Hierba mora

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

10

Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Mudas para las manos o maniluvios

Mucho sufren las manos de las mujeres en los trabajos cotidianos, que la mayoría no son capaces de preservar la piel fina y alisada por las muchas cosas que hacen cada jornada. Por eso, si queréis resguardaros de estos males, podéis hacer unas mudas que ahora explico. Tomad una escudilla de zumo de uvas aún no maduras, y otra de hiel de vaca, y media de jabón rallado y tres onzas de aceite de pepitas y otras tres de adormideras, y onza y media de aceite de almendras amargas, y una onza de aceite de mata, y un poco de azufre bien molido y otro poco de azogue muerto con saliva. Lo habéis de juntar todo en un vaso y puesto al fuego estará hasta que se deshaga el jabón y, como esté deshecho, lo echaréis en una redoma de vidrio y lo curaréis al sol nueve días, removiendo cada mañana dos o tres veces para que no haga asiento. Y, una vez sea curado, lo pondréis en las manos. Y cuanto más lo traigáis puesto sin lavaros, tanto mejor es, que las manos lucirán como si no estuviesen trabajadas y consumidas por los esfuerzos de la vida. Y mirad que, cuando os laváis, le quitáis vida al cuerpo puesto que arrojáis al agua lo que es suyo, que no se debe lavar sino lo que está sucio y el cuerpo humano tiene su propio aroma, distinto en cada uno de los individuos para que, igual que somos conocidos por la figura a la vista, podamos ser reconocidos por la nariz según el olor que desprendemos. No vi madre que no reconociera a su cría con el olfato, ni amante que no enloqueciera por el olor de su amada, que las que mucho esconden con mejunjes lo que les parece asqueroso están matando una forma de ser ellas mismas. Sin embargo, las mudas para las manos no ocultan nada, sino que protegen para que no se instalen los males en los dedos o la palma, no vayan a pensar, quienes así os viesen en mal estado lucidas, que solo movéis los dedos y nunca trabajáis con el pensamiento.

11

Carta de monsieur Descartes a la reina Christina de Suecia, a finales de 1649

SEÑORA:

Si sucediese que me fuese enviada del cielo una carta, y que yo mismo la viese descender de las nubes, no estaría más sorprendido y no la podría recibir con más respeto y veneración de aquel con el que he recibido la que tuvo a bien Vuestra Majestad escribirme. No obstante, me reconozco tan poco digno de los agradecimientos que contiene que no la puedo aceptar si no es como un favor y una gracia, a la cual me siento particularmente debido por cuanto nunca la podré pagar. El honor que recibo al ser requerido por monsieur Chanut de parte de Vuestra Majestad me paga sobradamente la respuesta que os he dado y, al haber sido informado por él de que mis palabras habían sido favorablemente recibidas, eso me hizo sentir tan obligado a vos que no podía esperar ni desear nada más por tan poca cosa, particularmente de una princesa que Dios ha puesto en tan alto lugar, rodeada de tantos asuntos importantes como tiene a su cargo y de quien las menores acciones pueden ser tan determinantes para el bien general de toda la tierra, que todos los que aman la Virtud deben estimarse muy felices cuando pueden tener ocasión de prestarle algún servicio. Y porque yo en particular hago profesión de pertenecer a ese grupo, oso prometer a Vuestra Majestad que no me podría pedir nada tan difícil que no estuviese siempre presto a hacer todo lo posible para su ejecución y que, si yo hubiese nacido sueco o finlandés, no lo haría con más celo ni más perfectamente […].

12

Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Remedio para el asma

Un remedio para bien respirar se consigue guisando huevos con unto de gato, que el gato, igual que produce estornudos y pruritos, puede remediarlos y su sangre alivia las dificultades de respirar a quien las tuviere. Esos huevos mezclados con unto de gato no solo se le darán a comer a quien padeciese asma, sino que todo lo que se tuviese que guisar para ese enfermo con manteca se puede guisar con tal grasa, que es muy buen remedio. Mas no siempre que una persona tenga dificultades para respirar hay que pensar que es asmática. Alguno he visto dejar de respirar cuando Amor lo abraza, justo en ese momento en que no acuden las palabras a la mente, un problema este que se ve mucho entre enamorados recientes, que con el amor la sangre no fluye como es debido y por eso andan ensimismados, y prefieren las ensoñaciones al trabajo y, cuando algo quieren contar, sobre todo si es en presencia del ser amado, repiten continuamente «que no encuentro la palabra, que no me sale». También de un susto se deja de respirar, pero la sensación no es tan dulce, que algunos llegan a morir cuando reciben una carta inesperada, o que revela algo sorprendente, que ni imaginar podían antes de haberlo leído.

