Historias tardías

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CAPE MAY

Solían ir a Cape May más o menos cada dos años, sobre todo para avistar aves, en el observatorio de aves que hay allí. Fueron tres veces, una en primavera y dos en otoño, antes de que ella estuviera demasiado enferma como para poder ir. No era algo que a él le gustara mucho hacer: quedarse parado en la playa, durante un par de horas, a la mañana y a la tarde, a veces cuando hacía frío, tratando de encontrar aves con los binoculares que le había comprado. Además, arrastrar su silla de ruedas por la arena hasta el lugar desde el cual quisiera ver los pájaros, y luego arrastrar la silla de vuelta hasta el camino asfaltado, en ocasiones con la ayuda de uno o dos observadores de aves. A ella no le importaba el frío, o decía que no le importaba. Él la arropaba en su manta afgana para cubrirle bien el pecho, le envolvía los hombros y el cuello con su chalina de angora, le bajaba el gorro de lana sobre las orejas y le ponía los guantes. “¿Estás bien calentita?”, o algo así le decía, y ella contestaba: “Ahora sí. Gracias. Así que vayamos a encontrar un ave que nunca hayamos visto”. Siempre había montones de observadores de aves en la playa, no importa cuánto frío hiciera, algunos con binoculares que parecían carísimos y otros con sofisticados telescopios montados sobre trípodes, todos apuntados en diferentes direcciones. Allí todos eran muy amigables y gentiles y la mayoría parecían saber mucho sobre las aves que venían a observar y fotografiar. Algunos le preguntaban si quería mirar a través de sus telescopios; los tenían enfocados en el nido de un pájaro, o en un pájaro entre las ramas de un árbol o escondido en la maleza, a veces a decenas de metros de distancia, sin duda lo suficientemente lejos como para que no pudiesen ser vistos sin un telescopio o unos binoculares de largo alcance, cosa que los suyos no eran. No cree que ella haya visto nunca un ave a través de esos telescopios, cosa que él sí, varias veces. Primero, porque veía mal a causa de la esclerosis múltiple. Y además, como estaba sentada en una silla de ruedas, normalmente no conseguía poner su ojo lo bastante cerca de la lente como para poder ver. Hubo incluso un par de observadores que sacaron el trípode y sostuvieron el telescopio junto al mejor de sus ojos –así es como lo dirá él, porque no se acuerda si era el izquierdo o el derecho–, pero nunca lograban mantenerlo lo suficientemente quieto como para enfocarlo en lo que se proponían que ella viese. Él ni siquiera cree que alguna vez ella haya visto un ave a través de sus propios binoculares. No podía sostenerlos, así que él se los sostenía cerca de los ojos, pero nunca lograba apuntarlos o enfocarlos correctamente para ella. Aun así, a ella le gustaba estar en la playa o en la plataforma de observación, con todos esos avistadores serios. Y cada cierto tiempo un pájaro pasaba volándoles cerca: uno que nunca habían visto alrededor de su casa o en el vecindario, por donde solían dar paseos para avistar aves, y ni siquiera en Maine, adonde pasaban dos meses todos los veranos. Entonces alguien gritaba qué clase de pájaro era y después le contaba –o se lo contaba algún otro, o bien ella misma lo buscaba en el libro de aves que siempre llevaba consigo a la playa– cuáles eran las marcas que lo identificaban u otras cosas acerca de él, para que la próxima vez pudiera reconocerlo por sí misma. Pero en Cape May tenían, o al menos él los tenía con ella, algunos de sus momentos más felices juntos. No en el observatorio de aves sino en un restaurante al que, una vez que lo descubrieron, iban a cenar todas las noches durante sus viajes a Cape May. Lo encontraron de casualidad o buena suerte o destino, lo mismo da. La primera vez que fueron a Cape May no consiguieron reservar habitación en ninguno de los hoteles de la ciudad. Todos estaban completos esa semana, debido a una convención, y los hostales, que tenían un par de habitaciones disponibles, quedaban