La sensación más allá de los límites

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Hacia una biopolítica del futuro. Nietzsche contra el presente

Texto publicado originalmente como “Hacia una biopolítica del futuro: Nietzsche contra el presente”, Nómadas 37 (2012): 13-27. Traducido por Santiago Restrepo y revisado por Mónica Zuleta Pardo.

Va pareciéndome cada vez más que el filósofo, en cuanto es un hombre necesario del mañana y del pasado mañana, se ha encontrado y ha tenido que encontrarse siempre en contradicción con su hoy:

su enemigo ha sido siempre el ideal de hoy.


— Friedrich Nietzsche

¿Tenemos hoy oídos para Nietzsche?1 ¿Aún es posible oír al superhombre del pasado mañana, en medio de la cacofonía de nuestro presente? ¿Todavía tiene alguna relevancia la estridente “crítica de la modernidad” de Nietzsche? Si Nietzsche va a ser oído hoy, estas preguntas deberían plantearse en relación con nuestros mecanismos contemporáneos de control biopolítico que se han apoderado de los procesos vitales de la vida biológica. Quiero argumentar acá que el concepto de Nietzsche de un futuro intempestivo es todavía actual y nos convoca a “filosofar con un martillo”, siempre y cuando dirijamos los golpes hacia los grandes ídolos de nuestro tiempo: nuestras prótesis digitales. Para Nietzsche, el futuro solamente puede surgir de una crítica del presente que consiga escapar de sus condiciones contemporáneas para reafirmar el horizonte inhumano e invariable del devenir de la vida. Para que esto ocurra, la ontología trascendental nietzscheana del devenir –o la voluntad de poder, como él la llamaba– debe afirmarse una vez más, pero no abstractamente como un ejercicio académico de erudición o, peor, como una expresión cuasimística de la fe. Si el destino del futuro, o el destino del devenir en sí, radica en su encarnación, nuestro desafío, entonces, no es tanto pensar el futuro, sino más bien producirlo, producir sensaciones intempestivas que escapen a nuestro tiempo, pero que al hacerlo rompan su continuidad y hagan explotar su autoevidencia. Nietzsche lo expresó de forma dramática: ¿cómo podemos dejar de ser humanos y convertirnos en dinamita? (Nietzsche 1997b; ver también 2005). Este futuro de dinamita es un exterior interno que confronta nuestro tiempo con su alteridad, con su otredad, para producir una ruptura a través de la cual pueda fluir “la inexhausta y fecunda voluntad de vida” (Nietzsche 1996, 175). La “crítica de la modernidad” de Nietzsche nos proporciona, aún hoy, muchas intuiciones sobre la vida contemporánea y muchos consejos útiles para superar los desafíos que enfrentamos. Pero su insistencia en la distancia y la soledad del “espíritu noble” del futuro y en la otredad del futuro parece irrelevante en medio de las redes digitales hiperconectadas que determinan nuestro presente. Este es el estatus ambivalente de su pensamiento –clarividente y redundante a la vez– que debemos comprender, de lo contrario, Nietzsche corre el riesgo de verse reducido a un maniático excéntrico o, peor, a un soñador místico.

Entonces, nuestra primera pregunta es ¿qué armas nos ofrece la “crítica de la modernidad” de Nietzsche para la “gran guerra” (Nietzsche 1997d) que es liberar al futuro del presente? Al final de su vida, Nietzsche dudó que alguien lo hubiera escuchado y puede decirse que sus dudas estaban justificadas. Sin embargo, no solamente rechazó cualquier responsabilidad –argumentó que todos sus libros eran anzuelos y que no fue su culpa no haber pescado nada: “faltaban los peces” (Nietzsche 1997b, 119)–, sino que interpretó esta situación como una evidencia de que él estaba en lo cierto. En el “Prefacio” a El Anticristo escribe:

Este libro pertenece a los menos. Tal vez no viva todavía ninguno de ellos. […] ¿Cómo me sería lícito confundirme a mí mismo con aquellos a quienes ya hoy se les hace caso? –tan solo el pasado mañana me pertenece. Algunos nacen de manera póstuma. […] Oídos nuevos para una música nueva. Ojos nuevos para lo más lejano. Una conciencia nueva para las verdades que hasta ahora han permanecido mudas […]. ¡Pues bien! Solo esos son mis lectores, mis lectores predestinados: ¿qué importa el resto? –El resto es simplemente la humanidad. –Hay que ser superior a la humanidad por fuerza, por altura de alma –por desprecio. (Nietzsche 1997a, 29)

