El santo amigo

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5.1. Roma. Primeros pasos

Esta es la noticia inicial: «Aquí fui recibido con el azote de una enfermedad corporal, que estuvo a punto de mandarme al sepulcro»[40]. Nos hablará, después, del encuentro con su amigo Alipio, que se le había anticipado por motivos de estudio y por el deseo de sus padres de que triunfase en el corazón del Imperio. Mientras Agustín permaneció en Roma, Alipio compartió trabajos y preocupaciones con él. Recordando aquellos días, añadirá Agustín: «Se unió a mí con vínculo tan estrecho que marchó conmigo a Milán, ya por no separarse de mí, ya por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto era más por voluntad de sus padres que suya»[41].

Su condición de maniqueo le valió a Agustín el hospedaje en casa de un correligionario y tan pronto como se recuperó, se puso a buscar alumnos para sus clases. Por cierto, que muy pronto pudo constatar que los estudiantes romanos practicaban también otras travesuras con los maestros, ya que aquí «se concertaban para dejar de repente de asistir a las clases y pasarse a otro maestro, con el fin de no pagar el salario debido»[42].

Como oyente maniqueo que había llegado a ser, por muy decepcionado que estuviese, decidió acudir a los miembros más importantes de la secta, los electos, que eran los más expertos entre las distintas clases existentes entre ellos, en busca de luces para sus viejos problemas. Al no encontrar solución alguna, añade: «Desesperando ya de poder hacer algún progreso en aquella falsa doctrina, aun las mismas cosas que había determinado conservar hasta no hallar algo mejor, las profesaba ya con tibieza y desgana»[43].

Y, sin embargo, aunque desengañado de sus doctrinas, Agustín no había dejado de relacionarse con ellos, o mejor, ellos con él por considerarlo todavía miembro de la secta; y ellos fueron los que intervinieron ante el prefecto de Roma, Símaco, para que incluyese a Agustín entre los candidatos que aspiraban al cargo de Maestro de Retórica en la ciudad de Milán, a la sazón Capital del Imperio. Estas son sus palabras:

Cuando la ciudad de Milán escribió al prefecto de Roma para que la proveyera de maestro de Retórica, con facultad de usar la posta pública, yo mismo solicité presuroso, por medio de aquellos embriagados con las vanidades maniqueas —de los que, con eso, iba a separarme, sin saberlo ellos ni yo—, que, mediante la presentación de un discurso de prueba, me enviase a mí el prefecto, a la sazón, Símaco[44].

Apuntado, pues, en la lista del concurso, organizado por el propio Símaco y con la recomendación de los maniqueos, que también eran amigos del prefecto, el triunfo era casi seguro; en todo caso, su discurso había sido el mejor. De modo que, tanto Símaco como los maniqueos, enemigos todos de los católicos, se alegraron de su elección, pensando que sería un buen adversario contra el obispo de la ciudad, Ambrosio.

Sin embargo, la satisfacción de Agustín en aquellos momentos iba por otros derroteros: lo más importante para él era: haber conseguido, por fin, su independencia económica y haber llegado a ser un funcionario importante. Muy pronto iba a tener la prueba, ya que el viaje corrió por cuenta de la municipalidad milanesa, y en los vehículos imperiales atravesó Italia para incorporarse a su nuevo cargo.

5.2. Milán. El obispo Ambrosio

En llegando a Milán, Ambrosio fue la primera persona a la que visitó Agustín; a ello le obligaba la cortesía, dado el alto cargo que venía a desempeñar en la ciudad. Sin duda alguna, ya había oído hablar de él, de su fama, antes de llegar a Milán. Era, por tato, muy lógica esta primera visita. Se ha apuntado también que probablemente Agustín buscaba orientación en aquellos momentos en los que no sabía a qué atenerse, sobre todo, en el campo religioso. De esta manera sencilla se lo cuenta él al Señor:

Llegué a Milán y visité al obispo Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo la flor de trigo, la alegría del óleo y la sobria embriaguez de tu vino. A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti, sabiéndolo.

Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho por mi viaje, por su condición de obispo. Yo comencé a amarlo; al principio, no ciertamente como doctor de la verdad, una verdad que yo no esperaba hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable conmigo…[45].