en viejos edificios en los que había que subir varios escalones para llegar hasta la entrada y más escalones o escaleras en el interior. Ellos siempre llevaban su rampa portátil en viajes como esos, pero solo servía para tres escalones como máximo. Además, en esos hostales, le dijeron los dueños por teléfono, el baño era demasiado chico para mover una silla de ruedas dentro de ellos. Así que, como era temporada baja, el alojamiento más cercano a Cape May que pudieron conseguir fue un motel de cuatro pisos a unos quince kilómetros. Era un lugar muy feo, con una fachada rosada y un enorme letrero de neón en el frente, y muebles de mal gusto adentro. Pero tenía ascensor hasta su piso, una kitchenette para preparar el desayuno y una ducha especial para sillas de ruedas en su habitación, lo que los sorprendió –ni siquiera había una de esas en algunos de los mejores moteles y hoteles en los que se habían alojado–, y eso, junto con el lugar reservado para discapacitados en el estacionamiento gratuito, hizo que volvieran a ir a ese motel las dos veces siguientes. Lo que está diciendo es que si la primera vez que fueron hubiesen conseguido reservar una habitación adecuada en un hotel de Cape May, sin duda habrían caminado hasta algún restaurante cercano –había unos cuantos abiertos– y no se habrían topado con este en las afueras de la ciudad. Iban en el auto desde el motel en dirección a Cape May, la primera noche, buscando un restaurante donde comer, y vieron el cartel de ese lugar junto al camino. “Creo que deberíamos echar un vistazo”, dijo él, y ella: “¿Qué podríamos perder?”. Tomaron una ruta secundaria. El estacionamiento del restaurante estaba casi lleno. Si no hubiesen tenido las placas de discapacidad no habrían conseguido lugar. “Buena señal”, dijo él. Miró el menú, le gustó lo que vio, volvió para sacarla de la camioneta y entraron. Era un lugar enorme –probablemente tuvieran capacidad para ciento cincuenta comensales a la vez– con una amplia recepción donde esperaron que los llamaran a su mesa. Estuvo colmado cada vez que comieron allí, y siempre tuvieron que esperar un cuarto de hora o más, lo que no les molestaba. En la recepción había varias mesas de bufé, una con cócteles de camarón y croquetas de cangrejo, otra con varias clases de ostras en sus valvas, recién desbulladas, y una tercera con martinis y manhattans. Ella adoraba las ostras, acaso más que cualquier otra comida. Aunque no entendía cómo alguien podía comerlas crudas, a él, fritas, le gustaban. Se sirvió media docena de ostras para ella y un martini para él, y se sentaron junto a una mesita auxiliar, o eso parecía, y ella comió y él bebió. “¿Seguro que no quieres una?”, dijo ella: “cinco son suficientes para mí”. “Definitivamente”, dijo él, “¿quieres un trago de mi martini? Está delicioso; simplemente, la mezcla justa”. “Sabes que odio su sabor”. “Pensé que debía ofrecerte, y lo mismo me pasa a mí con tus ostras. ¿Qué tal están?”. “Las mejores que comí jamás”. Después de tragar cada una –antes, él debía exprimir una rodaja de limón sobre cada ostra y acercársela con ese tenedor pequeño que te dan para eso, sosteniendo la concha por debajo, hasta que estuviese dentro de su boca–, ella tenía una gran sonrisa casi arrebatada y decía “Ummm… ummm…”, y tal vez, después de la segunda o tercera ostra: “No sabes lo que te estás perdiendo”. “Sé lo que me estoy perdiendo y no lo lamento. ¿Alguna vez te conté de cuando me comí una ostra cruda entera, en el restaurante de pescado de Oscar, en la Tercera Avenida, y toda la noche pensé que me iba a morir envenenado? Mucho antes de que nos conociéramos. Diez años antes tal vez. Mi padre estaba en el hospital –el Mont Sinai– y mi madre y una de mis hermanas y yo acabábamos de volver de visitarlo”. “No entres en más detalles sobre eso. No quiero arruinar mis ostras. Sobreviviste. Agradezco poder decirlo. Y no porque no habríamos venido aquí y yo no estaría disfrutando tanto de estas ostras hoy. ¿De qué clase dijo que eran, el embullador?”