Este pasaje concentra la relevancia ambigua de Nietzsche: se aprecia su distancia obstinada, su desprecio por las masas y esa superioridad desdeñosa que parece negar cualquier posibilidad de una política colectiva; también se escuchan con claridad las primeras notas de una crítica biopolítica. Sus futuros lectores necesitarán una fisiología nueva: orejas, ojos y una conciencia nuevos para articular experiencias nuevas. La filosofía en el sentido nietzscheano no es nada menos que un programa de resistencia biopolítica.

¿Pero es posible que esta biopolítica de lo “nuevo”, del “futuro”, emerja hoy en día, cuando el capitalismo parece haber instrumentalizado con tanta eficacia la novedad, la creatividad e incluso el futuro mismo (“nuevos” productos, “industrias creativas” y “mercados de futuros”? ¿O cuando las fuerzas afirmativas parecen haber quedado capturadas en los dudosos entusiasmos que expresamos por aquello que “nos gusta”? Nietzsche tenía indicios de que todo esto sucedería y por eso insiste en diferenciar entre un futuro del hombre (Morgen) y el futuro intempestivo del superhombre (Übermorgen). Pero como esta diferencia es trascendental, ya que refleja su distinción ontológica entre ser y devenir y su encarnación en la negación (humana) y en la afirmación (superhumana) de la vida, su fórmula de una nueva sensibilidad biopolítica puede parecer un programa reductivo de no-compromiso. Alternativamente, algunos pensadores recientes han sugerido que la biopolítica está marcada por el surgimiento del capitalismo como una ontología del devenir, argumentando que nuestras nuevas prótesis tecnológicas han capturado la fuerza viva (la voluntad de poder) o que el capitalismo neoliberal ha hecho de la fuerza radical de afirmación su propia lógica. En este ensayo me propongo refutar ambos escenarios, mostrando cómo el pensamiento de Nietzsche puede ofrecernos formas concretas de compromiso político.

Este compromiso comienza desde una crítica inmanente del presente que pretende revaluar sus valores. Es solamente a través de esta revaluación que se establecerá un “pathos de la distancia” (Nietzsche 1997c, 37) entre lo humano, demasiado humano, y el superhombre del futuro que crea una ruptura con el presente. Pero esta distancia no delimita una diferencia entre lo humano y lo que va más allá, sino que más bien es el principio crítico inmanente de la voluntad de poder –un “principio de desequilibrio” como lo llama Klossowski (1995, 107)– mediante el cual la humanidad logra su “autosuperación” (Nietzsche 1997d, 232). En otras palabras, no superaremos los valores trascendentes que definen lo humano al plantear una alternativa que ocupe su lugar. Más bien, el proceso afirmativo de la crítica produce una nueva estructura de pensamiento y vida desde el interior de las condiciones del presente. La crítica obliga al presente a producir aquello que excede sus condiciones de posibilidad, pues es solamente mediante la producción de un futuro intempestivo semejante como la voluntad de poder puede retornar eternamente en tanto principio de vida. 2 La crítica de Nietzsche del presente se inmiscuye, entonces, con lo cotidiano, con el propósito de convertirlo en un extraño para sí mismo. Este extraño sería el futuro, pero el futuro solamente puede producirse dejando el presente, lo cual no quiere decir abandonándolo, sino haciendo que se desprenda de sí mismo. Como lo formula Nietzsche:

Si uno quiere llegar alguna vez a vislumbrar en lontananza nuestra moralidad europea, a fin de compararla con otras moralidades precedentes o futuras, ha de hacer como hace un viajero que quiere conocer la altura de las torres de una ciudad: a tal efecto, el viajero abandona la ciudad. (Nietzsche 2001, 380)3

