Historias tardías

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LOCO

Tuve un sueño. En el sueño llevo a mi esposa en su silla de ruedas por una angosta calle de Nueva York. El barrio chino, durante la hora del almuerzo. Edificios de cuatro o cinco pisos, montones de pequeños restaurantes, veredas atestadas y gente que camina apresuradamente. “Disculpen, disculpen”, les digo a unas personas delante de nosotros. “Mejor tengan cuidado, no quiero chocarlos”. No tengo idea de adónde voy. Solamente empujo. Mi mujer va sentada en silencio, mirando hacia delante.

Entonces la escena cambia a una calle del lado este de Nueva York. En la calle 40; cerca de East River. No una calle sino una avenida: Primera o Segunda o Tercera. Las veredas son anchas y otra vez abarrotadas. La hora del almuerzo. Gente que camina muy rápido. A pesar de los edificios altos a ambos lados de la avenida, muchísimo sol. “Estamos en el distrito Gravlax”, le digo a mi esposa. “¿Me oyes, con todo este ruido? El distrito Gravlax. Yo solía venir por aquí únicamente para ir a alguna churrasquería o a un cine de arte” Dejo de empujar y miro alrededor. “Tanta gente”, digo, dándole la espalda. “Las calles nunca están así de atestadas donde vivimos nosotros. Ni el tráfico. Es excitante, ¿no te parece?”. Cuando vuelvo a girar, ella y la silla de ruedas han desaparecido. Retiré mis manos de las manijas de la silla de ruedas, algo que casi nunca hago cuando voy con ella por la calle y estamos en movimiento, ni siquiera cuando estamos detenidos pero hay gente que se mueve alrededor. ¿Adónde puede haber ido? Ella no se iría sin siquiera decirme algo. Debió estar en un apuro, probablemente para hacer pis. Se levantó, me dijo adónde iba y para qué –muy probablemente a un restaurante para usar el baño–, pero yo no la oí debido al ruido de la calle, y luego empujó la silla de ruedas hasta ahí, o bien hizo rodar la silla hasta ahí pero sentada en ella.

Estoy en una esquina y veo un restaurante por la misma calle, unas pocas puertas más allá. Corro hasta ahí y le digo al hombre detrás del mostrador: “¿Ha entrado una mujer en silla de ruedas durante el último minuto más o menos?”.

“¿En silla de ruedas?”, dice. “No habría podido hacerlo. Hay que subir tres escalones hasta nuestra puerta”.

Corro más lejos hasta un parque que hay al final de la calle. ¿El parque Jacob Riis? ¿Llega hasta aquí ese parque? Como sea, un parque que bordea el río. Tal vez haya pensado que había un baño público en algún lugar por aquí, así que echo un vistazo. Abby no está. Sería fácil de ver, además, porque estaría en la silla de ruedas o empujándola. No puede caminar sola. Ningún edificio público cerca, tampoco. Solo un área de juegos rodeada de césped y de árboles.

Corro por la misma vereda dando la vuelta a la manzana. Miro a través de las puertas de entrada de todas las casas de piedra rojiza de ese lado de la calle, como lo hice del otro lado de la calle cuando corrí hasta el parque. Al fondo de un corredor sombrío veo lo que me parece una silla de ruedas volcada. Oh Dios mío; ¿está sobre ella? Toco todos los timbres, me abren con la chicharra. Corro a lo largo del pasillo. Es un cochecito de bebé que está volcado, no hay nadie debajo de él.

Corro a la avenida donde la vi por última vez, hago una bocina con mis manos y grito: “Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar, Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar”. La gente me mira como si estuviera loco. “Estoy buscando a mi esposa”, digo. “Estaba aquí, en su silla de ruedas; y ahora no está”. Vuelvo a gritar: “Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar”. Sigo gritando esas palabras mientras la busco con la mirada en todas las direcciones. Es mejor esperarla aquí que correr alrededor buscándola. Si viene a este lugar y yo no estoy, podría no saber qué hacer para encontrarme. No la veo, ni a nadie en silla de ruedas. La calle sigue muy concurrida y ruidosa. Y ahora oigo música, es música sinfónica que viene de alguna parte, y el volumen está tan alto que no podré gritar por encima de ella.

