El palacio de hielo

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Siss se sintió aún más apurada.

—¡No!

—Hay algo que quiero contarte —dijo Unn con una voz irreconocible.

Siss contuvo el aliento.

Unn guardó silencio. Por fin, añadió:

—Nunca se lo he dicho a nadie.

—Se lo habrás dicho a tu madre, supongo —balbuceó Siss.

—¡No!

Silencio.

Siss vio el desasosiego en los ojos de Unn. ¿No iba a contárselo?

—¿Quieres contármelo? —susurró.

Unn se enderezó un poco.

—No.

—No.

De nuevo el silencio. Deseaban que la tía hubiera acudido a tirar la puerta abajo.

—Pero si... —dijo Siss.

—¡No puedo, y basta!

Siss se apartó. Un sinfín de pensamientos acudieron sin orden a su mente y todos fueron rechazados.

—¿Era esto lo que querías? —dijo, desamparada.

Unn asintió con la cabeza.

—Sí, sólo era esto.

Unn compuso una expresión de alivio, como si de alguna manera todo hubiera acabado ya. Para siempre. Siss también se sintió súbitamente aliviada.

Aliviada, pero, al mismo tiempo, en cierto modo defraudada por segunda vez esa tarde. Y, sin embargo, era mejor que tener que escuchar algo que quizá la hubiera asustado.

Permanecieron un rato sin hacer nada, como si estuvieran descansando.

Ahora preferiría marcharme, pensó Siss.

—No te vayas, Siss —dijo Unn.

De nuevo se hizo el silencio.

Pero ese silencio no era creíble, no lo había sido desde el principio. El viento allí dentro era una caprichosa ráfaga que cambiaba de dirección y que venía de otros lados. Se había apaciguado, pero ahora entraba con fuerzas renovadas, inesperado e inquietante.

—Siss.

—¿Sí?

—No sé si voy a ir al cielo.

Unn lo dijo mirando a la pared; mirar hacia otro lado habría sido imposible.

Siss se estremeció.

—¿Cómo?

No podía seguir allí; ¿y si Unn decía más cosas?

—Has oído, ¿no? —preguntó Unn.

—¡Sí! —respondió Siss, y se apresuró a añadir—: Ahora tengo que irme a casa.

—¿A casa?

—Sí, porque si no llegaré tarde. Tengo que estar en casa antes de que ellos se acuesten.

—Todavía es temprano.

—Tengo que irme a casa ahora mismo. —Hizo un esfuerzo y agregó—: Pronto hará tanto frío que la nariz se me helará por el camino.

En los momentos de desconcierto había que decir tonterías como esa. De un modo u otro tenía que salir de ahí. Para hablar claramente: tendría que escapar.

Unn rio, como correspondía, ante lo que Siss acababa de decir, mostrando su acuerdo.

—Pues tendrás que evitarlo. Me refiero a que se te hiele la nariz —dijo, contenta del cambio introducido por Siss.

De nuevo tuvieron la sensación de haber escapado de cosas que eran demasiado difíciles.

Unn hizo girar la llave en la cerradura.

—Quédate sentada —dijo en tono autoritario—. Iré a buscar tu abrigo.

Siss permaneció sentada, impaciente. Todo era inseguro. Unn podría decir lo que quisiera. ¡Ya estaba bien de Unn! Se lo soltaría antes de marcharse: Podrías seguir otro día. Cuando tú quieras, otro día. Por esa noche ya era suficiente, y ya era mucho. Parecía imposible continuar. A casa cuanto antes.

Si no, quizá se viese metida en algo que podía estropearlo todo. Hacía un rato se habían mirado la una a la otra con ojos centelleantes.

Unn entró con el abrigo y las botas, lo dejó todo junto a la estufa, que seguía emitiendo su sonido a madera quemándose.

—Conviene calentarlo un poco.

—No, he de irme —dijo Siss, poniéndose las botas.

