El Señor encarnado

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Ahora bien, para el objetivo de mi argumentación, el criticismo de Lindbeck y otros (aunque puedan ser verdaderos), poseen una importancia secundaria. El tema más fundamental pertenece a la naturaleza de la unión de Dios y el hombre en Cristo. Schleiermacher, en realidad, abandona el locus ontológico de la unión divino-humana tal como se concibe clásicamente en la cristología de Calcedonia. Para él, la unión de Dios y el hombre en Cristo no se da en el sujeto personal en cuanto tal (el sujeto hipostático del Hijo que existe como hombre), sino más bien en el mundo de la conciencia humana y, específicamente, en la conciencia humana de Cristo. Cristo está unido a Dios a través de su autoconciencia. El problema es que, hablando ontológicamente, cualquier proceso de la conciencia humana (mientras existe realmente o ha existido) no puede decirse que es toda la persona, aunque sea una propiedad suya importante72. Y esto es verdad también en el caso de Cristo. Su entender y su querer, no importa cuán significativos sean, no son todo lo que él es, sino simplemente «propiedades accidentales» de su ser personal y subsistente. Consecuentemente, estas operaciones no son hipostáticas y, por lo mismo, no pueden constituir adecuadamente el auténtico lugar de la unión divino-humana en la encarnación.

Aquí volvemos, de hecho, a las consideraciones cristológicas clásicas. La teología de la unión hipostática, tal como apareció históricamente (y sobre todo en los escritos teológicos de san Cirilo de Alejandría), se entendió como relativa a la substancia misma del hombre Jesús, en su concreción de cuerpo y alma, y no simplemente en su autoconciencia, su conciencia de Dios, su autoexpresión o su comunicación lingüística. Dios se hizo hombre (es decir, se unió hipostáticamente una naturaleza humana), de modo que Dios subsiste en la carne como el hombre Cristo Jesús73. Para Tomás de Aquino en concreto, esta teología de la unión substancial es lo que caracteriza la comprensión de la unión hipostática en los concilios de Éfeso y Calcedonia, en contraposición a las interpretaciones nestorianas y las llamadas del homo assumptus (trataré esto con mayor profundidad en el próximo capítulo)74. Estas últimas cristologías proponen una unión accidental de Dios con Jesús como ser humano a través de una coordinación entre la sabiduría y la voluntad de Dios y la sabiduría y la voluntad del hombre Jesús. Reducen inevitablemente la unión de Dios y el hombre en Cristo a una unión moral más que substancial y, en consecuencia, eliminan cualquier capacidad de hablar en términos exactos de Dios «existiendo» o subsistiendo como ser humano75.

Contra los presupuestos de la teología clásica, por tanto, la cristología de Schleiermacher introduce algo nuevo que representa una ruptura. Emprende lo que equivale a una «transferencia» del lugar de la unión divino-humana desde un marco substancial a otro de tipo accidental. Este lugar de la unión de lo divino y lo humano en Cristo ya no se concibe haciendo referencia primeramente a la persona subsistente e hipóstasis de Cristo (como categorías ontológicas). Estructuralmente hablando, es la conciencia de Cristo el punto importante para identificar la virtud transformadora de su vida histórica, y esto es claramente una decisión teológica que afecta a la cristología a un nivel más profundo que las diversas concepciones sobre cómo se interpreta o estructura el mundo accidental de la «conciencia» (antes o después de Wittgenstein). En la filosofía postcartesiana, la conciencia es típicamente el último refugio de la identidad personal, un locus intensificado por Kant como conciencia moral introspectiva. Después de Schleiermacher es la conciencia moral introspectiva de Cristo lo que conserva todavía alguna importancia para nosotros en la era científica, después del colapso de la cultura de la metafísica tradicional. Ahora bien, mientras esta interpretación de Cristo dio origen a las grande cristologías «éticas» del liberalismo protestante del siglo XIX, a continuación estableció las bases para su transformación a las cristologías del «pluralismo religioso» durante el siglo XX, donde la unidad de conciencia de Cristo con Dios (o «Última Realidad») se entiende en términos de su capacidad para articular y simbolizar al interior de una cultura y un lenguaje particular, la comunión con Dios que posee de modo ejemplar76.