Me despierto. La música viene de la radio encima de mi mesita de noche. Estaba escuchando en la oscuridad la señal de música clásica cuando me quedé dormido. Pienso en el sueño. Al principio estábamos en el Barrio Chino y después en el lado este, en la 40. Tengo que ir ahí. Tengo que encontrarla. Esto es completamente loco, lo sé.

Manejo hasta la estación de tren, estaciono el auto en el garaje subterráneo y compro un pasaje de ida y vuelta a Nueva York. Cuando llego, voy derecho al Barrio Chino. Aunque no sé muy bien cómo llegar allí. Hace cinco años que no voy a Nueva York, mi ciudad natal y la de Abby. El distrito se angosta en el extremo sur, cerca de donde está el Barrio Chino, así que basta con tomar cualquier subterráneo hacia el sur y bajar en Worth Street o en Canal Street o en Chambers, lo que aparezca primero. Tomo el subte y me bajo en Houston Street –me había olvidado de Houston– y pienso que estoy cerca del Barrio Chino, pero resulta ser una caminata larga. Tengo hambre… salí de casa tan apurado que no comí nada, y en el tren no había coche comedor. Debería parar en cualquiera de los pequeños restaurantes que hay por aquí y sentarme ante la barra y pedir un tazón de sopa y un plato de fideos, pero no quiero perder el tiempo de buscarla.

Camino por todo el Barrio Chino. Pienso que cubro hasta la última manzana. Esto es algo completamente loco, lo sé, pero pensé que podría encontrarla por aquí, o que al menos había alguna chance. No quiero que esté perdida. Se sentirá triste, asustada, incluso aterrorizada tal vez. Así de vulnerable se ha vuelto. Solía gustarle ir sola a lugares –incluso a países lejanos– en los que nunca había estado o a los que no había ido en mucho tiempo. Pero ya no desde que se enfermó tanto. Ella me necesita. Una vez dijo que yo la mantengo con vida. No me lo dijo a mí sino que lo escribió, hace cuatro o cinco años, en uno de los cuadernos suyos que encontré. “Phil me mantiene con vida. ¿Qué hacer?”, y le puso fecha: 6 de octubre; no recuerdo el año exacto. Renuncio a buscarla en el Barrio Chino. El único otro lugar adonde ir es la 40 Este. Tal vez allí la encuentre. Puesto que fue el último lugar donde la vi, es allí donde primero debí haber ido.

Tomo el subte hasta Times Square, y después el ómnibus de enlace que tiene una sola parada, desde ahí hasta la avenida Lexington y la calle 42. Subo y camino por la calle 42 hasta la Primera Avenida. Recorro la Primera Avenida hasta la calle 34, luego la Segunda Avenida hasta la calle 42, luego la Tercera Avenida hasta la Calle 34. Después camino a lo largo de todas las calles laterales entre las avenidas Primera y Tercera, desde la calle 34 hasta la 50. Miro en las tiendas. Miro en casi todas las casas de piedra rojiza ante las que paso, y también en los lobbies de los altos edificios de departamentos y de oficinas, e incluso en unos pocos cines. Esto es algo completamente loco, lo sé, pero por alguna razón empiezo a pensar que la voy a encontrar, que hay más que una ligera chance. Pero ni rastros de Abby ni de la silla de ruedas en ninguna parte. Ni una silla de ruedas en los pasillos de planta baja de ninguna de las casas de piedra rojiza, aunque sí hay un par de cochecitos de bebé, ninguno de ellos volcado.

Tengo que ir al baño. Entro en una cafetería, pido un café en la barra y voy al baño de hombres. Bebo el café, lo acompaño con un muffin y le pregunto a la moza detrás de la barra si ha visto a una mujer en silla de ruedas, hoy, aquí, y le describo a Abby, la silla y su bolso de mano colgado del respaldo. “Yo iba empujando su silla, me distraje uno o dos segundos, cosa que casi nunca ocurre, y o bien alguien se la llevó o bien se alejó por sus propios medios”.

