Ostracia

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3

Cuando Várvara entró en el vestíbulo del Grand Hotel de Estocolmo, no tuvo más que echar un vistazo alrededor para saber cuál era la mujer con quien iba a encontrarse. En un ángulo del vestíbulo, apoyada en una mesita tomando notas apresuradas, estaba quien, con toda certeza, tenía que ser ella: un rostro amable, enmarcado por unas cejas en forma de arco, con el cabello corto que dictaba la moda. Vestía una blusa blanca de lazo y en ese momento tiraba de él como quien quiere calmar sus nervios sin pensar en serio en deshacerlo, mientras inclinaba el cuerpo como si tuviese ganas de abandonar el teléfono pegado a la oreja, pero no consiguiese cortar el discurso de quien estaba al otro lado. Al batallar con el aparato, los ojos de ellas dos se encontraron fugazmente y Várvara se sintió analizada y comparada. La mujer de arcos sobre los ojos dejó por fin el auricular y avanzó, con paso decidido, a su encuentro.

−Várvara Armand, ¿verdad? –pronunció sonriendo y le tendió la mano sin esperar respuesta–. Te reconocería entre un ciento.

−Sí, señora... –La voz de Várvara sonó muy baja. Se había sentido molesta con la frialdad del saludo, pero ¿qué esperaba? ¿Que la abrazase dulcemente? ¿Que la besase en la cara? ¡Eran dos desconocidas! Se sorprendió de cuánto se castigaba siempre. Su diálogo interior estaba lleno de recomendaciones que se dirigía, de instrucciones. Tal vez nunca madurase bastante.

−Eres el vivo retrato de tu madre.

La sombra de las madres raramente es tan alargada, pero Várvara ya estaba habituada. Para todos aquellos que tenían algo que contar en esta investigación que había emprendido sin mucha convicción, ella era simplemente la hija de Inessa. Se esforzó por parecer decidida, aunque aquella mujer mítica que tenía delante, que había participado en la revolución rusa y que ahora vagaba por el mundo en extraña misión diplomática, la intimidase. Sí, debía reconocerlo: estaba reservada y dispuesta a replegarse a la primera dificultad.

Las conversaciones, incluso cuando son pautadas previamente, con correspondencia y llamadas telefónicas, son campos de batalla: una alusión inconveniente, una pregunta mal formulada y aquella mujer que sin duda tenía una opinión no muy positiva de su madre, se cerraría en sí misma. Várvara era una mujer culta, con desenvoltura natural, pero de escasa experiencia política, apenas la justa para saber que no se permitiría parecer insegura. ¡Si por lo menos tuviese con ella a Inna! Su hermana era la digna hija de Inessa, dotada como ella de mano hábil para las cuestiones problemáticas. Várvara, en cambio, con una formación que consideraba menor, básicamente artística, orientada al teatro y a la escenografía, donde no entraban las raras artes del periodismo, estaba intimidada. Ahora, cuando tenía que abordar la entrevista, echaba en falta disponer de mejores recursos. No contaba con la predisposición general de su entrevistada por las mujeres osadas, aquellas que rompen con lo establecido, las que desafían, las que se sacuden. En los minutos siguientes la reconfortó la facilidad con que se sucedieron las primeras frases, esa cortesía inevitable, las preguntas por el lugar de residencia, la ocupación o la familia. Nunca se habían visto antes y, sin embargo, varios hilos de araña tejían entre ellas una sólida red.

