Czytaj książkę: «Este ser el día del Gran Dios y otros relatos Impresionantes sobre el sábado»
Este ser el día del Gran Dios
Y otros relatos impresionantes sobre el sábado
Stanley M. Maxwell
Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.
Índice de contenido
Tapa
Dedicado
Detrás de las historias
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Este ser el día del Gran Dios
Stanley M. Maxwell
Título del original: Him Big God Day. And Other Remarkable Sabbath Stories, Pacific Press Publishing Association, Nampa, ID, E.U.A., 2011.
Dirección: Jael Jerez
Traducción: Doris Samojluk
Diseño de tapa: Romina Genski
Diseño del interior: Marcelo Benítez
Ilustración de tapa: Shutterstock
Ilustración del interior: Leandro Blasco
Libro de edición argentina
IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina
Primera edición, e - Book
MMXXI
Es propiedad. Copyright de la edición en inglés © 2011 Pacific Press® Publishing Association, Nampa, Idaho, USA. Todos los derechos reservados.
Esta edición en castellano se publica con permiso del dueño del Copyright. © 2013, 2021 Asociación Casa Editora Sudamericana.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
ISBN 978-987-798-357-9
Maxwell, Stanley M.Este ser el día del Gran Dios : y otros relatos impresionantes sobre el sábado / Stanley M. Maxwell / Dirigido por Jael Jerez. - 1ª ed . - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.Libro digital, EPUBArchivo digital: OnlineTraducción de: Doris Samojluk.ISBN 978-987-798-357-91. Literatura testimonial. 2. Vida cristiana. I. Jerez, Jael, dir. II. Samojluk, Doris, trad. III. Título.CDD 242.2 |
Publicado el 25 de febrero de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).
Tel. (54-11) 5544-4848 (opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)
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Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.
Dedicado
A mi esposa, Phemie; a mi madre; y a mis hijos, Roxy y Nigel.
Detrás de las historias
El camino que recorrió este libro hasta llegar a sus manos ha sido realmente largo y sinuoso.
Comienza con un niño de cinco años que tenía el deseo de escribir relatos para niños. Escribió muchos, pero tuvo que esperar seis años para que uno de ellos llegara a la página impresa de la revista Junior Guide1.
La recopilación de relatos comenzó inicialmente en la mesa del comedor de su casa. Al padre de Stan, el Dr. C. Mervyn Maxwell, autor y también director del Departamento de Historia de la Universidad de Andrews, le encantaba tener invitados en el almuerzo del sábado. Por lo general, en la mesa contaba relatos sobre la historia del adventismo, la iglesia primitiva o la Reforma. Cuando terminaba de contar relatos sobre la historia de la iglesia, solía preguntar a sus invitados si habían tenido experiencias en las que habían afrontado dificultades para guardar el sábado y Dios había salido en su rescate. Los invitados compartían entonces sus relatos, y el Sr. Stan escuchaba.
La gran oportunidad del Sr. Stan llegó cuando David Gemmell le pidió que se uniera a él en su nuevo programa de radio Pic-nic Familiar, en la estación de radio WAUS2. Él quería un relato para niños de cinco minutos, para que la familia escuchara mientras retozaba en el césped y comía su almuerzo durante un día de campo. Y así, con el programa de radio, nació el Sr. Stan narrador.
Con la idea de que una vida de aventuras haría sus relatos más interesantes, el Sr. Stan desempeñó trabajos en Tailandia, China, Hong Kong, Kirguistán, Macao, Jordania y Austria, donde recopiló relatos. Reunió aún más relatos en sus viajes a África, Asia, Europa, el Oriente Medio, las Américas, el Caribe y las Islas Galápagos.
El Sr. Stan comenzó a escribir libros con la intención de compartir sus historias con un público mundial: El Hombre que no podía ser asesinado [The Man Who Couldn’t Be Killed], El Hombre que vivió dos veces [The Man Who Lived Twice] y Prisionero por Cristo [Prisoner for Christ]. Luego de leer Prisionero por Cristo, un relato chino que recogió mientras trabajaba en Hong Kong, la señorita Brenda, una de las hermanas Micheff, hizo los arreglos para que el Sr. Stan contara relatos navideños en los estudios de 3ABN3. También enseñó la especialidad de Narración Cristiana del Club de Conquistadores en el estand de narración de los nietos del Tío Arturo4 durante el camporí de Conquistadores que tuvo lugar en Oshkosh. Es un narrador regular en los encuentros campestres de Michigan.