“Si hubiera venido aquí, yo la habría visto”, dice la mujer. “Estuve de turno todo el día, sin la más mínima pausa. La puerta de este lugar es difícil de abrir desde afuera para alguien en silla de ruedas, así que siempre tengo que salir de atrás de la barra para ayudar”.

Pago y me voy. Camino hasta la esquina de la calle 40 y Primera Avenida, que es donde ella desapareció, y la busco un poco más y luego formo una bocina con mis manos y grito: “Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar. Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar”.

Montones de personas me miran. Un hombre se detiene y dice: “¿Algún problema, jefe?”.

“Sí”, digo, “perdí a mi esposa. Estaba en su silla de ruedas”.

“Si se alejó de usted en la silla de ruedas y fue capaz de moverse por sí misma, entonces volverá”.

“Es por eso que la llamo a los gritos”, digo. “Hay demasiada gente en estas calles, y ella va sentada tan abajo en la silla que no podrá verme. Pero me oirá, y entonces volverá al lugar donde la perdí”. Pongo otra vez mis manos alrededor de mi boca y grito: “Abby, Abby, soy Phil. Vuelve al mismo lugar”.

Viene un policía y me dice: “No puede ponerse a gritar así, señor. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarlo?”.

“Mi esposa, en su silla de ruedas, estaba aquí conmigo y desapareció”.

“¿Podría describirme a su esposa? Haré que una patrulla la busque”.

“No”, digo, “eso no va a funcionar. Es algo loco, ya lo sé, hacer lo que estoy haciendo, pero tenía que pasar por esto. Se lo agradezco. Ahora me iré a mi casa. Solo necesito creer que ella estará bien”.

Paro un taxi, lo digo que me lleve hasta Penn Station, allí tomo el siguiente tren de vuelta a mi ciudad. Será mejor que tenga cuidado, me digo. Podrían arrestarme. Llevarme preso. Retenerme toda una noche. Encerrarme no sé por cuánto tiempo en un loquero. No es precisamente lo que me anda haciendo falta.

UNA COSA LLEVA A LA OTRA

He estado escribiendo la misma historia durante semanas. No parece que logre pasar de la página cuatro. El nombre de la mujer fue Delia, Mona, Sonya, Emma, Patrice. El nombre del narrador fue Herman, Kenneth, Michael, Jacob, Jake. De ahora en adelante la voy a llamar “su esposa” y a él, “él”. La locación es un suburbio de Baltimore. Época actual. El título fue Liebesträume, Nada que leer, Listas, La lista, Una lista, La marcha nupcial, Marcha nupcial, El banco ante la iglesia, Tarareando. Siempre pongo el título cerca del margen superior de la primera página del manuscrito. Así que siempre necesito tener el título antes de empezar el último borrador de la primera página de la historia, cosa que con esta historia habré hecho un centenar de veces. Creo que sé lo que quiero decir con la historia y adónde quiero que vaya. Tal vez ambas cosas sean la misma. Con lo que tengo problemas es con cómo decirlo, y con evitar que la historia resulte aburrida, pesadamente escrita y demasiado explicativa. En otras palabras, una historia que yo no tendría ganas de leer. Hasta aquí, ha sido como un encuentro de lucha libre. La historia lucha conmigo y yo lucho con ella. A veces pienso que me tiene en sus manos y otras veces pienso que yo la tengo en las mías. Finalmente lo que quiero hacer es sujetarla contra la lona en lugar de que ella me sujete a mí. Ya me ha ocurrido antes pelear así con una historia, pero nunca por tanto tiempo, y siempre gané yo. Pero basta con esta analogía de lucha. En todo caso, probablemente la haya usado de modo incorrecto. Esto es lo que tengo hasta ahora: el comienzo. Quiero seguir con lo que viene después de lo que ya escribí.

 

Hay una iglesia episcopal cruzando la calle directamente en frente de su casa. (En algunas versiones es “…justo en frente de su casa…”, y en otras, “…en frente de su casa…”. Cuando copio una página, aun después de cincuenta veces, siempre cambio una palabra o dos, o incluso una línea. Pero ya no voy a frenar la historia hasta que llegue al lugar donde dejé).