Un camarero llegó para servir el té que habían pedido al sentarse, listo para actuar con esa eficiencia que el cliente ha pagado por adelantado en los grandes hoteles. Contemplaron divertidas cómo se desgastaba en un ceremonial que ambas tenían por excesivamente refinado: “Su té... La leche fría para añadir una nube... ¿Quieren las señoras azúcar? ¿Una pasta? ¿Algo en que pueda ayudarlas?”. Los ojos brillantes bajo los arcos de aquella que se llamaba Alexandra Kollontai tenían algo de provocador en su forma de contemplar el ritual de las buenas maneras. Hizo un gesto y Várvara hubo de retener las carcajadas. En cuanto desapareció el camarero de su vista, las dos ya se estaban riendo como niñas. Si alguna vez flotó alguna reserva entre ellas, heredada de otros tiempos y otras personas, acababa de diluirse entera en sus risas. A continuación, la charla espontánea va a fluir como un río. Aunque sea un experto en estas lides, el camarero no consigue escuchar el principio de la conversación... y, a su pesar, hablan ruso.

–No te olvides de que, para cuando entré en el Partido Bolchevique, tenía detrás una experiencia revolucionaria de veinticinco años. Con los camaradas siempre mantuve diferencias importantes. Ya sabes: la política es de los hombres... mientras no se demuestre lo contrario. Aunque ya había colaborado con ellos en diferentes formas, digamos que me afilié al Partido Bolchevique en el año 15 e inmediatamente expresé a Vladimir Ilich mi interés por trabajar en la organización de las mujeres trabajadoras. No tardé en comprobar que, a pesar de tantas declaraciones en boca de los revolucionarios, acababa de comenzar una batalla desigual.

−E incierta –añadió abruptamente Várvara.

−Incierta para mí no era. Visto ahora, tal vez haya que reconocer que no teníamos los mejores materiales para construir el edificio, pero por entonces yo conservaba el vigor de la juventud: era una mujer libre y sabía perfectamente dónde quería llegar: no era una estúpida, ni una niñata. ¿Sabes? Siempre nos cuentan que las mujeres son lindas a los quince... ¡Tonterías! No es sino a los treinta que las mujeres pueden comenzar a dar lo mejor de sí mismas. –La mujer de los arcos sobre los ojos la atravesó con el azul de su mirada–. Tu edad ahora... Andas por los treinta, ¿no es así?

−Veintinueve. Pero, continúe, no quería interrumpirla...

Várvara da muestras de nervosismo. Un observador imparcial diría que no le ha gustado revelar su edad, pero tal vez no sea así de simple. Será que algo oculta y por eso acaba de apoyar el pocillo en el plato de manera algo brusca. La cuchara cae al suelo y ese pequeño ruido es suficiente para que un lord inglés de cabello blanco deje momentáneamente su periódico y dedique un gesto de desaprobación a todo en general. La modernidad es lo que trae. Ahora gente de cualquier calado y condición puede entrar en un local reservado como este. Para hacer ruido. ¡Oh, qué vulgaridad! Solo alguien de buena familia y cuidada educación como él puede contener el natural impulso de rogar al encargado que expulse del hotel a esa gentuza. Eso por no hablar de lo nunca visto de que dos mujeres estén a solas en un hotel sin ocuparse de su reputación. Porque es sabido para qué van las mujeres a los hoteles. Menos mal que tantos años de internado lo han adiestrado en el comedimiento: incluso si durante un momento se abandonó a los lascivos pensamientos relativos a las posturas en que puede colocarse un cuerpo de mujer en una habitación de hotel, ahora ya vuelve al periódico. ¡Mujeres! Estarán hablando de cosas absurdas. Probablemente del adorno que se pondrán en el sombrero...

−Bien, supongo que conoces lo importante. El Partido Bolchevique se consideraba bastante avanzado en la cuestión femenina, por mucho que las contradicciones saltasen a cada paso. ¡Ay, hija, qué asuntos me haces recordar! Ahora, contigo ahí, tan pendiente de lo que digo, me vienen a la memoria insistentemente los señores del gran bigote que hablaban de mujeres todo el día... sin contar con ellas. ¡En serio! ¡No hagas reír así a esta vieja revolucionaria, no sea que hable de lo que por decoro debe callar!

