El Señor encarnado

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Conforme a la presentación que Lucas hace de la conversión de san Pablo, descubrimos también la idea de que el discípulo de Cristo de algún modo está en el Señor39. Aquellos que persiguen a la Iglesia persiguen a Cristo. Este tema neotestamentario sobre la incorporación al Señor manifiesta claramente la idea de su divinidad. Por gracia podemos ser incorporados a Cristo y, en consecuencia, a la vida de Dios. «La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con tu espíritu» (Fil 4,23); «mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor» (Col 3,18); «considera el ministerio que recibiste en el Señor, para que lo cumplas» (Col 4,17); «ahora sí que vivimos, pues permanecéis firmes en el Señor» (1Ts 3,8). Hay una identidad colectiva de Cristo a la que otros se pueden incorporar, porque Cristo es el «Señor» en quien el discípulo reside por el don de la gracia40. Podemos morir «en Cristo» (cf. 1Co 15,18-20). El Apocalipsis se refiere a Dios Padre y también al Cordero como «Señor» en quien los bienaventurados han puesto su morada. «Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario» (Ap 21,22). Viéndolo todo por la luz del Cordero, los bienaventurados «no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22,5)41.

Lo que aparece inevitablemente en todos estos pasajes es la pregunta: ¿qué queremos significar cuando afirmamos que Jesús de Nazaret es el Señor, el Dios de Israel? Y podemos también reformular esta pregunta de modo que hagamos referencia explícita al sujeto personal que es Cristo: ¿qué significa para Dios, nuestro Señor, ser personalmente un hombre? Nótese que ya no estamos hablando aquí del Hijo como causa de la creación, sino del Hijo encarnado. ¿Cómo Cristo es a la vez Dios y hombre? Hacer esta pregunta es entrar en un misterio central del Nuevo Testamento, el misterio que posteriormente la teología designará como «unión hipostática». En el cristianismo primitivo, el título de «Señor» aplicado a Cristo como sujeto personal contiene las semillas de este desarrollo teológico. Nos empuja a pensar la unidad personal de Cristo como aquel que es Dios y hombre, como Señor que es uno con el Padre y también como Señor crucificado. Solo una cristología que atienda directamente al problema ontológico es capaz de una reflexión así y, sin embargo, si yerra en esta reflexión, el Nuevo Testamento permanece radicalmente ininteligible.

La naturaleza humana

El Nuevo Testamento se ocupa no solo de la divinidad de Cristo, sino también de la integridad de su naturaleza humana, su desarrollo y sus operaciones. Los evangelios y las cartas toman en serio la realidad y la estructura de la naturaleza humana de Cristo. La carta a los filipenses, por ejemplo, dice que «siendo de condición divina» tomó «la condición de esclavo» (cf. Flp 2,6-7), significando así la naturaleza humana que Cristo comparte con Adán. Mientras Adán en el pecado original rechazó servir a Dios, Cristo ha venido en la forma del siervo doliente (cf. Is 53,11-12) para reparar o restaurar la naturaleza humana, revirtiendo así la desobediencia de Adán que había dejado a los hombres en un estado de naturaleza caída42. El presupuesto narrativo, por tanto, es que Cristo comparte de algún modo lo que es común a Adán y a todos los seres humanos, la naturaleza o esencia que cada uno posee. El Concilio de Calcedonia no dudó en leer el pasaje citado más arriba de este modo:

[Este concilio] resiste a los que piensan en una mescolanza o confusión de las dos naturalezas de Cristo; expulsa a los que tienen la necedad de considerar celestial, o de cualquier otra substancia, aquella forma humana de siervo que asumió de nosotros; y excomunica, finalmente, a los que cuentan fábulas de dos naturalezas del Señor antes de la unión y de una sola después de la unión43.