Podría parecer, en principio, que la cristología de Barth es totalmente diferente a la de Schleiermacher. En primer lugar, Barth rechazó claramente el proyecto básico de Schleiermacher en sus constantes polémicas y críticas abiertas contra la «religión humana» tal como la concebía el liberalismo protestante. En consecuencia, rechazó sistemáticamente especular sobre la naturaleza de la conciencia histórica y religiosa de Jesús. En segundo lugar, Barth es ciertamente postkantiano en su metodología teológica, pero entiende la prohibición moderna de la metafísica de un modo muy distinto a Schleiermacher77. Schleiermacher percibe la limitación kantiana de la razón especulativa como una apertura que potencia la experiencia religiosa, las prácticas éticas del cristianismo y una religión pietista. Barth ve en la misma limitación especulativa el espectro de la humanidad caída, incapacitada para resolver las cuestiones básicas de la religión por sus propias fuerzas, tales como la existencia y la naturaleza de Dios, o incluso el contenido y el significado de la naturaleza humana y de la ética. Por ello, la cristología emerge dialécticamente contra los límites del conocimiento filosófico humano. Más que reinterpretar a Cristo a la luz de presupuesto filosóficos modernos, encuadrándolo en la falacia pseudocientífica del racionalismo, Barth intenta reinterpretar el enigma del sujeto humano moderno (y postkantiano) desde la perspectiva de la revelación en Cristo. El agnosticismo metodológico de Kant se mantiene como estructura en la antropología de Barth, pero traspuesto ahora en una clave cristocéntrica superior. La crisis del sujeto moderno se resuelve solo mediante la revelación dada en el Señor78. Contra la antropología de Schleiermacher, Barth propone una teología cristocéntrica.

En tercer y último lugar, a diferencia de Schleiermacher, Barth persigue una forma de reflexión teológica abiertamente trinitaria y cristológica de carácter claramente ontológico. Reintroduce temas nicenos y calcedonianos en una teología postkantiana, con influencias de las fuentes clásica, así como una ontología del acontecimiento marcada por la influencia de Hegel79. Su trabajo de madurez busca recuperar una ontología de la unión hipostática y de la distinción de «naturalezas» de Cristo como aquel que es a la vez Dios y hombre80. Esta ontología no se alcanza por la razón natural, sino que es posibilitada únicamente a través de la divina revelación expresada en el Nuevo Testamento.

Pero al margen de todas estas diferencias, que no son triviales, hay, sin embargo, importantes semejanzas entre Schleiermacher y Barth. Como se dijo anteriormente, Barth rechaza categóricamente la comprensión del protestantismo liberal sobre el ser humano como una entidad históricamente religiosa; y al hacer eso, pretende librar al cristianismo de cualquier dependencia respecto de una antropología humana o de una teología natural «apriorísticas». Comparte con Schleiermacher, sin embargo, una convicción común con respecto a la crítica kantiana sobre cualquier conocimiento especulativo natural de Dios. Barth pretende (siempre contra el protestantismo liberal) desarrollar una reflexión ontológica sobre Dios a la luz de la elección (CD II, 2), para reflexionar cristológicamente en el ser humano (CD III, 1) y también en el ser de Cristo y sus naturalezas divina y humana (CD IV, 1-2). Pero continuamente insiste que el discurso sobre el verdadero ser de Dios solo es posibilitado por la cristología, nunca de modo natural o filosófico. En otras palabras, defiende con Schleiermacher la imposibilidad de un acceso intelectual a Dios por vía de la razón especulativa. En este sentido, es significativo y no meramente accidental que mantenga una constante reserva respecto a la analogia entis a lo largo de toda su vida81. Barth pretende construir una teología que nos permita superar el problema del secularismo radical del entendimiento humano en la modernidad. Y su manera propia de conseguirlo es releer el agnosticismo especulativo de Kant como una situación «normal» cuando se considera el carácter caído del entendimiento humano sin Cristo. Barth retoma así la crítica luterana contra la theologia gloriae o teología especulativa humana, en favor de la exclusiva teología crucis, de la exclusiva revelación de Dios en Cristo82.

