El Señor encarnado

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De esta línea de pensamiento se sigue que la naturaleza humana de Jesús (su cuerpo y su alma) es un instrumento de su persona, en un sentido único y analógico del término. Es decir, puesto que él es una persona divina preexistente y porque la unión es hipostática, entonces la humanidad asumida no puede ser una persona humana subsistente por sí misma (homo assumptus). Pero si esto es así, entonces la humanidad subsistiendo en el Verbo es expresión de su identidad. El Verbo de Dios vive su propia identidad personal como Hijo eterno por medio de su verdadera historia humana entre nosotros como hombre. En este sentido, por tanto, su humanidad es «instrumental». No es un instrumento inanimado (como un violín o una sierra), ni tampoco es un instrumento racional separado substancialmente de la persona que lo utiliza (como el diplomático solícito que es instrumento del rey). Más bien, la naturaleza humana del Verbo es un instrumento racional «unido» hipostáticamente a la persona del Verbo y es expresión de esta persona213. Jesús, siendo un hombre, nos puede revelar quién es Dios por medio de sus acciones humanas.

Si renunciamos a estos dos principios (unión hipostática e instrumentalidad), entonces nos veremos forzados (como Rahner) a vaciar la unión hipostática de cualquier contenido ontológico intrínseco, de tal modo que aun cuando la afirmemos nominalmente, en realidad su sentido formal se desplazará hacia el dominio de la gracia «santificante» o «habitual» de Cristo en cuanto hombre. Pero en este campo, como el mismo Rahner notaba muchas veces, Cristo no difiere radicalmente del resto de los hombres. Todos están llamados a la santificación por la infusión de la gracia creada; gracia que está orientada a la santificación de todas las almas que cooperan con ella. Pero es obvio, por muchas razones, que no podemos obtener en este campo una forma de unión que sea realmente hipostática o substancial.

Consideremos primero que la gracia santificante (habitual) santifica y eleva una naturaleza humana (cuerpo y alma) que es algo (aliquid) completo y substancial. Si esto es así, entonces esa gracia será necesariamente algo accidental en el sentido escolástico, es decir, será una propiedad del hombre en gracia y no el mismo ser humano214. De otra manera, el hombre sería «esencialmente» gracia según todo lo que es. Lo cual es absurdo, porque en ese caso una persona que poseyera una naturaleza humana no podría ni recibir la gracia como un regalo ni tampoco perderla sin dejar por ello de existir. La persona qua humana sería simplemente gracia. Además, esta naturaleza no sería en sí misma algo completo al margen de la gracia o no sería algo distinto de ella.

Sin embargo, si la gracia es una propiedad de nuestra naturaleza humana y no su substancia, entonces no puede constituir la unión substancial de esa naturaleza con el Verbo de Dios. La subsistencia personal de una naturaleza humana en el Verbo de Dios no puede resultar de un elevado o eminente grado de gracia santificante o habitual, porque la unión debe ser substancial y la gracia santificante es accidental. Necesariamente, cualquier teoría que postule que una gracia de tal tipo realiza la unión personal es implícitamente nestoriana, pues pone todo el peso de la unión en las propiedades accidentales de la persona más que en la persona misma215.

En segundo lugar, nótese que la unión con Dios efectuada por la gracia habitual no tiene lugar en la carne del hombre ni en sus emociones humanas, sino primeramente en sus facultades espirituales: entendimiento y voluntad. Ahora bien, ninguna de estas facultades puede equipararse con la substancia de la persona humana. Es un error absurdo que un hombre afirme «yo soy mi pensamiento» y ya está o que diga «soy mi acto de obediencia» en cuanto tal. Para empezar, el entendimiento y la voluntad son facultades distintas, aunque íntimamente relacionadas, de la persona humana, de modo que si una de ellas se identificara con la esencia del hombre (es decir, que ella fuera la persona), entonces la otra facultad o no existiría o sería una simple propiedad de la primera (si es realmente esencial). Consecuentemente, nos veríamos obligados a negar la distinción real entre entendimiento y voluntad. Los actos libres de la voluntad serían esencialmente actos de conocimiento o los actos de conocimiento serían esencialmente actos volitivos. Pero estas son conclusiones absurdas que niegan el principio de no contradicción aplicado a los actos mentales. De este modo, si alguna de estas facultades fuera esencial, entonces el cuerpo humano no pertenecería a la substancia del hombre (como algo esencial a nuestro propio ser). Pero, de hecho, el cuerpo sí pertenece a la substancia y a la esencia de lo que significa ser hombre, y por lo mismo, el entendimiento o la voluntad no pueden ser substancialmente la persona, aunque sean propiedades suyas muy importantes216.