Y estos fueron los motivos iniciales que le llevaron, desde el primer momento, a asistir a sus sermones que, aunque eran menos elegantes literariamente que los del maniqueo Fausto, los superaba con mucho en su contenido, «puesto que, mientras este erraba por entre fábulas, Ambrosio enseñaba saludablemente la salud eterna», interpretación esta que hará una vez convertido, porque entonces «no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo lo decía». Sin embargo, a pesar de la decepción que había sufrido en su entrevista con Fausto, no acababa de desprenderse de las doctrinas de los maniqueos, aunque reconocía que la doctrina sobre la salvación, predicada por el obispo Ambrosio, lo «acercaba a ella insensiblemente y sin saberlo»[46].

Si no como amigo, sí como pastor prudente y amable, Ambrosio sabía cómo actuar con un intelectual del nivel de Agustín, de cuyas andanzas se fue enterando paulatinamente a través de quienes lo conocían y, sobre todo, por parte de Mónica, su madre, que había llegado ya a Milán juntamente con su nuera y el pequeño Adeodato.

Después de la amable recepción que le había dispensado Ambrosio y el interés mostrado por su viaje, le dirá Agustín al Señor: «Yo comencé a sentir por él gran estima; al principio, no ciertamente por considerarlo como doctor de la verdad, que no esperaba encontrar en tu Iglesia, sino por ser un hombre afable conmigo». Y añadirá que, tras esta primera visita, comenzó a asistir a sus sermones, «no con la intención que debía, sino como queriendo ver si su elocuencia estaba a la altura de su fama». Ahora bien, lejos de defraudarle, confesará: «me deleitaba con la suavidad de sus sermones»[47]. Más adelante volverá sobre el tema para confesar:

Y aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía —era esta vana preocupación lo único que había quedado en mí, desesperando ya de que hubiese para el hombre algún camino que le condujera a ti, (Señor)—, acudían a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban, las cosas que yo despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él, al mismo tiempo, lo que decía de verdadero; mas esto lentamente[48].

La exégesis bíblica con el método alegórico, aplicado por san Ambrosio al Antiguo Testamento, comenzó a parecerle a Agustín una respuesta cabal a los burdos errores de los maniqueos, «de modo que, declarados en sentido espiritual muchos pasajes de aquellos Libros, comencé a poner freno a aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la Ley y de los Profetas»[49]. El libro V de las Confesiones terminará con estas dos decisiones:

Determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta… En consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto adonde dirigir mis pasos[50].

Comenzaba, por tanto, a apuntar una triple conquista de Agustín: la espiritualidad de Dios, la espiritualidad del alma y una cierta posibilidad de confianza en la Iglesia Católica, que defendía estos principios. Pero solamente se vislumbraba por entonces la posibilidad de esta conquista, ya que en medio de la confusión al tener que abandonar las doctrinas maniqueas, optó por el escepticismo de los académicos. No obstante, decidió mantenerse en la lista de los catecúmenos. El testimonio de Agustín respecto a san Ambrosio en aquellos momentos es elocuente: «Por él, en aquel intermedio, había venido yo a dar en aquella fluctuante indecisión»[51]. Y esto ya era mucho.

Era aquella la mejor ocasión en que Agustín bien podría haber expuesto su situación al santo obispo, pero le faltaron ánimos para ello; pensó, además, que le robaría el poco tiempo que le quedaba de sus otras tareas. Ambrosio, por su parte, que debió de darse cuenta de los deseos de Agustín, tampoco habría querido discutir con él. Podemos pensar, sin embargo, que esa actitud suya pudo ser intencionada: como aquel otro obispo al que había acudido Mónica en Cartago, Ambrosio debió de pensar que no sería por la discusión y la refutación de las falsas ideas del joven intelectual la manera de conducirlo a la ortodoxia católica.