Unn permaneció callada mientras Siss se abrigaba. Ya no servía de nada decir tonterías como que se le iba a helar la nariz, estaban demasiado nerviosas para eso. No se dijeron lo que suele decirse en las despedidas, como ¿volverás pronto? ¿Querrás venir a mi casa la próxima vez? No se les ocurrió. Todo era demasiado frágil y difícil. De ningún modo estaba destrozado, pero en ese momento, cara a cara, resultaba demasiado difícil.

Siss ya estaba preparada para salir.

—¿Por qué te vas?

—Tengo que irme a casa, ya te lo he dicho.

—Sí, pero...

—Lo he dicho, dicho está.

—Siss...

—Déjame salir.

La puerta ya no estaba cerrada con llave, pero Unn le impedía el paso. Las dos fueron a ver a la tía.

La mujer estaba sentada con la labor entre las manos. Se levantó, tan amable como antes.

—Bueno, Siss. ¿Ya te marchas?

—Sí, creo que es hora de que me vaya.

—Entonces, ¿ya no tenéis más secretos que tratar? —bromeó la tía.

—Por hoy no.

—No creas que no te oí cerrar la puerta, Unn.

—Claro que lo hice.

—Pues sí, nunca se tiene suficiente cuidado —dijo la tía—. ¿Pasa algo? —preguntó en un tono diferente.

—¿Qué iba a pasar?

—Parecéis un poco mustias.

—¡No estamos mustias!

—Bueno, bueno. Seré yo, que me estoy haciendo vieja y oigo mal.

—Gracias por todo —dijo Siss, deseando alejarse de la tía, que no hacía más que bromear sin entender absolutamente nada.

—Un momento —dijo la tía—. ¿No quieres tomar algo caliente antes de salir al frío?

—No, gracias, ahora no.

—¡Qué prisa tienes!

—Debe irse a casa —dijo Unn.

—Entiendo.

Siss se enderezó.

—Que les vaya bien y muchas gracias por todo.

—Lo mismo te digo, Siss. Gracias por visitarnos. Y ahora, echa a correr para no tener frío. La temperatura no para de bajar, y está muy oscuro.

»¿Qué estás haciendo, Unn? —prosiguió la tía—. Mañana por la mañana os veréis de nuevo.

—¡Es verdad! —exclamó Siss—. ¡Buenas noches!

Unn se quedó en la puerta después de que su tía hubiera vuelto a entrar en la casa. Permanecía quieta, sin pronunciar palabra. ¿Qué les había pasado? Le parecía prácticamente imposible que se separasen. Algo extraño había sucedido.

—Unn...

—Sí.

Siss se lanzó al frío. Por lo que a la hora se refería podría haberse quedado más tiempo, pero era peligroso. No debía volver a suceder.

Unn estaba en el hueco de la puerta, donde chocaban el calor y el frío. El frío pasó por delante de Unn y se metió en la casa. Unn no pareció darse cuenta.

Siss miró hacia atrás antes de echar a correr. Unn seguía en el hueco iluminado de la puerta, hermosa y tímida.

4. LOS LADOS DEL CAMINO

Siss corría camino de su casa. De repente, se encontró envuelta en una lucha ciega con su temor a la oscuridad.

Dijo la voz: Soy el que está a los lados del camino...

¡No, no!, pensó Siss al azar.

Ahora salgo, dijo la voz a los lados del camino.

Siss corría y notaba que le pisaban los talones.

¿Quién es?, pensó.

Salir de casa de Unn y meterse en eso. ¿No sabía que el camino de regreso sería así?

Lo sabía, pero...

Tenía que ir a casa de Unn.

Sonó un estallido en algún lugar. Un estallido que recorrió los campos de hielo y que luego desapareció como en un agujero. El hielo se espesaba y jugaba a romperse a lo largo de grandes distancias. Siss dio un respiro al oír el estallido.

Era como si perdiese el equilibrio. No se había sentido nada segura al emprender el regreso en medio de la oscuridad. No pisaba el camino con pie firme, como había hecho al ir a casa de Unn. Sin pensárselo, había echado a correr y ya no tenía remedio. En ese momento se había entregado a lo desconocido, a aquello que en noches como esa está a tus espaldas.