Nuevamente, si hay un desenvolvimiento histórico de las facultades espirituales (en la vida de una persona), entonces necesariamente tienen que ser propiedades accidentales. Si el entendimiento se desarrollara y se equiparara con la esencia de la persona, entonces cada vez que el entendimiento alcanzara nuevos conocimientos o desarrollara nuevas habilidades tendríamos que decidir si la persona es substancialmente la misma o si ha cambiado esencialmente su identidad. Después de todo, una nueva realización actual de las propiedades en la mente sería una realización substancial y por lo mismo, pertenecería a la esencia de la persona. Un nuevo ente estaría constantemente llegando a ser.

En lugar de jugar con tales absurdos, deberíamos más bien decir que la persona humana es esencialmente la misma realidad subsistente a lo largo de toda su vida corporal y que las facultades intelectuales y morales de la persona se desarrollan en el tiempo como propiedades (o «accidentes») de la persona, no como la esencia de esa persona. Por tanto, pace Rahner, con el fin precisamente de tomar en serio la historicidad de la persona sujeta a un cuerpo y en el desarrollo de sus capacidades espirituales del entendimiento y de la libertad en la historia, es necesario entender estas facultades como «accidentes» de la substancia.

Y si esto es así, nada en el orden de la gracia habitual o santificante puede realizar la unión hipostática, pues tal gracia se concede a las facultades espirituales del entendimiento y de la voluntad para permitir a la persona humana participar imperfecta e incoativamente en la sabiduría y amor increados de Dios. Tal acto sobrenatural de conocimiento y amor se da por medio el entendimiento y la voluntad. Por gracia podemos conocer habitualmente a Dios por el don de la fe y podemos amarlo habitualmente sobre todas las cosas por el don de la caridad; pero al margen de lo nobles que puedan ser estos hábitos (o esenciales en orden a la salvación del hombre), no son idénticos con la substancia de la persona en cuanto tal, sino propiedades suyas. Por tanto, una gracia de este tipo, por muy elevada o intensa que sea, no puede producir un cambio en el sujeto que no sea al nivel de las propiedades accidentales: no puede «producir» una unión substancial o hipostática. Hacer de Cristo prototipo de la fe, esperanza y caridad (o de la dependencia religiosa) no nos permitirá hacer de él el Verbo encarnado. La unión hipostática pertenece a la substancia de la naturaleza humana en cuanto tal: el cuerpo y el alma del hombre Jesús subsisten en la persona del Verbo. Este misterio no puede reducirse meramente a alguna propiedad de la naturaleza humana, al margen de lo importante que tal propiedad pueda ser.

La unión hipostática como fundamento de una verdadera historicidad del Verbo

Nuestro segundo punto se refiere a la relación entre identidad hipostática e historicidad. Rahner intenta evitar cualquier tipo de «mitología» escolástica que niegue la historicidad del Verbo que existe como verdadero hombre y que por lo mismo tiene una auténtica historia humana. Esta es una preocupación legítima e identifica correctamente los peligros de una visión demasiado conceptual o cosificadora de la persona de Cristo que al final se hace insensible a la vida histórica y bíblica de Jesús de Nazaret tal como nos lo presentan los evangelios. Sin embargo, el Nuevo Testamento y los mismo cuatro evangelios son algo complejo y, cuando se leen atentamente, indican, de hecho, de distintas maneras que Cristo es la Sabiduría de Dios, el Verbo y la imagen del Padre, el Hijo preexistente y la Verdad que es Dios desde toda la eternidad217. Intentar comprender las afirmaciones del Nuevo Testamento sobre Cristo en clave no ontológica es al final, un ejercicio no bíblico.