Los relatos de Este ser el día del Gran Dios están incluidos en alguna de las siguientes cuatro categorías: (1) relatos de personas que tuvieron dificultades para guardar el sábado y Dios honró su fe, incluso en tiempos recientes; (2) relatos en los cuales algo notorio ocurrió en sábado; (3) relatos de hechos que cambiaron la vida de personas que fueron testigos de cómo alguien honró el sábado; y (4) relatos diseñados para ayudar a los lectores a entender cómo guardan el sábado otras personas. Con frecuencia, los nombres y a veces también los lugares han sido cambiados, para proteger a los protagonistas reales. Estas historias son relatos orales basados en la memoria. El Sr. Stan los narra tal como le fueron relatados a él.
Estas historias poderosas sobre el sábado y sobre Dios lo beneficiarán espiritualmente.
Stanley M. Maxwell
25 de mayo de 2011
Notas: Si usted tiene algún relato que le gustaría compartir con el Sr. Stan, por favor, envíelo a través de Pacific Press. Él siempre está recopilando buenos relatos.
1 Nombre anterior de la actual revista Guide, una revista de relatos para niños en inglés, publicada por la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Dato bibliográfico: Stanley Maxwell, “The man who rode to California on a potato”, Junior Guide (Oct. 14, 1970), pp. 15, 18.
2 Estación de radio de la Universidad de Andrews de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, Berrien Springs, Michigan.
3 Three Angels Broadcasting Network [Red de Difusión de los Tres Ángeles], de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.
4 Nombre con que se conoció al prolífico autor adventista Arturo S. Maxwell.
Capítulo 1
“Este ser el día del Gran Dios”
Un capataz australiano observó cómo un pequeño leñador salía de la selva de Papúa Nueva Guinea y entraba en su aserradero colonial. Le preguntó su nombre y qué deseaba.
–Tú llamarme Umie. Mí querer gran jefe hombre darme buen trabajo aquí –dijo el leñador.
El capataz llevó al leñador de piel oscura a su oficina y le explicó:
–Te pagaremos. Cortarás árboles, los acopiarás y los apilarás aquí.
Señaló hacia el aserradero a través de la ventana de su oficina.
–Primero, pon la impresión de tu pulgar en esta página.
El capataz abrió una almohadilla y la puso sobre el escritorio.
Umie no sabía leer ni escribir, pero confiando en el hombre blanco presionó su pulgar en la almohadilla y luego lo presionó en la parte inferior del papel. No sabía que el contrato requería que trabajara seis días a la semana, de lunes a sábado, durante tres meses consecutivos, y que si faltaba un solo día al trabajo sería arrojado a la cárcel. Pero, aunque hubiera podido leer el contrato, la palabra cárcel no significaría nada para este hijo de la selva.
Cuando Umie terminó, el supervisor sonrió.
–Bien, compañero, ahora trabajas para nosotros.
Guio a Umie hacia las barracas.
–Descansa hoy, trabaja mañana. ¡Buen día, compañero!
A la mañana siguiente, Umie se internó en la selva con los otros trabajadores. Disfrutó cortando árboles y apilando troncos.
Todo anduvo bien hasta que se despertó una mañana y supo que era el séptimo día de la semana. En ese día, él pensaría en Dios y no trabajaría. Mientras los trabajadores se vestían, Umie se quedó acostado en su cama pensando en Dios.
El capataz irrumpió en la habitación y se encaminó rápidamente a la cama de Umie.
–¡Eh, compañero, levántate y empieza tu día! ¡Hay trabajo que hacer!
Umie miró al capataz.
–Mí no trabajar este día.
–¿Cuál es el problema? –el australiano parecía preocupado–. ¿Estás enfermo?
–Este ser el día del Gran Dios –explicó Umie–. Mí descansar de mí trabajar y mí pensar en Gran Dios.
El capataz se rio pensando que el leñador, que jamás había visto un almanaque, había cometido un error.
–Estás equivocado. Mañana es el día del Señor. Hoy trabajas, el domingo descansas. Ahora, ¡ve a trabajar, compañero!
–Este día mí no trabajar –contestó Umie–. Predicador enseña mí de Gran Libro Negro. Enseña mí día siete es día de descanso del Gran Dios. Este día mí no trabajar.