A esta altura de la conversación, Várvara ya ha caído seducida por la oratoria brillante de la mujer que tenía delante. Nunca se habría imaginado que pudiese revelarse como una rebelde ligeramente crítica, ella que aparecería algún día en los libros de historia. No podía más que entusiasmarse con esa forma de habla cómplice, alegre, terriblemente persuasiva. Su ruso sonaba extrañamente popular, aunque estuviese salpicado de palabras en otras lenguas, especialmente en francés, como es habitual en el discurso de los diplomáticos. Además, sus insinuaciones no distaban mucho de las que podría hacer una campesina a otra en un mercado; imposible no sentirse a gusto con ella. Era, antes de ninguna otra cosa, una mujer. Así de simple.

−August Bebel, un alemán a quien había tratado mucho durante mi época en el Partido Social Demócrata, me había pedido un prefacio para la edición rusa de Mujeres bajo el Socialismo, una de sus obras más conocidas y, bueno..., intenté ser tan laudatoria como correspondía. La disciplina socialista nunca atendió cortesías y adornos excesivos, pero tampoco permite dejar abandonado a un camarada, así que hice el prefacio calificando la obra de auténtica Biblia para las mujeres. Además de eso, Bebel era un hombre lúcido, que había escrito aquel texto treinta años antes, pero, hay que reconocerlo, había ido dejándose influir por lo que estábamos haciendo en el movimiento de mujeres durante ese lapsus de tiempo. No obstante, en medio de las flores, dejé también mi contribución. Bebel demostraba que la posición de las mujeres se había visto histórica y no naturalmente determinada, y que apenas podríamos liberarnos con una revolución socialista. El movimiento de las mujeres debía, en su opinión, formar parte del movimiento socialista general, pero este también debía reconocer de manera explícita el hecho de que las mujeres sufrían una doble opresión, sexual y económica. Yo me limité a resaltarlo.

−Pero los camaradas entendieron mal esto último.

−Por lo menos lo entendieron poco. Todo lo que fuese argumentar sobre las ventajas del socialismo era rápidamente asimilado; el resto iba entrando mucho más lentamente. El asunto, que para mí fue crucial en los años siguientes, era divulgar esa doble opresión. Fue para muchas de nosotras frustrante observar cuánto costaba reconocer las especiales dificultades de las mujeres.

 

−Y eso radicalizó su postura...

−¿La mía? ¿Radical? Oh, tal vez... No siempre sé juzgar aquel tiempo... Todo avanzaba aprisa. Mira, antes de que fuese publicado ese libro, los marxistas rusos pensaban que la cuestión femenina era un movimiento burgués. Hubo un antes y un después de aquello...

Las tazas estaban vacías, aunque el vapor todavía formase una pequeña columna de humo. El lord inglés, tras haber comprobado en su reloj que faltaban apenas tres minutos para la cita que pensaba tener en la puerta, había desaparecido. En el vestíbulo del Grand Hotel ya nadie repara en esas dos mujeres de apariencia moderna y modales refinados que hablan tranquilamente sobre cómo adornar sus sombreros. Los tales sombreros y los abrigos reposan olvidados en una silla de terciopelo rojo como la revolución, pero adornada de unas molduras decadentes. Si un viajero, parado en las escaleras para encender un cigarro, percibió la belleza de la rubia Várvara, alta y esbelta; si uno de los empleados del hotel reparó en ellas, seguramente pensó en una madre y una hija que confidenciaban asuntos de familia. No eran madre e hija, ni amigas, ni parientes. No hablaban de vestidos ni adornos. No eran camaradas ni tenían una misión secreta que las obligase a confiarse durante un tiempo. Eran solo una mujer de unos sesenta años que había escapado de las purgas de Stalin por la inopinada fortuna de haber caído en desgracia antes que otros, y otra de unos treinta empeñada en recomponer una memoria rota para entender a su madre. Eran, entonces, dos criaturas que sobrevivían por casualidad y que se habían encontrado por pura voluntad. Con todo, aquella tarde en Estocolmo, entre el té que las protegía del frío, Alexandra Kollontai conseguía persuadir a Várvara Armand de lo que era la Nueva Mujer, obligada por las circunstancias a desarrollar una conciencia de sí y una personalidad independientes. Tal vez Alexandra, la de las cejas en arco, concentrada en su discurso, no se daba cuenta de que esa que tenía delante era la encarnación de la Nueva Mujer que había soñado. O tal vez sí, y estaba satisfecha de haber trabajado por esa nueva generación.