Por tanto ¿qué mínimos debemos mantener para tomar en serio la historicidad de Dios en Jesucristo? Aquí la teología de la unión hipostática no es muy abstracta, pues nos da, en realidad, las indicaciones adecuadas para una fundamentación concreta sobre la historicidad del Logos en una carne humana. En efecto, puesto que es la persona de Dios Hijo quien existe como hombre, podemos atribuir verdadera y realmente al Hijo de Dios las acciones que realiza esa persona y todo lo que sufre en la historia. Es la segunda persona de la Trinidad quien existe como hombre, desde su concepción hasta su muerte, de modo que se somete a pasar por todas las etapas del desarrollo humano (biológica, sensitiva y espiritual) propias de su condición. Por ello, es Dios quien es concebido en el seno de la Virgen María. Dios es gestado y luego nace; Dios es quien se desarrolla psicológicamente y que crece «en sabiduría y estatura» (Lc 2,52). Es Dios quien comienza su ministerio público bautizándose y Dios es también quien predica, quien lleva una vida itinerante, que cura y hace milagros, discute con las autoridades y realiza signos proféticos en el Templo. Es Dios quien es despojado y golpeado, torturado, objeto de burlas; Dios es crucificado y muere. Todo esto padece Dios en su naturaleza humana, en cuanto hombre. Pero lo padece Uno que existe como humano y, así, lo padece el mismo Hijo y Verbo en cuanto sujeto hipostático de esta historia.

 

Esto no es algo mitológico en el sentido clásico del término, donde un dios padecería una transformación antropomórfica como condición para llegar a ser compañero del hombre. Dios es el autor de nuestra existencia y nuestro propio ser participa en la existencia debida al puro don de Dios. Por lo mismo, Dios puede existir como hombre sin cambiar de ningún modo en cuanto Dios, en su incomprehensible divinidad. ¿Por qué? En primer lugar, porque la creación es «simplemente» la expresión de la bondad creativa de Dios, y por lo mismo, nada hay en ella que no sea recibido de la sobreabundancia del acto del Creador. Esto significa que nada en la creación puede rivalizar ontológicamente con Dios como siendo diferente de él, extraño a él, o existiendo al margen de él como un principio extrínseco o complementario. Más bien, Dios está presente en todas partes y en todas las cosas de la creación, no como idéntica a ella, sino como su causa. Por esta misma razón, Dios puede tener una «nueva» presencia de modo hipostático en una naturaleza humana creada y así, nada en esa naturaleza existente será extraño a la divinidad de Dios. La humanidad de Cristo no se identifica con la divinidad, pero no es un principio que excluya la presencia de la divinidad. Es posible que «en él [Cristo] habite la plenitud de la divinidad» (Col 2,9) sin disminución «ni sombra de mutación» (Sant 1,17), participando así en la vida eterna e inefable del mismo Dios.

Pero, además, Dios puede existir como hombre sin distorsionar o violar la existencia y las propiedades esenciales de nuestra naturaleza humana creada, porque nuestro ser participa en la existencia debida al don de Dios218. Si la naturaleza humana de Jesús es creada (y por supuesto lo es), es creada de tal modo que exista en el Verbo sin daño o violencia contra esta naturaleza humana, con todas sus limitaciones intrínsecas, pero también con su integridad proporcional y su desarrollo histórico. La naturaleza humana de Cristo es más humana y perfecta porque es la naturaleza humana de Dios, pero eso no quita que sea un hombre genuinamente histórico. Por lo mismo, la existencia del Hijo hecho hombre no está hecha para esclavizar o limitar el desarrollo gradual de su humanidad a través del tiempo, sino que produce su florecimiento de un modo normal, apropiado y esencialmente humano.

La instrumentalidad no se opone a la autonomía moral

El tercer punto por considerar es el siguiente: la instrumentalidad de la humanidad sagrada de Jesús no se opone a su autonomía moral que le corresponde por ser hombre. En cierto modo, es exactamente lo contrario. La capacidad de la naturaleza humana para servir como instrumento de la persona del Verbo presupone que el Verbo encarnado posee una auténtica autonomía moral humana. ¿Por qué? Aquí podemos recurrir al principio tradicional de Gregorio Nacianceno, formulado contra Apolinar de Laodicea, quien negaba la existencia de un entendimiento humano en Cristo: «lo que Dios no ha asumido no ha sido redimido»219. En su Carta a Caledonio, san Gregorio destaca la importancia redentora de la obediencia humana de Cristo, quien estuvo sujeto al Padre en su voluntad de tal modo que pudo redimir a los hombres por la desobediencia que había en nosotros por el pecado de nuestros primeros padres220.