Para revaluar la moralidad, por ejemplo, uno debe considerarla desde un punto exterior a ella misma, un punto “más allá del bien y del mal”. Pero este exterior no es trascendente, sino que lo producen aquellos que tienen la fortaleza para ir “fuera […] más allá”, a un lugar libre de la “suma de juicios de valor dominantes que son parte de nuestra carne y de nuestra sangre” (Nietzsche 2001, 380). La crítica inmanente encarna este pasaje como un tipo de biopolítica pero, a diferencia de Foucault, que entiende este término como referencia a las técnicas políticas usadas sobre poblaciones, para Nietzsche la biopolítica comienza con lo individual y su autocrítica. Esto hace de la superación una práctica necesariamente situada y una forma –extrema, ciertamente– de “lo personal es político”, una micropolítica afectiva. Así planteada, la autocrítica de lo individual supera el presente, pero también supera nuestra aversión (demasiado dialéctica) a este. Nietzsche continúa:

El hombre de ese más allá, que quiere tener a la vista los más altos criterios de valor de su tiempo, necesita antes, sobre todo, para conseguirlo, “dominar” esta época en sí mismo –esta es la prueba de su fuerza– y, por consiguiente, no solo su época, sino también su aversión y contradicción existentes hasta ahora frente a esta época, su sufrimiento por este tiempo, su falta de adecuación a este tiempo. (Nietzsche 2001, 380)

 

La crítica no revalúa el presente al negarlo porque la negación define la naturaleza humana del presente que debe ser superado; en cambio, revalúa la negación como afirmación, con el fin de darle al presente un nuevo futuro.4 Los únicos que pueden emprender esta tarea son los artistas, porque ellos tienen la capacidad de crear. “¡Arte y nada más que arte! –grita Nietzsche– es el gran instrumento que posibilita la vida, la gran seducción de la vida, el gran estimulante de la vida” (Nietzsche 2000, 566). Tenemos que ser “artistas-filósofos”, “poetas de nuestra vida” (Nietzsche 2001, 229), personas capaces de seleccionar aquello que en nuestro presente va más allá de este, capaces, esto es, de desarrollar nuevos ojos y oídos para sentir ese futuro, de desarrollar una nueva fisiología capaz de abarcarlo. El arte lo es todo para Nietzsche porque crea lo que aún no es; es la base no solamente de su ontología sino también de su política. La política es una guerra que se libra entre fuerzas (valores) fisiológicas en torno al destino del futuro. El futuro de la humanidad puede o bien negar la vida al postular un mañana (Morgen) en continuidad con un hoy –un futuro nihilista o, como Nietzsche lo llama, “el futuro como progreso” (Nietzsche 2000, 76)5– o bien afirmar la vida al emerger como la discontinuidad del presente, como un futuro radical que se enfrenta contra el presente (Übermorgen). El artista, argumenta Nietzsche –y esta es la esencia de su política–, crea algo que no niega el presente, sino que afirma lo que supera su humanidad y también su presente. Este es el “gran estilo” o, como comenta Deleuze con precisión, es el “estilo como política” (Deleuze 2005a, 324) . El artista se define por su generosidad, por la fuerza de lo que crea. Así que, si bien es cierto que no hay creación sin destrucción, la destrucción solamente es un resultado. Sin embargo, no hay creación ex nihilo, porque un artista solamente puede crear lo intempestivo o el tiempo futuro seleccionando lo que excede a su tiempo y espacio en su propio tiempo y espacio.

El artista es una “una señal del futuro”, una señal que apunta hacia afuera desde los bordes mismos del presente; tiene la capacidad de

husmear aquellos casos en que en medio de nuestro mundo y realidad modernos, en que sin ningún rechazo ni retraimiento artificiales de los mismos, es todavía posible el alma grande y bella, allí donde esta puede todavía ahora incorporarse también a circunstancias armónicas, equilibradas, recibe de estas visibilidad, duración, paradigmaticidad, y ayuda por tanto, mediante la estimulación y la envidia, a la creación del futuro. (Nietzsche 2007, II, 37)

