Historias tardías

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DUÉRMETE

Se despierta y ella no está. ¿Qué creía? Por supuesto que no está. Pero él se imagina que sí. O lo intenta. Extiende la mano hasta donde ella solía dormir. Palpa el colchón hasta el final del que era su lado de la cama. La toca. Su espalda. Desliza la mano hacia arriba a lo largo de su espina y acaricia suavemente su cuello. Desliza la mano hacia abajo por la hendidura de su espalda hasta su trasero. Lo siente. Lo acaricia. Hace círculos con su mano alrededor de una nalga, luego la otra. ¿Puedes sentirme?, piensa. “¿Puedes sentir mi mano?”, dice. “Te fuiste por tanto tiempo. Es bueno tenerte de vuelta. ‘¿Bueno?’. No hay una palabra para eso. ¿Puedes darte vuelta sobre tu espalda?”. Ella se da vuelta. Él tantea sus pechos debajo de su camisón. Tantea entre sus piernas debajo de su bombacha. Los últimos años, en la cama, ella usaba pañales. O “toallas”, preferían llamarlos. Él se los sacaba a la mañana, aun si estaban secos, cosa que casi nunca ocurría, después de sacarla de la cama y llevarla al baño. “Creí que había tirado todas tus bombachas hace años. Estaban en el segundo cajón de la cómoda, eran unas diez. Te pregunté si no había problema. Después de todo, ya no las usabas más. Desde hacía años, y pensábamos que nunca lo harías. Y estaban viejas y ni siquiera una organización tipo Goodwill o Corazón Púrpura habría querido aceptarlas. Ahora tienes puesta una. ¿Se me escapó una? Supongo que significa que piensas que ya no necesitas las toallas de noche, y tal vez ni siquiera de día. Bien. Te prefiero en bombacha, y estoy seguro de que tú también. La sensación debe ser más agradable. La toalla, pienso, podía ser un poco incómoda de usar, y no son fáciles de poner y de sacar. Debemos haber hablado de esto antes”. Se desplaza un poco más cerca de ella. No puede ver su cara en la oscuridad. No puede ver ninguna parte de su cuerpo. Y ella sigue debajo de las mantas. La noche está fría. Deben ser alrededor de las dos o tres de la mañana. El momento más apacible afuera. Todas las cortinas de la habitación están corridas. Él las corrió antes de que se fueran a dormir. Quería dormir hasta tarde esta mañana, porque últimamente no está durmiendo mucho. Algunas noches da vueltas en la cama durante horas, o después de unas pocas horas de sueño. No sabe por qué. Tal vez debería dejar de beber una hora o dos antes de irse a dormir. Lo que hace ahora, y ha hecho durante meses, o más, es dejar de beber antes de entrar en su cuarto, lavarse, meterse en la cama y leer hasta que se le cansan los ojos y apaga la luz. “¿Te importaría si te toco ahí abajo? Sé que antes lo hice sin preguntar, pero eso solo fue para averiguar lo que llevabas puesto”. No la está tocando ahora, y dice: “Quiero decir, tu entrepierna”, y tantea su entrepierna. El vello alrededor. Luego sus muslos cerca de la entrepierna. “Siempre me gustaron tus muslos. A ti no. Pensabas que eran demasiado anchos. O ‘rechonchos’, esa es la palabra que me parece que usabas, pero yo siempre pensé que estaban muy bien. O no tan anchos o rechonchos. O lo que sea que quiera decir. Siempre me encantó también el vello ahí abajo. Tan mullido. A ti no; pensabas que tenías demasiado. Y sé que no te gusta que hable así sobre tu cuerpo. Nunca te gustó. Pero yo lo hacía igual, tal vez porque eso me excitaba. Claro que porque me excitaba; eso lo sabemos los dos. Yo adoraba su suavidad. Tersura. Desnudez”. Siente su vagina. “No debería juguetear así. Pero quiero tocarla. ¿Te molesta? Di que te molesta y pararé”. Tira un poco de su vello púbico. “Eso no dolió, ¿verdad? Si dolió, lo siento; pararé. Si quieres que siga, lo dirás, ¿verdad? Oh, esto no nos lleva a ninguna parte. En realidad, no sé lo que