. “Algún nombre indígena local. Un montón de sílabas, muchísimas vocales. Pero está bien, no diré nada más sobre mi mala ostra. Come. Disfruta. Para eso estamos aquí”. Así que era esa sonrisa de deleite total, que ella siempre tenía mientras comía ostras en ese restaurante –del nombre tampoco se acuerda, pero piensa que podría encontrarlo en internet si quisiera–, lo que hacía que el viaje valiera la pena para él. Los ummmms. El aire de completa satisfacción. Que estuviera tan feliz, sentada en su silla de ruedas en la recepción, sonriendo después de que le diese de comer cada ostra, y él diciendo: “Me alegra tanto que lo disfrutes. Mucho, realmente. A veces me parece que solo vivo para hacer que disfrutes cosas y seas feliz”. “Eres muy dulce”, dijo ella un par de veces, después de oírle decir eso. “Y tú eres hermosa”, dijo él la primera vez. “Sé que se supone que las ostras, y no puedo asegurarte que suscriba esa noción, son afrodisíacas, pero soy la única que las está comiendo. ¿Seguro de que no te gustaría comer la última?”. “Ni lo pienso. Y no la necesitaré, si eso es lo que quisiste decir. ¿Quieres que esa sea la última, o busco media docena más, tal vez de alguna otra clase?”. “Seis es más que suficiente para mí. Nos espera toda una comida. Y después de ver lo que hacen con las ostras, estoy segura de que la cena será grandiosa. Mañana. Tal vez mañana deberíamos venir a cenar otra vez aquí. Y pasar un rato en esta área de espera, aunque nos digan que nuestra mesa ya está lista, y tú tomarás tu martini y yo mis ostras. Y la próxima vez que vengamos a Cape May a ver los pájaros –y debemos volver: la estamos pasando demasiado bien–, vendremos de nuevo aquí y nos serviremos las mismas cosas. O yo probaré tres ostras de una clase y tres de otra, y tal vez tu pruebes uno de sus manhattans”. “Me parece bien. Me gustan los dos, ¿y por qué ir a alguna otra parte? Este lugar es lo mejor que hay, y me encanta esta sala, y mirar a las demás personas que esperan, y todo lo que hay alrededor. Las cosas que tienen en las paredes. Tu embullador personal. Todo”. “¿Y el martini es así de bueno, también?”. “Me tomaría otro”, dijo él. “Por lo rápido que lo despaché –y la copa es tan grande, además–, puedes darte cuenta de lo mucho que me gustó, pero quiero tomar vino con la comida y poder manejar de vuelta al motel”. “Ojalá yo todavía pudiese manejar. Entonces podrías beber todo lo que quisieras”. “No te preocupes por eso”, y levantó el tenedor para ostras y ella sonrió y asintió, y él le dio la última ostra. Después le tomó la mano y con la otra bebió lo que le quedaba del martini, y dijo: “Cape May es un lugar genial. Quiero decir, todavía no hemos visto mucho, pero la verdad es que parece serlo. Aunque si no fuera por este restaurante, no sé”. “Me alegro de que me guste tanto observar aves y de haber propuesto venir aquí”, dijo ella. Así que fueron a Cape May otras dos veces. La última vez, ella renunció a llevar los binoculares. Tampoco llevaron la rampa portátil. Descubrieron que no la necesitaban. Fueron a cenar al mismo restaurante todas las veces. Con eso suman seis las veces que esperaron en la recepción. Ella siempre pidió media docena de ostras en su valva, a veces tres de dos clases diferentes y otras veces todas de la misma clase. Él una vez tomó un manhattan, pero no le gustó cómo lo habían preparado. Demasiado dulce. Las otras veces tomó siempre un martini, puro con una aceituna y cáscara de limón, y hecho con la mejor ginebra inglesa que tuvieran, o con vodka ruso o sueco. Algo así como un año después de la última vez que fueron, él le dijo: “¿Te gustaría ir un par de días a Cape May el mes que viene?”