Lo desconocido lo llenaba todo.

La compañía de Unn la había alterado, y todavía más tras despedirse y salir.

Ya al dar los primeros pasos —grandes como saltos— tuvo miedo, y ese miedo fue creciendo como un alud. Estaba en manos de aquello que la acechaba a los lados del camino.

La oscuridad a los lados del camino. No tiene forma ni nombre, pero el que anda por aquí nota que aparece, que le persigue y le hace sentir arroyos corriéndole por la espalda.

Siss se encontraba en medio de eso. No entendía nada. Tenía miedo a la oscuridad.

¡Pronto estaré en casa!

No, no es verdad. Ni siquiera notaba el frío que le mordía el rostro.

Intentó aferrarse a la imagen del cuarto de estar de su hogar, iluminado por la lámpara.

Cálido e iluminado. Sus padres sentados en sus respectivos sillones. Y llega la única hija. Esa hija única a la que no hay que mimar, según se dicen el uno al otro, a la que se jactan de no mimar..., no, no sirve de nada, ella no estaba allí, estaba entre los que acechan a los lados del camino.

Pero ¿y Unn?

Se puso a pensar en Unn.

En la maravillosa, hermosa y solitaria Unn.

¿Qué tiene Unn?

Se quedó rígida en mitad del salto.

¿Qué tiene Unn?

Volvió a estremecerse. Una advertencia sonó a sus espaldas.

Estamos a los lados del camino.

¡Corre!

Siss corría. Un golpe seco y profundo sonó en algún lugar de la superficie helada del lago, y las botas de Siss crujieron en el camino escarchado. Encontró en ello algo de consuelo, pues si no hubiera escuchado sus propios pasos, se habría vuelto loca. Ya no le quedaban fuerzas para correr muy deprisa, pero corría.

Por fin vio las luces de su casa.

Por fin.

Entrar en el círculo de la luz de la lámpara de fuera.

Los que acechaban a los lados del camino se apartaron, se quedaron fuera del círculo de luz, como un murmullo.

 

Siss entró donde estaban sus padres. Él, que dirigía una oficina en el pueblo, se encontraba en ese momento en casa, cómodamente sentado en su sillón. Ella sostenía un libro en las manos, como siempre que tenía ocasión. Aún no era hora de acostarse.

No se levantaron sobresaltados de preocupación ante la presencia de Siss, al ver su aspecto, al verla extenuada y cubierta de escarcha. Cada uno siguió en su sillón y dijeron tranquilamente:

—¿Qué demonios te pasa, Siss?

Los observó. ¿Estaban preocupados? No, ni pizca. De acuerdo, la única que tenía miedo era ella, que venía de fuera. ¿Qué pasa, Siss?, preguntaron con calma, confiados. Sabían que no podía pasarle nada. Pero tampoco podían exclamar sencillamente «qué demonios» al verla llegar tan alterada y agotada, con el aliento helado formando carámbanos sobre el cuello abierto del abrigo.

—¿Pasa algo, Siss?

Ella negó con la cabeza.

—He venido corriendo todo el camino, eso es todo.

—¿Tenías miedo a la oscuridad? —preguntaron, riéndose un poco, como se debe hacer ante quienes temen la oscuridad.

—Bah, miedo a la oscuridad... —dijo Siss.

—Bueno, yo no estoy tan seguro —dijo el padre—. Pero de todos modos ya eres mayor para tener tanto miedo.

—Pues sí, parece que has estado corriendo como si temieses por tu vida —señaló la madre.

—Tenía que llegar a casa antes de que os acostarais. Siempre decís...

—Sabías que aún falta para la hora de acostarse, así que si era por eso...

Siss se estaba quitando las botas heladas, dando golpes con ellas en el suelo.

—¡Cuántas cosas decís esta noche!

—¿Cómo? —La miraron asombrados—. ¿Hemos dicho algo nosotros?

Siss no contestó. Estaba ocupada con sus botas y sus calcetines.

La madre se levantó del sillón.