quiero decir con eso. Y sueno tan asqueroso, cosa que puedo ser, eso también lo sabemos los dos. De acuerdo, retiraré mi mano”, y la retira, y luego trata de ponerla otra vez. Ella no está allí. Él yace sobre su espalda. Retira una de las tres almohadas –sumadas las de ambos, siempre tenían cuatro– que había acomodado contra la pared para poder recostarse contra ellas mientras leía, anoche antes de irse a dormir. Tal vez tener la cabeza sobre tres almohadas fue lo que le impidió dormir. Tal vez no. Pero tal vez ahora pueda volver a quedarse dormido. Dos, si son buenas almohadas, y las suyas lo son, deberían ser suficientes para cualquiera. Se da unas palmadas sobre el estómago y cierra los ojos. No, ella está ahí, de acuerdo. Estaba antes, ¿por qué no iba a estar ahora? Busca su mano. Pero ella se debe haber dado vuelta sobre su lado derecho, en el borde de su lado de la cama, fuera de su alcance. Si estirara la mano o se moviera algunos centímetros más cerca de ella, podría alcanzarla. ¿Qué trataría de tocar primero? Su hombro izquierdo bajo las mantas. No sabe por qué. Solo le vino a la cabeza. Y está seguro de que está debajo de las mantas. Hace demasiado frío en la habitación para que su hombro quede descubierto. Después acercaría la parte anterior de su cuerpo a la espalda de ella y la rodearía con el brazo izquierdo, de manera que su mano pudiera sentir sus dos pechos al mismo tiempo. Si ella dijera que su mano estaba demasiado fría –había estado un rato fuera de las mantas–, él la retiraría. Se quedaría dormido así. Primero diciendo: “¿Te molesta si te abrazo así y me apretujo contra ti?”. Si ella no dijera nada, se quedaría donde estaba, sujetando sus pechos. Tal vez ella ya se habría dormido de nuevo. Tal vez no querría hablar. Tal vez solo querría oírlo. Tal vez le gustaría tenerlo apretujado contra ella desde atrás y sujetando sus pechos con una mano, y pensaría que si dijera algo podría arruinarlo. También podría ser que le gustara tenerlo apretujado contra su espalda y abrazándola, porque la estaba poniendo más tibia de lo que estaría sin él haciendo eso. Él gira sobre su lado derecho y se acerca más a ella o a donde ella estaba. Ella no está ahí. Él iba a apretujarse contra ella y a sujetar sus pechos con la mano izquierda. No acariciarlos, porque eso podría perturbar su sueño o su retorno al sueño, sino solo sujetarlos. Por supuesto que ella no está ahí. ¿En qué estaba pensando? Pero mejor prendes la luz para estar seguro. No seas idiota. No, préndela. Se da vuelta y con la mano derecha enciende su velador. ¿Estás listo para mirar? Piensa. Está mirando hacia el lado contrario del lado de ella en la cama. “Estoy listo para mirar”, dice. Se da vuelta y mira. Hay una almohada. La cuarta almohada, donde él la dejó anoche, la que no acomodó con las otras contra la pared para recostarse contra ellas mientras leía en la cama. Tal vez ella se haya caído de la cama y esté en el suelo. Eso pasó un par de veces. Una vez se rompió la nariz al caerse desde su lado de la cama. Sangró mucho; él la llevó volando a un hospital que estaba a un par de calles. Eso fue en Nueva York. Tuvieron que esperar dos horas hasta que la examinara un médico de guardia y la curara, y para entonces había dejado de sangrar. Después de eso ella tuvo un problema de ronquido por la noche. Les dijeron que solo se podía corregir con una operación en alguna parte de su nariz, que él no quería que ella se hiciera. “Demasiado arriesgado para algo tan menor”, dijo. “Y dado que soy yo el que se queda despierto de noche y que a ti el ronquido no parece incomodarte para nada, debería ser mi decisión. ¿Qué dices?”