. Ella respondió: “Tal vez tendríamos que abstenernos esta vez. Siempre hacemos lo mismo, vamos al mismo lugar, así que mejor probemos algo diferente, o algún lugar al que no hayamos ido en mucho tiempo”. “Ah, pero ese restaurante, del que siempre me olvido el nombre. Cómo lo extrañaría. A esta altura lo encontraríamos con los ojos cerrados, y no tenemos que hacer una reservación, porque la verdad es que nos gusta esperar en esa recepción hasta que se libere una mesa”. “Es un lugar maravilloso”, dijo ella, “pero deberíamos ir a Chincoteague al menos una vez, y cenar en ese restaurante de pescado sobre el mar, que siempre nos gustaba. El que está conectado con una tienda de conchas marinas. Y podemos hacer una o dos escapadas a la reserva natural del parque nacional, y ver los pájaros ahí. Probablemente tengan los mismos pájaros que en la playa de Cape May; parte de la misma ruta migratoria, ¿no?”. “De acuerdo”, dijo él. “Llegar nos llevará más o menos el mismo tiempo, tal vez un poquito más, pero el camino es igual de fácil, ¿y el observatorio de aves de Blackwater no queda de camino? El restaurante que mencionaste no es tan bueno como el de Cape May, ni es tan divertido ir. Pero tienes razón. Hace bastante tiempo que no vamos a Chincoteague, y siempre la pasábamos bien ahí. Tal vez, desde la última vez que estuvimos, haya en la ciudad un lugar nuevo para comer mariscos, mejor que aquel al que solíamos ir, y que tenga ostras que te resulten tan deliciosas como las que preparan en el de Cape May”. “Tal vez”, dijo ella. “Las ostras de Chincoteague. Las del restaurante de Cape May eran casi mis favoritas, pero ningún local de ostras estaba en plena temporada las veces que fuimos a Chincoteague”. “Entonces es lo que haremos, el mes que viene, durante un fin de semana, o dos días en medio de la semana, en el motel más cercano al mar… el Retreat o algo así, me parece que se llamaba. Ese con la piscina cubierta calefaccionada que me gustaba bastante, e instalaciones aptas para discapacitados, casi tan buenas como las que tenía el motel horrible de Cape May. Pero me parece que se llama The Refuge, no Retreat. Tendría sentido, en esa área, para un motel tan cercano al refugio de vida silvestre del Parque Nacional. The Refuge Inn; así se llama exactamente. Ahora ya sé lo que tengo que buscar cuando haga la reservación”. Pero ella estuvo muy enferma el mes siguiente, y también muy enferma algunas veces durante el siguiente año, y no fueron nunca.

 

SOLO

Maneja de vuelta de un almuerzo en casa de una pareja. Había varios otros invitados. Todos habían ido con sus parejas. Había una mujer que fue sola porque su esposo, médico, tenía que hacer algún trabajo en el hospital. Así que estaba solo, ahí. Su esposa está muerta. Él miraba a las parejas y pensaba: cada persona tiene alguien con quien volver o a quien encontrar en casa, menos él. ¿Todavía no se acostumbró? No, no se acostumbró. No le gusta volver a casa solo. Estar solo en casa. Ir a estos almuerzos solo. ¿Pero qué va a hacer? Sus hijas viven en otras ciudades. Era buena la comida en el almuerzo. Había rebanadas de pavo y de jamón en una bandeja. Pescado ahumado en otra. Una ensalada de papas condimentada solo con vinagre, mostaza y aceite de oliva. Una ensalada de remolacha, una ensalada de guisantes capuchinos, rodajas de tomate, pan. Tuvo ganas de tomar una copa de vino, o cerveza, cuando otros tomaban, pero nunca toma alcohol durante la tarde. Lo hace sentir demasiado cansado. Tomó agua. Se mantuvo bastante tranquilo durante el almuerzo. Aunque la conversación era animada, él no participó mucho. En una ocasión dijo: “Ah, sí, tengo una anécdota acerca de eso”, y todo el mundo alrededor de la larga mesa del comedor se volvió hacia él. Dijo: “Es sobre el rector de la universidad en la que yo enseñaba, el tipo que usted dice que ahora dirige un prestigioso instituto médico en Minneapolis. Teníamos –en mi departamento– un escritor visitante que estaba leyendo una obra suya de ficción. Gran muchedumbre. El tipo este es muy conocido. Y el rector vino al hall después de la lectura… tenía su residencia en el campus y supongo que simplemente habrá salido a caminar, que vio el edificio iluminado y a un montón de gente que salía, porque él no había asistido a la lectura, y… Dios, ¿qué era lo que iba a contar? Algo que él me dijo. Y entonces yo le respondí algo. Sé que termina con él diciendo ‘¿qué es un macho de verdad?’”