El Señor encarnado

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Introducción: La ontología bíblica de Cristo

La fe católica afirma que Jesús de Nazaret es el Hijo eterno de Dios Padre, que se hizo hombre y que sufrió por la redención del género humano. Sostiene además que este mismo Jesús que fue crucificado bajo Poncio Pilato, ahora vive porque ha resucitado de la muerte y ha sido glorificado en su cuerpo humano de modo que ya no puede morir. Estas verdades, como sostiene la Iglesia Católica, poseen una importancia fundamental para todos hombres, porque solo es posible comprender el significado último de la existencia humana a la luz del misterio de Cristo Jesús.

Sin duda son afirmaciones audaces, escandalosas para muchos. Los primeros cristianos estuvieron dispuestos a morir por ellas. En el mundo intelectual de la Europa medieval fueron objeto de acaloradas discusiones, suscitadas normalmente con el deseo de responder a las objeciones formuladas por las religiones no cristianas. En la modernidad, se consideraron como pasadas de moda o incluso fueron despreciadas en importantes corrientes de la cultura occidental. Está claro que ya no ocupan el lugar que tuvieron (incluso hasta el siglo XVIII) como principal criterio de verdad en el pensamiento universitario. De hecho, muchas de las doctrinas filosóficas que han influido en la cultura moderna han nacido en directa oposición con las afirmaciones dogmáticas clásicas del catolicismo respecto, por ejemplo, a la persona de Cristo, el pecado original, la realidad de la gracia o la autoridad de la revelación divina.

Sin embargo, al margen de la crítica histórica del cristianismo, ya sea antigua, medieval o moderna, su enseñanza sobre la persona de Cristo sigue siendo todavía hoy un tema poco estudiado. De hecho, puede decirse sin exageración que el conocimiento teológico sobre el cristianismo y la persona de Cristo en la moderna cultura europea y americana es muy pobre. Y esto es así tanto para la cultura académica como para la popular. Quizás se podría presentar una objeción contra esta última afirmación. En efecto, ¿no es evidente la práctica del cristianismo a nuestro alrededor y en casi todo el mundo? Una objeción de este tipo, sin embargo, sugiere la presencia casi indetectable de una confusión entre lo que se considera generalmente como cristiano en la cultura (lo cual incluiría algún tipo de práctica intencional del mismo) y un conocimiento teológico más profundo del cristianismo de tipo histórico y sistemático. En nuestro tiempo, aunque la influencia del primero es predominante, raramente se encuentra el segundo modo de conocimiento. Son muy pocos los estudios teológicos serios sobre el cristianismo clásico en general y sobre la persona de Jesús en particular. Lo cual no significa, sin embargo, que no tengan valor.

Ahora bien, la teología no solo es interesante a nivel intelectual, sino también profundamente iluminadora. Ella, en efecto, considera la realidad bajo la luz de la Santísima Trinidad. Por lo mismo, cuando se practica con rigor, la teología normalmente amplía las perspectivas, no las cierra; es cosmopolita y no localista. ¿Por qué? Porque busca entender el mundo a la luz de Dios y Dios es, entre otras cosas, el horizonte más amplio para el pensamiento humano. Cualquier cosa puede entenderse como relativa al misterio de Dios, porque Dios es la causa primera y el fin último de todas las cosas. Consecuentemente, la teología busca explicar el mundo con referencia al último parámetro del pensamiento humano. Los teólogos medievales notaban con acierto que justamente por esto la teología podía considerarse «ciencia» por derecho propio, porque tenía su propio objeto de investigación: Dios y todas las cosas consideradas a la luz de Dios1.

Al mismo tiempo, la teología debe también respetar e incluso asimilar los legítimos desarrollos de las ciencias inferiores, esto es, asimilar las conclusiones de la filosofía, de los estudios históricos y de las ciencias modernas2. Cuando es confrontada con argumentos que provienen de estas disciplinas, la teología debe ofrecer respuestas paciente y razonablemente. Ahora bien, aun cuando la teología posee una autonomía real en su propia materia, no por eso es completamente extraña a la razón ordinaria ni totalitaria en sus impulsos epistemológicos. Es una disciplina sapiencial e inclusiva que busca alcanzar todo lo verdadero, pero es un conocimiento humano inferior en relación con la primera y última verdad respecto de Dios.