El problema es que, tal como intuyó Schleiermacher, no podemos articular una genuina metafísica calcedoniana sin asumir simultáneamente postulados generales de la metafísica clásica. Calcedonia debe enfrentar el mismo destino que todas las otras formas de ontología premoderna. Si esto último se puede defender, también la cristología clásica puede serlo. En caso contrario, la doctrina tradicional de la Iglesia está en peligro. Si este presupuesto es verdadero, entonces Barth evita enfrentar la cuestión radical. ¿Cómo podemos responder críticamente a la restricción kantiana de pensar especulativamente en Dios de modo general? Si no tenemos una capacidad filosófica (natural) para hablar de la presencia de Dios en el mundo en términos generales, entonces un tratado sobre la ontología de Cristo no será posible.

El mismo Kant, en respuesta a Hume, intentó dejar un espacio conceptual adecuado para una consideración especulativa del problema de Dios como algo distinto de la realidad empírica, y lo hizo defendiendo la posibilidad de un concepto análogo de Dios derivado de estas mismas realidades empíricas. Y aquí apela a la analogía de proporcionalidad83. Ahora bien, también insiste (siguiendo la lógica de sus propios principios epistemológicos) en que cualquier aparición de Dios en la historia necesitaría ser interpretada en total continuidad con las formas de los fenómenos naturales tal como se nos aparecen (en términos estrictos de causalidad natural) o como existiendo en oposición dialéctica con aquellas formas (pensamiento sobrenatural como pensamiento mágico). Cualquier «revelación» gratuita de Dios es o reductible necesariamente al campo de la mera racionalidad o es, de hecho, pura ilusión84. Si se asumen fielmente las consecuencias de la restricción de un pensamiento especulativo sobre la presencia de Dios en la historia, entonces la trascendencia del Dios encarnado, tal como se entiende que se ha revelado en Cristo, es de hecho algo que la mente simplemente no tiene la capacidad de alcanzar intelectualmente. Solo podemos concebir la presencia de Dios en este mundo de manera unívoca, conforme a las categorías naturales de nuestro mundo. La realidad de la divinidad de Cristo presente históricamente en una carne como la nuestra es una verdad intrínsecamente ininteligible si aceptamos los límites kantianos de la razón.

 

Es claro que, si se adoptan estos presupuestos epistemológicos, hay graves consecuencias para la cristología. En la medida en que Dios es pensado en Cristo, así es pensado en términos puramente naturales. Schleiermacher parece tomar este tipo de transposición de un modo fluido: se da por una reducción del misterio de Jesús al mundo humano de los sentimientos religiosos y de la ética. Lo que importa sobre Jesús no es mantener que hizo milagros o la ontología de la encarnación o el evento histórico de la resurrección. Lo que importa es la evolución de su conciencia religiosa. Cuando la naturaleza humana alcanza el punto culminante de su trayectoria religiosa natural (en Jesús de Nazaret), entonces es divina.

Al parecer, Barth rechaza esta posición; el problema es que no nos ofrece una alternativa satisfactoria. A su modo, Barth intenta comprender la divinidad y el ser de Cristo recurriendo únicamente a categorías intramundanas, basado en acciones humanas y eventos históricos. Aquí descubrimos de modo extraño la sombra de Kant: el pensamiento humano no se puede elevar especulativamente sobre las formas de este mundo y, por ello, Dios, en un acto de condescendencia, asume nuestra propia forma en su divinidad, como camino para mostrarnos cómo es Dios en sí mismo. Pensemos, por ejemplo, en el intento de Barth por interpretar toda la teología trinitaria y cristológica a la luz de la obediencia humana de Cristo (cf. CD IV, 1). En su explicación, descubrimos a Dios en la historia únicamente en la humanidad de Cristo y específicamente en la obediencia humana de Cristo. ¿Cómo pueden las acciones humanas de Cristo revelarnos qué es Dios? Para Barth, Dios ha creado este mundo de modo que la naturaleza humana de Cristo pueda revelarnos en qué consiste la divinidad de Dios desde toda la eternidad. Consecuentemente, el acontecimiento de la obediencia de Cristo en su muerte es la expresión de la misma vida del Hijo de Dios en su constitución eterna. Lo que la cruz nos revela es que el Hijo de Dios es eternamente obediente al Padre85. Pero el argumento va más allá: el acontecimiento de la pasión en el tiempo es de hecho un acontecimiento en la vida misma de Dios. Dios en su propia divinidad obedece y sufre. La misma divinidad de Dios puede padecer la muerte y recuperar la vida eterna. Así es, al menos, como algunos discípulos como Moltmann, Jüngel y Jenson han interpretado a Barth (probablemente con razón) al momento de presentar un retrato historicista de la divinidad de Dios86.

