Hierba mora

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1

Esta primavera Estocolmo parece no poder despertar de su letargo invernal. Todavía no han aparecido los pájaros, ni mucho menos las flores o las mariposas, los árboles continúan luciendo desnudos y hasta se diría que a los días les cuesta crecer después de un invierno tan crudo como el que ha caído por estas benditas tierras de septentrión. Está anocheciendo en la plaza de Stortorget, en pleno centro de la ciudad. A pesar de no ser más de las cinco de la tarde, el color ocre amarillento de todo el barrio ya va perdiendo intensidad y, en unos minutos, resultará tan apagado como las aguas que circulan bajo los puentes, tan gris como las aguas que acaban de pasar, tan frío como las aguas que, ahora mismo, precisamente, están corriendo hacia el mar y dentro de un momento ya estarán fundidas en él. Con un paisaje al fondo así de mustio y con el aire frío golpeando los rostros de los viandantes, los pensamientos han de ser por fuerza tristes. «No volveremos a ver pasar las aguas de este mismo río». Porque Stortorget es una plaza entre puentes, y además una plaza de una tristeza profunda, ligada a la violencia de la vida. Aunque ningún monumento dé fe de aquel asunto, en otro tiempo Stortorget fue escenario de un crimen, al que la población de Estocolmo llamó «El baño de sangre». En noviembre de 1520, el rey danés Christian II asedió al regente sueco Sten Sture, el Joven, hasta que lo hizo capitular y los suecos tuvieron que aceptar a Christian como rey. Este prometió una amnistía y organizó un increíble festín de tres días en la fortaleza de Tre Kronor. Después de reír y beber, de bailar, sollozar, brindar, jurar; después de amar y dormitar, y volver a beber y comer, y abrazarse, después de gozar, en fin, de la fortuna de estar vivos, al tercer día, cuando las festividades tocaban a su fin, todos los participantes fueron arrestados, acusados de herejía. A la mañana siguiente, más de ochenta ciudadanos, en su mayoría nobles, fueron decapitados en esta plaza, ya para siempre plaza de dolor y de orgullo herido. Pero la sangre no flota hoy por los canales de Estocolmo, aunque el incidente se deje sentir en el recelo con que los suecos miran a los extranjeros. «No nos bañaremos nunca en estas mismas aguas porque la travesía, definitivamente, ya ha tenido lugar». Los pensamientos no están en el paisaje; proceden de una cabeza humana que proyecta su sombra alargada sobre las aguas. No, a decir verdad, es la figura entera, alta, esbelta, la que proyecta esa silueta alargada, que la cabeza es parte bien pequeña de esa sombra chinesca; lo menos representativo de ella tal vez porque, tal y como da ahora mismo la mortecina luz del atardecer, es la parte baja del cuerpo la que resulta destacada y ensanchada en esta imagen de ocaso. Se trata de una figura humana que apoya las manos sobre el pretil de un puente, no importa ahora cuál. Las manos, delgadas, de dedos larguísimos, no pueden verse, pues van envueltas en guantes. Sin la indicación que podrían dar las manos, resulta difícil saber si se trata de un hombre o de una mujer. Lleva ropas amplias, de abrigo, ricas y bien cortadas, aunque no ostentosas. No hay ribetes ni volantes que denuncien a la dama en el borde inferior del traje. Tampoco hay mostacho o barba, ni calzón corto sobre bota, ni sombrero con pluma, que denuncien al caballero. Podría ser un hombre joven o una mujer joven; no viejo, ni muchacho, ni niña, ni anciana, ni rostro de otro país, con otro color de piel. La persona que se apoya en el puente y mira pasar las aguas piensa «¿por qué no nos daremos cuenta de que están transcurriendo las aguas hasta que las vemos canturreando en las piedras, un peldaño más abajo del nivel en que nos encontramos, cuando ya no somos capaces de apresarlas?» que, con semejantes pensamientos, se diría que es un hombre, que la cabeza de una mujer, ya se sabe, es más propicia a adornos que a pensamientos, sobre todo si son serios y profundos como estos. La figura humana que se apoya en el pretil del puente es una persona triste. O, si se prefiere, es una persona y, además, está triste. Esto es cuanto se puede decir de ella. Además, claro, de que lleva una capa de lana negra hasta los pies con capucha calada sobre la cabeza. Como un fraile, igual. Y, sin embargo, cualquier observador que la mirase sabría que no es un fraile: las ropas no hablan de pobreza, la mirada es demasiado rebelde para aceptar la obediencia y, en fin, de la castidad mejor ni hablar, en estos tiempos en los que abundan los impúdicos de vida ejemplar y los castos bien esmirriados, por cierto. En todo caso, esos labios, los de esta figura humana que se apoya en el pretil del puente de Stortorget, son bien arrogantes y parecen no estar hechos para que se los coman los gusanos sin haber antes sido tormenta, nido, cueva, sin haber buscado y recibido. Por lo demás, el rostro es equilibrado, no exactamente hermoso ni feo, que cualquier calificativo se le aplicará sin excesos, pura contención, con pómulos marcados y nariz un poco larga. Los ojos no pueden ser juzgados, pues el tocado de la capa, con esa forma de capucha, sin cubrirlos directamente, no permite verlos con claridad, lo que les da una apariencia misteriosa. Esta figura humana, así sola, sobre el puente, podría corresponder a un caballero templario recién llegado de Jerusalén que guardase el más preciado de los secretos. También podría corresponder a un reo acabado de escapar de la prisión. O, ¿por qué no?, a un artista que estuviese buscando inspiración en esas aguas que circulan y se persiguen sin alcanzarse nunca. Podría corresponder, la figura humana en el puente, a muchos personajes distintos, y precisamente, esa dificultad de darle atributos es lo que molestaría a un observador. Porque quien ve, pongamos por caso, a una mujer joven con dos criaturas pegadas a la faldriquera, ya sabe que es una madre, que cruza rápido la plaza para estar a cobijo en casa antes de que enfríe. Pero una figura tal como esta que vemos hoy en Stortorget es indefinible, independiente, y eso la hace molesta. La figura, como sintiéndose poco aceptada por los viandantes, escasos ya a esta hora, se vuelve y comienza a andar. El movimiento imprime señorío a su porte. La figura elegante y estilizada no va a dejar Stadsholmen, la isla de mayor tamaño del Gamla Stan, y después de un pequeño paseo por sus viejas callejuelas, de repente, como movida por un resorte, se da vuelta sobre sí misma para dirigirse, a paso seguro, hacia el castillo de Tre Kronor, en este momento residencia de los monarcas suecos. Porque la figura que miraba el triste discurrir de las aguas no era hombre, que era mujer, no era vieja, que era joven, no era una figura humana sin más, que era la auténtica reina de Suecia. ¿Qué haría allí sola? ¡Y a estas horas! ¿Estará loca?… Sí, estará loca. Se llama Christina.