13

Esta vez la carta que el filósofo dirigió a la reina no se corrió por los mentideros. Es natural, porque los mentideros se hicieron, más bien, para difundir desgracias: citas a las que él nunca llegó, caricias impropias que ella permitió y de las que incluso disfrutó, meteduras de pata y lances semejantes que atentaban contra el buen gusto; que nunca se vio un corro en una corte donde se contase que todo va como la seda: que la reina leyó a un filósofo y le hizo una preguntita maliciosa por mediación de un tercero y aquel, o sea, el filósofo, contestó encantado y a partir de ahí, dimes y diretes, que una se va y otra se viene, al cabo de unos meses no había ya tema sobre el cual no hubiesen polemizado. Pero lo que sí acabó por traslucirse es que, una vez cumplidos los tiempos de las preguntas, ella se decidió, porque, si Curiosidad es la primera, Osadía es la segunda vestidura de Amor, e invitó al filósofo a llegarse junto a ella, y hasta a ocupar un puesto de sabio en su corte. Y como Christina sabía que él siempre andaba un poco mustio, indeciso y amurriado, le reservó transporte propio, haciéndole saber que, en caso de decidirse, tenía, donde él dijese, un navío de la armada sueca a su disposición. Christina debía, en verdad, estar muy atacada por el diosecillo alado del arco y las afiladas saetas, puesto que no se percataba de que estaba haciendo exactamente, aunque a la inversa, lo mismo que había hecho el rey Christian de Dinamarca con su madre y que a ella tan mal le había parecido, que cuando Amor nos urge, todo navío parece poco. Pero los barcos de guerra nunca fueron tan felices, ni nunca estuvieron tan justificados como cuando se dedicaron, según aconteció en estos episodios de la corona sueca, a servir de medio de transporte para enamorados perezosos. Sobre todo, porque el nuevo uso exigía alguna preparación de la que salían favorecidos: quítame de aquí estas municiones y ponme pétalos de rosa para cuando suba, apártame de aquí este cañón o, no, mejor no lo apartas, que usarás las salvas para darle la bienvenida. Y, en vez de rancho, que para comer sirvan fresas con zumo de naranjas de la China. Y, en vez de maquetas de guerra, que las mesas soporten cuencos rebosantes de frutas exóticas, y ponme por aquí unas cortinillas, y encera esos suelos, y deja ahí como desordenados unos libros, y olvídate de zafarranchos de combate y hazle la cama con sábanas limpias, que por poco que Christina se ocupase de su casa, cuando menos en opinión de Eija-Liisa, no iba a ser tan burra como para no preparar el escenario que mejor le conviniese para la seducción. Que Amor todo lo endulza y, en lo tocante a estas cosas, los pueblos escandinavos son tan puntuales y meticulosos como para todas las demás. Se cuenta de un almirante sueco que se enroló en un barco holandés para cierta misión ultramarina, nada que aquí importe, y en las Antillas tuvo que aguardar tres meses. Y aguarda que te aguardarás, no hacía más que beber cerveza de coco y desflorar nativas. Así, a la brava, que muchacha que pasaba, él embestía, porque con el cambio de temperatura notaba el cuerpo algo flojo y, no teniendo nada que hacer, no le parecía mal hacer aquello que tanto le complacía. Y tan ricamente estaba hasta que un día atacó a la mulata más sandunguera de toda la isla, que daba gusto verla meneando las caderas delante del almirante, que el pobre, que tan bien sabía separar cuerpo y alma, que en esto ni que hubiese leído al filósofo, aunque por no leer no había leído ni el correo que le llegaba, que digo que el pobre almirante debió de dejar en su incursión sobre la preciosa mulata el alma puesta sobre el cuerpo porque lo cierto es… que se enamoró. Se enamoró perdidamente. Se enamoró de esa forma salvaje y arrebatada con que sienten los que han hecho mucho y sentido poco. Y cuando se acercaba cada anochecer a su lado, él, tan acostumbrado al revolcón y la atacada, escuchaba, hablando lenta y cadenciosamente «así no, amooor, que me haces daño» y, aunque él nada entendía, que nunca había aprendido a hablar sino su tosco dialecto natal, un día se quitó el trabuco y al siguiente, «así no, amooor, más