Esta perspectiva es obviamente distinta a la de Schleiermacher. El problema, sin embargo, es que tampoco es capaz de mantener la estructura clásica del pensamiento de Calcedonia. ¿Qué significa decir que Dios «existe» personalmente como ser humano en medio de nosotros? ¿Cómo deberíamos entender la diferencia entre la naturaleza humana de Cristo y su naturaleza divina? Ambas cuestiones apuntan a la necesidad de una metafísica de la analogía del ente: ¿en qué difiere la existencia de la persona del Verbo respecto a la nuestra? Por otra parte, debemos también examinar los distintos sentidos del término «naturaleza»: ¿cómo podemos atribuirla a la esencia humana de Cristo, en cuanto distinta de su esencia divina? Al intentar recuperar la ontología de Calcedonia en un contexto postkantiano, pero sin asumir la metafísica clásica, la «tradición» barthiana no puede responder adecuadamente a estas preguntas. Ha elaborado respuestas que son creativas, pero que son también ambivalentes en su significado.

Continuando con esta crítica, descubrimos que no deja de haber algo irónico en el modo como Barth trata las operaciones humanas de Jesús en cuanto reveladoras de su divinidad. Barth rechaza claramente esta idea del protestantismo liberal según la cual nuestra conciencia religiosa sería el lugar del encuentro entre lo divino y lo humano y, a pesar de ello, intenta encontrar el «sitio» de la unión hipostática en un extraño lugar: la identidad trascendente de Dios se nos revela en un acto voluntario de Cristo hombre (la sumisión libre y voluntaria de Cristo a Dios). Por consiguiente, lo mismo que con la conciencia pietista de Dios en el planteamiento de Schleiermacher (el sentimiento de absoluta dependencia), también aquí un «elemento» accidental del hombre Cristo (la autodeterminación consciente de Cristo) se transforma en el lugar privilegiado de la unión divino-humana. Barth intenta recuperar el sentido de la ontología cristológica clásica contra el protestantismo liberal, pero podría decirse que termina proyectando antropomórficamente un elemento de la vida humana creada en la divinidad.

Podríamos resumir el argumento de este modo: Schleiermacher rechaza la metafísica y recurre a la conciencia, mientras Barth rechaza la metafísica humana y recurre a una suerte de metafísica cristológica revelada. La estrategia de Barth, sin embargo, intentando escapar, al parecer, del reduccionismo de Schleiermacher, termina (irónicamente) transformándose en una aplicación de las categorías humanas e incluso (aún más irónicamente) estas categorías resultan pertenecer a la conciencia. Ahora bien, se pueden evitar estos problemas si aceptamos la posibilidad de una capacidad natural en el ser humano para la reflexión metafísica, siempre y cuando esta metafísica esté equipada con un sentido de la analogía, de modo que los elementos divinos no se reduzcan a los humanos87.