. Caramba, no me acuerdo. Lo lamento. Sigan conversando, por favor. Ya no soy muy bueno contando historias”. “Claro que lo eres”, dijo la anfitriona. “Es un tipo muy divertido”, dijo su marido, “o puede serlo”, y todo el mundo se rio. Después del café y la fruta, la mujer de una las parejas dijo: “Tendremos que excusarnos. Esperamos invitados a cenar y tengo un montón de preparativos que hacer”. “Yo también debo irme”, dijo él, “no vienen invitados, pero tengo algo que hacer en casa”. Se puso de pie. También la pareja. Él no tenía nada que hacer en su casa. Estrechó la mano de tres de los hombres, besó la mejilla de la anfitriona y de una mujer a quien varias veces se había encontrado en alguna cena en esta misma casa, cuando su mujer todavía vivía, y él y la pareja salieron juntos. Se detuvo frente a una planta que había afuera y dijo: “Tengo de estas alrededor de casa; realmente rodean la casa por todas partes. Venían con ella, y las mías tienen unos dos metros de alto. ¿Alguna idea de cómo se llaman?”, y la mujer dijo: “Aucuba; empieza con ‘a’ y con ‘u’”. “Caramba, realmente le he preguntado a la persona indicada. Debería cortar las mías más o menos a setenta centímetros, como los Pinski”. “Esa sería más o menos la altura correcta para ellas, sí, entre sesenta y cinco centímetros y un metro. Son unas plantas geniales. Resistentes; dan unas bayas rojas. Y no son nada baratas, si uno va a comprarlas en un vivero. A mí me encantan”. “Bueno, si quiere algunas, tengo muchas y puede sacarlas de raíz. Yo saqué algunas sin ningún problema cuando estaban invadiendo todo”. “Lo haré”, dijo ella. “Hablo en serio”. “Yo también”, dijo ella. “En primavera. Iremos los dos. Tenemos las herramientas necesarias y sabemos cómo hacerlo. Les pediré a Ginny y Schmuel su número de teléfono”. Luego se despidieron con un apretón de manos, ellos se metieron en su auto y él en el suyo, y arrancó rumbo a su barrio. Pero ahora, piensa, no tiene ganas de volver a casa enseguida. Tan pronto. Por el camino se detiene junto a un restaurante que vende su propio pan, y compra una hogaza pequeña de su preferido de ahí, el de lino y girasol, y pide que se lo den rebanado. “¿Algo más?”, dice la mujer detrás del mostrador, y él responde: “Eso será todo. Acabo de volver de un gran almuerzo”. Después se detiene en una librería, también camino a casa, que es la mejor librería independiente de la ciudad, y durante unos diez minutos busca algún libro que quiera comprarse para cuando termine el que está leyendo ahora. No ve nada que le interese, y luego piensa que necesita un nuevo American Heritage College Dictionary. El suyo es tan viejo que tiene una foto de O. J. Simpson en el margen, y sus primeras cincuenta páginas, más o menos, están dobladas en las esquinas y plegadas unas dentro de otras, y se ve obligado a aplanarlas para poder leerlas. ¿Tienen la nueva edición, la quinta? Sí, ahí está, queda un ejemplar, lo toma del anaquel. Y se acuerda de que pensó en regalarle un ejemplar de tapa dura de The Oxford Book of American Poetry y uno de English Verse a una pareja que se casó en septiembre –la novia es exalumna suya de los cursos de grado– y que lo invitó a la boda en Nyack, pero él no fue. No tenía ganas de estar solo ahí. Ir solo, a eso se refiere, y además habría significado dos días lejos de casa. Aun si la boda se hubiese hecho aquí, sabe que tampoco habría ido. Se habría sentido demasiado fuera de lugar. Durante la fiesta –ya que su exalumna le había dicho que sería en un gran salón alquilado y que habría una banda– la gente se habría levantado a bailar y cosas así. En la librería no tienen ninguno de los dos libros, así que los encarga. Lo llamarán cuando los libros lleguen. Paga el diccionario, no pensó que sería tan caro, y vuelve a subirse al auto y maneja rumbo a su casa, pero otra vez se dice que todavía no tiene