−No sé cómo podía suceder −continuó explicándose la Kollontai− que mentes tan brillantes como las de los camaradas no entendiesen que las condiciones de la revolución debían desencadenar algo radicalmente diferente. Igual que el agua no es una suma de oxígeno e hidrógeno, la revolución nunca fue la suma de una serie de presupuestos aislados. Cuando las ideas se entrelazan, adquieren una capacidad de cambiar la realidad que no se puede vislumbrar en los tratados donde apenas son expuestas teóricamente, ¿me entiendes?

−Creo que sí...

−Eso, querida, es la praxis revolucionaria: hacer frente no solo a los aspectos materiales que contemplamos, sino también a aquello que se nos escapa...

−¿Quiere decir que la revolución no fue lo que esperaba?

−¡¡¡No!!! ¿Por qué le das la vuelta a lo que digo? Yo siempre procuré no esperar demasiado. Soy un ser práctico y no me gusta perderme en debates escolásticos. Pero... cuando has hecho una tarta, ya no puedes volver atrás para recuperar la harina, la leche y los huevos por separado, ¿verdad? Pues cuando transformas realmente lo que hay, ningún aspecto de la existencia humana puede regresar a lo que era antes. El Mundo Nuevo implicaba que las mujeres habíamos sido expulsadas de la familia antigua, privadas de la protección del padre o del marido. Pero someterse a la autoridad de otro libera también de tener que tomar decisiones. Las mujeres, infantilizadas durante siglos, se quedaron desorientadas. Por así decir, de alguna manera habíamos catapultado a las mujeres hacia la lucha de clases...

−¡Igual que a los hombres!

−No es cierto, Várvara, no igual. De una manera bien distinta.

El lord inglés entra de nuevo enfadado porque finalmente el caballero con quien estaba citado no ha acudido a su hora. Se decide a fumar como método infalible de espera cuando divisa otra vez a esas dos comadres con poca vergüenza y muchas ganas de hacerse ver. Tendrá que recurrir de nuevo al periódico para controlar esos nervios suyos. La mayor está aleccionando a la joven. ¿Estará explicándole cómo comportarse en un galanteo? Sin duda.

−La Nueva Mujer −y los ojos de Alexandra Kollontai brillan cuando habla– debe negarse a ser sumisa. Nuestro tiempo demanda características distintas de la pasividad y de la gentileza. Precisamos rasgos como la determinación y la hiperactividad, tenidos tradicionalmente por masculinos. Si en el mundo previo el eje de la vida de una mujer era el matrimonio, el crecimiento de la industria rompió el modelo tradicional de familia: estamos desesperadamente a solas. Como el demonio cuando declaró: “no serviré”.

−Pero el espíritu revolucionario exige servir. No sé cómo decirlo... Servir una causa, servir una idea, servir a quien pueda llevar a buen término esa causa... Por mucho que nos pueda repugnar, ¡eso forma parte del deber militante!

−De acuerdo, querida. Lo que estoy rechazando es que las mujeres se apoyen exclusivamente en sus emociones. La dependencia material de los hombres deja a las mujeres sin ayuda, forzándolas a estructurar sus relaciones de un modo con que asegurar su sustento. La Nueva Mujer experimentará el matrimonio como una forma de prisión. En vez de someterse a la tiranía de la emoción, deberá demandar respeto de los hombres y consideración como su igual.