Las teorías tanto de Apolinar como de Eutiques son aquí rechazadas, pues cada uno concibió (aunque de diverso modo) la unidad de lo divino y lo humano en Cristo según una única naturaleza44. Al mantener la distinción de naturalezas, el Concilio fue coherente con el testimonio bíblico relativo a la integridad de la naturaleza humana de Cristo. Ahora bien, la afirmación de las dos naturalezas en una persona suscita a su vez cuestiones profundas de tipo ontológico: ¿cuál es la relación entre las propiedades esenciales de la naturaleza humana y la personalidad individual?, ¿cómo debemos entender (lógica y ontológicamente) la relación entre las propiedades individuales de un sujeto personal (Pedro, Pablo, Jesús) y la naturaleza que es común a todos ellos?, ¿en qué consiste esta última? Nos encontramos aquí con temas especulativos que están en el corazón de la cristología neotestamentaria y que solo pueden ser abordados desde una abierta reflexión metafísica sobre las Escrituras.

Ahora bien, este tema no solo es importante por razones especulativas. La reflexión cristológica sobre el contenido normativo de la naturaleza humana está completamente relacionada con la reflexión del Nuevo Testamento sobre la forma práctica de la redención humana. En efecto, una de las premisas básicas del cristianismo primitivo era que normalmente los humanos yerran en la comprensión adecuada de lo que son. Están incapacitados, por la condición de su naturaleza caída, para descubrir el sentido último de su existencia y, por lo mismo, imposibilitados para orientar sus vidas hacia Dios como a su verdadero fin (cf. Rm 1,18-32)45. Por ello, solo Cristo puede revelar plenamente a la persona humana qué es y para qué está hecha radicalmente, a la luz del misterio de la adopción filial por la gracia46. Ahora bien, esto significa que la revelación de Cristo también debe corregir los múltiples errores del entendimiento humano, tanto prácticos como especulativos, que tienden a corromper el pensamiento humano caído con respecto a lo que significa ser hombre. Si esto es así, entonces la salvación de la persona humana depende en gran medida de una recapitulación cristológica y teocéntrica de la propia comprensión de la naturaleza humana. El estudio de la naturaleza humana de Cristo es algo ontológico, pero también posee una finalidad eminentemente práctica, pues se ordena a una recta comprensión del sentido de la existencia humana.

Por último, un estudio cristológico del sentido de la naturaleza humana también debe atender al tipo de vida que llevó Cristo: sus acciones y sufrimientos. Estas acciones proceden del amor de Cristo, de su obediencia y de la humildad de su corazón. A su vez, estas acciones dependen de una forma única de conocimiento profético que caracteriza el conocimiento de Jesús. Cristo ve el bien y lo busca libremente de una manera única y perfecta. Sus pensamientos y sus actos humanos, por tanto, son luminosos en la medida que nos revelan una naturaleza humana radiante de perfección espiritual y moral, «llena de gracia y verdad» (Jn 1,14)47. Esta revelación de la perfección humana alcanza su culmen en el misterio pascual. Aquí Jesús aparece sujeto a un sufrimiento y a una muerte insoportables, pero también transformado en una nueva vida de gloria en el misterio de la resurrección. En palabras del Concilio Vaticano II, «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor […]. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre»48. ¿Cómo debemos pensar, por tanto, en el cuerpo físico y en el alma espiritual de Cristo en su pasión, muerte y resurrección? ¿En qué sentido nos invitan estos eventos a comprender nuestra propia naturaleza humana de un modo cristológico? La cristología conduce inevitablemente a la escatología, pero al mismo tiempo, nos invita a formular las preguntas fundamentales sobre la estructura natural de la persona humana y de su destino final.

La comunicación de idiomas

La comunicación de idiomas empieza en el Nuevo Testamento. «Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido, pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria» (1Cor 2,7-8). Pablo expresa que el Señor fue crucificado y así afirma implícitamente que todos los atributos humanos y los sufrimientos de Cristo deben ser atribuidos al Señor como a su sujeto. Siguiendo la misma lógica, los atributos divinos que pertenecen a Cristo en cuanto Dios, deben también ser atribuidos al mismo sujeto, ya que Cristo es una única persona, Dios y hombre a la vez. Así lo vemos en el «himno cristológico» citado también más arriba:

El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2,6-11).

El pasaje comienza con el sujeto preexistente, el Hijo de Dios, que tomó la condición de esclavo (naturaleza humana) y que en sus acciones humanas se humilló a sí mismo y fue obediente. Esta misma persona es el sujeto pasivo de la crucifixión, muerte y exaltación, pero también quien recibe una manifestación pública de su identidad como Señor. Es el mismo sujeto, nuestro Señor Jesucristo, quien vino al mundo, que fue obediente, que murió crucificado y que es exaltado en su resurrección.

