Ostracia

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PARTE II: LA HEGEMONÍA 13

En el largo viaje en tren, Inessa, maltratada por la fiebre, se explica ante sí misma. Cuando la acusada recibe el veredicto, debe experimentar el sabor de la ansiedad, de la angustia. Así está escrito. Pero ella, tras escuchar el nombre del castigo –irse desterrada– se sorprende: ¿cómo puede ser la ley tan leve? ¡Desterrada! Sin tierra. Eso significa sin propiedad. Parecería marxista y revolucionario si no fuese que en un país de campesinos todos tienen una tierra que legar a la descendencia, a menos que sean perezosos y carentes de amor propio. ¡Desterrada! Porque sus mayores nunca pensaron en dejarle una tierra. O, aún peor, porque ella sola hizo cuanto fue posible para merecer un castigo. La acusada hasta encuentra justa esa condena: irse para un destino caduco, como todas las estaciones, apenas eso. Está claro que la condena insulta a sus mayores, pero no exactamente por nunca haber pensado en darle una tierra, sino por haber permitido que sea así; rebelde. Desde luego, ella sola se ha hecho merecedora de un castigo: el de ser expulsada, por peligrosa, por algún comportamiento inconfesable que la sentencia ni siquiera menciona. Por eso ahora tiene que padecer el ostracismo. Las leyes son todas justas, por eso se llaman leyes, porque regulan el desorden y esta terrible rebeldía... Las leyes demuestran cuánto brillo tiene el poder y cómo resulta perverso escapar del camino habitual, el que siempre han recorrido todos. Como le han quitado de las manos todas las armas, también los libros, solo le queda habitar esta fuerte pulsión de la ironía.

Si no fuese por los niños, hasta celebraría el castigo. Irse a Arcángel, a Mezen, adonde sea... Llamará a ese destino obligado su Ostracia. Llegará a una tierra donde no la conocen; no podrán juzgarla. Una revolucionaria, por mucho que haya sido criada entre sedas y sábanas de Holanda, no puede temer nada. Ni el frío, ni el hambre, ni la soledad. Se instalará en una casa nueva y ella adora ese momento creativo de los comienzos donde todo está por descubrir, donde todas las palabras se pronuncian con la autenticidad de la primera vez. Debe concentrarse en la posibilidad de contemplar Ostracia como un destino de vacaciones, como una elección deliberada, como si fuese ella quien se exiliase.

Pero, al llegar, ve los habitáculos alineados, todos levantados en sentido contrario a la calle, para que los vecinos nunca hablen y respeten la tierna intimidad del adentro y la oscura hostilidad del afuera. En las puertas solo permanecen los enanos de piedra, iguales en todos los jardines, con las sonrisas disecadas, mirándola, observando todo con sus caras necias. En Ostracia, avisan, no está permitido llorar. En Ostracia, avisan, los enanos ocupamos el jardín para evitar que nadie ponga la ropa a secar en el exterior porque la ropa, si está sucia, debe ser lavada dentro; nunca exhibirse a la contemplación pública. Además, la ropa interior femenina es provocativa y podría causar estragos entre el vecindario. Ella no entiende por qué las leyes protegen a esas otras personas que, al final, también han sido condenadas. Ingenuamente pregunta si está vigente una sola ley que atienda a lo que pueda provocarla a ella. Los enanos se callan. No está allí para preguntar, ni para pedir, ni para solicitar. No está allí para reivindicar, ni para suplicar, ni para rezar, ni para rogar. No está allí para hacer más justa la justicia. Está allí solo para expiar sus culpas. Para acatar la Ley.