El Aquinate recoge este modo de argumentar cuando explica por qué debe haber una voluntad verdadera y humana en Jesucristo221. Argumenta diciendo que debe haber verdaderas elecciones en Cristo justamente porque Cristo es un agente humano libre que piensa, decide y obedece a Dios222. Por ello, si la unión hipostática es una realidad y Dios Hijo ha asumido personalmente una naturaleza humana por nuestra redención, entonces Dios Hijo también debe pensar personalmente con un entendimiento humano y realizar elecciones libres y humanas durante su existencia histórica y en sus experiencias vitales. Pero, dado que estas decisiones reflejas son las decisiones de la persona (del Hijo de Dios), también son por lo mismo expresivas de su persona: son el instrumento para manifestarnos en el tiempo quién es esa persona. Tal autonomía moral es la condición de posibilidad de una genuina instrumentalidad hipostática y, por lo tanto, no se oponen intrínsecamente.

En el caso de Cristo, sin embargo, este proceso de autoexpresión libre también está afectado íntimamente por el carácter teándrico de su acción humana libre. Jesús toma decisiones de un modo histórico genuinamente humano, con un pensamiento reflexivo y con decisiones libres y activas. Pero también decide humanamente qué hacer con referencia a Dios Padre y Dios Espíritu Santo, y por ello con referencia a la naturaleza divina que posee y comparte con el Padre y el Espíritu Santo. Por eso, sus acciones humanas llevan la marca, en cierto sentido, de la vida y de la voluntad divinas que están presentes en él, en su persona en virtud de su naturaleza divina. Su espontaneidad humana, sus pasiones, sus deseos, intenciones, decisiones y actos libres son todos reales, pero también están impregnados «desde el inicio» con la presencia del Padre y del Espíritu Santo, que obran con y en él de un modo divino, para traer el Reino de Dios. Su autonomía humana y libre es la del Hijo de Dios hecho hombre con el fin de redimir al género humano.

Se podría objetar que esta caracterización parecería delimitar la auténtica libertad humana de Cristo, puesto que sus decisiones nunca operan con independencia de la voluntad de Dios, sino que siempre se desarrolla en correspondencia con ella. Aquí deberíamos recordar, sin embargo, una verdad metafísica fundamental: en Dios la libertad es expresión de su soberana bondad. Cuando Cristo en cuanto hombre actúa libremente de acuerdo con la voluntad divina, su voluntad humana se asemeja a la bondad soberana que le es propia en virtud de su divinidad. Consecuentemente, el horizonte de su libertad humana se expande y ennoblece, no se disminuye ni se coarta. Puesto que es Dios, Cristo realiza elecciones humanas excelentes y máximamente humanas. No es menos libre que los otros, sino que es máximamente libre y es el modelo de la auténtica liberación.

La libertad humana de Cristo depende en parte de la gracia santificante de Cristo. Como he señalado más arriba, el Aquinate piensa que Cristo debía poseer un grado de gracia santificante más alto que el de cualquier otro hombre debido a la unión hipostática. La naturaleza humana del Verbo existe en la más próxima cercanía de la fuente de todas las gracias (la divinidad). Consecuentemente, es muy conveniente que posea la máxima intensidad de gracia santificante, que se derrama, por decirlo así, de la divinidad de Cristo sobre su humanidad223. Según esto, la identidad hipostática del Hijo es fundamento de su gracia habitual, no su resultado. Puesto que Cristo tiene tal plenitud de gracia, también tiene una autonomía más perfecta que cualquier otro hombre. Es capaz de un conocimiento humano y de un amor a Dios más alto y perfecto (más libre) que el que se podría encontrar en cualquier otro personaje histórico. Esta plenitud de gracia no inhibe, sino que permite un progreso histórico más perfecto donde la gracia de Cristo «se despliega» de modos cada vez más perfecto en acciones y expresiones. Así, por ejemplo, en su enseñanza, en sus gestos de perdón, en sus palabras eficaces de gracia y de conversión, en la institución de los sacramentos y en las acciones libres de anonadamiento. Aún más, puesto que la autonomía moral de Cristo en la historia es instrumento de nuestra salvación, por eso se nos puede comunicar, «pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia» (Jn 1,16), y esta comunicación de gracia, a su vez, nos hace libres (Jn 8,32) para una mayor autonomía moral y para una nueva historia de crecimiento bajo la gracia. La instrumentalidad de la humanidad sagrada de Jesús no es, por tanto, ahistórica, sino algo que invita a la humanidad a una nueva historia que solo Cristo puede realizar entre nosotros.