−No sé... Visto lo que hay, y alguna experiencia tengo, tampoco estoy completamente segura de querer ser exactamente igual que los hombres.

Las dos mujeres acomodadas en sus asientos rompen a reír de nuevo. Cualquiera sabrá qué le ven de gracioso a la igualdad, pero ellas, que no se preocupan de ser respetuosas con los camareros elegantes ni con los lores ingleses, no van a privarse de reír de ese imponente concepto de la igualdad ahora que les ha venido en forma de broma obscena a la cabeza. El ruido de sus carcajadas, My God, es francamente irritante. Parecería que todo el jolgorio de las calles –llenas de perezosos, de vagabundos, de desheredados– estuviese colándose dentro de los cristales del Grand Hotel con esas risas desmedidas. Of course, exclama el lord inglés, no son bien criadas y carecen de toda la distinción de una dama. Y si les preguntasen, ellas habrían de reconocer que el señor sabía de mujeres porque daba completamente en el blanco.

4

–“¡Habla de eso con Sverdlov!”. Era la frase que Lenin repetía cuando alguien le venía con quejas de un camarada. Los detalles cotidianos le daban igual... es lógico: siempre habría asuntos que resolver y, por grande que fuese su genio como político, no podría revisar personalmente todo.

A Várvara, de la tribu de los teatreros, le gusta la manera dramática y algo exagerada con que su amante relata cualquier episodio. Le gusta cómo se explica, cómo desmenuza cada aventura. Porque él es, sobre todo, un aventurero. Eso trae algunas nubes a su mente: tendrá que dejarlas pasar para seguir, atenta, lo que está contándole. Sentada en la cama, con la cabeza apoyada en las tres almohadas que les pusieron en aquel pequeño hotel de Estocolmo, se concentra en escuchar atentamente.

–¡No estás atenta, Vavushka...! Deberías valorar más lo que hago para complacerte. –Y un gesto de enfado se pinta en su cara de rasgos rectos y viriles.

−¿Hace unos minutos o cuándo?–dice ella, provocativa.

−En Moscú todo el tiempo era poco para atender a las investigaciones de la señora y ella, bien ingrata, me paga interrumpiéndome...

−¡No era interrupción! Solo decía que valoro tu esfuerzo por complacerme hace unos minutos...

−Debe tomar lo de antes simplemente como un regalo de la casa...

El enfado debió de ser momentáneo porque ahora es una sonrisa seductora lo que amanece en aquel rostro, dejando ver unos dientes blancos y regulares. Várvara tiende el brazo y levanta el cuerpo en dirección al hombre, que, contra todo pronóstico, besa su mano, pero esquiva el abrazo, convencido como está de que debe continuar hablando. ¡Ay, la estación del amor es inestable como el tiempo en primavera! Y por mucho que los estereotipos repitan que los hombres siempre están dispuestos para el amor, bien sabe Várvara que, cuando se trata de hablar...

−Oye, señora insaciable, lo que quiero que valores es cómo me arriesgo por ti. Pedí entrevistarme con la propia Lidia Fótieva que lo tenía que saber todo. ¡Por algo fue secretaria de Lenin en los últimos años!

−¡La buena de Lidia Fótieva! La conozco.

−Me lo imaginaba. Le dije que era amigo tuyo...

−No deberías haber dicho nada, Yákob. Conviene que seamos prudentes... Son tiempos complicados. –Ahora es el cuerpo del hombre el que se vuelve hacia ella. Se diría que las confidencias en esta habitación de hotel son una danza bien pautada.

−Está hecho, amor. ¡Et... voilà! Aparece en escena una revolucionaria de toda la vida a quien Lenin dictó penosamente sus cartas en la última etapa de la enfermedad, cuando no podía ni escribir. ¿Sabes? Me dijo que, después del último ataque, le costaba tanto trabajo poner sus ideas en orden y poder expresarlas que Lidia aguardaba en su despacho hasta que la llamaba haciendo sonar una campanita.