2

Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Hierba llamada milenrama o milhojas, altarreina, aquilea, artemisa bastarda o hierba de los carpinteros (Achillea millefolium)

Hierba modesta, rematada por cabezuelas de flores de color blanco, lila o rosado que encontrar podréis en praderas, oteros y bosques. Recogeréis las partes del tallo que todavía no se hicieron madera hasta la flor y secaréis esa mata en la oscuridad. Hay quien aplasta las flores hasta destilar de ellas un oleum azulado, pero yo prefiero usarlas en infusión. Se las daréis a los niños para controlar la diarrea y, en mayores cantidades, en caso de querer aliviar los dolores de la mujer. Prepararéis una infusión con dos cucharadas de milenrama por cada taza de agua y beberla habéis en el mismo día, que para otro no conserva las propiedades curativas puesto que los rayos del sol la corrompen, como a todas las cosas. Sed avisadas y no la toméis en grandes dosis ni durante largos tiempos que, en ese caso, quien la bebiere se pondrá a soñar con la libertad y sentirá de continuo ganas de volar. También podéis hacer con ella compresas, para curar heridas supurantes o lavar las partes pudendas de las mujeres. Por dos veces he ensayado enjuagar con tales compresas las manos agrietadas de los trabajos de la vida. Las heridas curan pronto, aunque, no atacando auténticamente el mal, sino el síntoma, reaparecen una y otra vez. Con todo, puede recomendarse ese uso, sin demasiado entusiasmo, que no se debe hacer creer a nadie en mejorías que nunca llegarán.