14

Nadie sabe cuándo va a tener que instalarse en Ostracia. Algunos nunca llegan a ir allí. Esos son los vencedores, los que siempre saben, reptando, encontrar tierra firme bajo los pies. Tampoco van a ser desterrados nunca los que caminan mirando al suelo, sin levantar la vista al cielo, implorando, para que el poder no perciba su presencia. Ni mucho menos los que responden como ovejas a los mandatos, es decir, los que pastan tranquilos en la hierba y bajan seductoramente las pestañas para flirtear con el poder. Todos los rebeldes, sin embargo, deben pasar una estancia en Ostracia, a fin de aprender en carne propia el peligro de escoger la desobediencia. Habitualmente son acusados de llevar dinamita entre los dientes o, aún peor, de ir por libre, olisqueando el camino, entreteniendo la marcha del rebaño. Tampoco es preciso que Ostracia sea una prisión con excepcionales medidas de seguridad. Ostracia puede ser un tiempo donde las ideas propias ofenden a los que antes se llamaban “los tuyos”, un paréntesis de distancia con aquello que antes nos constituyó, un tiempo para ser una apestada, una disidente, una que debe ser señalada con el dedo, a ser posible por un dedo con varios anillos bien colocados. Ostracia, la mayoría de las veces, ni siquiera exige un viaje. Puede tratarse de un arresto domiciliario o de un espacio virtualmente alejado del circuito social, donde antes de la condena era posible reír con los camaradas, debatir los matices todos, sin sospechar que nadie pudiera ofenderse. En algunas versiones, Ostracia es uno de tantos desiertos domésticos que la política usa para castigar a los militantes entregados que, de pronto, no lucen tan bonitos como antes. Para resistir, hay que entrenarse en la escasez voluntaria de bienes. Hacerse anacoreta. Para pasar por Ostracia y salir viva es preciso superar doce pruebas: un juicio injusto, una amistad traidora, el desprecio de los tuyos, la saña de los guardianes, el hambre, la sed, el sueño, el dolor, el frío, la ausencia de caricias, la falta de noticias y, la peor de todas, la autocrítica. Porque Ostracia está diseñada para que la presa entienda que podría verse a salvo del castigo si hubiese renunciado a tanta rebeldía en tiempo y forma, de manera que el castigo es siempre merecido.

Mientras así medita, Inessa dobla cuidadosamente la carta que intentará enviar a Alexander. Le habla de la compañera que han trasladado a otro lugar, ni siquiera sabe dónde, el día anterior. Llevaba nueve meses en ese exilio y comenzó a padecer alucinaciones: veía por todas partes rostros fantasmagóricos. Pero Inessa no cuenta eso para preocupar, todavía más, a su familia; es que la denuncia es ya en ella una costumbre. La presa tenía solo dieciocho años: “¡Es una niña!”, insiste. Le cuenta también, sin medias tintas, al todavía marido que Volódia la acompaña y le brinda todo su apoyo. Hasta ha escrito a un miembro de la Duma solicitando que intercediese por ella, retenida en Arcángel dos semanas sin derecho a recibir visitas ni reconocimiento médico, aunque haya contraído malaria. Finalmente, la mandaron a Mezen, en un viaje de siete días en dirección norte absolutamente penoso: <<En todas las estaciones era igual: la cama estaba tan sucia que preferíamos dormir en el suelo>>.