—No parece que hayas... —Algo en Siss le hizo dejar la frase por la mitad—. Ve a lavarte primero, Siss. Te sentirás mejor.

—Sí, mamá.

Le sentó bien. Se tomó mucho tiempo para lavarse. Sabía que no evitaría las preguntas. Volvió a entrar en el cuarto de estar y cogió una silla. No se atrevía a irse directamente a su habitación. Si lo hiciera, ellos hurgarían aún más. Sería mejor enfrentarse a las cosas.

—Ahora tienes mucho mejor aspecto —dijo la madre.

Siss permaneció en silencio, esperando.

—¿Qué tal lo has pasado en casa de Unn? —añadió su madre—. ¿Te has divertido?

—¡Ha estado muy bien! —exclamó Siss.

—Pues no es la impresión que das —intervino el padre con una sonrisa.

La madre levantó la vista.

—¿Qué pasa esta noche?

Siss los miró. Eran muy buenos, no lo dudaba, sin embargo...

—No pasa nada —contestó—; pero sois muy pesados hurgando en todo.

—No es verdad, Siss.

—Ve a cenar a la cocina. Tienes la mesa preparada.

—Ya he cenado.

No era verdad, peor para ellos.

—Bueno, entonces lo mejor sería que te acostaras. Pareces agotada. Así mañana por la mañana estarás repuesta. Buenas noches, Siss.

—Buenas noches.

Se fue de inmediato a su cuarto. Ellos no entendían nada. Ya en la cama, se dio cuenta de lo cansada que estaba. Tenía cosas extrañas y desgarradoras en las que pensar, pero el calor tras el frío se le iba metiendo a escondidas en el cuerpo, y no se quedó mucho tiempo pensando.

5. EL PALACIO DE HIELO

—¡Unn, levántate!

El habitual grito de su tía por las mañanas. Ese día como cualquier otro en que había escuela.

Para Unn, sin embargo, no era un día cualquiera, sino la mañana siguiente a su encuentro con Siss.

—¡Unn, levántate!

No hacía falta darse tanta prisa, pero la tía nunca la dejaba remolonear.

Se oyó el acostumbrado estallido procedente del hielo de acero en la oscuridad. Lo percibió al asomar la cabeza por la puerta. Era la señal de un nuevo día. Pero esa noche, justo antes de dormirse, también había oído un estallido sordo dentro de su cuarto: la señal de que era una noche oscura. Tardó mucho en conciliar el sueño tras su encuentro con Siss, pensando en todo lo que podrían llegar a vivir juntas.

Fuera hacía más frío que nunca, dijo la tía mientras preparaba el desayuno. Unn vio las estrellas, duras y brillantes, sobre la casa. Por el este eran tan pálidas que apenas se divisaban en el amanecer invernal anterior a la Navidad.

Conforme la oscuridad iba disolviéndose, emergían los árboles, blancos de escarcha. Unn los miraba mientras se preparaba para ir a la escuela.

A la escuela y al encuentro de Siss.

¡Pero por el momento no pensaría en eso!

Entonces se dio cuenta de lo imposible que sería encontrarse con Siss después de la penosa manera en que se habían despedido. Siss se había llevado tal susto que prácticamente había huido. ¿Cómo iba a encontrarse de nuevo con ella al cabo de tan poco tiempo? Ese día no podía ir a la escuela.

Miró el bosque, los árboles blancos de escarcha en el creciente amanecer. Tendría que esconderse en algún sitio. Escapar. Para no ver a Siss.

Al día siguiente sería distinto, pero por el momento se sentía incapaz de mirarla a los ojos.

Esa idea la abrumaba, y le resultaba imposible pensar en otra cosa.

Ardía en deseos de encontrarse con Siss, pero...

En todo caso, tendría que irse de casa como cualquier día. De nada serviría sentarse y decir que no quería ir a la escuela. Su tía no lo aceptaría. Ya era demasiado tarde para fingir que estaba enferma, y además no solía recurrir a esa clase de pretextos. Se miró un instante en el espejo: no tenía aspecto de estar enferma, así que esa clase de mentira no serviría.