Lo cierto es que Agustín estaba siendo llevado por Ambrosio casi insensiblemente a la verdad por sus sermones, los elogios que dedicaba a Mónica y las breves respuestas que le daba a él de vez en cuando; y, aunque todo ello le hacía sentir una profunda veneración por el santo obispo, sin embargo, se quejará ante el Señor de que a él «no se le daba tiempo para consultar a tan santo oráculo tuyo, su pecho, sobre las cosas que yo deseaba, sino solo cuando podía darme una respuesta breve»[52]. Ciertamente que las relaciones entre Ambrosio y Agustín no fueron íntimas, incluso después de la conversión de este; y a ello alude en una de sus obras, como una queja, cuando dice: «Me duele sobremanera el no haber podido manifestarle mi afecto hacia él y mi deseo de la sabiduría»[53].

Lo cierto es que los numerosos y magníficos elogios que Agustín le tributa en algunas de sus obras, sus sinceras manifestaciones de veneración y afecto, considerándolo como uno de los principales responsables de su conversión[54], nos muestran con claridad lo hondo que había calado en su corazón la figura de aquel pastor ejemplar. Nada menos que 115 veces lo citará en muchas de sus obras. El grato recuerdo, en fin, del santo obispo de Milán, de quien recibirá las aguas bautismales el 24 de abril del año 387, le acompañará toda su vida. Póngasele el nombre que se quiera a lo que Agustín sentía por Ambrosio después de leer este sincero y emocionado pasaje que rezuma amor, gratitud y admiración, dirigido al hereje Julián:

 

Escucha aún lo que dice un dispensador de la palabra de Dios, al que yo venero como a padre, pues me engendró en Cristo por el Evangelio y de sus manos, como ministro de Cristo, recibí el baño de la regeneración. Este es el siervo de Dios, a quien yo venero como padre, porque él me ha engendrado en Jesucristo por el Evangelio; por su ministerio yo recibí las aguas de la regeneración. Hablo del bienaventurado Ambrosio, de cuyos trabajos y peligros en defensa de la fe católica con sus escritos y discursos soy testigo y, conmigo, no duda en proclamarlo todo el imperio romano[55].

5.3. Los amigos de Agustín en Milán

Ya hemos visto que, en medio de aquella decepción a que había llegado en su profesión del maniqueísmo, Agustín optó por un escepticismo filosófico-religioso, opción que no le impedía continuar inscrito entre los catecúmenos y mucho menos continuar escuchando los sermones del obispo Ambrosio; en medio de todo ello, nos dice que comenzó «a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia»[56].

Confiesa, además, que andaba con mil otras preocupaciones materiales, como eran: el ansia de honores y riquezas junto con el deseo de contraer legítimo matrimonio, puesto que la ley civil le impedía casarse con quien era su compañera y madre de su hijo, impedimento legal para la ley romana; y todo ello le hacía profundamente infeliz. En cierta ocasión, acompañado de algunos de sus amigos repararon en un mendigo que, al parecer, se sentía feliz con su miseria y embriaguez. Aquello los llevó a esta reflexión:

Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestros empeños, como eran los que entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por mis apetitos, aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra cosa que una tranquila alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo y a la que, tal vez, no llegaríamos nosotros[57].

¿Quiénes eran estos amigos que le acompañaban entonces? Agustín nos dirá que eran muchos; inicialmente nos presentará a dos, que nos son ya muy conocidos: Alipio y Nebridio. Ellos son los que más de cerca lo acompañarán, unidos por una amistad que había comenzado en su patria africana y se prolongará ya a lo largo de sus vidas. Dejemos que nos lo diga el propio Agustín, con motivo de tratar de aquellos problemas que traía planteados y que le impedían sentirse feliz:

Lamentábamos estas cosas —nos dice— los que vivíamos amigablemente juntos, pero de modo especial y familiarísimo trataba de ellas con Alipio y Nebridio, de los cuales Alipio era, como yo, del municipio de Tagaste, y nacido de una de las primeras familias municipales del mismo, y más joven que yo, pues había sido discípulo mío cuando empecé a enseñar en nuestra ciudad y después en Cartago. Él me quería a mí mucho por parecerle bueno y docto, así como yo a él por la excelente índole de virtud, que tanto mostraba en su no mucha edad[58].