Como Ostracia adopta tan diferentes formas, lo único importante es no derrumbarse; es imprescindible mantener el control. Ostracia es también el aura de silencio que puede rodear a una mujer en las calles de Moscú cuando es amante de su cuñado, especialmente si él tiene doce años menos, y si no deja por eso de querer tiernamente al marido durante el resto de su vida. Inessa continúa durante horas y horas tejiendo pensamientos subversivos y escribiendo cartas para los niños con dibujitos y preguntas cotidianas sobre las clases de francés, los deportes, sobre el eczema en la piel de Fedor, que debe aplicarse una solución diaria de aloe-vera, sin olvidarse nunca-nunca-nunca... Inessa, en medio del frío, cubierta hasta las orejas por una manta de pelo, escribe para así vivir, que a veces la vida consiste solo en escribir. Se detiene en minucias con humor, hasta que parecen enormes relatos, igual que convierte lo enorme en un detalle sin importancia para alejar de los niños cualquier angustia. Perfeccionista en el oficio de madre, se empeña en practicarlo en la, poco habitual, modalidad de madre a distancia. Pero, sobre todo, se aplica a la resistencia. “Por aquí realmente hace frío; para ser exacta, 37 grados bajo cero, pero eso mismo explica la naturalidad del trato entre los presos y las gentes. Aquí, un preso es apenas otro animal con frío, igual que todos los demás”. Inessa distrae su atención del espectáculo de las miserias, pero no miente. Exhibe fortaleza para animar a los suyos, porque permitirse la mentira sería tanto como presumir de estar hecha de madera de heroína, cuando no puede ser, que los humanos todos estamos compuestos de la misma sustancia: un poco de carne y sangre apenas envuelta en una piel finísima, que cualquier casualidad puede perforar. <<Me habló un guardián de que pensaban mandarme aún más lejos, a Kódia, aunque es improbable que lo hagan a estas alturas del invierno y sería horrible para mí. En Kódia no hay presos políticos. Prefiero Mezen, donde podré hablar y tal vez formarme un poco más. Y Volódia lo prefiere también porque aquí tenemos hospital>>. Inessa escribe desde Ostracia para el mundo, y todas las presas, también las que habitan otras Ostracias más cálidas, podrían reconocerse en su voz. <<Tenemos cuatro horas de luz, entre las diez y las catorce. Todo el resto de la vida se hace en la más absoluta oscuridad. Eso fomenta que las personas estén especialmente atentas a cooperar, a trabajar juntas... porque comparten muchas horas de conversación junto al fuego>>. Como quien llevase una cesta de pícnic para sentarse a celebrar una fiesta en un volcán, así Inessa pasa el exilio enseñando a leer a sus compañeros de infortunio. Mientras tanto, aprende de sus relatos lo que es verdaderamente la lucha de clases, además de una frase en los libros que acabaron por llevarla a este lugar, distante de la mano de Dios, pero no mucho de la mano del zar. <<Me gustaría saber escribir mejor para pintaros con palabras como son estos bosques. Tal vez, en verano, cuando los días sean algo más largos, tengamos un encuentro, si venís todos por aquí>>. Por supuesto que, como todas las presas, esta tiene que soñar con futuros para levantarse cada mañana, incluso si eso de levantarse es solo una forma de hablar, porque en los días más duros, casi no puede caminar a causa del frío: todo ejercicio físico debe ser evitado para economizar energías. Sumergida en esa eterna oscuridad, Mezen se vuelve para ella un espacio onírico, tan irreal como las figuras que pueblan los sueños, y la presa subsiste porque está sin estar de todo, con una parte de su mente allí fuera, donde habita la realidad, durante dos años lentos, dos años duros, dos años inmensos, que harán crecer a sus hijos hasta convertirlos en seres irreconocibles. Más vale soñar con una visita donde ella pueda mostrar esos bosques de su Rusia del norte, tierra salvaje, de una belleza mortífera. <<Para llegar hay que usar trineos tirados por perros. ¡Cuánto os gustaría, mis niños, montar en ellos sobre la nieve, que se ve casi azul, iluminada por esta luz apagada del norte!>>.

 

Ostracia es un tiempo para sacar fuerzas de algún recóndito lugar sin nombre. Es posible que las cartas no lleguen a destino; incluso así, hay que intentar siempre escribir. Escribir para que Inna no se olvide de mamá. Escribir para que Vladimir se sienta querido como los otros hijos. Escribir para que Alexander y Fedor entiendan que ella no ha hecho mal alguno. Escribir para que Várvara y Andrei no vean cómo se borra la imagen vaga de su madre. Escribir para que el marido sepa que todo continúa en orden, que ella es quien quiere ser. Escribir para ser. Escribir para matar el tiempo y que discurra rápido. Escribir para olvidar que el mar es blanco, que son blancos los lagos y el estuario, que todo es tan blanco como las lápidas del cementerio, que todo es frío e inerte, que en estas tierras abunda la sífilis y la malaria, que el alimento es escaso, que los animales salvajes vagan próximos y en las largas noches aúllan a la puerta. <<Siguiendo hacia el norte, ni os imagináis cómo son los osos: ¡Son blancos! ¡Y tan lindos!>>. Pero no todo en la vida es escribir. Las largas horas de espera dan para ensayar las artes de la cocina, para aprender todos los dialectos del ruso, todas las formas de la camaradería y el humor. <<A decir verdad, debería levantarme para poner el samovar, pero tengo fama de ser perezosa. Me levanto más tarde que los demás y, cuando consigo llegar, el té ya está listo>>.