Hay una iglesia episcopal justo en frente de su casa. Cada tarde entre las cinco y las seis, él da un paseo por su barrio y casi siempre termina sentado en un banco delante de la iglesia. Hay cuatro bancos ahí, distribuidos en diversos lugares frente a la iglesia, y cada uno mira en una dirección diferente. Se ha sentado al menos una vez en cada uno de ellos, y prefiere aquel que mira hacia la calle que corre paralela a la iglesia. No la calle donde está su casa, sino la perpendicular a ella. Le gusta más ese banco porque a la tarde recibe más sol, y porque hay mucho más para ver desde allí. Por lo general, a esos paseos, se lleva consigo un libro y lee durante una media hora sentado en el banco, si el tiempo lo permite. En fin, si llueve mucho, no sale de paseo. En cambio si está nevando, o si es solo una lluvia ligera, camina pero sin llevarse consigo un libro, y sin terminar por sentarse en uno de los bancos. Estarían demasiado mojados para sentarse. Cualquiera de los bancos. Ninguno de ellos está protegido por un árbol. Si sabe que para el momento en que llegue a sentarse en el banco no habrá suficiente luz para leer o si ya está oscuro en el momento en que sale, no se lleva consigo un libro, aunque aun así podría llegar a sentarse en el banco durante unos pocos minutos. Pero si está cansado de la caminata o le duele la zona de las lumbares, cosa que le ocurre mucho cuando va terminando su caminata, se sienta más tiempo y tan solo piensa en diversas cosas –un sueño de la noche anterior y lo que podría significar, un cuento en el que ha estado trabajando– o simplemente deja vagar su mente. Incluso ha cabeceado un poco, alguna que otra vez en el banco, pero solo cuando ya estaba oscuro.

Así que terminó su caminata y está sentado en el que ha comenzado a llamar, en su conversación telefónica diaria con sus hijas, su banco.

“¿Qué he hecho hoy?”, siempre habla con ellas de noche, más o menos una hora después de su caminata. “Escribí y fue a la YMCA, por supuesto, y di un paseo y me senté en mi banco a leer”. Estamos a comienzos de abril, alrededor de las seis y media, un poquito fresco. La hora de verano empezó hace una semana. Hay sol pero se está escondiendo. Los cerezos alrededor de la iglesia están en flor… un poco pronto, ¿pero qué puede saber él de eso? Ningún auto en el pequeño estacionamiento de la iglesia que también está en frente del banco, y nada de gente alrededor, como suele ocurrir a esta hora por aquí. Oye voces de niños, lejos en alguna parte, y de vez en cuando pasa un auto o una camioneta. Pero más o menos eso es todo, en materia de ruidos y distracciones. Ah, también pasaron un hombre haciendo jogging y una mujer que paseaba dos perros, pero eso es todo, o todo lo que vio. Así que: un sitio tranquilo donde sentarse y pensar o leer. Esta vez trajo consigo un libro: una breve biografía de Máximo Gorki, uno de los más o menos cien libros sobre literatura rusa que su esposa tenía en su estudio y que todavía están ahí. Pero ya no le interesa seguir leyéndolo, después de haber leído las primeras treinta páginas, anoche en la cama. ¿Entonces, por qué lo trajo a su paseo? Estaba sobre el secarropas junto a la puerta de la cocina que da al exterior, donde él lo dejó esta mañana; no había decidido qué libro iba a leer a continuación, así que simplemente lo agarró antes de salir de la casa. Lo apoya sobre el banco, junto a él. Cuando llegue a casa lo pondrá en la biblioteca de donde lo sacó. De modo que nada que leer, en realidad, y entonces cierra los ojos. Ve qué viene, se dice. No viene nada. Solo letras y números que rebotan alrededor de su cabeza, luego una línea vertical que se mueve de derecha a izquierda, de derecha a izquierda, después destellos, como relámpagos, pero no sabe qué son. Tal vez relámpagos. Abre los ojos y mira el cielo, y después las dos casas cruzando la calle, y se encuentra a sí mismo tarareando algo, una y otra vez, durante un par de minutos. El “Liebesträum” de Liszt. Solo el comienzo. No conoce el resto de la obra. ¿Por qué lo está tarareando, y por qué ahora? En fin, no tiene nada más que hacer. No, debe haber alguna razón mejor. No viene así de la nada. Seguro, es una hermosa pieza musical cuando es tocada en piano –no con los sonidos bucales que él estuvo haciendo– o incluso en chelo, es decir: él una vez la escuchó tocada en chelo en un concierto, pero hace mucho de eso. Antes de conocer a su esposa. ¿Ella la tocaba en el piano? No lo cree. O tal vez sí –conocía montones de obras para piano–, pero nunca la tocaba cuando él andaba por ahí. Y si ella tocaba algo… bueno, estaba por decir que la practicaba hasta poder tocarla sin leer la partitura, y para entonces él también llegaba a saberla más o menos de memoria. Pero eso no tiene el sentido que él querría que tuviera: explicar por qué él habría debido oírla tocar esa pieza, si es que la tocaba.