La teología clásica de Calcedonia, por tanto, puede responder tanto a Barth como a Schleiermacher al formular las siguientes preguntas. ¿Está asegurada la unión de Dios y el hombre en Cristo primera y principalmente por su obediencia o por algo más fundamental, es decir, por su identidad personal como Verbo hecho carne? ¿Cristo es obediente y padece en virtud de su divinidad o únicamente en virtud de su humanidad? ¿Existen en la naturaleza divina propiedades distintas de la esencia divina que le permiten atravesar una «historia» del desarrollo a través de actos de obediencia? Siguiendo la más sólida tradición patrística y medieval, podemos decir que Barth falla al momento de reconocer la doctrina de la actualidad pura de Dios88. Dios en su incomprehensible divinidad no está compuesto de potencia y acto y por lo mismo, no está sujeto al desarrollo accidental o al enriquecimiento progresivo89. En consecuencia, si queremos atribuir a Dios características propias del pensar o del querer humanos (incluso lícitamente), estas deben ser repensadas analógicamente cuando las atribuimos a su vida eterna, justamente para salvaguardar el sentido de su divina trascendencia90.

Al apelar a la doctrina de Dios como acto puro, no estoy asumiendo que la metafísica de Tomás de Aquino sea necesariamente correcta o que una versión particular de la metafísica clásica deba abrazarse si se quiere hacer hoy una teología cristiana consistente. Solo sugiero que, al margen de las buenas intenciones de Barth y Schleiermacher, ninguno resuelve adecuadamente el problema de cómo o hasta qué punto la ontología clásica es un elemento necesario para cualquier comprensión de la cristología de Calcedonia. ¿Podemos realmente recuperar esta tradición sin recurrir a las categorías y los conceptos ontológicos tradicionales para hablar de Dios, justamente en el modo en que un pensador postkantiano, de hecho, rechazaría? Si el misterio de Cristo debe entenderse en términos ontológicos, quizás la cristología moderna debería recuperar abiertamente el recto uso de la «metafísica del ser» y el lenguaje de la predicación analógica para hablar de Dios, aun cuando se oponga a las restricciones de Kant. (Volveré sobre este tema con más detalle en los capítulos 3 y 4).

Esta reconsideración de la «analogía del ente» nos permite acercarnos a la oposición problemática que aparece en la cristología moderna entre un polo excesivamente antropológico (representado típicamente por Schleiermacher) y otro exclusivamente cristológico (representado por Barth). La metafísica de santo Tomás postula que la mente humana está abierta en última instancia a trascender la historia, alcanzando su completa perfección solo por el conocimiento de Dios y la consideración analógica de los nombres divinos91. Esta apertura natural a la trascendencia de Dios es un signo de que el entendimiento humano es capaz de ser elevado gratuitamente al orden sobrenatural de la gracia e incluso a la visión beatífica92. En esta explicación, no hay oposición dialéctica entre la revelación cristológica del Dios Trinidad y nuestra auténtica plenitud antropológica. La teología de la persona humana y la teología cristocéntrica no se oponen metodológicamente, sino que se relacionan jerárquicamente. Dios revela quién es en Cristo, de modo que podamos asemejarnos a él por la contemplación de su misterio. Al descubrir a Dios en Cristo, también nos encontramos a nosotros mismos. «El Verbo de la vida[...] se hizo visible, y nosotros hemos visto, […] la vida eterna que estaba junto al Padre. [...] Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 1,1-2; 3,2).

Reflexiones tomistas sobre las condiciones de la cristología moderna

Dos reflexiones tomistas

En la primera parte de este capítulo se ha diagnosticado un problema, en esta segunda se pretende dar un remedio. En lo que sigue, quisiera abordar dos modos en que la cristología de Tomás de Aquino nos ofrece materiales para evitar las dos antinomias especulativas descritas anteriormente, cada una de las cuales ejerce gran influencia en la cristología moderna. Para hacerlo recurriré a algunas distinciones claves de santo Tomás tal como han sido interpretadas por tomistas contemporáneos. Por eso consideraré, en primer lugar, el tema de la posible armonización o integración de la investigación sobre la vida histórica de Jesús con la reflexión doctrinal de Calcedonia. En segundo lugar, consideraré la cristología de Calcedonia y la metafísica del ser y de los nombres divinos. Estas reflexiones son obviamente muy parciales, pero pretenden mostrar distinciones que están presentes en la obra de santo Tomás y que hablan elocuentemente de los problemas descritos más arriba. De este modo, nos señalan las formas en que una cristología moderna se puede concebir según los parámetros modernos. Y en este sentido, sirven también para los capítulos posteriores.

