlegung der systematischen Theologie (Halle: M. Niemeyer, 1879); A. von Harnack, Das Wesen des Christentums (Leipzig: J. C. Hinrichs, 1900).