La sensación más allá de los límites

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El ataque a la representación. La estética como política

Texto publicado originalmente como “El ataque a la representación. La estética como política”, en ¿Uno solo o varios mundos? Diferencia, subjetividad y conocimientos en las ciencias sociales contemporáneas, ed. por Mónica Zuleta Pardo, Humberto Cubides y Manuel Roberto Escobar (Bogotá: Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos de la Universidad Central y Siglo del Hombre Editores, 2007), 53-67.

El ataque a la representación de Gilles Deleuze y Félix Guattari es, a la vez, político y estético. En esa batalla, la estética y la política se vuelven indiscernibles, sus armas las esgrime un materialismo que conquista su propio futuro a través de la afirmación de la fuerza vital y creativa. Este poder de creación determina la libertad de un cuerpo entendida como conflicto perpetuo constitutivo de su devenir. La indiscernibilidad de la política y la estética se presenta como realidad material de transformación creativa que desquicia cualquier sistema de representación.

Enunciada en términos políticos familiares, la cuestión por desarrollar concierne a la producción y la reproducción, pues para Deleuze y Guattari, la lucha por los medios de producción, en tanto es política, requiere de la estética. Formuladas en forma sencilla, mis preguntas son: ¿qué es la estética como política? y ¿cómo se puede pensar su conjunción si se quiere tomar distancia, por una parte, de una visión tautológica simple que la cierra cuando representa su posibilidad de transformación y, por otra, del modelo del desacuerdo lingüístico que la hace permanecer como condición de posibilidad? En otras palabras, quiero mostrar cómo el “giro estético” de Deleuze y Guattari construye mecanismos prácticos de trasformación –al mismo tiempo estéticos y políticos–, lo que no logran hacer, cada uno por sus propias razones, los proyectos de Michael Hardt y Tony Negri y el de Jacques Rancière.

Lo anterior no significa que estos autores no compartan una base común. Ciertamente, Hardt y Negri no solo bosquejan su proyecto sobre el depósito de conceptos construido por Deleuze y Guattari, sino que, al igual que el de ellos, su proyecto parte de un materialismo vital en el que la construcción de lo nuevo define cualquier forma de liberación política; más aún, es la definición de la liberación política misma. De modo que ambos proyectos entienden la política como la construcción de nuevas formas de vida, inseparable de la expresión de la inmanencia y del plano material unívoco que los primeros denominan multitud y los segundos, esquizofrenia. Igualmente, los proyectos de Hardt y Negri hacen uso de la ontología de Spinoza y del concepto de nociones comunes, con el cual postulan nuevas formas de vida política. Asimismo, los dos participan de una misma visión del mundo contemporáneo, según la cual el poder emerge a través de procesos vitales que, simultáneamente, se constituyen y resisten a la representación por parte del Estado y a la explotación por el mercado. También comparten la concepción de que la política y la estética son indiscernibles, por lo que privilegian el dominio de lo real y atacan el de la representación. No obstante, desde este vínculo ontológico común, cada proyecto propone estrategias de resistencia diferentes. Quizás su diferencia pueda enunciarse de manera provisional y esquemática como aquella entre una “bioestética” y una “biopolítica”.

Quiero evitar la simpleza de asumir que estos autores participan de una misma posición filosófica que unos desarrollan en términos de arte y los otros de política. Ello sería demasiado fácil. Creo, más bien, que la divergencia entre los dos proyectos engloba compromisos disímiles sobre lo indiscernible, razón por la cual los proyectos suponen estrategias de resistencia distintas. Quisiera considerar el valor de estas diferencias, más específicamente, la manera como ellas nos permiten entender la proclama de Deleuze y Guattari en la que afirman las prácticas estéticas como el lugar privilegiado para una nueva forma de activismo político.