Saldría de casa como de costumbre y antes de que los demás llegaran a la escuela, se largaría... Estaría escondida hasta que acabara la jornada.

Aunque la tía le había dado la lata para que se levantara, al verla preparada con la mochila, dijo:

—¿Tan temprano te vas...?

—¿Es más temprano que de costumbre?

—Me parece que sí.

—Quiero ver a Siss. —Notó un pinchazo por dentro al decirlo.

—Ah, sí. ¿Tanto os gustasteis?

—Mmm.

—Bueno, entonces no te diré nada más. Vete ya. Menos mal que te has puesto un buen abrigo, hace muchísimo frío. Llévate también un par de manoplas.

Palabras como esas hacían de vallas a los lados del camino, eran difíciles de atravesar, conducían directamente a la escuela. ¡Pero en ese momento no! No después de que Siss huyese de ella la noche anterior.

—¿Qué te pasa, Unn?

Unn se sobresaltó.

—¡No encuentro las manoplas!

—Ahí. Las tienes justo delante.

Salió de la casa en medio de la agonizante oscuridad. Tendría que buscarse un escondite, y en cuanto desapareciera de la vista de su tía.

Solo tenía un pensamiento: Siss..

Este es el camino que conduce a ella.

Este es el camino que conduce a Siss.

No puedo verla, sólo pensar en ella.

Ahora no debo pensar en aquello.

Solo en Siss.

En nosotras dos en el espejo.

Centelleos y rayos.

Solo pensar en Siss.

A cada paso.

Había llegado ya a los primeros árboles cubiertos de escarcha, capaces de esconderla. Allí se salió del camino. Tendría que permanecer oculta hasta que pudiera volver a casa a la hora normal sin que se le hicieran preguntas.

Pero ¿dónde? Una jornada escolar entera... ¿Con ese frío? Era como si el aire que inhalaba fuera a detener su aliento, a espesarse. El frío le mordía las mejillas. Pero su buen abrigo y el haberse acostumbrado a esa temperatura a lo largo del otoño la ayudaban a soportarlo.

Un estallido sonó en el hielo negro de acero del lago.

¡Bien! Tenía la solución. Enseguida supo lo que haría.

Se daría una vuelta por el hielo.

Completamente sola.

Así tendría algo que hacer y, además, no pasaría frío.

La excursión al hielo había sido tema de conversación en la escuela los últimos días. Unn no había participado, pero había escuchado lo suficiente para saber de qué se trataba y que había que hacer la excursión lo antes posible, porque en cualquier momento podía llegar la nieve.

Había por allí una cascada alrededor de la cual se había formado una extraña montaña de hielo durante el largo periodo de heladas. Se decía que parecía un palacio, y nadie recordaba haber visto nada semejante. Ese palacio sería el destino de la excursión. Primero a lo largo del lago, hasta la desembocadura del río, y luego andando por la orilla hasta la cascada. Todo ello llevaba el equivalente a un corto día invernal.

Muy bien, así tendría en qué ocupar el tiempo.

Pero iba a verlo con Siss...

Ahuyentó ese pensamiento para sustituirlo por otro, cálido y feliz: lo veré por segunda vez con Siss...; será aún mejor.

El hielo del lago era tan reluciente que no parecía hielo. Hielo de acero. No nevaba desde que el lago estaba helado, ni un copo de nieve había caído sobre él.

El hielo ya era grueso y seguro. Estallaba, crujía y se endurecía. Unn se acercó corriendo. Debido al intenso frío, era natural que corriese. Además, corría para salir rápidamente de donde existía el riesgo de encontrarse con gente, pues ese día lo pasaría escondida.

Lo había logrado. Ese grito obligatorio: ¡Unn, ven aquí! La amable voz de su tía. No llegó. Su tía la creía en clase.

Pero ¿qué pensarían en la escuela?

No había reparado en eso. ¿Que por una vez estaría enferma? Claro que sí. ¿Siss también lo creería? Siss tal vez comprendiera.