ligerito», el trabuco y la canana, y para el otro, «así no, amooor, que me matas», el trabuco, la canana, la espada, las polainas y las espuelas, que para qué quería tanto trasto en esas ocasiones, y despacito, «así no, amooor, que así no me gusta», despacito «así no, amooor, así mejor», recibiendo sus clases de levedad caribeña, «sí, sí, sigue así, muy bieeen, amoooor mío», acabó como su madre lo trajo al mundo, envuelto en suavidades y entregado, con toda la meticulosidad de los pueblos nórdicos, a la poco marcial tarea de amar lo mejor posible. Ni que decir tiene que la armada sueca tuvo que despedirse de su alto oficial porque el mostrenco rubio y brusco, que para entonces ya resultaba conocido en la isla toda, decidió instalarse con su mulata a criar mestizos en una cabaña bajo tres cocoteros. Pero no conviene desviarse, que el asunto es que cuando Christina le ofreció al filósofo un navío de guerra para el viaje, estaba haciendo lo mismo que el rey de Dinamarca que tanto había maldecido: usar los vehículos oficiales para la seducción, y poner sus deseos personales por encima del respeto debido a los intereses del Estado. Y nótese que en este punto era algo torpe Christina, Nuestra Majestad, por muy reina que se sintiese, puesto que cualquiera que analizase su comportamiento podría darse cuenta de que estaba en el baile agarrando a su acompañante por la cintura. Y esa es posición del varón, no de la dama: que de tanto picafloreo que se trajo Christina se le quedaron, es natural, algunas de las maneras de los hombres. Y, si insisto en este particular, es porque su ofrecimiento era a todo punto excesivo, y eso podía verlo hasta un ciego, cuanto más un filósofo que acababa de dar a imprenta un manuscrito titulado Las pasiones del alma. Y, además, un filósofo al que esos puestos de sabio mantenido no le agradaban mucho, que nunca había sido cortesano y, según cuentan, no solo por feo, también por afable al trato de todos y desinteresado, que él se vanagloriaba de no tener otra finura que la de no tener finuras y con eso, claro está, no se va a corte alguna. Pues por ahí fueron las cosas. Dicen que al principio él se mostró perezoso y, ni sí ni no, fue posponiendo la respuesta. Parece que luego escribió a sus amigos sobre la invitación de la reina, contándoles algo de sus propios escrúpulos para hacer el viaje: que si él tenía enemigos por todas partes en calidad de autor de una nueva filosofía, que si era católico romano y que tal vez por eso no debería asentarse en un país protestante, que si esto, que si lo otro, que todos sus corresponsales bien le notaran al filósofo que estaba hablando con la boca pequeña y poniendo problemas por escrito mientras, en realidad, estaba haciendo las maletas. Y así fue cómo en octubre de 1649 llegó a Estocolmo y parece que estuvo parado un buen rato en el puente de Stortorget, que hay que ver cómo es la vida, tan llena de casualidades, que él llegó y se apoyó justo en el mismo pretil que su enamorada usaría unos meses después para poder mantenerse en pie cuando la pena más la abatía. Y, mirando para las aguas, se sintió invadido de tristeza, mas no de una pena concreta debida a un problema o a un suceso, sino de tristeza. Tampoco se trataba de que se sintiese apenado por un desafecto, no, ni deprimido porque la vida no le sonriese, que no era eso. No vivía en la miseria, ni tenía por delante una situación enojosa, no pensaba de sí que fuese insignificante, ni que la existencia careciese de sentido. No estaba aburrido, ni apático, ni mustio, ni nostálgico, ni deprimido, ni contrito, ni lóbrego, que se sentía lozano, y joven, y confiado en el futuro. Simplemente, en el puente de Stortorget sintió cómo toda la tristeza del universo se le estaba cayendo encima: la de las aguas que marchan sabiendo que la travesía, definitivamente, ya ha tenido lugar, la de los planetas sin vida condenados a errar eternamente por un espacio sin fin, la de las moscas que dejarían de volar para siempre al atardecer. Porque, de alguna forma, al ver su imagen de caballero bretón reflejada en las aguas, supo que iba a Estocolmo para morir y que allí moriría.