En un sentido amplio, el “problema” de Hardt y Negri –un problema en ambas acepciones de la palabra– es la noción de imperio. Este “problema” crea una ambigüedad alrededor de las condiciones de lo político, que son definidas ontológicamente por la prioridad del poder constitutivo de la multitud sobre el imperio y, al mismo tiempo, fenomenológicamente por la prioridad del imperio sobre cualquier acción política. Así, los autores escriben: “la globalidad de la autoridad [imperio] que imponen representa la imagen invertida –algo semejante al negativo de una fotografía– de la generalidad de las actividades productivas de la multitud” (Hardt y Negri 2002, 190). Por lo que el imperio es considerado la condición del activismo político, y el límite inmanente de las prácticas estéticas encargadas de crear nuevas formas de vida; límite que surge de su insistencia en que “este estar en contra llegue a ser la clave esencial de toda posición política que se adopte en el mundo” y, en mi opinión, en el complemento necesario: su frustrante reticencia para sugerir mecanismos positivos que puedan liberar a las multitudes (Hardt y Negri 2002, 190). Según su punto de vista, la eficacia política del poder creativo de las multitudes –de su poder como invención estética– está determinada por el rechazo al imperio. A mi juicio, esta idea no solamente disminuye la potencia política de las prácticas estéticas, sino que también subyuga el poder estético de la multitud a un concepto reactivo de política. De manera que, según esta mirada, la política solo puede ser simultáneamente estética y política cuando se ha estimado que la estética alcanzó un nivel suficientemente político. Tal premisa presenta dificultades en el momento en que Hardt y Negri formulan lo que llaman “los medios adecuados” para construir el contraimperio de lo “por venir”.

Hardt y Negri son lo suficientemente spinozistas para saber que lo “por venir” debe ser construido y, sin embargo, su fe en el poder expresivo y constituyente de la multitud frecuentemente termina en una afirmación estática que promete un reino por venir, pero que no da los medios apropiados para construirlo. Para usar una expresión sarcástica de Rancière, los dos filósofos no pueden alejarse del mantra neofranciscano que canturrea “el comunismo vendrá porque es la ley del Ser: el Ser es comunista” (Rancière 2011, 12). En Imperio la repetición de dicha afirmación ontológica aparece precisamente en los lugares donde esperamos encontrar un desarrollo concreto de lo que puede ser un acto político liberador. Por ejemplo, los autores dicen:

El único acontecimiento que estamos esperando aún es la construcción, o antes bien la insurgencia, de una organización poderosa… No podemos ofrecer ningún modelo para este acontecimiento. Solo la multitud a través de su experimentación práctica ofrecerá los modelos y determinará cuándo y cómo lo posible ha de hacerse real. (Hardt y Negri 2002, 355)

De forma que, aunque conciben la multitud como ontológica, restringen sus medios estéticos, puesto que dejan sin sustento su poder de creación, al tiempo que reducen su poder de autoorganización a un proceso de fe milagroso. Así, cuando evocan la necesidad de poseer los “medios adecuados”, tal evocación permanece vaga, y cuando la elaboran a través de estrategias estéticas específicas, ellas son casi inmediatamente descontadas. En efecto, en una parte del texto, Hardt y Negri sostienen:

Los nuevos bárbaros destruyen con violencia afirmativa y trazan nuevas sendas de vida, a través de su propia existencia material […]. Las mutaciones corporales de hoy constituyen un éxodo antropológico y representan un elemento extraordinariamente importante […] porque es allí donde empieza a aparecer la faceta positiva, constructiva, de la mutación, una mutación ontológica en acción, la invención concreta de un primer lugar nuevo en el no lugar. (Hardt y Negri 2002, 193-194)

Pero inmediatamente después afirman que tales prácticas son “débiles y ambiguas” porque siguen siendo problemas de “la forma y el orden” (Hardt y Negri 2002, 194). No tengo nada en contra de la crítica al formalismo, pero desafortunadamente estos autores tienden a suponer que todas las estrategias estéticas son formalismos, por lo que subestiman la estética en favor de la política.1 Por eso, para ellos, “la nueva política solo adquiere sustancia real cuando” desvía su “foco de la cuestión de la forma y el orden” y lo concentra “en los regímenes y prácticas de la producción” (Hardt y Negri 2002, 194). Y entienden la nueva política como el poder de éxodo de la fuerza laboral viva y el poder de la ciudadanía global implicada en ella, lo que restringe su alcance a las formas de inmaterialidad específicas de la producción en red. Dichos poderes biopolíticos operan dentro de los límites de lo que proclaman “la propia innovación y creación continua de la humanidad” (Hardt y Negri 2002, 311). Y, dado que emergen como los límites que la biopolítica le impone a la estética, son promulgados como los límites de lo posible.