Desde los horrores del presente, el artista afirma todo lo que escapa a este. Expresa así la fuerza de superación de la voluntad de poder, una fuerza que es el exterior interno de todo lo que la niega. La externalidad inmanente de la fuerza genética se aprecia en el famoso recuento que hace Nietzsche del nihilismo europeo en La genealogía de la moral. Allí, argumenta que a pesar de que la ciencia es la última versión del “ideal ascético” del hombre, pues esta renuncia al cuerpo en nombre de una “verdad” más elevada, esta “voluntad de nada” lleva empero en su interior su propia superación, que es el poder de querer. El hombre, escribe Nietzsche, “prefiere querer la nada a no querer” (Nietzsche 1997c, 128). Cuando entendemos la “voluntad de verdad” de la ciencia de esta manera, afirma Nietzsche, ocurre algo extraño: “[…] la voluntad de verdad cobra consciencia de sí misma como problema” (Nietzsche 1997c, 203). Esta conciencia crítica se sitúa de inmediato en nuestro mundo, pero solamente como aquello que lo transforma, como aquello que encarna el principio trascendental de la vida. Nietzsche concluye triunfalmente: “todas las grandes cosas perecen a sus propias manos, por un acto de autosupresión: así lo quiere la ley de la vida, la ley de la ‘autosuperación’ necesaria que existe en la esencia de la vida” (Nietzsche 1997c, 203). Por lo tanto, la afirmación crítica de la voluntad de poder crea un problema para el presente que, sin embargo, está afuera, pero no más allá, del presente. El más allá es más bien la garantía trascendente del presente humano, de los valores universales que justifican la negación por parte de la humanidad de todo aquello que la amenaza. “La moral de los esclavos –argumenta Nietzsche– dice no, ya de antemano, a un ‘afuera’, a un ‘otro’, a un ‘no-yo’; y ese ‘no’ es lo que constituye su acción creadora” (Nietzsche 1997c, 50). No es cierto que las masas no sean creativas, lo son. La diferencia radica en cómo y en qué crean. Las masas crean de acuerdo con los valores humanos consagrados como medida de todas las cosas, preservando un “presente” vivido “a costa del futuro” (Nietzsche 1997c, 28). Por su parte, el artista del futuro afirma lo que escapa a la humanidad, lo que la excede, y en ese autosuperarse construye un exterior que puede producir un cambio multiplicador que opera a escala de una sociedad, una cultura, una edad o una época. Esto es lo que hoy en día llamamos micropolítica. Pero no es una política que exprese objetivos o cuestione directamente lo existente. Es, más bien, una política de experimentación e invención, una política de creación que no ofrece un programa, sino solamente un método que supone convertirse en un artista, crear valores distantes de los actuales para abrirse así a un futuro indeterminado.

Nuestros valores se expresan primero en nuestras percepciones y sentimientos y luego en nuestros deseos y creencias. Además, Nietzsche argumentaría que, si bien las palabras son signos de los conceptos, los conceptos son signos de sensaciones recurrentes, expresiones de nuestras “vivencias internas” (Nietzsche 1997d, 249-250). Las sensaciones en sí mismas son interpretaciones de la existencia, valoraciones que niegan o afirman los poderes de la vida y, por lo tanto, dice Nietzsche: “todas las percepciones están permeadas por juicios de valor” (Nietzsche 2000, 229). Como resultado, “es lícito someter a examen a todo individuo para ver si representa la línea ascendente o la línea descendente de la vida. Cuando se ha tomado una decisión sobre esto se tiene también un canon para saber lo valioso que es su egoísmo” (Nietzsche 1989, 113). El individuo que se sitúa en la línea ascendente posee, según Nietzsche, un cuerpo bendecido por una sensibilidad “animal”, una sensibilidad que no se opone a lo humano, sino que es lo que hay de animal en lo humano. Esta sensibilidad animal revalúa los valores humanos al afirmar su propia voluntad de poder, deleitándose en la intoxicación del acto creativo, entusiasmándose con la crueldad de ejercer una fuerza superior y disfrutando los “éxtasis de la sexualidad” (Nietzsche 2000, 529).6 Este sentimiento liberado del “bienestar animal” y este “deseo” son los que “constituyen el estado estético” (Nietzsche 2000, 528), haciendo del arte nada menos que “la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores” (Nietzsche 2007c, 50).