Mi lectura de este pasaje puede ser controvertida, aunque expresa la posición mayoritaria de los exégetas, tanto antiguos como modernos, respecto al tema central del texto. Para nuestro propósito, sin embargo, el punto clave se refiere al problema del sujeto. Sea como sea que entendamos aquí la secuencia relativa a una posible preexistencia de Jesús y a un eventual reconocimiento de su identidad divina, lo que está inequívocamente claro es que solo hay un sujeto al cual se le atribuye todo esto. Cristo es de condición divina y también de esclavo. Él es el sujeto tanto de la muerte como de la exaltación y es él quien recibe el nombre sobre todo nombre, el nombre del Dios de Israel. Consecuentemente, es claro que tanto las propiedades divinas como humanas se atribuyen a su única persona.

 

Deberíamos poner en tela de juicio, por tanto, la idea de que este desarrollo de la tradición con respecto a la comunicación de idiomas (la atribución de propiedades divinas y humanas a la única persona de Jesús) es una proyección externa y extraña de la «teología patrística griega» sobre el Nuevo Testamento. El Concilio de Éfeso, por ejemplo, insistió en que no había dos sujetos en Cristo, uno humano y otro divino49. Por ello es correcto decir que la Virgen María es la «Madre de Dios» o Theotokos, porque ella dio a luz verdaderamente a un hombre que es la persona del Verbo hecho carne. De manera semejante, podemos y debemos hablar de Jesús de Nazaret como «Dios crucificado», porque el hombre que fue crucificado en tiempo de Poncio Pilato es de hecho el Hijo de Dios50. Cristo fue crucificado en su cuerpo humano y sufrió física y espiritualmente en virtud de su naturaleza humana. Pero es el mismo Verbo, Jesucristo, quien es verdadero sujeto de estos sufrimientos. ¿Acaso estas afirmaciones son extrañas a la Biblia? Claramente no. El evangelio de Mateo presenta a los «magos» venidos de oriente que encuentran al niño Jesús «con María, su madre» y añade que «cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). El sujeto que recibe la adoración es Dios y María es la madre humana de esa persona. Lo mismo Isabel en el evangelio de Lucas: «¿quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43). María de Nazaret es presentada aquí como la madre del Señor. Lo mismo para la crucifixión de Dios, lo cual es evidente a partir de la cita de san Pablo con la que comenzamos esta sección: Jesús crucificado es el «Señor de la gloria» (1Cor 2,8). El evangelio de Juan presenta una teología similar. Jesús dice a sus interlocutores escépticos «cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo soy» (Jn 8,28). La designación de sí mismo que hace Jesús como «Yo soy» (ego eimi) nos remite implícitamente al nombre divino del Señor tal como aparece en el Antiguo Testamento51. Es el Señor quien es levantado en la cruz. Es Dios quien es crucificado.

Todos estos pasajes apuntan a un misterio ontológico más profundo. ¿Cómo puede Dios Hijo (el Verbo) subsistir como un ser humano, tener una naturaleza humana, incluso cuando conserva las prerrogativas de su identidad y de su naturaleza divinas? Cristo es capaz de curar enfermos, resucitar muertos y perdonar pecados. Cristo también es sujeto de sufrimientos, de la muerte y de la resurrección de entre los muertos. El sujeto que actúa es uno, pero actúa como Dios y como hombre, capaz de hacer simultáneamente lo que solo Dios puede hacer y de sufrir lo que solo un hombre puede sufrir. Aproximarse a este misterio en toda su profundidad es aproximarse al corazón del Nuevo Testamento. Pero esta aproximación solo es posible si está enraizada en un modo propiamente metafísico de reflexión cristológica.