El desarrollo histórico de la conciencia no es constitutivo de la relación hipostática, sino que la expresa

El cuarto y último punto se deriva orgánicamente de los desarrollados previamente. Podemos primero formular este punto en clave negativa: el desarrollo espiritual del hombre Jesús es una propiedad de su persona, pero no es constitutivo de su personalidad subsistente en cuanto tal. Jesús en cuanto hombre, por ejemplo, puede ser racionalmente consciente del misterio de su Padre y del Espíritu Santo. Esta conciencia puede desarrollarse durante su infancia, hasta su madurez y también a lo largo de su vida adulta hasta su muerte. Cristo en sus actos de conciencia humana (reflexión y acción moral) puede dirigirse relacionalmente a la persona del Padre en la oración, la obediencia, las decisiones, el testimonio, en las obras y sufrimientos. Pero este conjunto de actividades conscientes en cuanto tales (en las que se relaciona con el Padre y el Espíritu Santo) no son la verdadera substancia o subsistencia hipostática de su persona per se; más bien son una propiedad de su persona.

Como hemos visto más arriba, comprender esto de modo adecuado es fundamental, porque Rahner argumenta que la conciencia relacional de Jesús al Padre es lo que le da su identidad como Hijo de Dios. Sobrino prolonga esta idea introduciendo una historicidad del desarrollo consciente de Jesús, quien se va relacionando con el Padre cada vez más, llegando a ser progresivamente el Hijo de Dios. ¿Debemos elegir, por tanto, entre una teología de la unión hipostática y una teología que tome en serio la relación humana de Jesús en su desarrollo consciente?

Podemos evitar esta contraposición problemática si aceptamos primero que la hipóstasis del Hijo en cuanto segunda persona de la Trinidad no puede ser equiparada o identificada reductivamente con la dimensión relacional de sus acciones mentales humanas. Quizás pueda tentarnos tal idea al considerar que el Hijo, eternamente consubstancial al Padre, es también en sentido estricto una «relación subsistente» en cuanto persona, puesto que es persona divina. ¿No podríamos ver, por ello, el «despliegue» de esta relatividad subsistente propia de su personalidad en la relatividad de su conciencia, en su pensar y en su querer? Si con esto queremos significar que la acciones relacionales y humanas de Cristo en su conciencia eran la subsistencia hipostática, caeríamos en un error de proporciones significativas, pues Jesús no se convierte o deja de ser la persona hipostática (la «relación subsistente») del Verbo según se comprometa humanamente en la conciencia relacional de una realidad particular. En este caso su identidad divina dependería de si está despierto o dormido, pensando esto o aquello, queriendo o decidiendo una cosa u otra. Cristo siempre es el Verbo encarnado, y sus pensamientos y acciones humanos se añaden a él o dejan de hacerlo a través del tiempo y de la historia como propiedades de su persona, pero no como constitutivos de ella.