−¡No te pierdas en anécdotas, Yákob! ¡Vete rápido adonde quieres llegar!

−Eso no lo decías antes...

−Touchée! −Sonríe ante esa alusión erótica, pero la broma no prende en ella, situada ahora en un punto bien distante de las sábanas–. Recuerdo bien aquella triste época. La apoplejía lo había dejado trastornado. Hasta le costaba hablar... y los médicos no le permitían entregarse a la política. María Ilínichna, su hermana, llegó a prohibir la música en casa. Si encontraba alivio en algo, era en estar rodeado de juventud. Nos llamó, a mí y a mis hermanos... a pesar de que María no nos podía ver. Aunque lo visité, como todos, fueron Andrei e Inna los que pasaron más tiempo con él. Creo que también estaban su sobrino Víctor y Vera, la hija de una de las criadas...

−¡Qué extraño que os llamase a vosotros! ¿No?

−No seas chismoso. Nadia y él no tenían hijos y siempre les gustó tener en casa la alegría de los juegos de los niños.

−¡¡Várvara!! Inna andaba por los veintitantos. Hasta Andrei pasaría de los veinte. ¿Quién era el niño?

−¡Bah! Ese no es el asunto. Quería rodearse de un entorno afectuoso y la solterona esa de María Ilínichna empezó a intrigar con que si no era bueno que se supiese que los hijos de Inessa Armand estaban en Gorki, en la casa donde él permanecía para reponerse, así que mandó a Piotr, el guardia personal de Lenin, que los echase. Yo ya me había ido a Moscú unas semanas antes para incorporarme a las clases en el Instituto de Arte. Pero para ellos fue muy frustrante. Nadia le escribió después a Inna, entristecida. Ella solo deseaba que su Vádia se sintiese querido. ¡María estaba tan preocupada por el qué dirán...!

−¿Te das cuenta de que el cuadro que pintas siempre de las mujeres a su alrededor es un poco servil?

−¿Servil? −Várvara no puede evitar recordar su entrevista con Alexandra Kollontai, unos pocos días atrás, cuando la revolucionaria había insistido en que la Nueva Mujer debía permanecer vigilante contra cualquier servilismo, pero el asunto que la ocupa es demasiado irritante como para abandonarse a los recuerdos.

−Sí, Várvara. Leo tus notas y son... buenas, sí... pero extrañamente tiernas. Nadia Krupskaia fue la abnegada y perfecta esposa, Anna y María, las hermanas de Lenin, nunca se rebelaron a cuidarlo, su madre se pasó la vida orgullosa de un hijo a quien tenía que sostener económicamente y hasta tu madre se saltaba las fronteras de un lado a otro en épocas peligrosas solo para cumplir sus deseos... No sé si todo pudo ser así tan melifluo.

−¡No! ¿Pretendes decir que mi visión de chiquilla me engañaba? ¿Que mi madre nos había traspasado su ternura? ¡Bah...! Fue Trotski, creo, quien describió a Nadia como una asistente entregada, competente y extraordinariamente diligente. Y es cierto. Pero eso no significa servilismo.

−No quiero discutir, linda, pero da la impresión de que todas las mujeres de su ámbito de acción se quedaban fascinadas por él. Dudo si no se serviría de ellas como un tirano. Construyó un mito donde las mujeres aparentemente figuraban en la historia, aunque en realidad fuesen las sumisas de siempre.

Várvara percibe cómo se repiten los términos sumisión o servidumbre que también había pronunciado Alexandra Kollontai y piensa que tendrá que reflexionar sobre ello más tarde. El tema es espinoso. Ahora se pone en guardia e intenta que su voz suene relajada:

 

−¡Bueno! Déjalo. ¿Y qué traes para combatir el estereotipo?

−¿Recuerdas que Lenin sufrió un atentado en el 18?