Unn corría por el campo. El suelo estaba tan helado que retumbaba bajo sus pies. A intervalos veía los árboles cubiertos de escarcha. Corría en zigzag para mantenerse oculta de miradas escrutadoras. Primero alcanzaría el hielo y después seguiría por la orilla.

Pensaba en Siss. En que al día siguiente, cuando todo se hubiese calmado un poco y no fuera tan difícil, volverían a encontrarse. De repente ya no estaba sola. Había encontrado a alguien a quien pronto podría contarle todo.

Corría feliz hacia el hielo por la tierra cubierta de escarcha entre blancas ramas de abedul que brillaban como la plata. Ya casi era de día. Unos hierbajos pardos emergían con las hojas medio rotas; Unn los aplastaba con tanta fuerza que la escarcha de plata sonaba como arena al caer sobre sus botas.

Pensaba, feliz, en el hielo.

Cada vez más grueso.

Así debía ser.

Por las noches se oían los estallidos procedentes del hielo. Cuando estaba despierta pensaba: Cada vez más grueso...

El frío también hacía crujir las paredes de su vieja casa de troncos. Los troncos se encogen, explicaba la tía. Cuando se oía por las noches de nada servía decir «cada vez más gruesas», sino que pensabas: Hace tanto frío que las paredes provocan estallidos.

Ya estaba en la orilla y nadie la había visto. Así no podrían hablar.

Como había imaginado, a aquella hora tan temprana no había un alma en el hielo. Conforme avanzara la mañana irían llegando los chiquillos, que tenían permiso para jugar allí cuanto quisieran; el hielo era tan duro como la montaña y no presentaba una sola grieta peligrosa y oculta. El lago era grande, por lo que se trataba de una superficie helada muy extensa.

Resultaba divertido detenerse en la orilla y observar a través del hilo brillante y negruzco. Unn todavía no era tan mayor como para que no le divirtiera tumbarse con las manos alrededor de los ojos a fin de concentrar la vista. Era como mirar a través del cristal limpio de una ventana.

En ese momento salió el sol, frío y oblicuo; brillando a través del hielo, llegaba hasta el fondo marrón de lodo, piedras y plantas acuáticas.

Algo más lejos de la orilla, el lago estaba helado hasta lo más profundo, blanco de escarcha hasta el fondo y con una gruesa tapa de hielo duro como el acero. En ese enorme bloque había incrustadas hojas anchas, con forma de sable, hierbajos estrechos, semillas procedentes del bosque y motas de polvo, una hormiga marrón con las patas abiertas, todo ello mezclado con las perlas que se habían formado en el hielo y que se hacían visibles cuando las alcanzaban los rayos del sol. También había piedras negras y redondeadas de playas de agua dulce, y ramas pequeñas y desnudas. Plantados en el hielo estaban los helechos doblados, semejantes a magníficas obras de arte.

 

Algunas plantas emergían de sus raíces hundidas en el hielo, otras habían sido atrapadas por el agua mientras esta se congelaba y flotaban en la superficie. Luego esta se había endurecido, y la construcción seguía su curso.

Unn estaba tumbada mirando, fascinada por lo que veía, que resultaba más extraño que cualquier cuento de hadas.

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Mientras permanecía tumbada sobre el hielo. Aún no notaba el frío. Su cuerpo se reflejaba en el fondo convertido en una sombra humana distorsionada.

Se movió en el resplandeciente espejo. Los finos helechos se quedaron en el bloque de hielo, en su mar de luz.

Allí estaba, el precipicio del miedo.

Donde el lago era más profundo, el fondo y todo lo demás se veía de color marrón. Abajo, entre las escasas plantas, había un pequeño molusco pardo que se agitaba en vano, pues el lodo ni se movía ni el animal conseguía desplazarse.

Pero un poco más allá, la pared de lodo se precipitaba hacia el negro abismo.

El precipicio del miedo.

Unn se movió y su sombra se desplazó con ella, posándose encima de las profundidades para luego desaparecer por completo, tan deprisa que la muchacha se sobresaltó; pero al instante entendió qué pasaba.