A diferencia de las formas naturales de conocimiento, la teología es una ciencia basada en los principios de la revelación divina. La verdad revelada por Dios es dada libremente y como tal trasciende los límites de la razón humana ordinaria. Por ello, los misterios del cristianismo no pueden ser demostrados o refutados con una argumentación filosófica o científica3. Es posible, sin embargo, mostrar su congruencia y conexión armónica con las conclusiones filosóficas, científicas y éticas del realismo4. Más aún, aquello que es revelado por Dios está lleno de sabiduría y tiene su propia inteligibilidad intrínseca5. Los misterios del cristianismo son profundamente inteligibles, aunque sobrenaturales, y por eso pueden ser estudiados y comprendidos en sí mismos. En este sentido, el estudio de la teología posee una naturaleza más especulativa que práctica6. Ciertamente provee a la prudencia humana de una orientación práctica (¿por qué existimos?, ¿qué debemos hacer?, ¿cómo debemos vivir?), aunque de modo más radical, la teología intenta dar sentido a la realidad a la luz de lo que es máximamente real. La teología trata de la verdad primera y última, del Alfa y la Omega. Y es en este sentido que la inclinación profundamente especulativa de la teología adquiere también una dimensión práctica7: es una invitación a tomar todas nuestras decisiones fundamentales a la luz de lo que es realmente esencial.

Cristología ontológica

Este es un libro de teología especulativa. Trata sobre Jesucristo y las afirmaciones fundamentales de la teología católica respecto a su persona. El objetivo de este trabajo es comprender qué significa el misterio de la encarnación y cómo dicho misterio revela quién es Dios para nosotros. Trataremos, por ejemplo, sobre la identidad personal de Cristo (su unión hipostática), su naturaleza divina y humana, así como sobre su conocimiento divino y humano. Este libro, sin embargo, es también un estudio sobre el misterio de la redención. ¿Qué significa afirmar que Cristo fue obediente en cuanto hombre o que sufrió y murió por el bien del género humano? ¿Cómo debemos entender la afirmación dogmática sobre el descenso de Cristo a los infiernos y su resurrección de entre los muertos?

Debo precisar que, al abordar estos temas, soy deudor de las aportaciones teológicas de santo Tomás de Aquino y de la tradición tomista que lo siguió. Esto no impide que recoja también una serie de posiciones modernas e influyentes tanto de tipo teológico como no teológico. En otras palabras, este es un estudio tomista de cristología que busca entender de modo especulativo qué significa que Dios se haya hecho hombre y que este hombre que es Dios haya resucitado de entre los muertos para la salvación del género humano. Y aunque hay una preocupación en la estructura de este libro por entender desde una perspectiva histórica lo que el tomismo ha dicho sobre estos temas, esto no quita el intento por alcanzar lo que es siempre verdadero con respecto al ministerio de Jesús. Por ello, este libro recoge algunas opiniones contemporáneas con el deseo de defender y presentar la sabiduría cristológica que se encuentra en el pensamiento tomista. Presupone, por lo mismo, la existencia de una ciencia teológica tomista perenne que posee un valor perdurable a través del tiempo, de tanta relevancia en el día de hoy como la tuvo en tiempos de santo Tomás de Aquino. Al mismo tiempo, gran parte de lo que considero aquí como tomista fue defendido también por otros autores escolásticos como, por ejemplo, Alejandro de Hales, Buenaventura o Alberto Magno. Por ello, muchos temas en este libro sonarán familiares para quienes estudian otros autores escolásticos.