. Se apoya sobre su estómago y mira el suelo desde el borde del lado de ella. No está ahí. Hay una almohada, había olvidado que faltaba una, la que él quitó de su lado de la cama. Tal vez se haya levantado muy despacito y fue al baño sola, de alguna manera. No al baño de esta habitación –él la oiría, y habría visto la luz debajo de la puerta cuando su velador estaba apagado–, sino el baño de huéspedes en el pasillo saliendo de su cuarto. “¿Estás en el baño de huéspedes?”, dice, más alto de lo que estaba hablando antes. Escucha. Nada. Tal vez fue a la cocina a buscar algo. Agua. De la canilla de agua filtrada conectada en la pileta de la cocina. O tal vez tenía hambre y quería algo de comer. ¿De qué está hablando? Agua. Comida. Ridículo. Apaga la luz. Se pone sobre su lado izquierdo, cerca del borde de su lado de la cama, y alcanza la radio sobre su mesa de noche y la enciende. Están pasando una obra que ha oído en la radio unas cuantas veces, pero no sabe cómo se llama. Schubert. Tiene que ser. Música de cámara. ¿Uno de los cuartetos? Escribió quince. Quince. Él no los conoce todos, pero este sí. Incluso cree que fueron a escucharlo en Maine, en la sala de conciertos de cámara cerca de donde solían alojarse. “¿Volviste a la cama?”, dice, sin darse vuelta. “¿Te gusta esta música? ¿Te molestará para dormir? ¿Te estoy molestando ya con hablar? ¿Quieres acurrucarte otra vez? ¿Y luego quieres que deje la radio encendida? Si no, dilo y la apagaré. Debería apagarla. Nunca nos dormiremos si la dejo encendida. Schubert, uno de sus cuartetos, pero no sé cuál. Estoy casi seguro de que lo oímos en Maine una vez, hace unos cuantos veranos”. Escucha. Nada. Apaga la radio y se queda apoyado sobre su espalda. Estira una mano para alcanzar la de ella. A menudo se iban a dormir de esa manera, los dos sobre sus espaldas. A veces ella estiraba su mano hacia él para sujetar la suya en la cama. A veces él alzaba la mano de ella hasta sus labios, cuando estaban los dos sobre sus espaldas, y se la besaba. La dejará en paz. La dejará dormir o quedarse dormida. A la mañana le dirá, si ella sigue estando en la cama, que si se hubiera acurrucado contra ella un poco más de lo que lo hizo anoche, probablemente habría querido hacerle el amor. Ella podría decir algo como “¿Quieres hacer un intento ahora?”. No, eso no es de su estilo. Diría algo más como: “¿Estás interesado ahora?”. Él diría: “Sí. ¿Quieres que te saque la bombacha antes de empezar?”. “¿Quieres decir mi toalla?”, podría decir ella. “Lo que sea que lleves puesto”. “Claro”, diría ella. “Tendrás que hacerlo, tarde o temprano, ¿o no? No veo qué otra manera podría haber”. Él deslizaría su bombacha por sus piernas y sobre sus dedos. No. Desprendería las tiras a ambos lados de su toalla y la quitaría de debajo de ella, y la dejaría caer al piso aun si estuviese húmeda. No. Ella no lleva nada puesto ahí. Se fue a la cama sin nada puesto excepto el camisón. Él le levanta el camisón hasta el cuello. No. Se lo saca por encima de un brazo y después por encima del otro y luego se las arregla para pasarlo por encima de su cabeza sin lastimarle las orejas y lo deja caer al suelo. A veces incluso el borde de su camisón estaba húmedo, pero esta vez no. Ahora no lleva nada puesto. Él besa su hombro izquierdo, luego su pecho izquierdo. Ella tiene la cabeza sobre dos almohadas. Está acostada sobre su espalda. Las mantas los cubren a los dos. No. Ella está apoyada en su lado derecho. Él besa su hombro izquierdo, besa su espalda. Alza su pierna izquierda, la acaricia allá abajo un momento, y luego mete su pene. Qué maravillosa sensación, piensa. “Qué maravillosa sensación”, dice. “Ssshhhh”, dice ella. “¿Qué?”, dice él. Pero no seas idiota, piensa. Tal vez fue un ruido que hizo la cama, o el gato. Se acomoda boca arriba, tira de las mantas hasta su cuello y cierra los ojos. Duérmete, piensa. “Duérmete”, dice. “Duerme. Duerme”.