Temblaba ligeramente por llevar tanto tiempo tumbada en el hielo; era como estar metida en el agua. Notó un leve mareo, pero de nuevo comprendió que sobre el grueso hielo de acero se encontraba segura.

Sin embargo, no le gustó contemplar la cuesta empinada, por no decir vertical. Representaba una muerte segura para todo el que no supiera nadar. Ahora Unn sabía, pero hubo un tiempo en que no y se encontró con una cuesta como esa. Estaba chapoteando en el agua y de repente no había nada bajo sus pies. Se quedó rígida y notó que se alejaba lentamente, cuando de repente una mano firme la agarró y tiró de ella hasta dejarla a salvo en tierra, de nuevo en compañía de sus escandalosos compañeros de escuela.

Unn no llegó a concluir sus pensamientos sobre la terrible sima porque desde la oscuridad del fondo vio subir hacia ella una delgada línea de luz. Era un pez que se movía a la velocidad del rayo, como si quisiera lanzarse derecho a su cara. Asustada, Unn se apartó, olvidando que estaban separados por el hielo. Apareció un lomo verdoso y, después de un brusco movimiento hacia un lado, la sombra de un ojo inmóvil que parecía estudiarla.

Eso fue todo, enseguida volvió a desaparecer en las profundidades.

Ella sabía muy bien qué iba a hacer el pequeño pez a continuación. Se lo imaginaba abajo, contando lo que había visto. En cierto modo, aquella breve visita le había agradado.

Sin embargo, el curioso pez había cortado el lazo que la unía a ese lugar. Unn tenía frío. Se levantó y se puso a corretear, a deslizarse y a andar por el hielo resbaladizo. A veces se encontraba pisando tierra firme, y entonces se ponía a saltar sobre los cabos salientes, para a continuación regresar al hielo. Mientras se divertía, entró de nuevo en calor.

Así permaneció durante mucho tiempo, pues la desembocadura del río estaba lejos. Pero finalmente llegó.

No veía ni oía la cascada, estaba más abajo. Solo se oía el chapoteo del agua, mientras que arriba, en la desembocadura, todo estaba silencioso.

Justo allí, el agua del gran lago se deslizaba suavemente, desembocando en un río que fluía evitando el borde helado con tanta delicadeza que ni se percibía, aunque un velo de vapor se elevaba de él en medio del frío. Ella no era consciente de que lo estaba viendo, como si se encontrara sumida en un sueño hermoso. De algo tan sencillo se podía crear un hermoso sueño.

No le preocupaba el que estuviera haciendo una excursión prohibida ni el que tal vez resultara complicado concluirla. La risueña agua que había debajo del hielo la llenaba de una serena felicidad.

Cierto que en un momento perdió el equilibrio y cayó en un hoyo lleno de sombras; pero, por lo demás, fue un rato agradable, y el pequeño disgusto se desvaneció de inmediato ante lo que vería a continuación: el gran río que emergía silencioso y transparente del hielo a través de ella, limpiándola, elevándola, diciéndole algo, precisamente lo que necesitaba.

Tan silenciosas eran, el agua y ella, que Unn creyó oír la cascada, su lejano murmullo, el agua que se deslizaba para lanzarse al abismo. Desde allí no se oía la cascada, le habían dicho en la escuela. Y, sin embargo, ella la oía claramente.

A ese lugar se dirigía. Y no pensaría en lo otro. Ese día estaría libre.

A ese lugar irían todos de excursión con la escuela. El murmullo le llegaba por el aire helado como un sonido oculto, cuando en realidad no debería oírse.

El gran lago surgía suave, negro y silencioso de debajo del afilado borde del hielo. Siempre nuevo y limpio, tan dulcemente como si se deslizara por un sueño.

El lejano temblor de la cascada le recordó a Unn que era allí adonde se dirigía. Se despertó. Debería contarle a alguien lo que sentía en ese momento, pero sabía que jamás lograría hacerlo.

Cada vez que se detenía se daba cuenta de lo helada que estaba. El frío le penetraba la ropa. Echó a correr para entrar en calor.