Entonces ¿cómo la relación histórica de Jesús al Padre nos revela quién es como Hijo de Dios? Formulado positivamente, podemos decir que la actividad humana consciente de Jesús (aunque no constitutiva) es, de hecho, indicativa o expresiva de su identidad hipostática como Hijo. Los pensamientos y las decisiones humanos de Jesús se dirigen al Padre y al Espíritu Santo precisamente porque es uno con el Padre y el Espíritu Santo. Cuando Cristo dice en el evangelio de Juan que «yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30), esta actividad mental no produce la unión hipostática, sino que es una nueva actividad consciente y una acción intencional de Jesús en cuanto hombre que manifiesta lo que ya siempre había sido: el Hijo consubstancial al Padre. De la misma manera, cuando Cristo en el Huerto de Getsemaní pide al Padre que pase la copa de la pasión (Lc 22,42), también dice «no se haga mi voluntad, sino la tuya». Esta decisión humana en el corazón de Cristo de obedecer al Padre no constituye a Jesús como Hijo de Dios. La unión hipostática no se intensifica o se hace más perfecta como resultado de una más perfecta conformidad de la voluntad humana de Cristo a la voluntad divina. Antes bien, puesto que Cristo «ya es» el Hijo eterno de Dios, escoge como hombre hacer libremente lo que el Padre quiere y lo que también él eternamente quiere en cuanto Dios con el Padre224. Cristo en cuanto hombre posee una inclinación natural contraria de la voluntad al sufrimiento y la muerte, pero puede superar esta inclinación por la «inclinación racional» de la libre decisión humana, como un soldado que acepta y elige entrar en batalla al margen de su miedo a la muerte225. Al hacer esto, Cristo está manifestando su filiación: desde toda la eternidad lo que tiene lo tiene del Padre, y desde toda la eternidad quiere con el Padre redimir al género humano226. El acto humano de obedecer en Cristo no es lo que causa su consubstancialidad con el Padre en cuanto Verbo, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, sino que es lo que expresa dicha unidad en el tiempo, manifestándola en la historia humana de la pasión de nuestro Señor.

 

Por último, este modo de comprender la dimensión relacional se puede aplicar no solo para la actividad de Jesús como hombre, sino también para su pasividad. Jesús padece en su propia carne una serie de alteraciones o sufrimientos, lo mismo que exaltaciones: la concepción, gestación y nacimiento, comer, crecer y dormir, caminar y sufrir, lo mismo que la tortura y la pasión, el yacer como cadáver en el sepulcro y la resurrección o exaltación. Todo esto lo experimenta Cristo en su carne y le relaciona con los otros. Además, está también la dimensión relativa de su afectividad sensible y de sus pasiones y emociones, es decir, todo lo que Jesús siente a través de distintas experiencias. Puesto que Cristo es el Verbo que padece todos estos cambios físicos, sensibles y emocionales, a él le ocurren en su interior. Consecuentemente, no son en sí mismos constituyentes de su identidad personal y de su consubstancialidad con el Padre. Pero por la unión hipostática, pueden ser expresivos de su identidad personal como Hijo y de la unidad subsistente que tiene con el Padre en cuanto Verbo. La concepción de Cristo o su estar dormido en la barca de los discípulos durante la tormenta, su temor en Getsemaní o su sufrimientos o burlas emocionales, todo esto le sucede al único sujeto que es el Hijo hecho hombre. Y por eso también nos indican su relación personal como Hijo respecto de otros: a la Virgen María, a los doce, a Pilato o los soldados romanos, pero también y sobre todo al Padre. En todo lo que el Hijo padece física y emocionalmente, por tanto, está expresando su relación de dependencia respecto del Padre, y por lo mismo, su subsistencia personal hacia el Padre, incluso en su cuerpo. Es el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14) y es esta presencia hipostática de Dios en la carne lo que nos «dice» quién es el Hijo, también en su relación perenne al Padre. La pasividad de la carne de Cristo crucificado y glorificado es «asumida» en las relaciones personales de la Trinidad y por eso llega a ser una epifanía, un icono imperfecto, pero real, de la vida íntima de Dios.

Conclusión

La unidad orgánica de la teología no es algo meramente especulativo, sino también histórico. Este fue el gran argumento de John Henry Newman: el desarrollo de la doctrina se da en el tiempo de modo homogéneo, aun cuando este desarrollo se da en lo que pueden parecernos circunstancias históricamente confusas y conceptualmente agitadas. Las ideas de la cristología «ortodoxa» son complejas y frecuentemente han sido contestadas con fuerza, pero no deberíamos negar este gran progreso que ha habido a lo largo del tiempo. Hay adquisiciones doctrinales esenciales en la Iglesia que permanecen durante siglos y que nos indican de modo auténtico el misterio profundo de la revelación tal como se nos ofrece en la persona de Cristo y en el depósito de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Del mismo modo, si podemos seguir hablando de verdades doctrinales, también podemos y debemos identificar los errores teológicos que perduran en el tiempo.