ganas de llegar. Afrontémoslo, se dice, todavía no tengo ganas de estar solo ahí. ¿Es una locura? No. Se detiene en el mercado a menos de un kilómetro de su casa, aunque en realidad no necesita nada de ahí, y toma una canasta y piensa en qué cosas comprar. Siempre puede necesitar más zanahorias, dada la cantidad que consume, y elige una bolsa de un kilo de las orgánicas. Y el gato adora las rebanadas de pavo de la sección rotisería. Le gusta premiarlo con una pequeña porción de vez en cuando, así que compra un poco más de cien gramos. Le durará una semana y él también comerá un poco. Y piensa que se le terminó la cebolla de verdeo, así que vuelve a la sección frutas y verduras. ¿Algo más? Debería haber llevado un poco de la ensalada gourmet de pollo de la sección rotisería, pero resultará extraño volver solo por eso si lo atiende el mismo empleado que le dio el pavo en rebanadas. Toma algunas latas de comida para gatos, a pesar de que en casa tiene suficientes, y un paquete de croquetas de arroz, porque piensa que le queda una sola. ¿Es todo? Bueno, ¿qué va a comer esta noche? Comió un sándwich abierto de atún casi todas las noches de las últimas dos semanas, con el queso encima de las rodajas de tomate, encima de la ensalada de atún que prepara él mismo, encima de dos rodajas de pan tostado –el pan de lino y girasol sería perfecto para eso– que pone en el horno por unos quince minutos y luego un minuto debajo del grill. ¿Le queda atún en casa? Sí, le queda, más de una lata, está casi seguro. Oh, vete de una vez, y se dirige a las filas para las cajas, y entonces se le ocurren un par de artículos más. Tal vez se encuentre con alguien conocido… le pasa a menudo, aquí. Un vecino, o alguien de la YMCA a la que va todos los días, y tendrán una breve charla. O tal vez tome un café de la máquina expendedora. Solo un dólar y no está mal. Y el café con leche por dos dólares es bueno de verdad. Se sirve un café sencillo, negro, le pone una tapa y paga por todo. “¿Plástico está bien?”, dice la cajera, y él dice: “Por lo general llevo papel. Pero tengo tan pocos artículos, plástico está bien, y la bolsa me sirve para el tacho de basura”. Ella mete sus compras en una bolsa y dice: “Que termine bien el día”. “Gracias; usted también”, le dice él y se va. Maneja hasta su casa, separa la comida que compró… bananas, piensa; olvidó que no le quedan bananas. Bueno, la próxima vez. En realidad mañana, tal vez antes del desayuno, y buscará un par de cosas más, porque siempre corta unos trocitos de banana en sus cereales, ya decida comerlos calientes o fríos. Se toma el resto del café y verifica su teléfono celular sobre el aparador del comedor. Rara vez sale con él y lo usa más que nada para hablar con sus hijas, que comparten con él un mismo abono. No hay mensajes. Lleva el diccionario a su cuarto y verifica el teléfono de línea. Lo mismo. El gato duerme sobre la cama o descansa con los ojos cerrados. Se sienta sobre la cama y lo mima. “A ver, ¿cómo va todo, amigo mío? ¿Manteniendo el tugurio libre de ratas y rateros?”. El gato se levanta, se estira y salta de la cama. “¿Quieres salir? No hay problema. Hazlo mientras todavía hay luz afuera”. Camina hasta la cocina. El gato lo sigue. Si quiere salir, por lo general se queda al lado de la puerta de la cocina, y a veces se para sobre sus patas de atrás y rasguña la pared cerca de la puerta. Se sienta al lado de su plato vacío. “Cómete el alimento balanceado del bol. Todavía no es hora de cenar. Más tarde te daré un poco más de comida fresca”. El gato lo mira, se queda sentado. “Está bien, está bien”. Él saca un poco de pavo del envase de plástico en el que está, y lo deja caer en el plato. El gato lo come y va hacia la puerta. “¿Me vas a dejar solo conmigo mismo? Está bien. Hasta luego”, abre la puerta y el gato sale. Él vuelve al dormitorio, se sienta ante su mesa de trabajo y piensa si debería seguir escribiendo lo que empezó esta mañana. Todavía le quedan un par de horas antes de que