Esto último da claramente cuenta de la divergencia entre el proyecto de Hardt y Negri y el de Deleuze y Guattari: en el primero, el poder virtual de la multitud solamente se torna real a través de la mediación de lo posible y la fuerza laboral viva es el “vehículo de la posibilidad” (Hardt y Negri 2002, 312). En contraste, en el segundo se distingue lo virtual de lo posible, diferencia que “trata de la existencia misma” (Deleuze 2002, 318). Razón por la cual Deleuze le objeta al concepto de lo posible su permanencia como categoría representativa “fabricada retroactivamente a imagen de lo que se le parece” (Deleuze 2002, 319). Y precisamente esa objeción puede aplicársele a la solución de Hardt y Negri que instituye a la fuerza laboral viva en vehículo de la posibilidad política, lo que conduce a que la inconmensurabilidad virtual de la multitud sea siempre anexada a la realidad política del imperio que permanece como su condición de posibilidad. De hecho, los dos autores sitúan esta condición en el corazón de sus análisis, cuando arguyen que solo a través de lo que ellos llaman “una ontología de lo posible” se tornará real la virtualidad de la multitud. Por lo tanto, según su perspectiva, la realidad de la multitud está encapsulada en sus posibilidades contraimperiales, lo que, simultáneamente, reduce la política a la reflexión del imperio –inclusive o especialmente a su resistencia– y niega a la política la gran gama de poderes ofrecida por la estética.2 Hardt y Negri rechazan la filosofía bergsoniana de Deleuze y arguyen que ella no posee suficiente “peso ontológico” sobre la realidad. Anotan:

 

Deleuze y Guattari descubren la productividad de la reproducción social […], pero terminan articulándola solo de un modo superficial y efímero, como un horizonte caótico, indeterminado, caracterizado por un acontecimiento inasible. (Hardt y Negri 2002, 369, nota 8)

Justamente, no deja de ser irónica esta interpretación sobre la realidad –la que ellos llaman “una respuesta pálida” a “una pregunta enorme”– cuando es en este punto en donde se queda corta su elaboración sobre los procesos políticos de creación de la multitud. Más aún, es en donde su proyecto se distancia de la inspiración de Deleuze y Guattari. Me refiero al impedimento de Hardt y Negri para elaborar un programa efectivo de transformación política que pueda operar para lo real debido a su rechazo a los experimentos estéticos de actualización de lo virtual en favor de un número reducido, pero, desde su consideración, “más real”, de posibilidades de la política. En consecuencia, Hardt y Negri llegan a un cul de sac conceptual, que en el final de Imperio pareciera no tener salida. Preguntan: “¿cuáles prácticas específicas y concretas animan este proyecto político?”. A lo que desalentadoramente responden: “Por ahora nosotros no lo podemos decir” (Hardt y Negri 2002, 320-321).

Si por las condiciones de actualización Hardt y Negri restringen los procesos estéticos a una política contraimperial, desde un principio Rancière entiende la política como un “asunto estético” que no resulta del ejercicio del poder o de la lucha por el poder sino de la configuración de un mundo particular y de una forma específica de experiencia. Tal asunción le da prioridad a una “estética de la política” similar a la esgrimida por Deleuze y Guattari, pero que Rancière desarrolla de manera muy diferente. Según el autor, el nacimiento de la estética moderna fue consecuencia de la partición de lo sensible bajo la forma de series de diferenciaciones propias de la lógica del desacuerdo, lo que, al mismo tiempo, definió el dominio moderno de la política. Así planteado, el desacuerdo no es ni estético ni político, sino un mecanismo compartido de construcción de lo común, por el cual ambas, la estética y la política, emergieron al mismo tiempo.