Enojado, el capataz tomó a Umie y lo arrastró fuera de su cama, lo paró sobre sus pies y le golpeó el hombro izquierdo.
–¡Alístate para trabajar! –gritó.
Temeroso de que el capataz le volviera a pegar, Umie se cubrió la cara con el codo. Malinterpretando el gesto y pensando que Umie quería pelear, el capataz sacó su cuchillo y cortó el brazo de Umie. La herida sangró tanto que el leñador no habría podido trabajar ese día aunque hubiera querido. Entonces, el capataz lo dejó permanecer acostado pensando en Dios.
La herida sanó rápidamente. El lunes Umie estaba cortando y apilando troncos otra vez. El viernes, el capataz dijo:
–Te hago un trato, compañero. El inspector colonial de agricultura, el Dr. Spencer, llega mañana. No quiero que haya ningún problema. Si trabajas mañana, te prometo que no tendrás que trabajar nunca más los sábados.
Umie no dijo nada, pero cuando se despertó a la mañana siguiente permaneció en la cama pensando en Dios. El capataz irrumpió en la habitación como lo había hecho la semana anterior y se encaminó hacia Umie.
–Levántate, compañero. ¡El inspector está aquí! Ayer hicimos un trato, debes cumplir.
–Perdón, mí no trabajar este día.
Umie permaneció en la cama.
–Dile que trabaje, hombre –dijeron los otros trabajadores a coro, ansiosos por presenciar otra pelea entre el capataz y el leñador.
El capataz levantó a Umie de la cama justo en el momento en que el Dr. Spencer, el inspector, entraba y preguntó:
–¿Cuál es el problema?
–Este leñador –el capataz señaló a Umie– se niega a trabajar. Su rebelión está causando insurrección entre los otros trabajadores.
–Yo manejaré este asunto –dijo el Dr. Spencer–. ¿Por qué no trabajas?
–Mí no trabajar. Este ser el día del Gran Dios –explicó el leñador–. Mí descansar y mí pensar en el Gran Dios.
–Debes trabajar hoy. Mañana es tu día libre.
Como Umie siguió negándose a trabajar, el Dr. Spencer dio un puñetazo en el hombro izquierdo del leñador. Para protegerse, Umie inmediatamente levantó su codo derecho sobre su cara, lo cual sorprendió al inspector. Temiendo un ataque, el Dr. Spencer golpeó al pequeño leñador hasta que se desplomó en el suelo como muerto. Luego pateó a Umie en las costillas una y otra vez hasta que su ira disminuyó.
Umie tampoco pudo trabajar ese día. Otra vez permaneció acostado en su cama pensando en Dios.
El lunes, las heridas de Umie habían sanado lo suficiente como para trabajar. Pero el Dr. Spencer llamó a un oficial de policía local, quien esposó a Umie, lo cargó junto con todas las herramientas del inspector y le ordenó caminar varios kilómetros hasta la cárcel más cercana. El oficial de policía escoltó a Umie con un rifle, para que no escapara. El Dr. Spencer, quien había terminado su inspección, caminaba con ellos.
Ir a la cárcel no era fácil. Significaba caminar a través de la selva desde el aserradero hasta la ciudad. Sin embargo, todo marchó bien hasta que los tres hombres llegaron hasta un tronco caído sobre un río caudaloso. Umie y el oficial de policía, que eran hijos de la selva, estaban acostumbrados a viajar por ella, y pasaron el obstáculo fácilmente a pesar de las cargas sobre sus hombros.
Luego fue el turno del Dr. Spencer. Aventuró un par de pasos cautelosos en el tronco cubierto de musgo, se resbaló levemente y recuperó el equilibrio.
Temeroso de que el siguiente paso del Dr. Spencer fuera desastroso, el oficial de policía apoyó su rifle en el suelo y corrió a través del tronco para ayudar al hombre blanco.
–¿Qué estás haciendo? –gritó el Dr. Spencer–. ¡Vigila al prisionero! ¡Puede escaparse o tomar el arma y dispararnos!
Obediente, el oficial de policía volvió rápidamente y continuó vigilando al prisionero.
El Dr. Spencer llegó bien a la mitad del tronco, pero cuando miró hacia abajo y vio hocicos de cocodrilos en el río entró en pánico y saltó el resto del tronco. Aterrizó en la orilla, pero uno de sus pies se metió en la cueva de un animal, se le torció y se fracturó la pierna. El dolor creció y se hizo intenso.