Una tarde, un poco antes de las dos, cuando el sol se pone, sale por leña. Es difícil caminar entre la nieve sin mojarse completamente. El aire glacial quema la nariz por dentro y, aun protegiendo las manos con guantes gruesos, el frío no permite que la tarea mínima de coger unos cuantos troncos se resuelva con rapidez. Todo es lento, lento y blanco, como los fantasmas, que tal vez haya comenzado, ella también, a padecer alucinaciones. Entonces es cuando lo ve. A pocos pasos de ella, un ejemplar magnífico de lobo ártico está mirándola intensamente. De los labios del animal sale el humo de la respiración, como si fuese un dragón de las leyendas infantiles. Inessa no grita; es probable que esté asustada pero no corre. Una camarada no hace pucheros como una burguesita moscovita, aunque lo sea. El lobo podría ser un hombre, tan atrayente le parece. En sus ojos se aprecia que guarda la tenacidad de los seres míticos, la firmeza de los rebeldes que no se dejan domesticar. Por eso, tal vez, Inessa permanece quieta: para merecer esa mirada. Para merecerlo. No mueve un músculo y cualquiera que pudiese ver la estampa pensaría que el pánico la ha dejado paralizada, pero las cosas no son tan simples. Los cuentos de la infancia relataban que quien sostenía la mirada del lobo durante unos segundos se quedaba para siempre cautivo de su belleza, del poderío. El lobo nunca se excede en nada, se ajusta a la disciplina de su manada y caza en grupo, respetando la jerarquía y actuando de manera organizada, como un comando revolucionario. El lobo no es sanguinario: a veces tiene que llevarse una oveja, de ahí el relato de su ferocidad, pero es raro que mate el rebaño entero. El lobo no habla. No se fatiga en transmitir su pasión por la libertad. El lobo recorre enormes distancias a medio trote, eficaz, sin correr y sin pararse nunca, concentrado, como si hiciese un esfuerzo por resumirse, por atender lo esencial y olvidar los lujos. Igual que las gentes de esta tundra inmensa; igual que los revolucionarios, todos ellos gente sobria. El lobo tiene una figura imponente pero bien cara le hacen pagar esa buena planta, el sigilo de sus movimientos y, sobre todo, ese fulgor de la mirada: la belleza. El lobo que Inessa contempla tiene los ojos rasgados, como un mongol, y exhibe la luz brillante de su poder. O de su voluntad de poder, más bien. La belleza del lobo le mete a Inessa el bosque entero dentro. Pasados unos segundos, esos segundos de entendimiento fuera del código ancestral de dos especies enfrentadas, se marcha a trote ligero. Inessa recoge los leños que ha de devorar el fuego en esa noche ártica y regresa a casa sin darse la vuelta. Está segura de que no será atacada. En los años siguientes ha de vivir a la espera de perderse, una vez más, en unos ojos como esos: unos ojos que anuncian el placer de caminar al lado del lobo, de ser suya.