Con el artista “animal” tenemos un sentido claro de las dimensiones biopolíticas del futuro y de la crítica o revaluación inmanente de los valores humanos que se requiere para crearlo. Pero para determinar el valor que esta forma ontológica de la política tiene para nosotros hoy en día, debemos confrontarla con la perspectiva que nos indica que las formas contemporáneas del capitalismo han logrado ubicarse con éxito justamente allí, en la interfaz entre una ontología trascendental de la creación crítica (voluntad de poder) y su encarnación situada dentro del devenir-otro de los cuerpos humanos. Esta confrontación requiere un breve panorama de esta perspectiva antes de que podamos considerar su posible impacto en nuestra pregunta acerca de la relevancia de Nietzsche para el presente. Matteo Pasquinelli (2008) argumenta que el capitalismo ha establecido una relación parasítica y directa con nuestras pulsiones inconscientes e instintivas a través de la producción de “bienes-del-afecto”, al permitir que module directamente no solo nuestras metas instintivas, sino también su intensidad. En vez de reprimir estos espíritus animales, como los llama Pasquinelli, el capitalismo procura amplificarlos con el fin de maximizar sus ganancias. Sus ejemplos son justamente aquellos que Nietzsche emplea para tipificar el “vigor animal” del artista (Nietzsche 2000, 529): la sexualidad y la crueldad violenta del instinto de supervivencia. Desde esta perspectiva, el capitalismo biopolítico es una especie de afirmación financiera de nuestra sensibilidad animal, una forma de control que opera a través de la monetización. La idea es lo suficientemente simple: si nuestro deseo “noble” (como lo plantearía Nietzsche) de sexo y violencia se satisface por medio de las imágenes-producto (pornografía y “porno violencia”) que divulgan los medios de comunicación masiva, entonces la creación de “nuevos” productos (una necesidad constante para el capitalismo de acuerdo con la ley de los retornos decrecientes) se convierte en la encarnación del devenir en sí mismo. Así pues, en este sentido, el capitalismo ha capturado “el principio de desequilibrio” de la voluntad de poder y lo ha convertido en su principio más importante para generar ganancias.

La tecnología digital permite esta aceleración de la producción y el consumo deseantes al insertar los imperativos capitalistas en las redes neurológicas y nerviosas de nuestro cuerpo y cerebro. Esto produce una mutación conectiva, como la ha llamado Franco Berardi (2005), que aleja nuestras subjetividades de las identidades tradicionales y las lleva a un “dividuo” o un “yo disuelto” flexible, que está –en su forma tanto de trabajador como de consumidor– en un estado permanente de reinvención personal. Esta producción incesante de diferencia mercantilizada ha envuelto al mundo en su red mundial (World Wide Web) para llegar, hoy en día, a lo que Berardi llama capitalismo molecular: un estado en el cual la producción de “mercancías de la información” ocupa cada uno de nuestros momentos7, situación en la que nuestra integridad fisiológica y psicológica se ve pulverizada constantemente y nuestro valor más importante para el capitalismo es nuestra diferencia fragmentada respecto a nuestro propio ser. “En cada momento de la vida”, dice Berardi, en su estilo típicamente apocalíptico:

La máquina humana está ahí, pulsando y disponible, como una expansión cerebral a la espera. La extensión del tiempo está meticulosamente celularizada: es posible movilizar células de tiempo productivo puntual, casual y fragmentariamente. La recombinación de estos fragmentos se realiza automáticamente en la red. (Berardi 2011, 90)

La interfaz no solamente subsume cada uno de nuestros deseos y pensamientos, sino que los valora de acuerdo con su diferencia. El capitalismo le ha dado un valor (monetario) relativo a la distancia creativa del futuro y su atractivo exterior, simplemente la ha puesto a trabajar. Steven Shaviro (2006) formula lo anterior de una manera desprevenida: “no podemos escapar de la lógica de los productos y el mercado apelando a anhelos y esperanzas utópicos de redención. Pues estos anhelos son los que nos motivan a ir de compras”. Uno de los ejemplos de Shaviro (2010) es relevante para nuestro caso, pues se enfoca en el arte: este autor argumenta que el surgimiento reciente del “cine poscinemático” incorpora los experimentos formales radicales de la vanguardia en las estructuras genéricas de las películas clase B, evaporando así sus ambiciones transformativas (y, con frecuencia, explícitamente políticas) en un viaje recalentado pero vacío de afectos cinéticos. Desde su punto de vista, el arte ya superó lo humano, pero no ha llevado a una revaluación de los valores en el sentido nietzscheano, sino a una revaluación de los afectos en tanto que productos. Berardi afirma algo similar: para él, la interfaz digital ha producido la utopía más eficiente hasta el momento: la utopía de un espacio virtual infinito “en el que miles de millones de usuarios se encuentran y crean su realidad económica, cultural y psíquica” (Berardi 2011, 53). Pero esta “utopía” es en realidad una distopía porque conduce a “la desaparición de lo humano o, quizás, a la sumisión de lo humano a la cadena [inhumana] de automatismos tecnolingüísticos” (Berardi 2011, 53). La humanidad ha sido superada, pero en su lugar nos hemos convertido en una sociedad de “esclavos netos” que trabajan en una “conexión celular permanente” (Berardi 2011, 115).