Quisiera acercarme a la perspectiva de Rancière sobre la “estética de la política” y presentarla como una alternativa posible frente a la politización de la estética que proclaman Hardt y Negri. Según Rancière, la estética apareció a fines del siglo XVIII como una reacción en contra de aquello que normalmente se consideraba el reino de la política, es decir, como una “metapolítica” en la que el arte se convirtió en la condición de la libertad y de la igualdad de una comunidad sensorial nueva. En sus palabras: “la fórmula clave del régimen estético del arte es que el arte es una forma autónoma de vida” (Rancière 2002, 121). Así, él no le otorga a la autonomía estética prioridad ontológica sobre la política, sino que, por el contrario, supone que esa autonomía resulta de prácticas específicas de desacuerdo de carácter histórico y discursivo. En virtud de lo anterior, la estética crea una nueva clase de experiencia de lo común –y, también, de la política–: aquella de la sensación particular del arte. Rancière aclara que dicha sensación no es consecuencia de las propiedades formales de la estética, lo que significa, según él, que el arte existe simplemente por su pertenencia a la esfera estética. Razón por la cual “la autonomía del arte es también su heteronomía” (Rancière 2004).

Según Rancière, entonces, el arte alcanza un valor político paradójico en cuanto es a la vez un dominio autónomo de la experiencia y una colección heterónoma que borra la frontera entre la creación artística y la vida diaria. Señala: “toda la historia de las formas artísticas y de la política de la estética en el régimen estético del arte podría presentarse como el choque entre estas dos fórmulas: una nueva vida necesita un nuevo arte; la nueva vida no necesita el arte” (Rancière 2002, 126). La excepción de la estética y lo que establece su valor político es la creación de una esfera de igualdad sensorial que tiene un estatuto paradójico de necesidad, al basarse, por un lado, en la supresión de las fronteras entre arte y vida cotidiana y, por el otro, en la asunción del arte como una forma autónoma de experiencia humana. Por ello, “la consecuencia de la separación de la promesa de la obra de arte es su contrario: una vida que no conoce el arte como una práctica separada y un campo de experiencia singular. La política de la estética descansa sobre esta paradoja originaria” (Rancière 2004).

De tal paradoja nacieron dos trayectorias de arte político. La primera es el intento de conectar las dimensiones autónomas y heterónomas de la esfera estética en una forma singular de existencia colectiva. Este proyecto propende por transformar la vida en arte, como material democrático de la experiencia sensorial cotidiana; asimismo, busca alcanzar la autonomía de la esfera estética a través de una autosupresión, una estrategia del arte activista que, según el trazado de Rancière, data del movimiento de artistas y artesanos del siglo XIX en Inglaterra, pasando por el teatro situacionista y la visión de escultura social de Joseph Beuys.

La segunda trayectoria trazada por Rancière propende por separar la obra de arte de la cotidianidad y por preservar la esfera de la experiencia estética como lugar privilegiado de resistencia. Ella corresponde al proyecto político del vanguardismo, cuyos filósofos más importantes son Adorno y Lyotard, y postula una segunda auto-supresión, en la que la autonomía del arte se transforma en lo que Rancière (2004) llama “el testimonio ético”. Aquí, la autonomía estética expresa un resquicio infranqueable entre lo sensible y lo suprasensible, y atestigua un Otro “no representable” que actúa de límite absoluto de la política y la estética (Rancière 2002, 131).

Dado que ambas trayectorias de “autosupresión” tienden a borrar el desacuerdo entre arte y vida, son problemáticas para el autor en la medida en que él establece el desacuerdo como la condición de cualquier acción política efectiva. Sugiere, entonces, una “tercera vía” capaz de romper con las percepciones normalizadas para, dice él, revelar aquella conectividad secreta de las cosas subyacente a la cotidianidad –un nuevo común–. El arte político es esta clase de negociación específica que se da, no entre política y arte, sino entre las dos políticas de la estética. Escribe: “esta tercera vía es hecha posible por el juego continuo de las fronteras y la ausencia de fronteras entre arte y no-arte” (Rancière 2004). Rancière cree que lamentablemente el arte contemporáneo ha desplazado tal estética dialéctica para, en cambio, privilegiar la simbolización de una “misteriosa coherencia” atribuida a la trivialidad de lo cotidiano. Según su criterio, tal situación da cuenta del final de la estética política porque el arte contemporáneo disuelve cada vez más la autonomía del desacuerdo dentro del proceso político que manufactura el consenso. Según él, lo anterior se evidencia en la exposición obligatoria de la atrocidad en las prácticas y agenciamientos artísticos contemporáneos presente en el estribillo familiar que proclama, de una forma u otra, el fin del arte.