15

Todos los días a esta misma hora, a las once en punto de la mañana, el Café des Manilleurs hierve de animación. Cómo es de linda París es cosa para no contar por falta de palabras, pero la ciudad es demasiado grande y algo hostil al viajero, pues todo cuesta dinero, así que los rusos en la emigración, entre pasear y buscarse un trabajo, se refugian del frío y hablan y hablan de política y aquí Gaston, el propietario, sabe atender a su clientela, porque, si le hablan de lo buenos que eran los tiempos antiguos, él dirá oui, oui!, con todo convencimiento, pero si le hablan de socialismo y de la imprescindible reorganización para un último ataque antes de que los Románov paguen sus pecados con las propias cabezas, él responderá bien sûr. Quien tiene la fortuna de poseer un local como el Café des Manilleurs no debe nunca contradecir a quien habla, pues hasta un perro sabe que debe lamer la mano que le da de comer. Así que Gaston −que un día llegará a regentar tres cafés y casar a sus hijas, todas feas, con auténticos monsieurs− va danzando al ritmo que marca la música. A los nostálgicos les sirve algo de un vodka pésimo que destilan en Poitiers, aunque él asegure que se lo mandan directamente de Kiev, que es el único nombre ruso que conoce con certeza. Cuando finalmente beben, tiene que sacar el pañuelo del bolsillo para secarles las lágrimas, que el carácter ruso es así, tendente a la melancolía y puede emocionarse con un vodka cualquiera. A los otros, a los más enérgicos, les sirve un té al estilo ruso y hace luego indicación oportuna con el dedo índice para que suban al piso superior, que es donde, en un cómodo reservado, pueden hablar a gusto de sus cosas. En caso de que hagan un día todo lo que prometen, por lo menos cuando hablan en francés –que esos rusos son todos educados y políglotas–, mejor será que se acuerden de él como amigo que como enemigo. Porque si todo puede suceder –y según estos conspiradores puede suceder cualquier cosa– incluso puede florecer un desierto y llegar el día en que los obreros sean iguales a los ricos, aunque eso exigirá derramar algo de sangre y ahí Gaston está atento a vigilar que no sea la suya la derramada. Mientras se mesa el bigote y baja las escaleras con la bandeja en la mano, Gaston ve entrar a un asiduo de las últimas semanas, que apenas un ojo de águila como el suyo podría haber distinguido y reconocido entre el grupo, porque este, que está ahora recorriendo el local hasta el fondo, es un hombre como todos, ni muy alto ni muy elegante, ni muy afable ni bebedor; un hombre como tantos otros hombres en el mundo. Gaston se tiene a sí mismo por un especialista en la rara arte de catalogar a la gente porque, sin haber asistido a universidad alguna, aprovechó en tantas conversaciones profundas que ha escuchado, la buena inteligencia que le legó su madre, una campesina de Poitiers, lista como una ardilla. Es por todo eso que Gaston sabe reconocer a alguien importante en cuanto lo ve. Esa nueva ciencia de la psicología es fundamental para quien lucha por el progreso de un local como el suyo, un local donde se cocinan algo más que lentejas todos los días. Gaston, algo distraído en tantos pensamientos sobre sí mismo, contempla cómo el hombre gris, seguido por su gris esposa, sube decidido las escaleras para encontrarse con la señora Elena Vlasova, asidua de tiempo atrás, y también con una mujer de esas que uno querría tener en la cama por la mañana para poder cantar bien alto en el bar lo que pasó por la noche. Porque esa rusa de unos treinta y tantos, palidísima y con ojeras, triste y distante, es toda una mujer, adornada con lo que las mujeres deben tener en la medida justa, sin defecto ni exceso; y en eso no hay ideas ni opiniones, que un buen ejemplar como este debe ser justamente reconocido lo mismo en Rusia que en Poitiers, y más aún en París, que es la ciudad del amor.