 

COCHRAN

Un amigo me dijo:

–¿Te gustaría conocer a Cochran?

–Seguro, ¿qué escritor no querría conocerlo? ¿Pero qué podría decirle?

–No tienes que decir nada. Mayormente será él quien se haga cargo de la charla. Si hay silencios, incluso uno largo, que lo haya, pero enseguida él o yo diremos algo, o la visita habrá concluido. Ya está, voy a llamarlo. Estoy seguro de que le gustará conocerte.

–¿Por qué le gustaría?

–Porque eres mi amigo y eres escritor.

Llamó a Cochran desde una cabina telefónica. Cochran le dijo que se encontraran en el bar debajo del edificio donde vive. Fuimos. Cochran no estaba. Pedimos una copa de vino para cada uno y esperamos.

–Me sorprende –dijo mi amigo–. Normalmente es tan puntual.

–Tal vez se refería a otro día, o a otra hora.

–No, muy específicamente me dijo que nos encontraría en este bar dentro de veinte minutos, y que por favor no llegáramos tarde. Además, solo podía concedernos media hora.

–Eso es mejor que nada. De hecho, es algo que yo nunca habría esperado. Sabía que lo conocías pero no sabía qué tan bien, y no te lo quería preguntar porque no quería que creyeras que te estaba empujando a organizar un encuentro. ¿De dónde lo conoces?

–Oh, yo siempre ando merodeando.

Cochran entró justo en ese momento en el bar, pero por la entrada de la calle, no por la que daba al edificio. Me tendió la mano y dijo:

–Cochran. Es un placer conocerlo, señor. He sido admirador de su obra desde hace largo tiempo.

–Por favor, seguro que no ha leído mi trabajo. Apenas si tiene circulación, y es tan poca cosa.

–Créame, hijo. Lo he leído. Bueno, ¿qué están bebiendo, muchachos? ¿Vino? Tomaré uno de esos.

Pidió una copa de vino blanco para él, otra vuelta para nosotros y algo de comer para todos.

–Prueben esto –dijo–. Está delicioso.

–¿Qué es? –dije–. No lo reconozco. Solo pregunto porque si es camarón o cualquier cosa de la familia del camarón, langostinos por ejemplo, tengo alergia a todo eso.

–Son camarones –dijo–. Seguro que no los reconoce porque los han pelado. A mí también me engañaron la primera vez. Pediré otra cosa para usted.

–Realmente no tengo hambre.

–Insisto. Usted es joven; tiene que comer.

Pidió otra cosa. Pero le habló tan rápido al mozo que otra vez no pude descubrir qué era.

–No lleva nada de carne –me dijo–, así que no corre peligro. Ahora hablemos de su trabajo mientras tomamos otra copa. Al menos yo la tomaré; se pueden quedar todo el tiempo que quieran y beber lo que gusten, yo invito. El mozo lo pondrá en mi cuenta.

Siguió hablando y hablando sobre mi trabajo. Lo que le gustaba, lo que no le parecía particularmente trabajado, pero que podría arreglarse sin dificultad porque era demasiado bueno como para abandonarlo; lo que le parecía original. Era obvio que había leído mis dos libros, o buena parte de cada uno de ellos.

–¿Puedo decirle lo que pienso de su ficción, ahora? –le dije–. En particular de la prosa breve. Todo lo que tengo para decir es bueno, créame. Y no lo digo por los comentarios amables que ha hecho sobre mis cosas.

–Cosas. Oh, adoro eso. No, amigo mío, me tengo que ir, y por favor no lo guarde para otra vez. Quiero decir, podríamos volver a encontrarnos, he disfrutado de nuestra breve charla, pero me pone muy incómodo cuando alguien tan siquiera alude a mi trabajo delante de mí, sin importar cuánto lo elogie. No, me corrijo. Cuanto más lo elogie, peor me siento. De modo que.