Alipio era un joven provinciano más, a quien su padre había enviado a Roma a estudiar Derecho con intención de que triunfase en el corazón del imperio. «Lo hallé yo ya en Roma —dice Agustín— y se unió a mí con vínculo tan estrecho de amistad que se fue conmigo a Milán, tanto por no separarse de mí, como también por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto era más por voluntad de sus padres que por su propia voluntad»[59]. En el retrato que nos haga de él más adelante subrayará siempre su ejemplar probidad y, sobre todo, su amistad, anticipándonos ya que: «Estaba entonces este amigo tan íntimamente unido a mí que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que íbamos a seguir»[60].

Sobre Nebridio nos dirá Agustín que, tras haberlo conocido en Cartago, no quería sino acompañarlo para buscar con él la verdad. Este, junto con Alipio fue, entre todos sus amigos, quien más hondamente penetró en su corazón y a lo largo de las Confesiones se podrá comprobar que ello fue así. Esta es la cálida presentación que hace de él en esta ocasión:

También Nebridio —que había dejado su patria, vecina de Cartago, donde solía vivir muy frecuentemente—, abandonada la magnífica finca rural de su padre y abandonada la casa y hasta a su madre que no podía seguirle, no había venido a Milán por otro motivo que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y de la sabiduría, por la que, igualmente que nosotros suspiraba e igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de la vida feliz e investigador acérrimo de cuestiones dificilísimas[61].

Baste por ahora la breve presentación de estos dos amigos suyos, con los que iba a convivir muy de cerca en Milán. Y aunque no tan íntimos como estos, sí serán amigos para Agustín aquellos que, desde su llegada a la ciudad, muy pronto se sintieron atraídos por sus dotes naturales. Todos ellos comenzaron a compartir las mismas inquietudes intelectuales, morales y religiosas que, aunque no les dejaban llevar una vida tranquila y feliz, sí podían servirles de acicate en la búsqueda de los medios adecuados para conseguirlo. Pues bien, en una de aquellas reuniones, dialogando sobre todo ello aparecieron las líneas de un proyecto verdaderamente ilusionante para todos. Así nos lo cuenta Agustín:

También muchos amigos, hablando y detestando las turbulentas molestias de la vida humana, habíamos pensado, y casi ya resuelto, apartarnos de las gentes y vivir en un ocio tranquilo. Este ocio lo habíamos trazado de tal suerte que todo lo que tuviésemos o pudiésemos tener lo pondríamos en común y formaríamos con ello una hacienda familiar, de tal modo que, en virtud de la amistad, no hubiese cosa de este ni de aquel, sino que de lo de todos se haría una cosa, y el conjunto sería de cada uno y todas las cosas de todos.

Seríamos como unos diez hombres los que habíamos de formar tal sociedad, algunos de ellos muy ricos, como Romaniano, nuestro paisano, a quien algunos motivos graves de sus negocios lo habían traído al Condado, muy amigo mío desde niño, y uno de los que más insistían en este asunto, teniendo su parecer mucha autoridad por ser su capital mucho mayor que el de los demás. Y habíamos convenido en que todos los años se nombrarían a dos que, como magistrados, nos procurasen todo lo necesario, estando los demás tranquilos. Pero cuando se empezó a discutir si vendrían en ello o no las mujeres que algunos tenían ya y otros las queríamos tener, todo aquel proyecto, tan bien formado, se desvaneció entre las manos, se hizo pedazos y fue desechado[62].

A continuación, tras lamentar el fracaso de tan hermoso proyecto, nos dirá Agustín que a ello vinieron a añadirse viejos y nuevos problemas, angustias y preocupaciones, morales y religiosas; y nos recuerda, en primer lugar, que la fiel compañera y madre de su hijo, al no poder casarse con ella (la ley civil lo prohibía, dada la condición social de ella y el alto puesto de Agustín), había regresado a África; con lo que su corazón «había quedado llagado y manaba sangre». En medio de su profundo sentimiento, la alaba y la admira por el voto que ella había hecho de «no conocer otro varón». Abrumado por todo ello, Agustín buscará alivio en el diálogo, sobre todo, con sus dos íntimos amigos:

Y discutía —dice— con mis amigos Alipio y Nebridio sobre el sumo bien y el sumo mal; y hubiera dado, fácilmente, en mi corazón la palma a Epicuro de no estar convencido de que después de la muerte del cuerpo resta la vida del alma y la sanción de las acciones, cosa que no quiso creer Epicuro. Pero yo les preguntaba: ‘Si fuésemos inmortales y viviésemos en perpetuo deleite del cuerpo, sin temor alguno de perderlo, ¿no seríamos felices? o ¿qué más podríamos desear?’ Y no sabía yo que esto era una gran miseria…

Ni consideraba yo, miserable, de qué fuente me venía el que, siendo estos temas tan feos, sintiera yo gusto el tratarlos con los amigos y que, según el modo de pensar entonces, no podía ser feliz sin tratar de aquella fuente, por más grande que fuese la abundancia de los deleites carnales. Porque amaba yo desinteresadamente a mis amigos y me sentía a la vez desinteresadamente amado por ellos[63].

El «amar desinteresadamente a los amigos y ser amado por ellos del mismo modo», con que termina el pasaje, era una hermosa expresión de lo que debía ser la amistad y que Agustín había hecho muy suya, no pocas veces; en estos momentos constituía, de manera especial, una gozosa y elocuente manifestación de lo que ella continuaba siendo para él: una mutua respuesta amical entre él y cuantos compartían sus anhelos e inquietudes. Por otra parte, el problema del origen del mal continuaba vivamente presente en medio del diálogo con sus amigos y es que no acababan de desaparecer los fantasmas inventados por los maniqueos. Acompañado o solo, así le presentaba a Dios su reflexión:

Imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: ‘He aquí a Dios y he aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que sus criaturas; mas, como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ved cómo las abraza y llena. Pero si esto es así, ¿dónde está el mal y de dónde y por qué se ha colado en el mundo?[64].

Y aunque sin aclararse del todo, confiesa que, cada vez más, se le iba pegando al corazón la creencia en Jesucristo y en la Iglesia. Es lo que le dice al Señor al final del citado capítulo:

Sin embargo, de modo estable se afincaba en mi corazón, en orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo, Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en muchos puntos y como fluctuando fuera de la norma de doctrina; mas, con todo, no la abandonaba ya mi alma, antes cada día se empapaba más y más en ella[65].

5.4. Alipio y Nebridio, los amigos íntimos de Agustín

Aunque muy brevemente, ya se ha hecho la presentación de uno y otro, como miembros de aquel numeroso grupo de amigos de Milán que trazaron el fracasado proyecto de vida en común; el hecho de ser los amigos más íntimos y predilectos de Agustín y estrechos copartícipes de sus angustias e inquietudes, hallazgos y alegrías vividas con él, obliga a añadir algo más de lo mucho que él nos cuenta sobre estos dos jóvenes amigos.

Alipio, «el otro yo de Agustín»

Algo más joven que Agustín, su relación amistosa con él se inició, siendo alumno suyo, cuando su paisano abrió escuela en Tagaste. Posteriormente, al tener que marchar Agustín a Cartago, después de la muerte del «amigo anónimo», allí se encontró con Alipio, que estaba cursando leyes; y será en esta misma ciudad donde se forjará definitivamente una estrecha amistad entre los dos, a pesar de que el padre de Alipio le había prohibido la asistencia a las clases de Agustín por causa de una «cierta discusión» que había tenido con él[66]. La vuelta a la anterior amistad se dio así:

Alipio era muy aficionado a los espectáculos circenses, afición que Agustín detestaba profundamente. Este no se atrevía, sin embargo, a censurárselo, por pensar que el joven estaría enfadado con él por lo de su padre, «aunque, en realidad, no era así, puesto que, dejada a un lado la voluntad paterna en este asunto, había empezado a saludarme, viniendo incluso a mi aula, donde me oía y luego se iba»[67]. Cierto día criticaba Agustín en una de sus clases los males del circo, al tiempo que entraba Alipio y se sentaba, como de costumbre, entre los demás alumnos. Las palabras del maestro calaron tan hondamente en su corazón, que «tomó para sí lo que yo había dicho y creyó que sólo por él lo había dicho, y, así, lo que hubiera sido para otro motivo de enojo para conmigo, él, joven virtuoso, lo tomó para enojarse contra sí mismo y para encenderse más en amor de mí»[68].