–¿Tú querer que yo correr a gran ciudad y traer dos hombres para ayudar? –ofreció el oficial de policía luego de examinar la pierna del inspector.
–¿Qué? ¿Y dejarme con este criminal? Puede escaparse y matarme.
El Dr. Spencer apretó sus dientes y atendió su pierna quebrada.
–¿Tú querer que Umie buscar dos hombres para ayudar? –preguntó el oficial de policía.
–¿Qué? ¿Enviar a un criminal a la selva para buscar ayuda? ¡Escapará!
En ese momento, el pequeño leñador se agachó y, a pesar de las esposas que le habían puesto, recogió algunas hojas, se arrodilló al lado del Dr. Spencer y frotó las hojas contra la pierna herida.
–Él usar hojas para calmar tu dolor grande –explicó el oficial de policía.
El Dr. Spencer notó que efectivamente el dolor había disminuido un poco.
–¡Sácale las esposas! –ordenó.
El oficial obedeció.
Con sus manos libres, Umie cosechó más hojas y masajeó las piernas del hombre blanco hasta que este sintió alivio. Luego, aunque estaba muy cargado, Umie levantó al inspector sobre sus hombros y lo cargó durante dos horas hasta la ciudad, donde recibió ayuda médica.
*****
Años más tarde, meciéndose en su hamaca, el Dr. Spencer le contó esta historia a un colega alemán.
–En ese momento, yo no era cristiano –concluyó el Dr. Spencer–, aunque había sido criado como tal. Pensé que ese leñador que no trabajaba en el día del Señor y que masajeó mi pierna dos días después de que yo lo golpeara hasta dejarlo sin conocimiento era un cristiano verdadero, si es que alguna vez había visto alguno. Dios puso a ese pequeño leñador en mi camino por una razón. Su ejempló habló más fuerte que un montón de sermones. ¡Ahora atesoro su calidad de cristianismo para mí!
Capítulo 2
Alimentado por un gato
En tiempo de guerra, un joven adventista del séptimo día llamado Pieter fue reclutado para realizar el servicio militar. Dedicado en su deber, cada mañana, se levantaba temprano antes de que cantara el primer gallo, corría alrededor del campamento, lustraba zapatos y hebillas, y hacía distintas flexiones. Durante el resto del día aprendió a marchar y a obedecer órdenes sin pensar. Si el oficial gritaba: “¡Salten, señoritas!”, en lugar de sentirse insultado respondía al instante: “¿A qué altura, señor?” Entonces saltaba vigorosamente en el aire hacia un punto imaginario. Si los hombres luchaban, él luchaba; y si cocinaban, él cocinaba. Las raciones diarias de alimentos desaparecían en instantes y, si era necesario, fregaba los pisos con un cepillo de dientes.
Todo funcionó razonablemente bien durante los primeros seis días. Pero el viernes, el soldado comenzó a pensar sobre el día siguiente.
Por lo tanto, fue a visitar a su oficial comandante, quien lo hizo pasar a su oficina amablemente. Lo saludó y, hablando en forma respetuosa, Pieter le dijo:
–Solicito permiso para hablar, señor.
Levantando la mirada de su escritorio, el oficial comandante se quitó con cansancio los lentes para leer, los apoyó en la mesa sobre los papeles que estaba leyendo y suspiró.
–Permiso concedido, soldado. ¿Qué desea?
Esbozando su mejor sonrisa, Pieter fue directo al grano.
–¡Señor, solicito tener el día libre mañana, señor!
La cara del oficial enrojeció.
–Usted está allí y yo estoy aquí, y cada cosa está en su lugar. Y así es como sabemos lo que hay allí y lo que hay aquí. Cada cosa tiene su lugar. Y cada uno sabe su lugar. Usted ¿sabe su lugar, soldado?
–¡Sí, señor! –respondió Pieter.
–¿Seguro lo sabe, soldado?
El oficial comandante movió su cabeza y se rascó la oreja con su dedo meñique. Luego, exclamó:
–¿A quién cree que le está pidiendo para tener el día libre mañana?
–¡Con su permiso, señor! –dijo el soldado a la vez que hacía un breve saludo y entrechocaba sus talones–. Mañana es el día en el que adoro a Dios. Necesito el día libre para estudiar mi Biblia y para orar a Dios.