 

14

Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Recetas para aguas aromáticas

A pesar de cuanto he dicho acerca de conservar el aroma personal del cuerpo, es propio de la mujer adornarse y prepararse, peinarse, perfumarse y ungirse como si fuese una diosa para olvidar que algún día su preciado cuerpo será pasto de gusanos. Y, puesto que los hombres frecuentan amantes pulidas, yo misma he caído por veces en el defecto de querer gustar y encender pasiones, como si las personas pudiésemos mejorar con unturas. Pues, aunque no convenga abusar de ellos, natura nos ofrece aromas que podemos aprovechar. Para hacer un perfume almizclado que bien puede usarse en los conjuros de enamoramiento, tomad una parte de agua de azar, y dos de agua rosada, y un poco de agua de trébol, y otro poco de mirto y algo del rosal espinoso que acostumbran a llamar mosquete. Una vez juntas todas estas aguas en una redoma, pondréis en ella una pizca de ámbar y otra de almizcle molido y, finalmente, un poquitín de algalia. Y, tapada la redoma, la pondréis a curar al sol removiéndola cada mañana hasta un total de nueve y luego ya podéis usarla, teniendo buen tino de a quién os dais a oler con un tal perfume, no produzcáis desasosiegos sin tino y pasiones que no podáis atender. También huele mucho y muy bien el agua que se hace tomando una libra de rosas rojas y otra de azar, y otra de brotes de laurel, y otra de raíces de azucena junto con dos onzas de clavo de girofle y media onza de lavanda. Una vez mezcladas todas estas cosas, hay que sacarlas por alquitara a fuego manso. Las aguas que resultan son finísimas y permiten tener sensaciones agradables cuando la vida no ofrezca más pasión que la del olfato. Que, aunque todos los sentidos alimentan los placeres y ofrecen calma y dicha, no trabajan por igual: la vista alimenta la lujuria, el oído trabaja para la ternura, el tacto para el amor, el gusto produce hartura y el olfato nostalgia, que no parece a los teólogos pasión, no siendo otra cosa sino la brasa que mantiene el fuego ardiendo.

15

Tampoco se podría asegurar si la primera vez que se vieron fue tal y como cada uno de ellos había soñado, que tanto se habían aficionado a intercambiarse opiniones y cartas, que de muchas maneras distintas se conocían en profundidad y solo les restaba ese encuentro cara a cara, decisivo, del que sacarían los gestos, los guiños, las dulzuras del otro. Y probablemente no quedaron impresionados, no en esa primera vista, tan engañosa. Ni el uno de la otra, ni la otra del uno, claro. Ni mucho menos. Era una mañana fresca y clara del mes de octubre. Él tenía ganas de asentarse en la localidad a la que acababa de llegar para ponerse a escribir, que era lo suyo, además de que ni podía imaginarse a sí mismo como un adorno de corte: la sola idea, pasándole por la cabeza, ya le hacía daño. Sin embargo, pensó que, antes de iniciar cualquier nuevo trabajo, sería recomendable presentarle sus respetos a la reina que lo había invitado. En fin, eso fue lo que se dijo por lo bajo, aunque el acto no era pura cortesía de huésped, sino que, en honor a la verdad, su corazón albergaba una cálida, estimulante, gaseosa curiosidad por conocer a la mujer con la que tantas palabras había intercambiado. Ya dijimos antes que Curiosidad es cualquier cosa menos inocencia. Eso significa que él, que se creía un hombre ya de edad madura, que había visto cuanto tenía que ver, razonablemente sesudo, capaz de controlarse los instintos, él, ese que pensaba de sí como si fuese un autómata, ese hombre, el filósofo que sabía separar el alma del cuerpo, se perdía por ver a la mujer que estaba desnuda debajo de la etiqueta de reina.