Un estudio tomista de cristología

Este libro intenta responder a una serie de preguntas de cristología fundamental y bíblica. ¿Qué significa decir que Cristo es el Hijo de Dios hecho hombre? ¿Qué significa atribuir a Cristo una naturaleza humana completa? ¿Cuál es la relación ontológica entre las naturalezas divina y humana en Cristo y cómo esta específica correlación nos remite a la analogía del ente entre la naturaleza humana creada y el Creador? ¿Exige una teología realista de la encarnación un recurso implícito a una reflexión de teología natural? ¿Podemos decir que Cristo en cuanto hombre sabía que era Dios? Y suponiendo que sí lo sabía, ¿cómo era posible? ¿Siguió su voluntad humana siempre las inclinaciones u operaciones de la voluntad divina? ¿Abandonó el Padre a Jesús en la pasión? ¿Qué significa decir que Cristo se «despojó de sí mismo» en la pasión (cf. Flp 2,7)? ¿Renunció acaso a una parte de su divinidad? ¿Qué significa que el Hijo de Dios experimentó la muerte humana y que «bajó a los infiernos»? ¿Padeció Cristo la condenación? ¿En qué sentido la resurrección ilumina la condición humana y nos revela de este modo el sentido de nuestra existencia?

Responder a estas cuestiones implica referirse a un conjunto de temas ontológicos comunes: las nociones de persona divina o hipóstasis, de naturaleza divina y humana, de cuerpo humano y material y de alma inmaterial, de gracia y de visión beatífica, de entendimiento divino y humano y de coordinación de las dos voluntades de Cristo. El uso de estas nociones tiene por objeto manifestar la tesis principal de este libro: la cristología escolástica tiene una importancia perenne para una comprensión recta de los misterios centrales del Nuevo Testamento, es decir, de la encarnación y de la redención. Por eso, estas nociones se emplean en discusión con los temas predominantes de la cristología moderna, para destacar precisamente cuán profundamente puede la herencia tomista contribuir en la reflexión sobre la persona de Cristo. La permanente relevancia del Aquinate para la cristología resplandece en el contexto de las discusiones cristológicas modernas.

La estructura de este libro sigue, de un modo aproximado, el orden del tratado de cristología que Tomás de Aquino desarrolló en la Summa theologiae. Ahí, el Aquinate comienza con la cuestión «por qué Dios se hizo hombre», para mostrar los motivos centrales o «razones de conveniencia» de la encarnación (cf. STh III, q. 1). Considera luego la persona de Cristo y la ontología de la unión hipostática, al tiempo que aborda el hecho de que esta unión ocurre en dos naturalezas, la divina y la humana (qq. 2-6). El punto central que nos interesa es que la unión hipostática para santo Tomás es el primer principio a partir del cual la cristología se desarrolla y a la luz de la cual obtiene su más profunda inteligibilidad. ¿Quién es Cristo? Es el Señor encarnado, el Verbo de Dios hecho plenamente humano sin dejar de ser Dios.

La siguiente sección de la Summa considera la gracia de Cristo en cuanto hombre (qq. 7-8) y el modo como esta gracia afecta sus operaciones intelectuales y volitivas en cuanto hombre (qq. 9-16, 18-19). ¿Cómo sabe Cristo en cuanto hombre lo que pertenece a su misión como redentor del género humano? ¿Qué implica para su voluntad humana estar completamente de acuerdo como hombre con las intenciones de su voluntad divina como Dios? ¿Cómo entender la obediencia y la oración de Cristo? (qq. 20-21). Este orden de proceder es perfectamente lógico, pues como dice Tomás de Aquino, agere sequitur ad esse: el obrar sigue al ser52. La actividad de un ente procede de su subsistir como un ente determinado. Un animal racional produce actos de deliberación racional y de elección. Análogamente, el Verbo encarnado, Jesús, que es Dios y hombre, obra como uno que es a la vez divino y humano. Puede tocar el rostro del ciego y puede curarlo efectivamente de su enfermedad. Sus acciones son, técnicamente hablando, «teándricas» o divino-humanas; son las acciones del Dios humanado53. Pero estas acciones dependen de quién es Cristo. La ontología es la base de la operación54.