Justo debajo de la desembocadura, el terreno empezaba a inclinarse suavemente. El agua empezaba a emitir unos ligeros murmullos. Río abajo, las orillas eran una continua labor de encaje de extrañas criaturas de hielo, formadas por el frío y el vapor de las corrientes más templadas. El agua lamía los carámbanos.

El terreno, formado por brezo y pequeños montículos, estaba como todo lo demás plateado de escarcha bajo el oblicuo brillo del sol. En ese país de cuentos, Unn saltaba de montículo en montículo, y otro tanto hacían en la cartera los libros y la fiambrera.

El suelo se inclinaba por momentos. Enseguida el río empezó a sonar más fuerte, entre negras piedras que emergían del agua con una brillante corona de hielo en la punta.

Unn corría por terreno prohibido. Pensó que en realidad no quería hacerlo, pero la verdad era que lo deseaba cada vez más.

Ya oía claramente el tentador murmullo que procedía de abajo. Siempre de abajo, y cuanto más tentador sonaba, más justificado le parecía el que estuviese allí.

De tanto correr, volvió a entrar en calor. Cuando se detenía, pequeñas nubes de aliento salían de su boca. El abrigo, grueso y rígido, le impedía moverse libremente. Unn recuperó el calor, le brillaban los ojos. De vez en cuando se detenía en los montículos para ver salir nubes de aliento de su boca.

El terreno era cada vez más empinado, el río sonaba más fuerte, y al fondo el bramido de la cascada, bajo, tentador y amenazador a la vez.

¡No quiero hacer esto!, pensó con terquedad.

Pero sí que quería. Guardaba relación con Siss.

Era lo único que debía y podía hacer, aunque estuviera mal y prohibido. Por nada del mundo podía retroceder. Guardaba relación con Siss y con todo lo bueno que sucedería en adelante. Si diera la espalda a eso, si se alejara de lo que sonaba abajo regresaría a casa con las manos vacías, sentiría como un abismo de añoranza de algo que nunca volvería a encontrar.

El bramido era cada vez más intenso. El agua del río empezó a tomar velocidad y a llenarse de rayas amarillas. Unn bajó corriendo hasta él en un torbellino plateado de brezo, matojos y algún que otro árbol. El sonido iba en aumento, y de pronto emergió delante de ella una nube sonora de vapor de agua. Unn había llegado al salto de la cascada.

Se detuvo en seco y a punto estuvo de caer en la corriente.

Dos sacudidas recorrieron su cuerpo: primero una paralizadora y helada, luego otra que le infundió nuevo calor, como suele ocurrir en las grandes ocasiones.

Era la primera vez que Unn iba a ese lugar. En todo el verano, nadie la había invitado a ir allí. Su tía había mencionado que existía una cascada, nada más. Ahora, ya muy entrado el otoño, por fin se había hablado de ella en la escuela, después del descubrimiento de ese palacio de hielo, que constituía toda una sensación.

¿Qué era aquello?

Era el palacio de hielo, pero...

El sol desapareció al instante en ese abismo de bordes verticales. Unn se dijo que tal vez bajara hasta allí más tarde, por el momento no había más que una sombra helada.

Unn estaba contemplando un reino mágico de pequeñas cumbres, bóvedas, cúpulas cubiertas de escarcha, arcos suaves y confusas labores de encaje. Todo era hielo y agua que fluía, creando nuevas construcciones. Algunos chorros de la cascada habían sido desviados por el hielo y corrían por nuevos cauces, dando lugar a nuevas formas. Todo brillaba. El sol no había llegado, pero todo emitía un brillo azul y verde. Hacía un frío mortal.

En medio de todo aquello, la cascada se precipitaba hacia una especie de sótano abismal. El agua formaba hilos sobre la montaña, cambiando de color, del negro al verde, del verde al amarillo y el blanco, conforme la cascada se volvía más salvaje. En ese sótano abismal bramaba el agua, que se convertía en espuma blanca contra las piedras del fondo. Grandes suspiros de niebla se elevaban en el aire.

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