Entonces se acuerda. Esther, una concertista de piano que por esa época era además la profesora de piano de su esposa, tocó el tercer “Liebesträume” completo, ese que él estaba tarareando, en el living del departamento de ellos en Nueva York, antes de que empezara la ceremonia nupcial. Para calentar las manos, o tal vez a fin de preparar a los invitados para la ceremonia. Después inició su interpretación de la “Marcha nupcial” de Mendelssohn, que fue la señal para que su esposa caminara lentamente desde el dormitorio con su dama de honor, y se parara al lado de él frente al rabino para la ceremonia. Él se largó a llorar inmediatamente después de que el rabino los declarara marido y mujer, el rabino y varios invitados le dijeron “Besa a la novia, besa a la novia”, y se secó las mejillas y los ojos con su pañuelo, y la besó y pensó que ese era el momento más feliz de su vida. Y lo fue y lo siguió siendo durante más o menos ocho meses, hasta que el momento más feliz de su vida ocurrió en la sala de partos de un hospital de Baltimore cuando su esposa dio a luz a su primera hija.

Aquí es donde siempre me bloqueo. Sé adónde quiero llegar desde ese punto, pero parece que sencillamente no puedo llegar hasta ahí o avanzar siquiera un poco. Un par de veces pensé que tal vez debería tirar a la basura la primera persona y hacer todo en tercera, y que eso me ayudaría. Y enseguida siempre pienso no, no ayudará, así que no lo hagas. Apégate a la tercera; suena bien, y eso es en lo que debes confiar. Quiero que explique por qué el momento en que nació su primera hija se convirtió en el más feliz de su vida, y el momento en que fueron declarados marido y mujer descendió un peldaño hasta el puesto de segundo momento más feliz. Y después dar brevemente el tercer momento más feliz, y tal vez por qué lo fue. Y luego el cuarto, y así sucesivamente, hasta el noveno o décimo, y que toda la última parte lleve no más de tres o cuatro páginas, y eso sería todo, a menos que de aquí hasta entonces aparezca algo más que venga a convertirse en el final.

Lo que yo tenía en mente era algo como esto: El nacimiento de su primera hija se convirtió en el momento más feliz de su vida por una cantidad de razones, y con “momento” quiere decir momentos, horas, incluso el día. Había querido un hijo durante unos quince años. Embarazó a tres mujeres en todo ese tiempo, pero ninguna de ellas quería casarse con él ni tener al bebé. Todas pensaban que él sería un buen padre pero que nunca ganaría suficiente dinero para mantener a una familia, y se hicieron abortos. Más importante era que en el hospital, su esposa estaba teniendo un problema en el parto. Hacía más de treinta horas que había entrado en trabajo de parto, y aquello se había vuelto extremadamente molesto, agotador y doloroso para ella. Lo más importante de todo: su obstetra –“Doctora Martha”, quería que la llamaran– dijo que la respiración de la bebé estaba en peligro después de un parto tan largo y debido a la posición en el canal de parto donde estaba frenada –su cabeza, o tal vez era su hombro, se había atorado allí–, y que iba a hacer un último intento de parto natural con los fórceps, pero que si eso no funcionaba, iba a tener que hacer una cesárea. Afortunadamente, era una experta con los fórceps y dio vuelta a la bebé dentro del canal de parto y logró sacarla. Así que después de tantas horas, fue el alivio de que la bebé hubiera salido viva y saludable y de que su mujer estuviera bien y hubiera logrado evitar la cirugía y de que él tuviese por fin una hija lo que hizo de aquel el momento más feliz de su vida, cosa que sigue siendo después de casi treinta años.