Su Majestad, por su parte, no sentía nada, que a las mujeres se les enseña pronto a dominar las emociones y Christina, con esa afición suya a escribir, que de todos es sabido que vuelve a las mujeres reviejas y sabiondas, tenía una edad más que avanzada. Además, si a las mujeres se les enseña pronto a dominar las emociones, que para los doce o trece ya las guardan todas bajo siete llaves, a las mujeres refinadas de las cortes nórdicas, más todavía. Y mucho más a las reinas. Y mucho más a las reinas casaderas. Por eso no sentía absolutamente nada Christina aquella mañana. A no ser una sustancia viscosa y pesada que se le había instalado en el estómago produciéndole algo parecido a una náusea, sin serlo. Y, a no ser también, un vago, inestable y ridículo mareo. Vamos, ¡nada!, que enseguida se le pasaba. Por eso podemos decir fielmente, como cronistas escrupulosos de esta historia, que no sentía absolutamente nada Christina aquella mañana, a no ser, tal vez, la sensación de que su cuerpo era demasiado grande, y que le gustaría encogerse, hacerse bajita, menuda, no fuese a sacarle una cabeza entera al filósofo, mas, de sentimientos, nada. Escuchó un ave cantora, un mirlo, al despertar desde su real lecho, y tomó su gorgojeo como signo de que todo iría bien, pero eso no es sentir nada, apenas es interpretar la vida. Se peinó tres veces, que no le quedaba el pelo como quería: suelto y limpio, que es indicación de libertad de espíritu, y encaracolado, que hace notar ternura y atención a otros. En el espejo percibió, ¡maldición!, que tenía los ojos hinchados y ojeras, pero eso no sé para qué se incluye en este verídico relato, que no tiene nada que ver con cómo se sentía por dentro, que es a todo punto natural que cualquiera, y más una reina, se preocupe por cómo se presenta ante los demás. Al levantarse para caminar los escasos metros que separaban su cámara personal del salón donde recibiría al filósofo no sintió nada, apenas un calambre en la pierna derecha, un escalofrío recorriendo su espalda, las manos húmedas, un hormigueo helado en el nacimiento del pelo, temblor en las pestañas, calor en el rostro, y los pezones como si le acabasen de florecer dos almendras: duros y buscando sitio hacia fuera. Pero, sentir, lo que se dice sentir, nada. Lo hizo esperar lo suficiente para que él no notase que era ella la que esperaba su llegada. Acabó de escribir lo que estaba escribiendo, se aclaró la garganta, y atravesó el corredor. Esa mañana, las alfombras se agarraban a los zapatos, y no la dejaban avanzar. Las faldas, tres capas de tejido sobre unas piernas que tenían el vello erizado, se liaban de una forma extraña. ¡Ni que ella no hubiese recibido nunca a nadie! Maldijo la ropa de dama, que le gustaría ir con pantalones de montar, más ágil, o pensándolo bien, mejor no, que vaya desgracia sería tener que presentarse ante alguien, peor ante un hombre, con el cuerpo silueteado por los pantalones. Esa mañana, los objetos dispuestos por los corredores, los relojes, las estatuillas, los tapices que Eija-Liisa había mandado colocar en sitios estratégicos, le parecían a Christina tan absurdos que no podía dejar de mirarlos, como si la mente se le desperdigase por los rincones desatendidos de Tre Kronor. A medio camino sintió miedo, y pensó en volver, y se batía ya en retirada, girando el cuerpo en sentido contrario a la marcha, cuando se le vino a la cabeza la arrogancia soberana de las casas de Vasa y Brandeburgo y tuvo que seguir adelante. Antes de agarrar el picaporte vio a Magnus, uno de sus hombres de confianza, con el que apenas intercambió dos palabras, que no estaba ella para matices, mientras se lamentaba de que todos pensasen en palacio que ese conde rústico y montaraz era su amante, no le fuesen a ir a él con el cuento de los amores locos de la reina. Y antes de huir, de pulverizarse, de hacerse humo de pajas, de evaporarse, de diluirse en el mar, de desvanecerse, abrió la puerta. Reverencia. Allí estaba él. Saludo. Allí estaba él. Cortesías. Allí estaba él. Formulismos. Allí estaba efectivamente él, el filósofo, deseado compañero del intelecto, alma y espíritu puro, allí estaba él, en alma y cuerpo. Sí, sí, también en cuerpo. Y ella, que no sentía nada aquella mañana, se dejó invadir por su propia realeza y el caudal de sangre que corría, azul, por las venas comenzó a dar órdenes: que enciendan las chimeneas de las dependencias de invitados, que se disponga de esta forma y de esta otra, que la mejor hora para departir es la primera, cuando todavía tengo la cabeza despejada de los muchos asuntos de gobierno, que tal y que cual. No lo dejó siquiera hablar. Acabó en un momentito, se volvió y marchó a su cámara, distante y glamurosa conforme a una reina corresponde. Sin embargo, cuando cerró la puerta, algún tipo de humedad resbaló por la recia madera que, si no fuese porque resultaría muy raro en alguien que no siente nada, se diría que Christina estaba llorando, que los nervios no la habían dejado ser ella, tampoco esta vez. No la dejaron decir: «¡Cómo me alegro de que estés aquí! ¡Por fin! ¡Bendito seas por venir! ¡Que me enloquecía de ganas de conocerte y hablar contigo y me gustaría que me dijeras que no todo lo que hago es fútil, que por mucho que me rodeen un montón de palurdos, aún no me vulgaricé del todo, que no sé cómo decir, que no me salen las palabras cuando estás tú delante, que las cuestiones diarias de gobierno me absorbían hasta que llegaron tus escritos y me hicieron bullir, y movieron los engranajes de mi cerebro, apartándome de estas vanidades de ser princesa y haciéndome ver que había cosas importantes y que la felicidad en la vida está en aprehender lo poco que nos es dado conocer… y tantas cosas que te diría… si no fuese porque he decidido firmemente no sentir nunca nada».