 

Maurizio Lazzarato presenta una explicación considerablemente más sobria de este proceso que se enfoca en la manera en que la tecnología digital se ha insertado en la interfaz entre los procesos trascendentales de la ontogénesis (la voluntad de poder de Nietzsche) y su encarnación como poder de autosuperación sensual e intelectual del cuerpo.8 De forma similar a Pasquinelli y Berardi, Lazzarato argumenta que la tecnología digital ha surgido en la interfaz entre la producción y la recepción de la sensación, imponiéndole un sistema capitalista de circulación a la habilidad que tiene la sensación de multiplicarse y transformarse a sí misma. Como resultado, el poder de revaluación o invención y la “distancia” intempestiva que este implica, se han visto, dice Lazzarato, “‘objetivados’ dentro de límites precisos en un dispositif tecnológico” (Lazzarato 2006b, 111). El capitalismo biopolítico ha tomado un sentido ontológico en la medida en que ahora es el productor de la creatividad (esto es, de la ontogénesis). Consecuentemente, la creación (o el devenir), como proceso ontológico (es la producción de vida, como en Nietzsche), no se subsume simplemente en los procesos capitalistas y digitales contemporáneos, sino que ahora estos la producen. La creación sigue siendo creación de una diferencia inmanente y crítica, ¿por qué no?, que produce un nuevo futuro –entre más nuevo mejor–. Pero este modo de producción es una expresión del capitalismo, más que su resistencia (Lazzarato 2007). Superar se ha convertido en la lógica misma del capital, que de este modo reclama cualquier futuro. “Nuestra hipótesis –escribe Lazzarato– es que la proliferación de mundos posibles es la ontología de nuestro presente” (Lazzarato 2007, 177).

Berardi resume esto en una declaración sucinta: afirma que nosotros vivimos “en el futuro del no futuro” (Berardi 2011, 50). El futuro ya no es una promesa de emancipación de las formas actuales de control, sino más bien la promesa de que se harán eternas. ¿A qué se debe esta desesperanza distópica? Se debe, según Berardi, a que el capitalismo molecular fragmenta nuestra energía nerviosa y cognitiva y la recombina dentro de la red, en una revaluación biopolítica de nuestra fisiología y psicología que hace imposibles tanto la conciencia individual como la colectiva. Resulta interesante que la resistencia que Berardi sugiere ante este proceso sea casi exactamente contraria a la de Nietzsche: donde Nietzsche defiende la “gran salud” del superhombre y su fuerza “explosiva” de devenir, Berardi sugiere una “teoría implosiva de la subversión, basada en la depresión y el agotamiento” (Berardi 2011, 138).

A pesar de la indudable brillantez de estos análisis de los mecanismos biopolíticos contemporáneos, quiero tratar de defender el concepto nietzscheano de un futuro intempestivo e insistir en que aún puede tener relevancia transformativa. A esta tarea contribuye el hecho de que el mismo Nietzsche parece haber anticipado algunos de los desarrollos que hemos visto descritos arriba con horrorizado entusiasmo. Las descripciones nietzscheanas, cáusticas y, sin embargo, proféticas, de su propia modernidad, nos ofrecen varias sugerencias sobre cómo criticar nuestro presente de una manera que nos permita superarlo. Tres aspectos de estas descripciones son importantes aquí: primero, el hedonismo autoindulgente de la humanidad, que le hace imposible criticarse a sí misma; segundo, la obsesión de la humanidad con su propia inteligencia, que hace que se deleite en una especie de arrogancia computacional también conocida como ciencia; y tercero, el sorprendente clamor de Nietzsche de que el capitalismo biopolítico no es un obstáculo, sino, más bien, una etapa necesaria hacia un nuevo futuro.