Su tercer momento más feliz fue cuando nació su segunda hija. No está seguro de por qué no es su segundo momento más feliz, pero no lo es. Es solo un sentimiento que tiene. El nacimiento no implicaba ninguna ansiedad o alivio porque no había ninguna dificultad en el parto. Ella sintió algo en casa, tranquilamente le dijo “Me parece que ya empezó”, fueron con toda calma en el auto hasta el hospital, pensando que tenían muchísimo tiempo, y ella tuvo a la bebé en menos de dos horas en total, desde el momento en que sintió que empezaba hasta que aparecieron la cabeza y los hombros. “Ese es el parto más rápido que alguien puede llegar a tener”, dijo la doctora Martha, “a menos que no haya trabajo y que la bolsa ya esté rota sin que nadie se dé cuenta, y la madre dé a luz cuando está preparando la cena en casa o mientras es llevada al hospital”.

Su cuarto momento más feliz ocurrió durante el primer día de su luna de miel de dos días en un hostal en Connecticut, cuando el test de embarazo que llevaron consigo dio positivo. Ella gritó y chilló y dijo: “Perdón, esto es tan impropio de mí, ¿y qué van a pensar los otros huéspedes? Pero ¿no estás igual de feliz?”. “Por supuesto, ¿qué te piensas?”, y se abrazaron y se besaron y bailaron por toda la habitación, y después bajaron al bar y compartieron una botellita de champán. “Mi último trago hasta que llegue nuestro corazoncito”, dijo ella, y él: “¿Por qué? Puedes tomar un poco durante un par de meses”. “¿Después de dos abortos naturales con mi primer marido? No. Voy a ser extra-ultra-cautelosa. En el futuro, puedes tomarte mi copa si alguien llega a servirme una”.

Su quinto momento más feliz fue en enero de 1965, cuando The Atlantic Monthly aceptó un cuento suyo, veinte años y un mes antes de que naciera su segunda hija. Él tenía una beca de escritura en California, acababa de volver de pasar un mes con su familia en Nueva York. Lo esperaba un montón de correspondencia. Hasta entonces solo dos cuentos suyos habían sido publicados, o más bien uno publicado y otro aceptado, los dos en revistas pequeñas. Rechazo, rechazo, rechazo, pudo ver por el grosor de cada uno de los sobres de papel manila de 24 x 30 que él había enviado con los cuentos. Abrió el sobre tamaño carta de The Atlantic Monthly, asumiendo que no se habían molestado en devolverle el cuento junto con su nota de rechazo en el sobre de franqueo pagado como habían hecho los otros. Adentro había una carta de aceptación de un editor, con una disculpa por haber retenido tanto tiempo el cuento. Gritó “Oh Dios mío; no puedo creerlo. Aceptaron mi cuento”, y golpeó la puerta del estudiante de ciencias políticas que vivía en la habitación vecina a la suya. “Perdona; ¿te desperté? Pero tengo que decirte esto. The Atlantic Monthly ha aceptado un cuento mío, me van a dar seiscientos dólares por él. Tenemos que salir a celebrarlo, yo invito”.

 