Terminó su copa, estrechó nuestras manos, me palmeó el hombro y salió por la puerta que daba a la calle.

–Vive aquí arriba, como ya sabes –dijo mi amigo–, y habría podido pasar al lobby de su edificio por esa puerta de ahí. Pero le gusta salir del bar y entrar a su edificio desde la calle, no me preguntes por qué.

–Tal vez haya ido a dar un paseo o tuviera algo que hacer.

–También podría ser eso, aunque sé que no lo tenía planeado. Por teléfono me dijo que cuando nos dejara iría a hacer media hora de siesta, cosa que hace todos los días precisamente a esta hora.

No le hicimos caso a Cochran con su oferta de poner todo a su cuenta. Terminamos nuestras copas, salimos y yo volví a mi hotel, e inmediatamente me senté ante mi pequeña mesa de trabajo y empecé a escribir sobre mi encuentro con él. Pero aquel escrito hablaba tanto de mí… de lo que el gran escritor pensaba sobre la obra del escritor mucho más joven y de lo bien que eso había hecho sentir a este último –embelesado, extático– que me pareció un texto muy idiota y auto-celebratorio y lo rompí. Tal vez algún día escriba sobre eso, pensé, aunque tantos otros escritores, jóvenes y viejos, han escrito sobre su primer y por lo general único encuentro con él, que dudo que yo tuviera algo nuevo para decir. Como sea, lo conocí. Me cayó bien. Era como yo sentía que un escritor muy exitoso pero serio debía ser. Cálido, agradable, cortés, modesto, afable, y había sido generoso de su parte querer hablar únicamente de mi trabajo. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que lo hacía para no tener que hablar de su propia obra. A mí tampoco me gusta hablar de la mía, o a partir de aquel encuentro no me gustó.

Un año más tarde, Cochran se internó en un pequeño hogar para ancianos en la ciudad. Les dijo a sus amigos que, después de sesenta años de escribir sin tregua, había terminado con eso para siempre. Se negaba a recibir ninguna visita en ese hogar a excepción de su sobrina, su abogado y aquel que era su editor desde hacía muchos años, y lo que se rumoraba es que no creía que fuera a salir de allí jamás, o que fuese siquiera a desear hacerlo.

Unos pocos meses después de aquello recibí una carta de su abogado donde me decía que Cochran me había cedido su estudio de escritor, un único ambiente en un edificio a pocos pasos de mi departamento, y que los gastos de mantenimiento estaban pagos durante los siguientes cinco años. Las únicas cosas de las que debería ocuparme eran el gas y la electricidad. “Lo único que el señor Cochran le pide”, decía la carta, “es que no trate de agradecérselo ni por carta ni por teléfono ni visitándolo en su hogar para ancianos”.

Llamé a mi amigo, que ya sabía que yo había recibido el estudio, y le dije:

–¿Por qué me lo daría a mí? Tú sabes mejor que nadie que no tengo ninguna conexión con él excepto esa media hora de charla.

–Ni idea –dijo–. Lo vi un par de veces desde aquel día y nunca te mencionó, ni siquiera un “¿Cómo está tu amigo?”. No sé si lo sabes, figura en la reciente biografía suya que hizo J.-T. Christophe, pero era el único lugar donde escribía, aparte de su casa de campo, que donó al pueblo donde está ubicada para que sea usada como biblioteca pública, junto con el dinero suficiente para las reformas. En cuanto al estudio, nadie, en más de cuarenta años, ha entrado allí… además del propio Cochran, la señora de la limpieza que iba semana por medio a ordenar, y algún ocasional plomero o electricista en caso de que algo funcionara mal. Ni siquiera su mujer tenía permitido entrar. Tal vez tu trabajo le guste incluso más de lo que dijo aquel día, y entonces haya pensado que cederte el estudio que él ya no va a volver a usar, con todo pago además, te incentivaría a seguir escribiendo. Su mujer murió hace un par de años, como probablemente sepas. No por mano propia, como tu mujer, y ni cerca de ser tan joven como ella, aunque igual de enferma. Así que eso tal vez tenga algo que ver también.