Siguiendo esta lógica, después de abordar la composición ontológica de Cristo y de su acción, santo Tomás trata el tema de su vida histórica. Comienza con la concepción y el nacimiento de Jesús (qq. 31-36) y considera en detalle su vida apostólica. Su estudio alcanza su culmen en el examen de la crucifixión de Cristo, de su muerte, sepultura y de su resurrección (qq. 46-59). Los misterios de la vida de Cristo se derivan de su persona y son expresión de su identidad. Ahora bien, no hay que olvidar que estos misterios ocurren en el tiempo y se manifiestan por medio del desarrollo real de la vida humana de Cristo. La ontología de la persona de Cristo y el sentido íntimo del misterio pascual están, por tanto, mutuamente interrelacionados. Es precisamente en su total desarrollo humano (y especialmente en el misterio pascual) donde la identidad divina de Cristo y el sentido último de su misión se hacen manifiestos.

El hilo argumental de nuestro trabajo sigue este esquema mental de un modo particular y selectivo. El libro está dividido en dos partes: la primera trata el misterio de la encarnación y la segunda, el misterio de la redención. Tiene además un prolegómeno y una conclusión que enmarcan todo el trabajo. En el prolegómeno formulamos una pregunta a modo de introducción: ¿qué significa hablar de una cristología tomista y moderna?, ¿cuáles son los factores claves que caracterizan una cristología moderna y cómo una investigación cristológica de inspiración tomista puede situarse (crítica y creativamente) en relación con ella? En esta parte dialogo con Friedrich Schleiermacher y Karl Barth como dos exponentes muy distintos, aunque interrelacionados, de la teología moderna, y propongo como respuesta a cada uno de ellos una serie de tesis claves relativas al carácter ontológico e histórico de la cristología. Esta introducción establece el marco para la argumentación teológica y metafísica que constituye el cuerpo del libro. A diferencia de Schleiermacher y Barth, la cristología moderna debería constituirse como una cristología calcedoniana que respetase completamente las dimensiones ontológicas del misterio de Cristo como el Hijo de Dios que subsiste en dos naturalezas, la divina y la humana. Y debería hacerlo de un modo que respetase también las legítimas contribuciones de la moderna reflexión histórico-crítica sobre la persona de Jesús de Nazaret en su contexto histórico.

En esta línea, la primera parte de este libro intenta recuperar este modo de reflexión genuinamente ontológico sobre Jesús en una discusión crítica con varias corrientes cristológicas modernas y contemporáneas. El capítulo primero trata de la unión hipostática y de la gracia de Cristo, adoptando abiertamente el mismo punto de partida del Aquinate. ¿Quién es Jesucristo? Para abordar esta cuestión debemos tratar de la unión hipostática. En este punto sostengo que el modo como Karl Rahner aborda el tema de la unión hipostática es, en realidad, profundamente problemático. El pensamiento de Rahner ha tenido una influencia profunda en la cristología católica moderna, pero, de hecho, se parece en algunos puntos claves a una forma de pensar medieval y escolástica que santo Tomás condenó como «nestoriana». ¿Es posible que un pensamiento de tendencia nestoriana tenga una influencia predominante en varias corrientes contemporáneas de cristología católica? Me parece que esto es así y creo que la ontología que usa Tomás de Aquino para explicar la unión hipostática nos ayuda a diagnosticar y corregir el carácter problemático del pensamiento rahneriano en esta materia.

El segundo capítulo del libro se centra en la cuestión sobre la esencia o naturaleza humana de Cristo. El Concilio Vaticano II, en Gaudium et Spes 22, proclamó que el misterio de la existencia humana solo puede ser plenamente entendido a la luz de la encarnación y del misterio pascual de Jesús de Nazaret. ¿Cuál es, por tanto, la relación entre la comprensión metafísica de la naturaleza humana común a todos los hombres, y la comprensión histórica y cristológica de la naturaleza humana de Cristo? Aquí me opongo a las ontologías historicistas de Karl Rahner y de Marie-Dominique Chenu, para argumentar que solo una metafísica de la naturaleza humana que defienda la existencia de características invariables en el ser humano a lo largo del tiempo puede permitir una teología histórica sobre la economía divina que subraye las perfecciones salvíficas singulares de la naturaleza humana de Cristo. La cristología y la metafísica se refuerzan mutuamente, no son incompatibles entre sí.