El argumento básico de este libro es que la cristología tiene una dimensión ontológica que es esencial para su integridad como ciencia. La cristología es en cierto sentido intrínsecamente ontológica, porque hace referencia al ser y la persona de Cristo, a sus naturalezas divina y humana, lo mismo que a sus acciones. Por definición, puede afirmase explícitamente que, sin un estudio ontológico de la persona, del ser y de las naturalezas de Cristo, la cristología deja de ser una ciencia integral, porque pierde de vista su objeto propio que es Dios, el Verbo hecho hombre. Esta no es una afirmación trivial o evidente, ya que la cristología moderna muchas veces ha mirado con recelo una aproximación ontológica y tradicional para hablar de Cristo o abiertamente la ha rechazado8. A lo largo de este estudio defenderé que la teología católica puede, con justa razón, aceptar un discurso intelectualmente sólido para hablar de los aspectos ontológicos del misterio de Cristo. Pero no solo eso, sino que además debe hacerlo, pues solo asumiendo ese tipo de discurso puede renovar una y otra vez el contacto con el pensamiento clásico que es doctrinalmente el pensamiento normativo dentro del cristianismo. Estoy pensando, sobre todo, en las aportaciones sobre Cristo de los concilios de Nicea, Éfeso, Calcedonia y Constantinopla III. Sin una metafísica consistente para pensar en Jesús, la verdad de estos concilios queda oscurecida. Por si fuera poco, esta aproximación en cristología está orientada al futuro y encierra una promesa de permanencia y vitalidad. ¿Por qué? Porque la cristología clásica y ortodoxa tiene una capacidad única e irremplazable para iluminar de modo profundo nuestra comprensión sobre quién es Dios y qué es el ser humano.

 

Ahora bien, al hablar de ontología no estoy haciendo una distinción real entre «metafísica» y «ontología»9. Con el uso de ambos términos estoy intentando designar lo mismo: el estudio de lo que es o de lo que debe ser. Sin embargo, al hablar de cristología ontológica, no me refiero a un tema determinado de filosofía o a una reflexión filosófica sobre Cristo (por ejemplo, a un análisis sobre la persona de Cristo inspirado en categorías aristotélicas). Me refiero, más bien, a un misterio bíblico concreto: a Cristo que se revela en las Escrituras como una persona que existe verdaderamente. El ser personal de Cristo es el objeto de una investigación teológica. Pero el misterio de Dios hecho hombre posee una «formalidad» interna o una determinación ontología específica. Por una parte, este tema no puede explicarse recurriendo simplemente a las categorías ordinarias de la experiencia humana o a las formas filosóficas de un análisis ontológico. Por otra, este ministerio es luminoso y tiene una cierta inteligibilidad interna. Puede estudiarse en sí mismo y ser considerado en su propia estructura teológica. Un estudio de este tipo siempre ha tenido un marcado carácter ontológico10. ¿Qué significa, por ejemplo, decir que Cristo es una persona divina o hablar de la unión de su naturaleza divina y humana en una sola hipóstasis? ¿Cómo podemos entender la relación entre sus naturalezas divina y humana en su distinción real y en su necesaria inseparabilidad? ¿Cómo debemos entender el hecho de que Cristo posee una naturaleza humana individual y consecuentemente también un cuerpo orgánico y un alma espiritual? ¿Cómo se conjugan todas estas verdades cuando pensamos en el conocimiento humano de Cristo o sus acciones? ¿Cómo entender la acción de Cristo y su conocimiento, presentes en la redención y en su experiencia de la cruz?

¿Son estas preguntas extrañas a la misma Escritura? Algunos sostendrán que lo son. El ejemplo más famoso de este escepticismo se encuentra en la obra de Adolfo von Harnack, historiador del dogma de principios del siglo XX y representante arquetípico del liberalismo protestante11. Según él, los dogmas de los concilios de Nicea y Calcedonia se habrían desarrollado en relativa independencia de las enseñanzas del Nuevo Testamento. Estas formulaciones dogmáticas serían añadidos «helénicos» extraños o especulaciones marginales al mensaje de Jesús y de los primeros cristianos. Su dimensión ontológica es la que los señala decididamente como no-judíos e incluso como post-bíblicos12. La presencia de un acercamiento especulativo a la persona y a las naturalezas de Cristo como Dios y hombre señalaría que estamos fuera de una auténtica teología bíblica. La Escritura, podríamos decir, es un mundo separado y distinto de la metafísica. De acuerdo con esta influyente manera de pensar, una cristología bíblica o ética (profundamente influenciada en el caso de Harnack por la filosofía y la ética kantiana) tiene que distinguirse necesariamente de una cristología filosófica y ontológica (que es la que encontramos en los Padres de la Iglesia y en la escolástica)13.