3

¿Por qué todos le decían que la vida seguía? ¿Por qué se empeñaban en consolarla, a ella, que no deseaba consuelo? Ni ese dolor cesaría nunca ni ella quería que cesase, que la muerte no era un episodio insignificante del que debiese permanecer resguardada, a salvo. Al contrario, como una barca movida por las aguas, ella se encontraba mar adentro de la muerte, aunque se tratase de la muerte de él, y no de ella. Sin embargo, por mucho que rechazase el consuelo ajeno, ¡menos mal que la primavera se retrasaba ese año!, que si algo temía ella era ver los hermosos crocos, amarillos y rosados, violetas, rojos, anaranjados, asomando poco a poco hasta dejar la tierra toda vestida de colores, esa misma tierra que estaba devorando su cuerpo, y seguiría implacable hasta que no quedase de él ni rastro; hasta que no quedase otra huella de su paso por el mundo que no fuesen los recuerdos de los que lo conocieron o un montón de papeles escritos con sus pensamientos. «De su puño y letra», pensó. Por eso hoy ella estaba escribiendo; para dejar memoria de su presencia. O no por eso, sino porque ella, Christina, no podía hacer otra cosa que escribir. Como siempre había hecho. Y más ahora que el dolor no la dejaba siquiera dormir por las noches, cuanto menos hablar, gobernar o reír. Le gustaba escribir, claro, aunque no era tanto una cuestión de gustos cuanto una inclinación natural que no podía ni soñar con modificar. Por cierto, cuando a alguien le gusta cocinar, nadie pregunta si cocina para mejorar la dieta de los suyos, para presumir en las reuniones sociales o para deleite de la gula propia. Le gusta y lo hace. Sencillamente. Sin darle más vueltas. Pues lo mismo le pasa a ella con esta afición, exactamente lo mismo: no puede subvertir una fuerza ciega que la empuja hacia la pluma, igual que otros se ven movidos hacia otros placeres. Pero escribir… escribir era otra cosa. Sobre todo, siendo mujer. Y, encima, siendo reina. Y, todavía peor, siendo reina joven y casadera. «Mais vous écrivez, c’est merveilleux, ça!» le decían sus cortesanos, e inmediatamente ella sabía que tantos ánimos solo podían llegar de una fuerte, abierta y absoluta desaprobación. ¿Pues no tenía la reina mejor cosa que hacer que escribir? Christina sonreía con amargura cuando pensaba en la desaprobación ajena, que ella, aparentemente distante, querría que todos la aclamasen, como hacían cuando se asomaba al balcón de Tre Kronor, pero que la aclamasen a ella, a la Christina auténtica, no al símbolo de poder que arrastraba penosamente consigo. Christina anhelaba sinceridad. Y la sinceridad no era hierba que creciese a su alrededor. Sus súbditos la respetaban, incluso tal vez la querían a su manera, fría y distante, y ella había aprendido a ser como le dictaron los cinco senadores a quienes había sido encomendada su educación. El país no pasaba entonces por sus mejores momentos. Cuando, en 1611, su padre, el rey Gustavo Adolfo II, que en gloria esté, subió al poder, Suecia se mantenía en guerra contra Rusia, Polonia y Dinamarca. No obstante, a lo largo de ese reinado, el país había ganado influencia en el Báltico, y Estocolmo se había convertido en la hermosa ciudad que ahora era. «Hermosa… y política» pensó Christina. Pero en 1630, hace ahora veinte años, el magnánimo y nunca bastante alabado Gustavo Adolfo II había decidido intervenir en la maldita guerra de los Treinta Años al lado de los protestantes, usando como pretexto la religión. Suecia consiguió varios éxitos militares en las sucesivas batallas que se libraron, pero pagó también un alto precio al mantener una contienda cara, de gran desgaste. En 1632, en la cruenta batalla de Lützen, el propio rey perdió la vida y ella, una niñita de seis años, se sentó en un trono desde el que sus pequeños pies de muñeca real no llegaban siquiera a tocar el suelo. Quizás, por eso, ella nunca había podido tocar el suelo como reina; siempre perdida entre sus papeles, siempre evitando las intrigas de la corte, que podían morderle las manos en cualquier momento tantos perros como andaban sueltos por palacio. Ella reinaba meditando, y aprendiendo, y estudiando. Sin embargo, aunque muchos la valoraban como la más hábil de cuantos habían llevado las riendas de Suecia, cuando menos en cuestiones de despacho, las críticas eran constantes. Por bagatelas o por cuestiones importantes. Un par de años atrás había sido aclamada como artífice que propició y firmó la paz y, de repente, en los últimos meses, la opinión general le afea haber gastado el buen dinerito que habían tenido que pagar los Círculos del Imperio por contener las tropas después de Westfalia. Y ¿en qué invertía ella tanto dinero? Pues ni en bailes, ni en desfiles, ni en palacios, ni en festines, ni en alhajas, ni en telas, ni en nada que diese cuenta de la grandeza de Suecia, que llevaba diecisiete años como figura suprema del reino y seis reinando, que se dice pronto, cuando hizo la primera celebración desde su subida al trono. Que no, que ella derrochaba solo comprando libros raros e invitando académicos a la corte. ¡Maldita sea! ¡Que de las muchas desgracias que pueden amenazar a un país no es la menor que le salga la reina sabia! Poco le gustaba a ella estar en boca de todos. Bastante más le gustaría que la dejasen en paz, libre, arrojarse desde el puente y ver cómo las aguas, que nunca son las mismas, la bañaban, le limpiaban el alma, le acariciaban el cabello. Las aguas, que bajan alegres y que ella miraba desde los puentes de Stortorget, podrían lavarla y llevarla. No, que ella no era tonta. Ella no quería morirse. Aunque él no fuese a volver nunca. Aunque resultase tan difícil poder diferenciar otra vez el frío del calor. Aunque el placer ya no resultase atrayente, ni el dolor asfixiante, que acababa el dolor por adormecer como una droga… Aunque nadie en ningún sitio pudiese entender a una joven reina enamorada de un filósofo, que no era ni hermoso, ni joven, ni rico, ni condescendiente, ni cortesano, ni gentil, ni sueco, ni protestante… que estaba muerto y, encima, que ni siquiera le había tocado en vida un solo pelo de la ropa.