El tercer capítulo de este libro aborda el tema de la analogía del ente. Concretamente, ¿cómo puede la naturaleza humana de Cristo asemejarse ontológicamente a su naturaleza divina? En este problema, el libro establece un diálogo ecuménico con la crítica a la metafísica de santo Tomás realizada por Karl Barth y su discípulo Eberhard Jüngel. Estos sostienen que una metafísica tomista de la analogía del ente constituye necesariamente un obstáculo en la comprensión recta de Jesucristo y de la causalidad creativa de Dios. Yo argumento, por el contrario, que la comprensión del Aquinate respecto de la analogía y de la semejanza ontológica es condición necesaria para salvar correctamente la trascendencia divina que Barth y Jüngel pretenden defender.

 

El cuarto capítulo continúa el mismo tema. Algunos teólogos católicos, como Gottlieb Söhngen y Hans Urs von Balthasar, intentaron responder a la crítica de Barth sobre la teología filosófica practicada por los católicos. Estos argumentaron que una auténtica teología natural puede ser articulada dentro del quehacer teológico como una dimensión intrínseca de una cristología que mantenga las dos naturalezas de Cristo. La cristología se presupone a la teología natural, pero esta última posee su propia autonomía como una forma auténtica de razonamiento. Sin aceptar ni rechazar los presupuestos de Söhngen y Balthasar, argumento, a mi vez, que es necesario hacer un corolario a su proposición. Si somos capaces, por gracia, de pensar teológicamente en la realidad de la encarnación, entonces es un presupuesto necesario de este hecho que somos naturalmente capaces de pensar de un modo filosófico en el creador por la analogía de los nombres a partir de la creación. En otras palabras, una cristología ortodoxa de ningún modo es reductible a una teología natural, pero tampoco es posible sin ella.

El quinto capítulo trata de los actos intelectuales y voluntarios de Cristo. ¿Sabía Jesús en cuanto hombre que era Dios? Y si lo sabía, ¿cómo lo sabía? Aquí entro en discusión con críticas contemporáneas a la posición de santo Tomás. El Aquinate sostuvo que Jesús de Nazaret poseía visión beatífica en su vida terrena. Basado en este principio, argumento que dicha visión es un prerrequisito para una correcta comprensión del misterio del conocimiento de Cristo respecto a su propia identidad divina, su actividad voluntaria, su obediencia humana y su oración. ¿Cómo puede ser que Cristo poseyera a la vez una voluntad divina y humana y que existiera siempre entre ellas una profunda concordia? ¿Cómo debemos entender la verdadera historicidad humana y el desarrollo de la «conciencia» de Jesús a la luz de la afirmación clásica de las dos voluntades de Cristo?

La segunda mitad de este libro examina el misterio de la redención. Si la «estructura» de la encarnación se aborda en la primera parte, el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús se trata en la segunda. Este estudio comienza en el capítulo sexto con el estudio de la obediencia de Cristo. La idea de obediencia ha sido central en las cristologías modernas, desde Barth y Balthasar hasta Moltmann y Pannenberg. Todas estas teologías atribuyen algún tipo de obediencia no solo a la voluntad humana de Cristo, sino también a la divina. En este sentido, quieren argumentar que lo que ocurre en la pasión es una expresión de lo que Dios es eternamente en sí mismo. Cristo en su divinidad es eternamente obediente al Padre. Pero ¿qué quiere decir esto? ¿Podemos afirmar esto y mantener también la afirmación central sobre la unidad divina tal como es proclamada por el Concilio de Nicea? En este capítulo critico esta posición cristológica de la «divina obediencia» presente en la teología moderna. Argumento que el modo como el Aquinate trata la obediencia humana de Cristo nos ofrece la posibilidad de alcanzar una posición más equilibrada. Las acciones humanas de Jesús en su vida histórica y en su pasión son un indicativo de su identidad divina y de su eterna relación con el Padre, porque lo recibe todo del Padre. Ahora bien, solo es metafórica y no literalmente verdadero decir que el Hijo de Dios en cuanto Dios es obediente al Padre. La distinción de naturalezas debe mantenerse incluso cuando afirmamos sin ambigüedad que la Trinidad se nos revela mediante las acciones y sufrimiento de la humanidad santa de Jesús.