−¡Oh, claro! Todo el mundo lo sabe...

−No todo el mundo tiene que acordarse de aquel episodio de unos tiempos tan turbulentos, pero tú sí... Pues la acusada fue una mujer: Fanny Kaplán.

−Me suena ese nombre, sí.

−Kaplán era una obrera en Odesa, de origen judío, que en la fábrica debió de unirse a grupos anarquistas. Fue acusada de participar en un atentando contra el gobernador de Kiev y condenada de por vida a un campo de trabajo de Siberia.

−¿Tuvo éxito el atentado?

−No. El gobernador salvó el pellejo, pero en la explosión murió alguien accidentalmente y la prendieron. En la cárcel entra en contacto con otras mujeres, socialistas y anarquistas, más formadas políticamente que ella. Le cuentan historias de terroristas que participaron en asesinatos a las autoridades y, al ser detenidas, fueron golpeadas, violadas y enviadas al exilio. Muchas de esas historias serían las suyas propias…

−Vuelves a perderte en anécdotas literarias… ¡Qué portento de imaginación! ¡Estás ya dentro de la cárcel asistiendo a las conversaciones de las presas!

−Me gusta siempre complacer trabajando con lentitud –dice Yákob con mirada insinuante.

−Broma repetida es broma no aplaudida... Por favor, necesito saber… ¡Continúa!

−Bien, parece que en la prisión se queda ciega y pretende suicidarse, pero no lo consigue por la intervención de sus compañeras y, en una muestra de auténtico coraje, aprende a leer Braille y a moverse en su nueva situación hasta recuperar la vista.

−¿Ahora vas a contarme que sucedió un milagro? −Y Várvara ríe, escondiendo la cara entre las manos, francamente divertida.

−Un poco de seriedad, ¿sí? En la cárcel las presas desarrollaban muchas enfermedades, algunas físicas por la pésima alimentación, y otras nerviosas. Calculo que se trataría de una ceguera inducida por el estado de ánimo.

−¿Eso realmente existe? ¿O continúas fantaseando con tu relato particular?

−Eso es de la máxima actualidad científica. ¿Acaso no lees a Freud...? La Kaplán se recupera y es liberada cuando la revolución de febrero acaba con el gobierno imperial. Con distintas andanzas, en las que ahora la Señora-toda-rapidez no estará interesada, la Kaplán se siente decepcionada por Lenin y marcha a Simferópol.

−Donde distintas facciones socialistas habían formado el gobierno rival…

−¡Exacto! Y ahí consigue un trabajo en la administración hasta que, en el 18, el ejército bolchevique recupera el control de la ciudad y disuelve las instituciones. Cuando las diferencias políticas determinan que los bolcheviques ilegalicen a los demás partidos, pues…, ella no se lo piensa dos veces y decide matar a Lenin.

−¡Qué extraña decisión! ¡Y qué cruel!

−Sí. Debía de ser un personaje peculiar. Aguardó a que Lenin saliese de una fábrica de armamento donde había pronunciado un discurso y, en cuanto lo vio, gritó su nombre y le disparó tres tiros. Uno de ellos quedó alojado en su cuello, creo...

−Sí, cuando entró en la parte más penosa de la enfermedad, los médicos decían si el plomo de una bala estaría envenenando su cerebro… Sería esa la bala, supongo...

−Pero, pequeña investigadora mía, lo que tienes que saber es que no hubo testigos de que fuese ella quien disparó. Estaba oscuro, había una multitud congregada y nadie estaba seguro de nada.

−¿Y qué pasó con ella?

−Aunque Lidia se empeñaba en pasar rápido por ese incidente, entiendo que el asunto nunca fue aclarado completamente. La mujer tenía un comportamiento extraño: no daba datos sobre su identidad, pero insistía, muy nerviosa, en que era ella quien había disparado.

−No lo comprendo. ¿Qué hay ahí de sospechoso?