Según Rancière, Deleuze y Guattari proponen el dominio estético de la sensación como la realidad viva, autónoma y heterónoma, que nos libera de las formas opresivas de lo cotidiano. En este sentido, dice él, “realizan el destino de lo que llamo ‘el régimen estético’ del arte” (Rancière 2005). No obstante, considera “extraordinariamente simplista” la insistencia de los dos autores en la prioridad ontológica de las fuerzas a-subjetivas que constituyen el camino que va de la sensación a la representación. Así, dice Rancière, cuando Deleuze y Guattari afirman la libertad de la inmanencia radical, sustraen al arte de la representación, pero, para hacerlo, se sustentan en herramientas como la metáfora y la figuración. Concluye, entonces, que “dentro de la ontología materialista de la inmanencia” los mecanismos de la representación “en última instancia otorgan su principio” a los mecanismos del trabajo de la expresión (Rancière 2005). Ello, dice él –aunque es una crítica hecha por otras voces– da cuenta del irremediable romanticismo de Deleuze y Guattari que los condena a hacer uso de una estética agotada incapaz de crear resistencias políticas para el presente.3

Para Hardt y Negri, la estética como política es una tautología cuyo significado solo lo otorga el segundo término. En cierto sentido, Rancière sostiene una postura similar. Según él, Deleuze y Guattari privilegian la estética o la ontología creativa al costo de ignorar que el proceso discursivo de desacuerdo es la condición de posibilidad de cualquier política eficaz. Ambas posturas, entonces, operan bajo la asunción de que la política, sea como contraimperio o como desacuerdo, determina por adelantado las posibilidades de cualquier invención estética. Como lo veremos, Deleuze y Guattari rechazan la subordinación de la producción estética a las realidades políticas, puesto que, para ellos, la producción estética es siempre un asunto que concierne a la producción de lo real.

Rancière entiende la política como el proceso de desacuerdo, resultado de la desarticulación del cuerpo social, en el momento en que germina un concepto de igualdad que ese cuerpo es incapaz de incluir. El momento cuando la sociedad es perturbada “por la inscripción de una parte de aquellos que no tiene parte”, es decir, por una nueva igualdad –o común– que es enunciada y combatida por quienes, previamente, han ocupado una pequeña fracción de lo social (Rancière 1996, 28-29). Tal proceso de desacuerdo –a la vez estético y político– se logra por un acto lingüístico de nominación. Dice Rancière: el “animal político moderno es en primer lugar un animal literario” (Rancière 1996, 53). En la medida en que la nominación de lo nuevo requiere la reconfiguración de las relaciones sociales como manera para mediar la exclusión y corregir el “error” previo, el autor concibe la política –el acto de nombrar un desacuerdo– como la experiencia que surge sin un contexto dado y ofrece una nueva forma de vida.

Encontramos, pues, fuertes divergencias entre Rancière, por un lado, y Deleuze y Guattari, por el otro. Según Rancière, la política es un proceso, siempre lingüístico, de invención continua de nuevos signos, que ocurre en el interior de lo común. En sus palabras: “el poder del demos no instituye ningún exceso originario del ser. Instituye un exceso inherente a cualquier proceso de nominación” (Rancière 2011, 12). Esta racionalidad política –y permítasenos no olvidar, esta política de la estética– interviene en lo real mediante la construcción de nuevos signos para la comunidad de los hablantes. Por otra parte, la comunidad de los hablantes siempre está bajo construcción por cuanto solo ella produce su propio límite, que el autor denomina “ruido”. El ruido es lo descontado producido por todo desacuerdo político. Es un exceso de interlocución que está por fuera del lenguaje pero que, sin embargo, es inmanente a sus actos. En virtud de lo mismo, el ruido, que no es originario en un sentido ontológico, es la condición de la política que nunca aparece por sí misma, sino como exceso inherente a cualquier proceso de nominación. Precisamente, la evidencia del giro lingüístico de Rancière descansa en su negativa a ontologizar tal principio de aporía que instaura el desacuerdo como el mecanismo por el cual el lenguaje opera en el dominio material; en tanto no le otorga al mecanismo estatuto ontológico alguno, lo hace permanecer como abstracción, cuyo modo de operar obedece al mecanismo que Deleuze y Guattari (1998, 94) llaman “milagro dialéctico constante”.