El capítulo séptimo trata sobre la pasión de Cristo y en particular sobre su grito de abandono. ¿Qué significa esta exclamación de Cristo en la cruz: «Dios mío, por qué me has abandonado» (Mc 25,34)? ¿Es compatible esta afirmación con esta otra (también de la Biblia): «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5,19)? ¿Es compatible con la enseñanza católica tradicional que sostiene que Cristo tuvo visión beatífica en su vida terrestre? El objetivo aquí es descubrir la unidad orgánica entre una teología de la unión hipostática y una teología de la cruz. Pensarlas como yuxtapuestas o en tensión dialéctica equivale a no entenderlas. Al contrario, ambas están orgánicamente interrelacionadas y son mutuamente complementarias en la comprensión de quién es Cristo.

El capítulo octavo examina el misterio de la muerte de Jesús en estrecha referencia a la idea de la «kénosis» de Cristo o anonadamiento. La teología kenótica moderna ha argumentado que la muerte de Jesús alcanza la identidad misma de Dios, al punto de afectar realmente su divinidad. El mismo Dios es sujeto, de algún modo, a la muerte en el misterio de la crucifixión. En esta línea examino diversas explicaciones de esta idea, tomadas de Wolfhart Pannenberg, Eberhard Jüngel y Hans Urs von Balthasar. En contraposición a esta perspectiva, argumento que el Hijo de Dios en cuanto Dios no padece ninguna forma de disminución ontológica ni alienación en el transcurso de la pasión. Una comparación entre la moderna tradición kenótica y la explicación clásica de la muerte de Cristo tal como la presenta Tomás de Aquino nos permite ver hasta qué punto son dos formas de reflexión cristológica muy diferentes y por qué las implicaciones soteriológicas de ambos puntos de vista son de gran importancia para la teología.

Los capítulos noveno y décimo examinan respectivamente el descenso de Cristo a los infiernos y su resurrección de la muerte. En el primero de estos dos capítulos hago una comparación de la teología de Hans Urs von Balthasar y la de Tomás de Aquino con respecto al tema del descenso a los infiernos. ¿Cuáles son las motivaciones claves que subyacen en las teologías de cada uno de ellos? ¿Cómo entienden la separación del alma y del cuerpo que ocurre en la muerte? ¿Qué es el «infierno» en cada caso y qué función soteriológica parece tener el descenso a él? En este capítulo sostengo que la ausencia en Balthasar de una doctrina clara sobre el alma inmaterial afecta su explicación de este misterio de manera grave. El descenso a los infiernos viene a ser algo transtemporal o ahistórico. Por otra parte, el Aquinate tiene una doctrina mucho más profunda y coherente sobre el descenso de Cristo a los infiernos, que le permite atribuir a este misterio una función soteriológica tradicional de relevancia universal, de modo particular con aquellos que murieron en estado de gracia antes de la existencia histórica de Cristo como hombre.

El capítulo décimo concluye este estudio de la vida histórica de Cristo considerando el misterio de su resurrección de la muerte. ¿Qué significa decir que Jesús no solo volvió de la muerte, sino también que, después de la muerte, ha experimentado la reconciliación del cuerpo con el alma y que su cuerpo ha sido transformado en un estado glorioso y resucitado? ¿En qué sentido la resurrección revela la perfecta humanidad y divinidad de Cristo? Aquí entro en discusión con dos teologías modernas muy influyentes. Por una parte, está la teología de Rudolph Bultmann sobre la resurrección que pretende desmitologizar dicho evento, eliminando cualquier referencia física a la resurrección de Jesús. Por otra, la teología de Karl Rahner considera la muerte como la total aniquilación de la persona humana (cuerpo y alma) y la resurrección como una suerte de total recreación de la persona que sigue inmediatamente a la muerte (la llamada teoría de la muerte-en-la-resurrección). Joseph Ratzinger ofrece críticas importantes a ambos modos de pensar, recurriendo en particular a la teoría hilemórfica de Tomás de Aquino. Por eso en este capítulo sigo a Ratzinger al momento de entrar en la escatología de Tomás de Aquino. ¿Cómo ilumina la resurrección de Cristo el sentido de la condición humana? ¿Cómo se revela Cristo como Hijo de Dios a través de la resurrección de su humanidad?