Es esta una afirmación fuerte con una seductora simplicidad, pero desde un punto de vista histórico y bíblico, insostenible. Más abajo ofreceré algunos argumentos de porqué sostengo esto. Aunque presentar las cosas de este modo tan gentil es, de hecho, conceder demasiado. Si Harnack está equivocado en este punto (y creo que es el caso), entonces no se trata simplemente de establecer el derecho de un intérprete a considerar la dimensión ontológica del misterio de Cristo, como si fuese un modo de leer la Escritura entre muchos otros. Al contrario, debemos decir que a menos que estudiemos el misterio de Cristo ontológicamente, no podremos ni siquiera entender el Nuevo Testamento. La Biblia, en general, tiene un profundo interés por la dimensión ontológica de la realidad y su dependencia a Dios y el Nuevo Testamento, en particular, se preocupa principal y primeramente por la identidad ontológica de Cristo y el hecho de que es a la vez Dios y hombre. Esta es la primera y más importante enseñanza; es la verdad que subyace a todas las otras afirmaciones con respecto a Jesús. Consecuentemente, un estudio realista del Nuevo Testamento es sobre todo el estudio sobre el ser y la persona de Cristo (sus dos naturalezas, sus operaciones divinas y humanas y cómo se manifiestan en su vida, muerte y resurrección). Intentaré mostrar esto a lo largo del libro. Se puede afirmar verdaderamente que la ignorancia de la ontología es la ignorancia de Cristo. Por ello, la comprensión de la Biblia ofrecida por los Padres y la escolástica no es solamente una forma posible de leerla entre otras (como una cierta apologética contra el giro antropológico post-crítico de la filosofía moderna), sino más bien el único modo de alcanzar objetivamente la verdad más profunda del Nuevo Testamento: aquella verdad que nos habla de la identidad de Cristo como el Dios humanado. Del mismo modo, solo esta lectura de la Escritura puede alcanzar una recta comprensión del objeto de la teología bíblica en cuanto tal. Todo lo demás permanece en el campo de lo accidental y, por esta razón, desde el punto de vista del realismo teológico, como una simple sombra de la verdad.

La ontología bíblica del Nuevo Testamento

De diversos modos, todo este libro procura afirmar algo muy sencillo: el estudio de Cristo debe llevarse a cabo ontológica o metafísicamente. Para introducir esta idea, sin embargo, me gustaría señalar cuatro temas del Nuevo Testamento que son básicos dentro de las enseñanzas del cristianismo primitivo y que demuestran que, para comprender rectamente las Escrituras, la investigación sobre la persona de Cristo es inevitablemente metafísica. Por eso vamos ahora a considerar, brevemente y a modo de introducción, los siguientes temas: (i) la preexistencia de Jesucristo y la idea de que él es Creador, (ii) la soberanía de Cristo, (iii) la forma de su naturaleza humana y (iv) la comunicación de idiomas. En cada uno de estos temas encontramos que en el Nuevo Testamento están las semillas de una reflexión ontológica sobre Cristo, y por ello comenzamos a ver que, de hecho, una reflexión de tipo ontológico es inevitable para una verdadera ciencia sobre la persona de Jesús.

La preexistencia y la idea de Cristo como Creador

Es algo comúnmente aceptado entre los biblistas actuales que varios pasajes del Nuevo Testamento hablan sin ambigüedad de la «preexistencia» de la persona de Jesús. En Col 1,15-20, por ejemplo, leemos:

[Cristo] es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz14.