–Preferiría no hablar de eso –dije–. A propósito, ¿escribiste sobre él alguna vez? Nunca vi nada ni tú lo mencionaste.

–No, jamás, y no solamente porque él no habría querido que lo hiciera. Se burlaba de los escritores que escribían memorias, especialmente de aquellos que lo incluían en las suyas, o que publicaban sus encuentros personales con él. No leía nunca esos textos, y se distanciaba de cualquiera que escribiese sobre él. ¿Tú?

–¿Con ese único encuentro? No. Me lo guardé todo en mi cabeza. Pero déjame que te pregunte. ¿De qué hablaste con él esas últimas veces?

–De diversas cosas. Deportes, artes visuales, poesía italiana moderna. Homero, Rabelais, Heine, Musil. La calle en la que vive. Lo que ha visto desde sus ventanas. Las palomas a las que alimentó en el alféizar. El buen escocés. De que en su próxima vida iba a convertirse en un serio avistador de aves, e incluso tal vez en guardabosques, o en encargado de una torre de vigilancia de incendios forestales. Del perro que tenía cuando era niño. Y cuando había bebido bastante, mucho sobre su hermana, quien también murió joven y a quien obviamente adoraba. ¿Dijo el abogado cómo podrías entrar en el estudio?

–La portera del edificio.

Fue la portera quien me dio las llaves. Era un edificio de aspecto corriente, sin ascensor. El estudio estaba en el tercer piso y yo mismo abrí la puerta. Era una habitación pequeña, de unos cuatro por cinco metros, con una piecita de algo menos de la mitad de esa medida, que tenía un inodoro pero sin una puerta de separación. El único mueble era un pupitre de escuela que estaba a la izquierda de la única ventana, una lámpara de pared frente al pupitre, una silla de cocina y una biblioteca hecha con ladrillos y tres tablas de madera que contenía unos quince libros. Uno era de mi amigo, el primero de los suyos, probablemente dedicado. Otro era una traducción al español de uno de los de Cochran. Los dos libros mayores de Rabelais en francés, en un solo volumen, y otros pocos libros, también en francés, de escritores sobre los que nunca había oído hablar, excepto por Gide. Me fijé si estaba dedicado, porque habría valido mucha plata, pero no. En las paredes, nada más que esa única lámpara. Había una máquina de escribir sobre el pupitre, sin funda. Encendí la lámpara de pared y me senté ante el pupitre. La silla era incómoda. Tendría que llevar un almohadón, pensé. La lámpara no daba mucha luz. Necesitaría una bombilla de mayor potencia y tal vez incluso una nueva lámpara de piso. La máquina de escribir era vieja, de las portátiles, el mismo modelo hecho en Italia que mi madre me regaló cuando me recibí en la universidad, y en la que escribí durante cinco años hasta que aparentemente mis dedos se pusieron demasiado gordos para las teclas y compré el modelo estándar hecho en suiza que utilizo hoy.

Había una media resma de papel en el compartimiento debajo de la tapa del pupitre, el lugar donde un escolar pondría sus libros y su carpeta de hojas sueltas. Saqué algo de papel, lo puse encima del pupitre, que ahora dejaba poco lugar para cualquier otra cosa, puse dos hojas en el rodillo y escribí: “Es momento de que todos los hombres de buena voluntad vengan en ayuda o algo así”. El teclado de la máquina de escribir no funcionaba bien. Necesitaba una limpieza, tal vez una puesta a punto completa. La letra era inglesa. De todos modos, no estaba con ganas de escribir.

Fui a la pieza. Al lado del inodoro, que más arriba tenía una de esas cisternas de agua con una cadena, había una mesada con un lavabo diminuto. También había algo con el aspecto de una mesita de noche, con un anafe de una sola hornalla, una cacerola y una tetera eléctrica encima, y un armario con unos seis repasadores apilados, limpios, algunos artículos de limpieza, un rollo de papel higiénico extra, dos tazas, dos platitos, dos cucharitas de té, un cuchillo de untar y un tenedor, un frasco de café instantáneo, una caja de saquitos de té, un sachet de mayonesa abierto, tres latas de atún y una de ensalada de frutas.