Gaston tiene que dejar de reflexionar tan sesudamente para revisar si sus empleados están haciendo lo correcto, no le vayan a dar vodka del bueno a quien no lo va a pagar, que uno debe tener mil ojos en los negocios, por mucho que estos rusos todos, cualquiera sabe de qué vivirán, pero siempre tienen dinero en el bolsillo. Y como ahora toca bajar y subir y atender esa hacienda suya que va a ser acrecentada en los próximos años con los matrimonios de sus hijas, ni tiempo tiene de comprobar cómo discurre de animada y franca la pequeña reunión de esos cuatro que hablan en ruso. Y como un hombre que vive para su café y su progreso social no puede distraerse, ni siquiera percibe que los ojos de la linda han perdido esa nube que se veía en las semanas anteriores, para concentrarse completamente en lo que cuenta el hombre ese, el que no tiene color, según Gaston, que ahí el psicólogo hecho en la escuela de la vida se equivoca, porque es más bien especialista en mujeres, y a los hombres los encuentra a todos invariablemente feos. Pero, si por un momento pudiese atender, y observar con toda su psicología, vería que el hombre gris se ha puesto rojo, que habla su lengua incomprensible con una fuerza insólita, y las palabras, incluso si no se entienden, irradian el calor de un leño que estuviese quemándose en la chimenea, que el hombre tal vez no era tan gris como él pensaba cuando tiene a las tres mujeres en silencio y atentas, puesto que conseguir que se calle una mujer es difícil, pero conseguir que se callen tres al tiempo es cosa nunca vista. Menos mal que Gaston siempre tiene ayuda en las investigaciones que emprende. Sergei, un cliente de los más antiguos, con quien tiene ya una verdadera amistad, viene a avisarlo:

−Ese de arriba sabe calentar a las mujeres, ¿no?

Un poco vulgar, ese Sergei hoy, que él cuando mira arriba solo ve una conversación educada. Cualquiera diría con eso de calentar y, sobre todo, con la forma en que ha pronunciado el comentario, con ese gesto algo libertino con que lo ha acompañado, que estaba produciéndose un verdadero escándalo en el piso superior. Nada de eso. Arriba solo hay tres señoras que escuchan respetuosamente a un hombre que podría pasar desapercibido entre el ruido del bar pero que allí, en un espacio más tranquilo, brilla con luz propia. Debe de estar explicando de manera óptima algo tremendamente interesante porque las tiene a las tres comiendo de su mano. Y Gaston nunca podrá sentirse bien ya en adelante con Sergei, en todo el tiempo que le reste de vida, por haber insultado a su distinguida clientela y, especialmente, por hacer insinuaciones indecentes sobre una mujer tan linda y tan triste, con ese aire respetable, que debe de ser por lo menos una condesa, aunque de una condesa rusa igual no se esperaría que se pusiese a hablar en el piso superior de su café con el grupo de los conspiradores. Y si Gaston no le va a perdonar a Sergei el comentario ese maledicente es porque él es un hombre de los de siempre, a carta cabal, que protege a las mujeres que le gustan, porque si no se protege a una mujer pues... ¿qué? ¿Eh? ¿Qué le queda a uno en la vida? ¡Sería el fin del mundo!

Mientras lustra una copa, Gaston ve despedirse y salir al hombre que ahora no es gris sino rojo con la que debe de ser su esposa, porque paga los tés todos con diligencia de secretaria. Tras haber aguardado por ella en la puerta, los dos se van, momento que él aprovecha para comprobar el estado de agitación de las señoras de arriba con la disculpa de preguntarles si quieren algo más. Su subida, sin embargo, coincide en el tiempo con el movimiento de otra de sus clientas, madame Chervel, esta por suerte francesa, que se acerca a las otras dos, nerviosa, para preguntarles:

 

−Amigas, ¿era Vladimir Ilich el caballero que las acompañaba?

Que nunca se alegró tanto Gaston de tener en su bar a alguien de esos que pueden ser entendidos, que hoy la lengua rusa con todas sus dificultades le está arruinando la mañana. Las señoras afirman y continúan explicándose animadamente, de manera que Elena Vlasova, tal vez por estar delante madame Chervel, le pregunta a la linda en un francés musical:

−Inessa, ¿cuál es tu opinión? ¿Interesante o no?

−¡¡Nunca había escuchado a nadie hablar así!!

Y Gaston, enfurruñado, desciende las escaleras con el ánimo bajo mínimos, convencido de que las mujeres son todas infieles y malvadas y no hay dios que las entienda ni diablo que las soporte, que hablar, hablar, sabe hablar cualquiera, ¿no?

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