Cristo es presentado en este pasaje como un agente personal que está en el origen de todas las cosas y al cual se le atribuye el poder de la creación, un poder que es exclusivo de Dios de acuerdo con la teología judía antigua15. Además, Cristo es Dios que habita entre los hombres y que ha muerto crucificado («porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud»). Cuando hablamos de la preexistencia de Jesús, nos referimos a una enseñanza común del Nuevo Testamento que señala que el Hijo existía personalmente como Dios antes de su vida histórica como hombre16. Él, que es Dios, se ha hecho hombre, «abajándose» a la condición humana.

Esta idea juega un papel prominente y explícito en el Nuevo Testamento. No se trata simplemente de una idea marginal dentro de la teología del cristianismo primitivo. Es, por el contrario, un tema predominante y consistente del Nuevo Testamento a la luz del cual todo debe entenderse17. Con respecto a este tema hay numerosos ejemplos. La carta de san Pablo a los filipenses (considerada como una de las primeras epístolas cristianas), habla de la preexistencia de Jesús, el cual siendo «de condición divina», adoptó «la condición de esclavo» (Flp 2,6-7)18. La carta a los gálatas dice que «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4,4)19. El prólogo de san Juan enmarca el cuarto evangelio con una referencia a la encarnación: «en el principio existía el Verbo […] y el Verbo era Dios […]. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho […]. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1.3.14)20. El evangelio de san Marcos comienza con la idea de que Jesús es «el Hijo de Dios», una profesión de fe pronunciada también por el centurión, quien parece confesar la divinidad de Cristo al final de este libro (Mc 1,1; 15,39). De este modo, todo el evangelio de Marcos parece quedar enmarcado por la confesión de la filiación de Cristo21. El prólogo de la epístola a los hebreos establece que: «en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa» (Hb 1,2-3)22.

El objetivo de citar estos versículos no es meramente mostrar que la preexistencia de Cristo es una doctrina normativa que se encuentra en muchos pasajes claves del Nuevo Testamento. El objetivo es mostrar que se trata de un tema que encuadra la perspectiva correcta para entender todo aquello que se presenta en los testimonios apostólicos. Los hagiógrafos consideran como un dato teológico el que la vida histórica, la muerte y la resurrección de Jesús, no pueden entenderse propiamente a no ser que se haga referencia a su identidad preexistente como el Hijo a través del cual el Padre ha creado el mundo. No es nada claro que esta unidad trascendente entre Dios y Jesús haya surgido como una conclusión de un desarrollo temprano del pensamiento cristiano23. En el Nuevo Testamento, o en gran parte de él, la preexistencia y la divinidad de Cristo como Creador parece entenderse como la condición previa de cualquier forma correcta de pensamiento teológico.

Los comentadores señalan normalmente la existencia de un precedente judío claro para esta forma de preexistencia atribuida a Jesús por el cristianismo temprano y que se encuentra en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento24. En esos lugares, la «sabiduría» de Dios es comúnmente representada como un principio preexistente, idéntico a Dios o emanado de él, en el cual y por el cual todas las cosas fueron creadas25. La sabiduría de Dios es como un anticipo de todo aquello que será producido por creación, por una suerte de causalidad trascendente y ejemplar. «[La sabiduría] es irradiación de la luz eterna, espejo límpido de la actividad de Dios e imagen de su bondad […]. Se despliega con vigor de un confín al otro y todo lo gobierna con acierto» (Sab 7,26.8,1). En los evangelios de Lucas y Mateo, Jesús parece en algunas ocasiones atribuirse a sí mismo este poder de la sabiduría (Lc 7,35; Mt 11,28-30, 23,37-39)26. Pablo habla incluso de Jesús crucificado en este sentido, llamándolo «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1,24)27. Como último ejemplo, podemos citar la concepción virginal de Jesús, tal como está narrada en los relatos de Mateo y Lucas. Algunos académicos no dudan en ver aquí reflejada la idea de la preexistencia del Hijo como la sabiduría de Dios, que toma carne en el seno de la Virgen María28. Al leer estos pasajes vemos que no se trata de ningún tipo de especulación mítica de tipo griego (que abordaría el problema de la deidad de manera antropomórfica), sino de una noción específicamente judía sobre el Creador que libremente toma la forma de una criatura sin dejar por ello de ser el Creador. La concepción virginal sucede por el poder exclusivo de Dios, y en este sentido, es un signo milagroso que quien ha sido concebido en el seno de María es realmente aquel que sostiene todas las cosas en el ser. Pues quien ha sido concebido es el «Enmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”» (Mt 1,23; Is 7,14 [LXX])29.