 

Era una habitación lúgubre para escribir, pensé; deprimente. Los muebles raídos, el linóleo viejo en el piso, las paredes manchadas que habrían necesitado una mano urgente de pintura, y la vista, a través de aquella única ventana, de un horrible edificio mucho más alto del otro lado de un patio de apenas seis metros de ancho. Me daba igual si Cochran había escrito en ese lugar durante tantos años, yo no quería escribir aquí. Pero dale tiempo, pensé; tal vez me acostumbre al lugar. Pero incluso si le hiciera algunos arreglos, ¿por qué querría escribir aquí? Ahora tengo un lindo departamento, con una habitación separada más grande que todo este estudio, solo para escribir. Y esas dos habitaciones y la kitchenette y el baño tienen vista a un lindo parquecito, y con ventanas grandes y dobles, salvo por la del baño, que es de las que empujas hacia fuera en lugar de hacia arriba o abajo, como la que hay en este.

Bajé.

–No estaré usando estas llaves –le dije a la portera–. No voy a seguir viniendo. Fue muy amable de parte del señor Cochran –todo esto lo dije en francés– dejarme su estudio, y con los gastos de mantenimiento cubiertos por cinco años. Pero no es un lugar muy bueno para que yo escriba. Sin duda fue bueno para el señor Cochran, pero lo que digo es que no lo es para mí. Estoy muy consciente también del gran honor que el señor Cochran me hizo al dejarme permanentemente esta habitación para escribir, algo muy generoso de su parte. Si ve al señor Cochran, por favor dígale lo que acabo de decirle. Y por favor, transmítale mis mejores deseos y mi más profundo agradecimiento.

–Se sentirá desilusionado y triste porque a usted no le gustó su habitación –dijo la portera–. Era muy especial para él. Venía casi todos los días y se quedaba muchas horas, y allí escribió obra maestra tras obra maestra. Uno siempre puede oír su máquina de escribir haciendo click, click, click.

–Por favor no le diga que no me gustó su habitación. No ha sido eso. Es un buen lugar para escribir. Pocas distracciones y muy tranquilo, lo cual es perfecto para un escritor. Tal vez decida darse de alta él mismo del hogar de ancianos donde está, y regrese a su habitación allá arriba a escribir.

–No creo que vaya a regresar con nosotros. Tampoco creo que yo tenga oportunidad de decirle nada de lo que usted ha dicho.

–¿Tan enfermo está?

–Es lo que he oído decir. ¿Ahora qué voy a hacer con la habitación? Es de usted. Vi los papeles legales. Podría venderla, si usted quisiera, y hacerse de un buen dinero. De pronto este vecindario se está volviendo muy codiciado. El precio de un departamento, apenas un estudio de un solo cuarto como el suyo, aumenta todos los días. Y el señor Cochran tiene una reputación tan enorme.

–Realmente no creo que me pertenezca como para venderlo –dije–. Me lo dio para que escribiera, no para que lo convirtiera en dinero. Así que haga lo que quiera con él. Déselo a otro escritor. O guárdelo para el señor Cochran en caso de que su salud mejore y decida regresar, que es lo que yo le deseo.

–No conozco a otros escritores –dijo la portera.

–Esta ciudad está llena de ellos, de muchos países. O el abogado que manejó los papeles legales… él sabrá qué hacer. O la sobrina del señor Cochran. Probablemente lo reciba ella. Pero yo no quiero tener nada que ver. Pienso que es la posición más honorable que puedo asumir.