Agustín había ganado al amigo por antonomasia, al que se referiría muchas veces como el inseparable «hermano de mi corazón». De inmediato la amistad y la admiración por él le llevó a profesar con él la doctrina maniquea, cuyos tortuosos caminos hasta salir de ella correrán conjuntamente. Ya se ha dicho que, por dar gusto a sus padres, más que por gusto personal, hubo de trasladarse a Roma, con el fin de terminar allí sus estudios de jurisprudencia y quizás con la secreta esperanza de que su amigo Agustín le siguiera más tarde. Y, en efecto, no mucho después allí arribaba este, lleno de ambiciones y proyectos.

 

Nos dice Agustín que en algunos juicios en que participó Alipio, tanto en Milán como en Roma, «su integridad fue probada, no solo con el cebo de la avaricia, sino también con el estímulo del temor…. Pero consultada la justicia, se inclinó por lo mejor, prefiriendo la equidad, que se lo prohibía, al poder que se lo consentía… Así era entonces —terminará diciendo Agustín— este amigo tan íntimamente unido a mí, y que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que habríamos de seguir»[69]. Hay que añadir que todo lo que este escriba sobre Alipio en las Confesiones es respuesta a la petición que le había hecho el obispo Paulino de Nola: que le hiciese llegar una pequeña biografía de él. Agustín se lo había prometido: «Si Dios me ayuda, pronto meteré a nuestro Alipio entero en tu corazón»[70].

Hecha la presentación de Alipio, Agustín se apresura a registrar la llegada de Nebridio a la Capital del imperio en estos términos:

Había venido a Milán no por otra causa que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y la sabiduría, por la que, lo mismo que nosotros, suspiraba e igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de la vida feliz y escrutador acérrimo de cuestiones dificilísimas[71].

Eran, pues, tres bocas hambrientas que mutuamente se comunicaban el hambre y esperaban de ti que les dieses comida en el tiempo oportuno. Y en toda amargura que, por tu misericordia en todas nuestras acciones mundanas, queriendo averiguar la causa por la que padecíamos tales cosas, nos salían al paso las tinieblas, apartándonos, gimiendo y clamando: ¿hasta cuándo estas cosas?[72]

Todas «estas cosas» sobre las que dialogaban y discutían vienen contenidas en algunas afirmaciones y en numerosos interrogantes: «La vida es miserable y la muerte incierta». «Si esta nos sorprende, ¿en qué estado saldríamos de aquí?». «¿Y dónde aprenderíamos lo que aquí descuidamos aprender?». «Piérdase todo y dejemos todas estas cosas vanas y vacías y démonos por entero a la sola investigación de la verdad». «¿Por qué, pues, dudamos en abandonar las esperanzas del siglo y no nos dedicamos exclusivamente a buscar a Dios y la vida feliz?». Pero aquí aparecían las ventajas de las cosas mundanas que «tienen su dulzura y no pequeña», «tengo numerosos y ricos amigos», «podré casarme con una mujer rica»[73].

Precisamente, estas últimas palabras llevaron a Agustín a recordar una oportunísima intervención de Alipio:

Alipio me prohibía tomar mujer, diciéndome repetidas veces que, si venía en ello, de ningún modo podríamos dedicarnos, juntos, con tranquilidad a vivir en el amor de la sabiduría, como hacía mucho tiempo deseábamos. Porque él era en esta materia castísimo, de modo tal que causaba admiración… Le llevaba yo la contraria con los ejemplos de aquellos que, aunque casados, se habían dado al estudio de la sabiduría y merecido a Dios y habían tenido y amado fielmente a sus amigos… Con ello, además, la serpiente infernal hablaba por mi boca a Alipio y le tejía y tendía por mi lengua dulces lazos en su camino en los que sus pies honestos y libres se enredasen[74].

La historia de amistad entre Agustín y Alipio tendrá continuación, después de la conversión de ambos, durante su estancia en Casiciaco y, sobre todo, una vez retornados a la patria africana y, muy concretamente, al tratar de la correspondencia epistolar.