oscurezca. No. Ya sabe hacia dónde va la cosa. Mañana. Después del desayuno. Se saca las zapatillas y se acuesta en la cama. La habitación está un poquito fría. ¿Y qué? No, no tomes frío. Agarra la manta que está en la silla al lado de la cama. Fue un regalo de su madre cuando tuvieron su primera hija. De Irlanda, les dijo ella. La había encargado por correo. Les regaló otra de un cuadriculado diferente cuando nació la segunda. Su hija mayor usó esta por mucho tiempo. Después la dejó, cuando dejó de vivir con ellos, y él la mandó a la tintorería y ahora piensa en la manta como si fuera suya. La desdobla y se acuesta en la cama y extiende la manta encima de él hasta el cuello. Sus pies asoman afuera. ¿Y qué? No se le van a enfriar. Tiene puestas las medias. Pone las manos sobre su pecho y piensa en el sueño del que se despertó esta mañana, cuando apenas empezaba a hacerse de día. En el sueño, su mujer llevaba un vestido azul. De pana. Abierto en el cuello, tal vez los primeros tres botones, y con un cinturón alrededor del talle. Ella tenía ese vestido desde antes de que se conocieran y lo usaba mucho cuando afuera hacía frío y salían a comer, o iban a ver un concierto o una obra de teatro. Fue una de las muchas prendas suyas que él donó a los Corazones Púrpuras y a los Veteranos. Al principio las chicas se probaron todo, pero en el correr de dos años casi no se llevaron nada, ni una sola alhaja, aunque no querían que él vendiera o donara ninguna de esas cosas. Ella llevaba el pelo peinado hacia atrás, y le colgaba sobre los hombros. Parecía saludable, vivaz, feliz, y corría de aquí para allá por toda la casa. “Detente”, dijo él, cuando ella pasó volando a su lado. “¿Adónde vas tan apurada? Eres como un gato”. La alcanzó en el baño del corredor. Ella se estaba mirando en el espejo del botiquín. Se paró detrás de ella, bien cerca, y le dijo a su imagen en el espejo: “Estás hermosa otra vez. Y cuando estás tan hermosa no quiero alejarme de ti ni por un segundo”. “Tengo que dejarte”, le dijo ella a la imagen en el espejo, y él dijo: “No, me entendiste mal. Me refería a otra cosa. En fin, ¿qué importa a qué me refería? Y tal vez lo que dije sobre que estabas hermosa es algo que no debí decir”. La rodeó desde atrás con los brazos. Ella miró la imagen de las manos de él en el espejo, luego se dio vuelta entre sus brazos hasta quedar cara a cara y se besaron. El sueño terminaba ahí. Cosas de la vida. En fin, al menos llegó a besarla. Cierra los ojos. Tal vez haga una siesta, piensa, y logre soñar con ella otra vez. El gato está golpeando una de las ventanas del dormitorio. Hay tres tipos de ventanas en esta habitación: una larga frente a la cama que le parece que se llama ventanal, pero puede ser que se equivoque; dos ventanas pequeñas a la derecha de la cama, de como máximo sesenta por noventa y que se abren y se cierran con una manija; y una ventana normal, encima de la silla en la que estaba apoyada la manta, precisamente la que el gato está golpeando con su pata. “Vete”, dice él. “Déjame descansar. No has estado afuera tanto tiempo, y además hace lindo tiempo y tienes puesto tu abrigo de piel”. El gato, parado en un saliente exterior, a unos dos metros del suelo, no deja de golpear la ventana con su pata. Él se levanta, alza la ventana y luego el mosquitero. El gato entra, salta al suelo y sale corriendo de la habitación. Él cierra el mosquitero y deja la ventana un poco abierta por debajo. Vuelve a la cama y se cubre con la manta, junta las manos sobre su pecho y cierra los ojos. Lo va a intentar de nuevo. Sería lindo tener otro sueño con ella tan pronto, después del de esta mañana. Ya ha sucedido alguna vez, y quizás una continuación de aquel, o uno en el que hagan el amor. Esos son los mejores, o igual de buenos que cualquier sueño en el que los dos se besen, aun si en esos sueños nunca llegó a acabar. Se queda dormido. No sueña, o no recuerda haber soñado, cuando se despierta.

 

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