 

En contraste con Rancière, Deleuze y Guattari parten de la afirmación ontológica de los procesos materiales en la que el lenguaje y los cuerpos son codeterminantes. Pero, ¿cómo emergen el lenguaje y los cuerpos de un plano real e irreductible de inmanencia? o, para ponerlo en otros términos, ¿cómo es el lenguaje siempre un proceso material? Si bien Deleuze y Guattari no mencionan a Rancière, es tentador imaginar que se refieren a él cuando escriben en Mil mesetas: “por esto un campo social no se define tanto por sus conflictos y contradicciones como por las líneas de fuga que lo atraviesan” (Deleuze y Guattari 1988, 94). Las líneas de fuga son aquellos movimientos por los cuales los cuerpos y el lenguaje escapan de sus condiciones de posibilidad para volverse realmente genéticos. Los autores las denominan desterritorializaciones absolutas en las que las prácticas políticas y estéticas son expresiones de un plano material que, simultáneamente, construyen.

Deleuze y Guattari, entonces, inician su proyecto en el punto donde lo terminan Hardt y Negri, por un lado, y Rancière, por el otro. Rechazan la idea del imperio en tanto condición política que actúa como límite de los procesos estéticos de liberación. También se rehúsan a entender estos procesos como categorías lingüísticas de desacuerdo. En cambio, proponen la afirmación no cualificada de prácticas materiales experimentales que, simultáneamente, expresan y construyen un plano unívoco de inmanencia.

Podemos iniciar la comprensión de la estrategia materialista propuesta por estos dos autores a través de la comparación entre el concepto de condiciones de posibilidad y el concepto deleuziano de condiciones de realidad. En otras palabras, ¿cuáles serían las condiciones de la experiencia artística? Si bien al plantear esta pregunta, fundamentalmente estética, retornamos a las raíces románticas del arte, la dirección seleccionada por Deleuze y Guattari para responderla –influida por su encuentro con Kant– es distinta de la de Rancière. Para ellos, la estética no es la determinación de las condiciones objetivas de cualquier experiencia posible ni tampoco la determinación de las condiciones subjetivas de una experiencia actual de lo bello. La estética no define la existencia heterónoma ni autónoma del dominio del arte. Determina las condiciones reales que no son más amplias que la experiencia misma y son indiscernibles de la experiencia singular. Esta experiencia real es consecuencia de la operación denominada “máquina abstracta” que, como el concepto de desacuerdo de Rancière, construye la experiencia, pero, a diferencia del mismo, es un mecanismo material más que uno lingüístico. Así, “una máquina abstracta o diagramática no funciona para representar, ni siquiera algo real, sino que construye un real futuro, un nuevo tipo de realidad” (Deleuze y Guattari 1988, 144). Por lo que, al construir experiencias nuevas indisociables de nuevas realidades, la estética es también política; incluye al arte pero no se restringe a él. En palabras de Deleuze:

Todo cambia cuando determinamos condiciones de la experiencia real, que no son más amplias que lo condicionado y que difieren en naturaleza de las categorías: ambos sentidos de la estética se confunden, hasta el punto que el ser de lo sensible se expresa en la obra de arte, al mismo tiempo que la obra de arte aparece como experimentación. (Deleuze 2002, 117)