Ahora bien, ¿qué queremos decir cuando hablamos de «sabiduría»? Conviene examinar ahora la hipótesis genealógica y considerar históricamente (con razonable probabilidad) cómo los términos monoteístas que el judaísmo usaba para referirse a la sabiduría preexistente de Dios podrían haber llegado a ser atribuidos a Jesús de Nazaret. Aunque la pregunta más radical es: ¿qué significamos ontológicamente al hablar de sabiduría divina? De hecho, para entrar en esta comprensión más profunda de la Escritura, necesitamos comenzar a pensar en términos estrictamente ontológicos. Para Tomás de Aquino, el término bíblico «sabiduría» refiere tanto al conocimiento como al amor. Una persona sabia es la que conoce aquello que merece ser amado y que ama inteligente y prudentemente30. En esta lectura de la Escritura, la divina sabiduría es el conocimiento que tiene Dios de sí mismo, pero no es una forma moralmente indiferente de conocimiento. Es el conocimiento que Dios tiene de su propia bondad divina, bondad impregnada del amor de Dios comunicativo y no egoísta de su propia bondad31. Aún más, este conocimiento amado que Dios tiene de sí mismo está en el origen de sus dones en el orden de la creación y de la gracia. Es decir, la divina sabiduría es un conocimiento capaz de crear y de comunicar la vida de gracia. Es un conocimiento que en sí mismo es comunicativo de la divina bondad32.

 

Indudablemente, al hablar así de la sabiduría, ya hemos comenzado a pensar en términos estrictamente ontológicos para referirnos a Dios y a la realidad de la creación. De hecho, esto solo es un trabajo de aclaración previa. En efecto, si el Hijo de Dios es la sabiduría de Dios, ¿qué significa afirmar que preexiste? Y exactamente, ¿a qué preexiste? En otras palabras, ¿cómo el Hijo preexistente es distinto de la creación que depende de él? Negativamente podríamos decir que el Hijo de Dios no existía como criatura antes de la encarnación. Bíblicamente hablando, una criatura es algo o alguien que comienza a ser o deja de ser y que existe únicamente en una relación de dependencia causal inmediata a Dios que es la causa actual de su ser. Pero el Hijo no puede existir de este modo, ya que él existe eternamente, por él las cosas han sido traídas a la existencia y de él dependen para su existencia. En efecto, todo ente físico y temporal llega a ser por la generación o la corrupción física y en una dependencia causal simultánea con la actividad de otros entes físicos. El Hijo, sin embargo, preexiste a nuestro presente estado de cosas. Parece, por tanto, que si el Hijo ha sido eternamente engendrado antes de los siglos por el Padre como su «Verbo» (Jn 1,17), esto no significa que el Hijo exista eternamente del mismo modo que las criaturas, que son materiales, físicas y temporales. Al contrario, debe proceder necesariamente del Padre de un modo distinto, que no implique comienzo temporal o físico33.

De este modo, como puede verse, la atribución al Hijo de la causalidad creativa está implicada cuando se predica de él la idea de sabiduría divina. El Hijo como sabiduría por quien Dios crea no puede venir a la existencia como una criatura del Creador, puesto que él es la causa del llegar a ser de las criaturas. «Todo fue creado por él y para él» (Col 1,16). Positivamente, esto significa que el Hijo existe de un modo más elevado y diverso que las criaturas; el Hijo existe como existe Dios o como existe el Padre, porque por él todas las cosas fueron hechas. El Hijo existe, sin embargo, no como la persona del Padre, sino como distinto personalmente de Padre y como siendo uno con el Padre. El Hijo es por quien todas las cosas fueron hechas.