El Hijo encarnado e histórico: el objeto formal y material de la fe

Para responder a la primera pregunta, vamos a recurrir a una conocida distinción tomista (cf., por ejemplo, STh II-II q. 1, a. 1) entre el «objeto formal» de la fe y el «objeto material». El Aquinate escribe en dicho artículo:

El objeto de cualquier hábito cognitivo incluye dos cosas, a saber, lo que se conoce materialmente y esto es como su objeto material; y aquello por lo que se conoce, que es la razón formal del objeto. Así en la ciencia geométrica se conocen materialmente las conclusiones, pero la razón formal del conocimiento son los medios de la demostración por los que las conclusiones se conocen.

Al hablar del acto epistemológico de la fe, el objeto material es la realidad de lo que creemos por la gracia de la fe y hacia la que tendemos por la esperanza y la caridad. En último término, el objeto material es Dios mismo, en quien creemos y que se nos ha manifestado en Cristo. El objeto formal, por su parte, es el medio por el cual o gracias al cual tenemos acceso a Dios y a Cristo en el acto sobrenatural de la fe. Por decirlo más precisamente, el objeto formal es Dios mismo que se revela, el don del conocimiento de Dios que viene a nosotros mediante Cristo, y posteriormente a través de la transmisión de la verdad divina por la Escritura, la Tradición y el magisterio de la Iglesia93. Por la fe nosotros conocemos el misterio de la Trinidad y del Verbo encarnado que ha vivido en medio de nosotros por nuestra salvación. Lo conocemos por fe a través del medio u objeto formal de Dios mismo que se nos revela.

 

En su Comentario al De Trinitate de Boecio, lo mismo que en la Summa theologiae, santo Tomás recurre a esta distinción para explicar cómo es posible que conozcamos a Dios a través de este medio formal de la revelación y simultáneamente a través de otro medio formal, como lo es la especulación filosófica94. Las dos formas de conocimiento alcanzan el mismo objeto (Dios), pero no se da conflicto entre ambos, porque su modo de llegar a Dios se realiza de diverso modo (y según distintos grados de imperfección)95. Ahora bien, aunque ambas formas de conocimiento sean distintas, no es extraña la una a la otra, porque, como señala el Aquinate al inicio de la Summa theologiae, el conocimiento de Dios por gracia nos permite usar la gramática de la reflexión metafísica sobre Dios, asimilando las verdades de este discurso en una totalidad sapiencial más grande que es específicamente teológica. La sagrada doctrina puede usar la filosofía para ilustrar las verdades teológicas, tal como (analógicamente) la ciencia política puede usar del conocimiento militar para defender a los ciudadanos y los bienes materiales de un estado96. La reflexión metafísica humana sobre la simplicidad de Dios, su bondad, unidad, conocimiento o voluntad, por señalar algunos ejemplos, pueden utilizarse en un contexto que es específicamente teológico, sirviendo por ello para articular en términos más profundos y esclarecedores el misterio de la Trinidad97.

Esta distinción entre los dos objetos formales (que alcanzan el mismo objeto de dos modos distintos), fue el punto de partida para un desarrollo moderno del pensamiento tomista emprendido a principios del siglo XX por el dominico francés Ambroise Gardeil. Como respuesta a la llamada crisis modernista, Gardeil aplicó el análisis tomista sobre la relación entre fe e historia98. Esta fue la reflexión que transmitió a un estudiante suyo, Yves Congar y que podemos encontrar también en el libro clásico de Congar La Tradición y las tradiciones99. En la distinción entre el objeto material y formal, Gardeil percibió la base de muchas afirmaciones importantes relativas a la fe y a la historia.