El sexto momento más feliz fue nueve años después. Estaba subiendo las escaleras de su departamento en Nueva York con una mujer a la que había conocido recientemente. Para entonces –quince años después de que empezara a escribir– había publicado nueve cuentos, escrito unos ciento cincuenta, pero ningún libro todavía. “Otro rechazo de Harper’s”, comentó. Ella estaba frente a él y dijo: “Yo no soy escritora, pero supongo que es lo esperable en estos casos”. “Veamos lo que tienen para decir. Siempre sirve para reírse un poco”. Abrió el mismo sobre en el que había enviado su cuento. “¿Qué es esto?”, dijo. Sacó las galeras del cuento, una carta del editor a quien lo había dirigido y un cheque por mil dólares. El editor había escrito: “Soy consciente de que debe resultarle inusual recibir las galeras de su cuento junto con la carta de aceptación. Pero queremos imprimirlo lo antes posible, y hay espacio para él en el número siguiente al que está por salir. Tratamos de llamarlo, pero o no figura en guía o es uno de los pocos escritores de Nueva York que no tienen teléfono”. Eso era verdad. No tenía. Demasiado caro. Y el repentino sonido del teléfono en el pequeño departamento donde tenía su estudio, cuando estaba metido en su escritura, siempre lo sobresaltaba, así que había hecho retirar el teléfono. “Esto es una locura”, dijo. “Harper’s lo aceptó, en lugar de rechazarlo. Y a cambio de más dinero del que nunca he ganado con la escritura”, se puso a agitar el cheque en el aire. Estaban en el descanso del último piso y ella dijo: “Déjeme estrecharle la mano, señor”, y le pellizcó la nariz.

¿El séptimo momento más feliz? Probablemente en 1961, cuando una mujer, que lo había plantado dos años atrás y con la que luego, tres meses más tarde, habían empezado a verse otra vez, dijo que había llegado a una decisión con respecto a su propuesta de matrimonio. Estaban en el lavadero del edificio donde los padres de él tenían su departamento. Habían bajado para recuperar la ropa limpia de uno de los lavarropas y meterla en el secarropas. “¿Entonces?”, dijo él, y ella: “De acuerdo, me casaré contigo”. “¿Lo harás?”. “Bueno, siempre y cuando sigas queriendo pasar por eso”. “¿Que si quiero? Mírame. Estoy en un éxtasis delirante. En un delirio extático. No sé cómo estoy, excepto mareado de felicidad. Te quiero”, y la besó y metieron la ropa limpia en el secarropas y tomaron el ascensor para volver al departamento de sus padres, y les dijeron a ellos y a su hermana y a su hermano que acababan de comprometerse. Ella rompió el compromiso medio año después, a pocas semanas de la fecha en que iban a casarse, en la casa de veraneo de sus padres en Fire Island. Una casa vieja, grande, directamente sobre el océano. El padre era dramaturgo, la madre actriz, como su novia.

¿El octavo? Tal vez cuando lo llamó una editora para decirle que aceptaba su primer libro. Fue en el 76. Estaba feliz pero no en éxtasis. Venía tratando de que le publicara una colección de cuentos o una de sus novelas desde hacía unos cinco años. Pero se trataba de una editorial muy pequeña, ningún adelanto, habría una primera impresión de quinientos ejemplares y probablemente escasas chances de obtener alguna reseña o una cierta atención. Así que tal vez ese haya sido su noveno momento más feliz, y el octavo, cuando un editor importante aceptó su siguiente novela, y con un adelanto suficiente como para que pudiera vivir todo un año, si vivía frugalmente. Pero una vez más, no fue una gran felicidad cuando el editor lo llamó para darle la noticia, dado que la novela había sido aceptada en base a las primeras sesenta páginas, que es lo que él había enviado: el resto aún había que escribirlo.