La crítica, lo sabemos, es el primer paso hacia la superación del hombre y, sin su efecto de distanciamiento, no podemos hallar el impulso para dar el salto hacia el futuro.9 Pero el espíritu de la modernidad nos ha inoculado contra la crítica, distrayéndonos con entretenimiento u obsesionándonos con “datos”. “¡Ay! –se lamenta Nietzsche– llega el tiempo del hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo” (Nietzsche 1996, 41). El hombre moderno es adicto a los afectos histriónicos y efímeros cuyo disfrute ubicuo ha banalizado la afirmación al convertirla en una cuestión de gustos. Este hombre moderno, argumenta Nietzsche, es el “último hombre” o el “hombre final”, un humano que ha descubierto la “felicidad” al remover todo aquello que era duro y cruel en la vida. En vez de todo esto, la cultura se ha convertido en una especie de “narcótico” que le administra “un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables” (Nietzsche 1996, 41). “¿Quién nos contará la historia completa de los narcóticos? –pregunta Nietzsche– es aproximadamente la historia de la ‘cultura’, ¡de la llamada cultura superior!” (Nietzsche 2001, 86). Todavía hay mucho trabajo, pero “el trabajo es entretenimiento”, que llena la vida con “pequeños placeres” que no molestan. Tal como la gente dice con orgullo hoy en día: “todo va bien”, en lo que sería la versión contemporánea del burro rebuznador de Nietzsche, cuyo grito vacío y repetido –“Sí-ííí”– simplemente afirma la monotonía de nuestros placeres. El placer de comprar, de poseer, de sentirnos orgullosos acerca de nuestra conformidad e insignificancia. Este disfrute vacío y acrítico simplemente confirma nuestra esclavitud biopolítica, y aunque abarca lo nuevo, lo hace solamente como una negación de cualquier “exterior” a aquellos deseos y sensaciones que determinan nuestro presente. “Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio” (Nietzsche 1996, 41). Esta es la esencia de la “mentalidad de rebaño”: simplemente repite lo que existe, toma los afectos y los valores que le dan y agradece el hecho de limitarse a darle clic al ratón con diligencia (Nietzsche 1997d, 133).

Esto no quiere decir que la vida humana “narcotizada” sea insípida o descolorida. La modernidad se caracteriza por lo que Nietzsche llama “el bullicio de la feria” (Nietzsche 2001, 4), un intenso rango de experiencias que, sin embargo, se vuelven inofensivas al verse restringidas al ámbito del entretenimiento cultural (pagado, por supuesto), y al ofrecernos un “más allá” extático que nos “eleva a un momento de sentimiento intenso y elevado” (Nietzsche 2001, 86), a pesar de encontrarnos en un cine, por ejemplo, y no en una iglesia. Nos transportamos a elevaciones de la experiencia que no podemos esperar en nuestras vidas normales y quedamos con la sensación de estar santificados, purificados por ese poder más elevado. Es el poder de los ideales ascéticos, pero convertidos en una forma embriagadora de entretenimiento, “latigazos ideales”, como Nietzsche los llama (2001, 86). Así pues, si bien pareciera que participamos constantemente en una abundancia de experiencia, dicha abundancia confirma un simple hecho: “nada es bello, solo el hombre es bello: sobre esta ingenuidad descansa toda estética, ella es su primera verdad” (Nietzsche 1989, 105). Para Nietzsche, la “industria del afecto” no produce arte sino un “antiarte” en el que los artistas glorifican “los errores religiosos y filosóficos de la humanidad” (Nietzsche 2007, 145) . El ejemplo favorito de Nietzsche es Richard Wagner, pero su ridiculización de Wagner también podría aplicársele fácilmente a los “antiartistas” (Nietzsche 1989, 97) de hoy en día, especialmente a aquellos que ganan fortunas en Hollywood, “todos ellos grandes descubridores en el reino de lo sublime, también de lo feo y horrible, y descubridores aún más grandes en el producir el efecto, en la puesta en escena, en el arte de los escaparates, todos ellos talentos que superaban en mucho a su genio” (Nietzsche 1997d, 228; ver también 2001, 4). Este arte de “volar alto” (Nietzsche 2001, 4) con afectos cada vez más intensos es escapismo antes que superación, un romanticismo recargado que confirma la cristiandad al tiempo que niega a Dios y que no podría estar más alejado del sobrio clasicismo que define la estética de Nietzsche. Contra todo esto, Nietzsche esgrime, como remarca Deleuze (2005a, 322), “el amanecer de una contra-cultura”.