Nebridio, «el dulce amigo»

Era hijo de una acomodada familia de Cartago. Debió de conocer a Agustín cuando este cursaba sus estudios en la citada ciudad. Sin embargo, fue al volver a Cartago, tras la muerte del «amigo anónimo», cuando, al abrir cátedra en esta ciudad, el joven se matriculó en sus clases, buscando, ante todo, un guía moral e intelectual[75], sin importarle la profesión maniquea de Agustín. Las muchas coincidencias de temperamento y carácter entre ambos y sus extraordinarias dotes intelectuales e iguales inquietudes fueron el origen de aquella amistad.

Una amistad que —se recordará— le permitió a Nebridio mofarse de las creencias astrológicas que profesaba su maestro, argumentando inteligentemente contra ellas. Ya se dijo entonces que, gracias a él y a las intervenciones de Vindiciano y Fermín, aquellas creencias se resquebrajaron y acabó abandonándolas poco después. Hay que recordar también que aquella amistad y admiración de Nebridio por Agustín llegó a ser tal que, cuando este se trasladó a Roma, también él,

abandonada la magnífica finca rústica de su padre y abandonada la casa y hasta a su madre, que no podía seguirle, había venido a Milán no por otra causa que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y de la sabiduría, por la que, igualmente que nosotros, suspiraba e igualmente fluctuaba[76].

A ejemplo de Agustín, y por causa de él, había aceptado la doctrina maniquea; pero, antes incluso que su maestro, comprendió Nebridio los errores de esta doctrina y procuró convencerlo con sólidos argumentos. Así lo reconoce Agustín en este pasaje:

Me bastaba, Señor, contra aquellos engañadores y mudos charlatanes —porque no sonaba en su boca tu palabra—, me bastaba ciertamente el argumento que, desde antiguo, estando en Cartago, solía proponer Nebridio, y que todos los que le oímos entonces quedamos impresionados. ‘¿Qué podía hacer contra ti —decía él— no sé qué clase de tinieblas que los maniqueos suelen oponer como una masa contraria a ti, si tú no hubieras querido pelear contra ella?’ Porque si respondían que te podía dañar en algo, ya eras violable y corruptible; y si decían que no te podía dañar en nada, no había razón para que pelearas... Me bastaba, pues, esto contra aquellos para arrojarlos enteramente de mi pecho angustiado[77].

No podría Nebridio participar más tarde en Casiciaco de aquella fecunda convivencia, que habría salido, sin duda, aún más enriquecida, como lo reconoce y lamenta Agustín, el cual alaba y agradece el servicio que Nebridio había prestado al dueño de la finca, Verecundo, para ayudarlo en sus tareas docentes. Durante ese tiempo se cruzaron varias cartas, que hacían la delicia de uno y otro, resultando, así, un poco más leve la separación. Más adelante volveremos a hablar de él.

5.5. Simpliciano y Ponticiano

Nos vamos acercando a la conversión de Agustín y estos dos personajes tuvieron mucho que ver con ella, al entrar en contacto con él casi en vísperas del acontecimiento. Los encuentros con él, preparados o no con antelación, se vivieron en un clima de amistad, altamente subrayado por Agustín.

Simpliciano, un consejero

Era este un santo sacerdote, que, después de haber vivido varios años en Roma, se había trasladado a Milán, donde le cupo la honra de bautizar al propio Ambrosio, ayudándole, una vez consagrado obispo, en su ministerio pastoral. Inclusive, a su muerte, le sucedería en la sede episcopal de la ciudad. Era un gran erudito que dominaba a la perfección los más diversos temas filosóficos y teológicos. Todo esto debió de ser lo que impulsó a Agustín a acercarse a él ante la dificultad de hablar largamente, como él deseaba, con Ambrosio sobre su vida y sus últimos hallazgos filosóficos, fruto de la lectura de los neoplatónicos; pero, sobre todo, porque quería consejo sobre el camino a seguir si se convertía a la fe cristiana. Así se lo manifestaba Agustín en oración al Señor:

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