 

4

Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Hierba llamada pie de león o estelaria (Alchemilla xanthochlora)

La que llaman pie o pata de león es una hierba, más que planta, de poderosas raíces, que soporta una roseta de hojas terrestres donde acostumbra a resguardarse una gota de agua de lluvia o de rocío. Caso de encontrarla, habéis de aprovecharla, que esa gota tiene propiedades auténticamente mágicas: con no más de cinco se restituye la fortaleza que debe reponerse tras la pérdida de un ser querido. Otrosí, las personas que beban de esas gotas con regularidad serán vehementes, decididas, seguras en el decir y en el actuar, y tremendamente vigorosas. Aunque no encontréis la gota mágica, no desechéis el pie de león, que es planta buena, de efectos muy saludables, que algunos contaré aquí, mas no todos por dejar algo en reserva, que nunca conviene quedar sin aliento y sin nada que decir, como hacen los que descubren todo lo que les pasa por la mente, que en callando también se aprende. Las hojas del pie de león deben recogerse cuando hace buen tiempo y secarse a la sombra, aunque no es menester que la oscuridad sea completa. Después, se hacen infusiones con cuatro cucharadas por cada taza de agua hirviente y, luego de dejarla reposar un tiempo, se usará para aliviar los calambres o para estimular los riñones. También las mujeres encintas deben tomar hasta tres tazas al día durante las cuatro semanas anteriores al parto para así facilitarlo, que el pie de león ablanda las carnes y le hace algo de trabajo al tiempo. Como el extracto de pie de león, seco y molido, favorece el sudor y los intercambios de flujo, voy a intentar usarlo para los apáticos, los indecisos o poco vigorosos, dolencias estas que se dan con mayor frecuencia en los hombres que en las mujeres, porque aquellos no intercambian flujos con natura como estas hacen cada mes. Para los apáticos puede probarse a mezclar una parte de rosal bravo, dos de hibisco, una pizca de cáscara de naranja amarga rallada, unas bayas de saúco y un manojo de menta. Tal infusión debe tomarse con ganas, endulzada con miel, y se procurará aspirar su aroma tanto como su sabor, que por todos los sentidos nos vienen las ganas de amar la vida y de enfrentar la aflicción.