Una vena sobresalía en el cuello del oficial mientras miraba al soldado a los ojos y preguntaba:
–¿Qué quiere decir con “estudiar la Biblia mañana”? ¿Sabe lo que pienso, soldado raso?
–¡No, señor! ¡No lo sé!
–Bien, le contaré lo que pienso, soldado Pieter.
–¿Qué es, señor?
–Está muy confundido, soldado. ¡Mañana es sábado, no domingo! –entrecerró los ojos–. ¿Piensa que es tan fácil engañarme?
–¡Oh, no, señor! –exclamó el soldado, todavía parado en posición de firme.
Saludó, entrechocó los talones y añadió suavemente:
–Discúlpeme, señor, pero yo creo que Dios quiere que lo adoremos en sábado. La palabra viene del vocablo shabbat, porque eso es lo que dijo Dios en la Biblia cuando escribió el cuarto Mandamiento con su propio dedo.
–¿Qué, es judío?
El oficial se inclinó mientras tomaba una taza de café.
El soldado no quería ser llamado judío y se paralizó involuntariamente mientras un escalofrío corría por su columna vertebral. Era peligroso ser llamado judío, pues su oficial odiaba a los judíos y a menudo los enviaba a la cárcel cuando solicitaban consideraciones especiales, tales como comida kosher.
–No –dijo el soldado en voz alta–. No soy judío: soy un cristiano adventista del séptimo día.
El oficial casi se atragantó con el café.
–¿Es un qué?
–Un cristiano adventista del séptimo día, señor –respondió el soldado.
–¿Qué diablos es un adventista del séptimo día?
–Los adventistas del séptimo día asistimos a la iglesia los sábados en vez de los domingos, porque seguimos las enseñanzas de la Biblia –explicó el soldado.
–Nunca escuché un disparate como ese –explotó el oficial–. ¿Acaba de inventar esa tontería sin sentido?
–No, señor. –el soldado hizo el saludo nuevamente–. Es la verdad, señor.
–No sé si debería reírme o llorar.
–¡No, señor! Quiero decir: ¡Sí, señor! –la cabeza del soldado giró tratando de no hacer enojar a su oficial comandante.
–¡Permiso denegado!
Tomando los lentes de arriba del escritorio, el oficial se los puso con violencia, se irguió cuan largo era y miró despectivamente a Pieter.
–Hay que mantener la autoridad, ¿verdad? ¡Sí, por supuesto! Está en el ejército ahora, soldado. Haga como le digo. Ahora los dos sabemos cuál es el lugar del otro. ¡Debe reportarse a sus tareas, muchacho! Y si no se reporta mañana, lo enviaré a la cárcel y estará aislado sin comida, el mismo castigo que les damos a esos infames judíos que tienen las agallas de pedir una dieta especial. Permanecerá en la cárcel hasta que decida obedecer órdenes. ¿Lo entendió, soldado?
–¡Entendido, señor! –Pieter saludó y entrechocó sus talones otra vez.
–Debe mantenerse la autoridad.
–¡Sí, señor!
–Cada cosa tiene su lugar. Y cada uno conoce su lugar. ¡Espero que esté en su lugar!
–¡Sí, señor!
–¡Puede retirarse!
Obedientemente, Pieter giró sobre sus tacones y marchó fuera de la habitación.
Al día siguiente, Pieter no se presentó a sus tareas. Su oficial comandante lo encontró en su barraca leyendo la Biblia.
–No estaba en su lugar esta mañana y parece que ha olvidado su lugar. ¡Y no respeta mi autoridad!
Levantando su vista de la Biblia, Pieter respondió:
–Yo respeto su autoridad, señor.
–¿Qué le dije sobre presentarse a sus tareas hoy? ¿Pensó que no hablaba en serio?
–¡Oh, no, señor!
–Entonces, ¿por qué desobedeció una orden directa? –preguntó el oficial comandante.
–Porque yo creo que Dios quiere que lo adoremos en su santo día. Como dijo el apóstol Pedro a los sacerdotes: “Debo obedecer a Dios antes que a los hombres”.
–¡Arréstenlo! –gritó el oficial comandante.