Decir todo esto sugiere que una vez que comenzamos a pensar seriamente en la idea de la preexistencia de Jesús, lo mismo que en su distinción respecto del Padre, ya estamos en camino para pensar a Dios como Trinidad. El Hijo es eternamente distinto del Padre y del Espíritu Santo, pero es también verdaderamente Dios, uno eternamente con el Padre y el Espíritu Santo. Tal como señalamos más arriba, sin embargo, la preexistencia del Hijo es una idea fundamental para comprender el Nuevo Testamento. Consecuentemente, la creencia en la Santísima Trinidad está exigida dentro de una lectura correcta del Nuevo Testamento. Una reflexión sobre la identidad ontológica de Jesús es fundamental para hacer una lectura correcta de los testimonios apostólicos y es también un elemento necesario para cualquier interpretación correcta del texto de la Sagrada Escritura.

La soberanía de Cristo

El concepto bíblico de Cristo como principio preexistente de la creación nos invita a pensar en la soberanía de Cristo en términos de «causalidad eficiente». Todas las cosas llegan a ser en y por el Verbo que es la Sabiduría de Dios. Ahora bien, podemos también pensar en la identidad de Cristo dirigiéndonos directamente a su soberanía encarnada. Aquí la Biblia nos invita a considerar la identidad personal de Jesús de Nazaret. La pregunta «¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27) se responde a lo largo de todo el Nuevo Testamento recurriendo al título Kyrios propio de la Septuaginta, un término que frecuentemente denota de modo explícito la divinidad. Jesús es «Señor» en el mismo sentido en que el Dios de Israel es el Señor34. Pero ahora él es ese Señor encarnado.

Podemos percibir este tema teológico, por ejemplo, en la parábola del juicio final (Mt 25,31-46), donde el Hijo del Hombre separa las ovejas de los cabritos basándose en la respuesta que dieron a las necesidades del pobre, del enfermo y del encarcelado. Las ovejas y los cabritos, por su parte, preguntan al Hijo del Hombre: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel?» (Mt 25,44). La autoridad en el juicio escatológico que Israel normalmente reserva exclusivamente a Dios se reconoce ahora como presente en el Hijo del Hombre, en Jesús que es «el Señor»35. Tal como lo narran los evangelistas, probablemente con este espíritu deberíamos entender la percepción imperfecta, aunque real, de la autoridad de Jesús que tienen aquellos que se encuentran con él en su vida pública: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8,2), «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8). Cristo lleva en sí mismo un poder y una autoridad análoga a la de Dios. Puede realizar acciones que están normalmente reservadas a Dios. Lo vemos casi en el primer capítulo de Marcos cuando Jesús perdona los pecados por su propia autoridad, ante lo cual los judíos murmuran: «¿quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?» (Mc 2,7-10). Marcos también da a entender que Jesús mismo posee el poder, propio del Dios de Israel, de perdonar los pecados36.

El cristianismo primitivo, por tanto, no dudó en atribuirle a Cristo resucitado el título de Señor. Aún más, hay bastante evidencia en el Nuevo Testamento de que adoraban a Cristo, una práctica reservada durante el judaísmo del Segundo Templo exclusivamente a Dios bajo pena de pecado grave37. Vemos en los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, que cuando Esteban es lapidado, reza directamente a Jesús como Señor y le dice: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7,59). Pocos capítulos después, cuando Cristo se dirige a Saulo en su camino a Damasco, él le responde: «¿quién eres, Señor?» y recibe esta respuesta: «yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,5). Se dice de aquel que vivió entre nosotros como un hombre mortal y que también murió, que ahora está vivo por la resurrección. Pero también se da a entender que siempre ha sido el Señor, incluso en su vida humana, en su muerte y en su resurrección38. Consecuentemente, san Pablo puede decir: «en cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gal 6,14).