5

Eija-Liisa entró en la cámara personal de la reina. Se trataba de dos cuartos contiguos, un dormitorio y un pequeño estudio, decorados muy sobriamente, casi con dejadez. «Parece una celda de monje. ¡Ay! ¡Si esto fuera mío…!». Y Eija-Liisa, por muy acostumbrada que esté a transitar por esa parte privada de palacio, no deja nunca de imaginar cómo luciría todo si ella fuese la reina. No repararía en gastos ni en esfuerzos para hacer que todo rebosase de hermosura, de púrpuras, y brocados, y encajes, y estatuillas, y ricas cortinas, y volantes, y entredoses, y cuadros, y tapices, y mesillas bajas repletas de mira-para-ahí-qué-cucadas, y abanicos, y plumas, e instrumentos musicales, y finuras, y colores, y formas, que por todas partes evidenciarían el placer que da gozar de la hermosura, además de demostrar la natural elegancia de quien así gasta y dispone. Aquí no se ve por ningún lado un detalle que indique que la reina tiene buen gusto… ni malo. Ni el rey viejo, según cuentan los sirvientes de más edad, se ocupaba menos de su casa de lo que lo hace su hija, que la educaron como a un muchacho y como un muchacho se comporta. Eija-Liisa suspiró. Ella la estaba mirando, así que decidió adelantarse a cualquier reconvención:

—¿Quieres algo, señora?

—No, no te he mandado llamar.

—Lo sé, mas… como sabía que ya habías llegado… Te he visto caminando por la plaza desde el mirador de arriba y he pensado que, tal vez, querrías compañía esta noche.

—No, Eija-Liisa, no preciso nada. —La voz de Christina acaba de retrasar un poco más la primavera. Será difícil que Estocolmo vuelva a florecer luego de esta capa de escarcha.

—Bien, puedo quedarme aquí y, más tarde, a lo mejor…

—Más tarde tampoco te he de precisar. —Si la conversación continúa, las flores decidirán no salir nunca más a ver la luz.

—Señora… me gustaría hablar contigo. En otro tiempo…

—En otro tiempo el mundo era distinto. ¿Sabes? No volveremos a bañarnos nunca en las aguas del mismo río. —Christina levanta la mano en un gesto de autoridad que interrumpe el conato de protesta de Eija-Liisa—. No sigas. Te mandaré llamar si preciso algo. Intento escribir, te agradeceré que no abuses de la confianza que otrora tuvimos. No me gusta que me molesten cuando escribo. —Los ojos vuelven a controlar la mano que, a su vez, dirige la pluma—. Sí, señora. —Eija-Liisa se arrodilla ligeramente, como haciendo reverencia. Pero algo pasa por su cabeza y, con ímpetu, se acerca a la reina y la besa ardientemente en los labios. Christina responde apenas. El beso no la afecta, no la toca; se diría que la deja indiferente y, mientras la amiga se marcha, ella vuelve a sumergirse en sus papeles. Está escribiendo.

6

Del Libro de mujeres de Hélène Jans

Receta para no mover

Si quisieres hacer remedio alguno a mujer que acostumbra a malparir, haréis de este modo: cuando hubiere sospecha de que está preñada, le untaréis los ojos que están encima de los riñones con trementina, que sea muy fina. Y tendréis hechos unos polvos de grasa y almáciga, y sangre de drago, y de coral encarnado que restaña el flujo del menstruo y de la esperma y corrige las purgaciones blancas de las mujeres. Todas estas cosas las pondréis a partes iguales. Y, como las hayáis untado de trementina, habéis de polvorizarlas muy bien. Y traed este remedio hasta que se caiga de por sí. Y, como se llegue el tiempo en que acostumbra a malparir, que renueve el emplasto quince o veinte días antes, que es muy provechoso, y mirad que con este remedio he asistido al parto de criaturas que podrían tener hasta quince hermanos, de tantas veces que malparieron sus madres. Y aunque la almáciga y la sangre de drago son usadas por brujas, no os asustéis, que no es este más que uno de los muchos conocimientos que se pueden tener sobre el cuerpo. Y muchas de las que son llamadas brujas no son sino mujeres desafortunadas en riqueza o en abandonos, viejas las más, que se dedican a aliviar las penas de otras y por eso son perseguidas o ejecutadas por los que no quieren entender que el dolor, por muy natural que fuere, no es bueno, que convierte en bestia al ser humano, y mitigarlo es arte y saber. ¿Acaso la religión de Jesús no mandó que nos apiadásemos del hambriento o del sediento, del pobre o del que está desnudo? Pues cuánto más no habrá que apiadarse del que padece. Y no diré nada más, que quiero mantenerme libre de sospecha y sana.