Hablar de «nestorianismo», por tanto, no es hablar de un error sin contenido o sin identidad. Tampoco es hablar de ideas que fueron formuladas solo en la antigüedad. El futuro de la cristología, en este punto, permanece todavía abierto a ulteriores determinaciones. En el centro de la teología nestoriana permanece siempre una pregunta: ¿en qué sentido Jesús es realmente distinto de nosotros? ¿Su diferencia es simplemente un problema de grado? ¿O se diferencia, más bien, en algo fundamental en cuanto Hijo eterno y Verbo de Dios subsistiendo en el tiempo en una carne humana? Formular estas preguntas es en realidad preguntarse simplemente: ¿quién es Jesús? El cristianismo clásico ha dado una respuesta definitiva a esta cuestión. Karl Rahner tenía ciertamente el deseo de mantener la enseñanza clásica. Sin embargo, su cristología adolece de recursos necesarios para mantener perfectamente la enseñanza tradicional de la Iglesia, es decir, que el Hijo de Dios ha llegado a ser personalmente un hombre. La teología que toma su inspiración en las figuras de Cirilo, Damasceno y Tomás de Aquino, no puede dejar de notar las cuestiones e interrogantes acertadas de Rahner sobre el realismo histórico de la persona de Jesús de Nazaret. Pero esta misma tradición puede resolver de modo satisfactorio las preocupaciones de Rahner de manera exhaustiva y profunda, sin disminuir en nada ni tampoco abandonar los principios de la tradición. Ciertamente Newman estaba en lo correcto respecto a la continuidad orgánica del desarrollo histórico de la doctrina. Si queremos encontrar un camino hacia adelante en la cristología, incluso en medio de las problemáticas contemporáneas, haríamos bien buscando luz en los principios perennes de la teología patrística y tomista, porque en ellos se encuentra la clave del futuro progreso teológico.

130. A. Grillmeier, Cristo en la tradición cristiana, 705–20, 772–93.

131. En 1950, Herman Diepen analizó el significado de esta doctrina en santo Tomás con respecto a algunos problemas que aparecieron en el catolicismo romano sobre las teorías relativas a la consciencia de Cristo, no muy diversas a la de Schleiermacher. Cf. H. Diepen, «La critique du baslisme selon saint Thomas d’Aquin», Revue Thomiste 50 (1950), 82–118 y 290–329; «La psychologie humaine du Christ selon saint Thomas d’Aquin», Revue Thomiste 50 (1950), 515–62. Esta controversia ha sido también estudiada en profundidad por P.-M. Margelidon, Les Christologies de l’Assumptus Homo et Les Christologies du Verbe Incarné au XXe Siècle. Les enjeux d’un débat christologique (1927–1960), (Paris: Parole et Silence, 2011).

132. J.-P. Torrell, Initiation à saint Thomas d’Aquin. Sa personne et son œuvre (Paris: Cerf, 2015), 159–187.

133. Cf. M. Morard, «Thomas d’Aquin lecteur des conciles», Archivum Franciscanum Historicum 98 (2005), 211–365; «Une source de saint Thomas d’Aquin: le deuxième concile de Constantinople (553)», Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 81 (1997), 21–56.

134. Tomás de Aquino, STh III, q. 2, a. 6, corp. Santo Tomás cita los cánones 4–5 de Constantinopla II.

135. Esta fórmula fue empleada por Eutiques para interpretar la cristología de san Cirilo. La fórmula tiene su origen en Apolinar (aunque con un lenguaje ligeramente diverso) y fue falsamente atribuida a san Atanasio por las generaciones posteriores. Cf. J. N. D. Kelly, Early Christian Doctrines, (London: A. & C. Black, 51977), 293–94, 319, 330–34. Para la crítica de santo Tomás a la posición de Eutiques, cf. STh III, q. 2, a. 1, corp. et ad 1.

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