−Aguarda, todavía falta un detalle. En el primer momento no encontraron el arma. Lidia me aseguró que en la Cheka ejecutaron a Fanny Kaplán a finales de agosto, aunque, por la documentación que vi en Moscú, oficialmente la fecha fue el 3 de septiembre... Lo justo para explicar que el arma apareciese misteriosamente el 2 de septiembre, como también tuve oportunidad de descubrir.

−Has hecho un gran trabajo…, pero no veo qué tiene que ver el asunto de la terrorista y el tema de lo melifluo en las mujeres de Lenin. Ni mucho menos cómo relacionas todo eso con mi madre... ¿Estás intentando demostrar que la Kaplán no fue la autora del atentado?

−Oh, es posible... Intento demostrar que no es verosímil que las mujeres de la revolución rusa fuesen tan dóciles. El espíritu de revuelta tenía que haberles dado madera de políticas, de instigadoras, de ejecutoras de actos...

−Querido, para eso no tenías que ir tan lejos: yo podría contártelo. La principal virtud de una mujer bolchevique es la tverdost, la dureza. Debemos ser eficientes, trabajadoras, determinadas y poco sentimentales; implacables con los adversarios, francas y leales...

−Bien, bien, bien... eso estaba claro en Lidia. Dijo cinco veces por lo menos que había que tener lealtad a la revolución y siempre creer en la victoria final... No sé qué veía en mí, pero me quedé bien enterado: nada de dudas. ¡Es dura como una roca esa mujer!

−¡Está claro que no eres el mejor ejemplo de militante, Yákob! Tú eres un artista, no un verdadero revolucionario... Y has estado fuera de Rusia demasiado tiempo. No sabes bastante quiénes somos.

−Haré como que no oigo... pero estoy introduciendo también la idea de que Sverdlov, ese que se ocupaba de la intendencia, de quien te hablaba al principio, daría orden de ejecutar a una pobre mujer, antes de que se probase su culpabilidad. Que uno de los líderes del mundo pueda ser asesinado por una obrera sin conexión con organizaciones armadas es preocupante para un servicio de seguridad, ¿no? Pero que una obrera algo neurótica sea ajusticiada por un funcionario bolchevique sin comprobar mucho su culpabilidad, ¿no significa algo?

−¡Bah! ¡Siempre estás buscando un fallo! Eso no es ser fiel a la revolución...

−Ahora vas a ver. Lidia fue secretaria toda su vida y ya sabes la afición de las mujeres próximas a Nadia por la documentación y la biblioteconomía. Me sacó este papel que tú misma puedes leer:

Várvara desenvuelve el papel y lee en voz alta:

<<Mi nombre es Fanya Kaplán. Hoy he disparado a Lenin. Lo hice con mis propios medios. No diré quién me proporcionó la pistola. No daré ningún detalle. Tomé la decisión de asesinar a Lenin hace mucho tiempo. Lo considero un traidor a la revolución. Estuve exiliada en Akatúy por participar en la tentativa de asesinato de un funcionario zarista en Kiev. Permanecí once años en régimen de trabajos forzados. Tras la revolución fui liberada. Aprobé la Asamblea Constituyente y sigo apoyándola.>>

−¿Quieres decirme, Várvara, para qué se hizo la revolución?

Efectivamente, Yákob no es muy ortodoxo. Por circunstancias familiares anduvo aquí y allá recorriendo el mundo y su condición de artista muy instruido en la cultura europea hace de él un crítico perpetuo. Tampoco es un podrido capitalista... Tiene muchas ideas renovadoras en la cabeza en una época en que todo está desintegrándose y los viejos valores parecen sobrepasados. Pero, aunque fuese un reaccionario, Várvara tendría que reconocer que encuentra en él algo que no se mide en parámetros políticos, algo más salvaje, más primario. Y, dado que conviene cambiar de tema, en los siguientes minutos se dedicará a buscar ese algo fogosamente.