Salí del edificio, llamé a mi amigo para ver si estaba interesado en el estudio, pero su compañero de departamento dijo que repentinamente había tenido que volar a Cape Town, su ciudad, y no volvería hasta dentro de un mes. Así que tal vez debería venderlo, pensé. Pero eso estaría mal, y yo no quería tomarme las molestias del caso, y estaba satisfecho con lo que ya tenía. Al abogado y la portera y la sobrina de Cochran ya se les ocurriría qué hacer con el estudio. No era asunto mío y acaso todo fuese un error. Cochran solo me vio una vez durante apenas media hora. No tenía ningún sentido. ¿Quién sabe?, pensé. Pudo estar borracho cuando estableció la cesión de aquel lugar a nombre mío, o bien me confundió con otra persona.

Iba a parar en algún sitio a tomar un café. Pero tuve una idea para un cuento y volví a mi departamento a escribirlo. El cuento no tenía nada que ver con el estudio y no era sobre mi media hora con Cochran. Trataba más que nada sobre cómo había conocido a mi esposa diez años antes. Fue en el hall de un cine de arte en Nueva York. El día de Año Nuevo, la primera función de la tarde. Probablemente signifique que es soltera, pensé, y sin ataduras. Los dos hacíamos la fila para entrar. Ella estaba delante de mí, leyendo un libro en francés. Tenía una linda cara y un aire inteligente y me gustó que estuviese leyendo un libro grueso en francés mientras esperaba para ver lo que yo suponía una película compleja y rebuscada. Pensé en algo para iniciar una conversación y dije: “Excusez-moi, mademoiselle… de acuerdo, dejo de fingir. Mi francés es abominable. Así que otra vez disculpas, no quiero distraerla de su lectura, ¿pero cuál es el título en inglés de ese libro? Me resulta familiar”. Ella me dijo el título en inglés. “Seguro, ahora lo reconozco”, dije, “y usted es estadounidense. Un escritor interesante. Es escocés, pero vivió en Francia desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y es casi tan conocido por sus cuentos como por sus novelas. Y desde hace muchos años escribe solamente en francés y traduce toda su obra al inglés. Grande en Europa pero no tanto en Estados Unidos, ni siquiera en Escocia”. “Exacto”, dijo ella. “Podría usted pasar a ser el primero de la clase”. “Disculpe. Supongo que soné un poquito pedante, sobre todo considerando que apenas he leído cinco páginas de uno de sus libros”. “No, no”, dijo ella. “Sabe usted mucho más sobre él que la mayoría de la gente, lo cual es una vergüenza. Es un autor que merece tener un público mucho más amplio aquí”. “¿Puedo preguntar si lo está leyendo por razones académicas o por placer, o las dos cosas tal vez?”. “Las dos cosas”, dijo. “Así que está haciendo un doctorado en literatura francesa, y Maitland Cochran es uno de los escritores, o tal vez el principal, sobre quien prepara su tesis…”, y ella dijo: “No, es solo para un curso. Aunque podría terminar por hacer mi tesis sobre algún aspecto de su obra. Incluso su poesía. Hay más territorio virgen, en ese sentido. Y es tan buena como su ficción, y ni un solo poema suyo ha sido publicado aquí ni en ningún otro lugar que Francia. Todavía tengo tiempo para decidirlo”. “Por todo lo que oí decir a gente que leyó su ficción, y también por ese par de hojeadas que yo mismo les di a uno o dos de sus libros… en inglés, por supuesto. Nunca se me habría ocurrido leerlo en francés, aunque tengo una cierta comprensión lectora en ese idioma… me pareció que puede ser un escritor muy difícil y quizás un poquito demasiado cerebral para mí. Intencionalmente difícil, eso es lo que quiero decir, y demasiado abstruso. ¿Hay algo de eso?”. “Para alguna gente, tal vez”, dijo ella, “pero no para mí. Yo lo encuentro muy cómico, en ambas lenguas, un gran estilista, y una vez que uno se ha adentrado algunas páginas en cualquiera de sus libros, fácil de leer y distinto de cualquier otro autor. Definitivamente vale la pena”. “Bueno”, dije, “una vez, hace mucho tiempo, me recomendaron ese que usted está leyendo, desde luego que en inglés. ¿Le parece que ese puede ser bueno para empezar?”. “Oui”, dijo ella, y se echó a reír.

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