La obra de arte y el acto político, entonces, comparten la ontología de su emergencia: la de una máquina abstracta expresada en la creación de nuevas realidades y construida a través de experimentos materiales. En efecto, la máquina abstracta muestra el acontecer indiscernible de la estética y la política porque declara la necesidad de una igualdad entre la expresión y la construcción.4 Por un lado, la estética es la expresión de las condiciones reales creadas por una máquina abstracta y, por el otro, es el proceso experimental por medio del cual estas condiciones se construyen. ¡Expresión=Construcción! podría ser la fórmula de Deleuze y Guattari heredada del spinozismo, con la cual se dinamiza el ser, de acuerdo con otra, también crucial, la ecuación nietzscheana ¡Ser=Devenir! La máquina abstracta expresa la autogénesis e infinita procesualidad de sus condiciones reales pero virtuales que aparecen como la construcción de esta realidad, de esta obra de arte actual. Pero la construcción solo expresa la máquina abstracta al construirla, aquí y ahora. Dicen Deleuze y Guattari:

El campo de inmanencia o el plan de consistencia debe ser construido […] fragmento a fragmento sin que lugares, condiciones y técnicas puedan reducirse los unos a los otros. La cuestión sería, más bien, si los fragmentos pueden unirse y a qué precio. (Deleuze y Guattari 1988, 162)

Cuestión, sin duda, política. Es la pregunta por el precio que hay que pagar por la invención de nuevas formas de vida. Volveremos después sobre este asunto.

Expresar un mundo infinito en la construcción de una obra de arte finita, en otras palabras, hacer arte, es un proceso por el cual el devenir del mundo es expresado en una construcción que experimenta sobre sus propias condiciones, que opera en el nivel de sus mecanismos constitutivos. Entonces, cualquier construcción artística, cualquier sensación, surge de una máquina abstracta que expresa un plano infinito de la manera de un devenir actual cuya especificidad y precisión engloban un cambio en las condiciones reales. El mundo es este plano genético de inmanencia y –para nombrar el término final de la trinidad ontológica de Deleuze y Guattari– el mundo es una multiplicidad bergsoniana que, al ser expresada en una construcción finita –una obra de arte, un acto político–, cambia de naturaleza. En este punto, no es cuestión de distinguir expresión y construcción como dos dimensiones o momentos –el estético y el político, por ejemplo– porque ellas se han vuelto indiscernibles dentro del poder productivo del plano material de inmanencia.

El énfasis en la actualización como dinamización del Ser distingue la ontología de Deleuze y Guattari de la de Hardt y Negri, para quienes los potenciales liberadores de la multitud, al estar suspendidos sobre nosotros en espera de una “segunda venida”, parecen significar lo “por venir”. Si bien Deleuze y Guattari también entienden nuestra situación política contemporánea como la relación entre el plano ontológico de inmanencia y sus mecanismos de opresión, la sitúan entre el capitalismo y la esquizofrenia y no entre las multitudes y el imperio. La diferencia terminológica es significativa, porque mientras ambas parejas de términos intentan definir una relación inmanente que descansa sobre la prioridad del término ontológico, Deleuze y Guattari encuentran en la esquizofrenia formas de resistencia políticas basadas en la destrucción de las subjetividades burguesas junto con sus sistemas lingüísticos de representación.

Su esquizo­política está dirigida a atacar los sistemas lingüísticos de representación. En sus inicios, este ataque se basó en propiciar la absoluta desterritorialización de las palabras y las cosas de su alianza con el giro lingüístico de los “entusiastas del significante” y con el racionalismo moderno del sujeto kantiano, es decir, en el rechazo al significante y “a su siempre eludido significado”, bajo la asunción de que él opera “por la sensación alienante en una representación de lo real”. Ello no supone el rechazo al lenguaje, por el contrario, plantea a las palabras como cuerpos que demandan ser removidos del dominio inmaterial de autorreferencialidad lingüística para que emerjan en su materialidad. Los autores propusieron reemplazar la noción de significante por la de signo, desarrollada por el lingüista Louis Hjelmslev y el filósofo pragmatista Charles Peirce. Mediante el empleo de la noción de signo, Deleuze y Guattari compusieron el dominio del lenguaje en términos ontológicos como procesos materiales que, al mismo tiempo, operan en nuestras represiones y en nuestros escapes. Escriben en El Anti Edipo:

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