El décimo ocurrió también cuando vivía en Nueva York y no tenía teléfono. 1974. El mismo año en que lo aceptó Harper’s, pero unos meses después. Había bajado de su departamento para salir a correr por Central Park. El cartero, a quien conocía por su nombre –Jeff– estaba en el vestíbulo del edificio, echando correspondencia en los buzones de los inquilinos. Extrajo una carta de su buzón y se la dio. Era del National Endowment for the Arts. Ya lo habían rechazado dos años seguidos para una beca de escritura, así que esperaba volver a ser rechazado. Abrió el sobre. “Dios”, dijo. “Gané un subsidio NEA.” “¿Qué es eso?”, dijo Jeff. Él se lo explicó. “Pero dice que es por quinientos dólares”. “¿Y eso qué?, quinientos no son como para hacerles asco”, dijo Jeff. “Pero yo creí que todos los subsidios que daban eran por cinco mil”. “Ahí sí, cinco mil realmente son algo, para que te caigan así sobre el regazo. ¿Merezco algo por entregar la noticia?”. Poco después fue hasta la tienda de dulces de la esquina, consiguió mucho cambio y discó el número de la NEA desde una cabina que tenían allí. La mujer que le dijeron que sabría responderle, con la que finalmente consiguió hablar, dijo: “Eso es extraño. No tenemos ningún subsidio de quinientos dólares. Déjeme que me fije y lo llamaré”. “No tengo teléfono”, dijo él. “Entonces tendrá que quedarse en línea mientras verifico”. Volvió unos diez minutos más tarde y dijo: “¿Todavía está ahí? Tenía razón. A su carta de notificación le faltaba un cero”. “¿Entonces el subsidio es por cinco mil?”. “En una semana debería estar recibiendo un duplicado de la carta que recibió hoy, con la diferencia de que la cifra va a estar corregida”. “¿Cuándo puedo empezar a recibir el dinero?”, y ella dijo: “Después del duplicado recibirá otra carta con algunos formularios que deberá llenar”. “¿Puedo recibir el dinero todo junto, o lo distribuyen a lo largo del año?”, y ella dijo: “Todo estará explicado en las instrucciones que acompañan los formularios. Pero para responder a su pregunta, sí”. “¿Todo junto?”. “Si así lo quiere”. “¡Bien!”, dijo él, palmeando el estante metálico debajo del teléfono. “Vaya, voy a escribir como un poseso el próximo año”. “Eso es lo que nos gusta oír”, dijo ella.

¿El onceavo o doceavo momento más feliz de su vida? Ya no se acuerda en qué número dejó. Puede haber sido cuando vivía en un hotel barato en París y la propietaria lo llamó desde abajo para que respondiera una llamada “des États-Unis”, dijo. Bajó las escaleras corriendo. Algo terrible sobre alguno de sus padres, estaba seguro. Eso fue en abril de 1964. Estaba en París desde hacía tres meses, aprendiendo francés en la Alianza Francesa; su objetivo último era conseguir un trabajo de escritura en la ciudad para alguna compañía estadounidense o británica. Era su hermana menor. “Papá no está muy encantado que digamos con que yo haga esta llamada”, dijo. “Demasiado cara. Un telegrama sería más barato, dijo, si no lo hago muy largo. Pero yo le expliqué la urgencia de llamarte. Prepárate, mi afortunado y talentoso hermano. Tengo algo fantástico para decirte.” “Vamos”, dijo él, “¿qué es? Aquí a madame no le gusta que yo acapare el único teléfono”. “Recibiste una llamada telefónica de alguien de la Universidad de Stanford. Te concedieron una beca de escritura creativa por tres mil dólares, desde septiembre”. “Ay, Dios mío”, dijo él. “Me había olvidado por completo, lo que te da una pista sobre la fe que tenía en la posibilidad de conseguirla”. “Pero escucha. Esta mujer dijo que dado que les tomó tanto tiempo seleccionar a los cuatro becarios, quieren tu decisión enseguida. Si es un no, necesitan elegir de apuro a alguna otra persona. Le dije que estaba segura de que la aceptarías, pero que te llamaría y que luego volvería a llamarla con tu respuesta”. “No sé qué hacer”, dijo él. “Quiero decir, estoy agradecido, y debería estar saltando de alegría, pero realmente me está empezando a gustar aquí y estoy aprendiendo el idioma y haciendo amigos. ¿Crees que me dejarían postergar la beca un año?”. “Ya le pregunté por esa posibilidad”, dijo ella. “Me dijo que tienes que aceptarla ahora para este año o volver a postularte el año que viene con un dossier completamente diferente, aunque no necesitarías conseguir referencias nuevas. Esa es su política”. “Madame me está mirando fijo. Tengo que colgar. Supongo que la aceptaré, entonces. Tengo sentimientos mezclados, como puedes ver, pero es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Y California debería ser divertido”. “Monsieur?”, dijo la propietaria. “A veces”, dijo su hermana, “tienes que renunciar a algo bueno para conseguir algo mejor, o incluso parecido. Y yo podré tomar un avión a California para ir a verte, lo que me proporcionará unas lindas mini-vacaciones”.

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