En primer lugar, el estudio moderno, racional e histórico, con sus reconstrucciones hipotéticas sobre el Jesús histórico o sobre los caminos sinuosos de los desarrollos pasados de la doctrina de la Iglesia, enfoca el tema de Jesucristo o de la doctrina de la Iglesia desde un punto de vista distinto (bajo una formalidad diversa) al del depósito bíblico y eclesial de la fe en cuanto tal. Este primer estudio, aun cuando tiene en cuenta las afirmaciones de la revelación bíblica o las verdades filosóficas relevantes sobre el hombre, procede desde la base de la especulación histórica racional que comienza desde las certezas empíricas de los hechos históricos y procura deducir de estos hechos probables conexiones entre causas y efectos que puedan explicar los desarrollos posteriores100. Por su parte, el misterio de Cristo, tal como es entendido en la Escritura y en la Iglesia, tiene una formalidad distinta. El objeto de su estudio no es menos concreto en su naturaleza (pues nada más concreto que la encarnación y la resurrección de Cristo), pero esta forma de reflexión llega a lo profundo de la realidad y a los acontecimientos históricos causados divinamente a niveles que el sentido y la mera razón empírica no pueden percibir y que las reconstrucciones de la razón histórica (sin importar cuán formada filosóficamente esté) no pueden demostrar o verificar. El conocimiento teológico de los misterios de la fe está más próximo al conocimiento natural propiamente metafísico u ontológico que a las matemáticas o a las ciencias empíricas. Después de todo, el ser, la esencia, la unidad y la bondad se encuentran presentes en toda la realidad creada, pero no son objeto de la experiencia sensible. El misterio de Dios revelando en Cristo es así. Nosotros no podemos ver la divinidad con nuestros ojos, pero sí podemos alcanzarlo mediante un juicio intelectual. Formalmente hablando, el misterio es totalmente trascendente a la razón humana en cuanto tal (incluida la metafísica) y propiamente sobrenatural. En consecuencia, la metodología del estudio histórico-crítico moderno respecto a la vida de Jesús no se puede emplear para proporcionar los fundamentos para aceptar la verdad de la fe cristiana en cuanto tal. Estos fundamentos solo pueden recibirse sobrenaturalmente por la gracia y entenderse bajo esta luz101.

Debemos notar que el carácter sobrenatural de la «ciencia» teológica fue algo que tanto Kähler como Barth entendieron correctamente y que defendieron contra el pretendido intento del liberalismo protestante de hacer derivar los principios fundamentales de la cristología a partir del moderno estudio de la historia. [Una crítica similar se puede encontrar en John Henry Newman contra el intento anglo-católico de derivar las normas de la doctrina católica a partir del estudio personal de la historia de la doctrina102]. No obstante, la aceptación del realismo sobrenatural no implica que el objeto material de la fe (en este caso el misterio de Jesucristo) no pueda ser también comprendido de un modo complementario mediante el recurso al «medio formal» del estudio histórico sobre Jesús, el estudio histórico de la eventual formación del canon del Nuevo Testamento, de la doctrina eclesial, etc. Al contrario, estas formas de conocimiento pueden contribuir a una mejor comprensión del objeto material que estamos considerando (Jesús de Nazaret), pero solo en la medida en que enriquecen los «datos» originales de la revelación divina; en cuanto iluminan los principios de la ciencia teológica, no como si los demostraran103. El estudio histórico puede aprovecharse después del dato, por decirlo de alguna manera, al servicio de la fe teológica para investigar más a fondo cómo los principios de la fe fueron revelados, dados o recibidos en los contextos históricos posteriores104. La reflexión histórica también nos puede hacer más sensibles frente a algunos aspectos de la vida de Jesús de Nazaret, y tal conocimiento puede a su vez invitarnos a una reflexión más profunda. El misterio ontológico del Verbo encarnado implica unas condiciones histórico-culturales como dimensiones intrínsecas de su realidad que pueden ser estudiadas racionalmente, y por esta razón, el conocimiento de estas circunstancias empíricas e histórico-culturales de Cristo nos invita a una más profunda reflexión sobre el misterio del Verbo encarnado. En último término, sin embargo, ninguna de estas circunstancias de la vida de Cristo puede ser completamente entendida excepto por el recurso a la fe sobrenatural, puesto que solo en este nivel alcanzamos el núcleo ontológico más profundo de su persona. Por consiguiente, el estudio histórico no nos permite determinar lo que sostiene la fe, aunque nos puede ayudar a clarificar qué es razonable creer y qué no lo es con relación al modo histórico en que un misterio tal fue desvelado históricamente.