Inmediatamente, Pieter fue esposado, lo llevaron al otro lado del regimiento y lo echaron ceremoniosamente en una celda de la cárcel. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Pieter descubrió que su celda era realmente pequeña y tenía una sola ventana con rejas ubicada inconvenientemente cerca del techo. Había sido ubicada a propósito allí, para que nadie pudiera escalar hasta ella. La pequeña cantidad de luz que caía sobre el piso de piedra se veía a rayas por la sombra de las rejas. La ventana era tan pequeña que nadie podría pasar por ella. Solo un pequeño animal podría pasar entre las rejas.
Pieter permaneció en la celda durante una semana sin comida. Una vez al día, el carcelero le pasaba una pequeña cantidad de agua a través de una puertita. Naturalmente, el estómago del soldado chillaba y se quejaba, pero él no podía hacer nada.
Luego de una semana, el oficial comandante entró a la celda.
–Bien, veo que ha perdido algo de peso. ¿Tiene hambre?
El soldado admitió que tenía hambre y solicitó comida.
Con frialdad, el oficial comandante contestó:
–¿Va a obedecer mis órdenes?
–Señor, si lo que quiere decir es si voy a quebrantar el sábado, la respuesta es: ¡No, señor! Esa es una orden que no puedo obedecer.
La cara del comandante enrojeció de ira.
–Entonces, seguirá sin comida.
Agitado, caminó por la celda gritando:
–La autoridad debe respetarse. Un lugar para todo y todo en su lugar. ¿Verdad? ¡Verdad!
Inclinándose, levantó el mentón de Pieter y lo miró a los ojos.
–Cuando tenga suficiente hambre, aprenderá que estoy hablando en serio. Entonces obedecerá mis órdenes.
Irguiéndose cuan largo era, el oficial salió apresuradamente de la celda, golpeando la puerta detrás de sí. Las llaves chocaron con estrépito mientras el comandante encerraba a Pieter.
Sintiéndose solo en su celda, el tiempo parecía no transcurrir más. Cerca de las cuatro y media o cinco de la tarde, se sintió débil por el hambre. Se arrodilló en el piso, juntó sus manos, cerró sus ojos y oró:
–Oh, Señor, tú prometiste que mi pan y mi agua estarían asegurados. La semana pasada, cada día, me diste agua. Gracias. Lo único que falta es el pan. Hoy reclamo el resto de tu promesa. Por favor, que mi pan y mi agua estén asegurados.
Mientras oraba, algo se apretujó contra su pierna. Terminando su oración, el soldado abrió sus ojos y vio en el piso frente a él un trozo de pan.
Lo recogió y lo comió con hambre, y luego oró nuevamente, agradeciendo a Dios por contestar su oración en forma tan rápida y milagrosa.
Al día siguiente tenía hambre nuevamente más o menos a la misma hora. Otra vez se arrodilló, cerró sus ojos, cruzó sus manos y oró por comida. Otra vez sintió algo que se apretujó contra él. Cuando abrió sus ojos, otra vez vio un trozo de pan en el piso, que devoró con hambre.
Esto sucedió una y otra vez, día tras día, durante dos semanas.
Entonces, la puerta de la celda se abrió y el oficial comandante entró.
–Veo que no está demacrado por perder peso –dijo el oficial–. ¿Cómo puede ser?
–He comido todos los días, señor –respondió Pieter respetuosamente.
–¿Quién ha estado alimentándolo? –demandó el oficial.
–¡Yo pensé que era usted, señor!
–¡Yo no fui! –gritó el comandante y la vena de su cuello comenzó a abultarse otra vez–. ¡Con seguridad que no fui yo!
– Si usted no fue, señor, entonces seguro que fue Dios, señor. Cada día, señor, más o menos a la misma hora, encontré un trozo de pan en el piso.
–¿Un trozo de pan en el piso? –la voz del comandante mostraba incredulidad.
–Correcto, señor.
–¿Quién lo está alimentando con ese pan?
–No lo sé, señor.
–¿Cómo que no lo sabe?
–Pensé que usted me estaba alimentando, pero estaba equivocado, señor. Ahora no sé quién fue, pero alguien me alimentó.
–Diga lo que sabe.
–¿Me promete no enojarse, señor?
–No me enojaré.
El comandante le regaló su mejor sonrisa, aunque un extremo de su boca se alzaba más que el otro. En un tono contenido y paciente, añadió:
–Necesito saber quién es el que lo alimenta.
–Bien, señor. Cada día oro por comida, y mientras estoy orando algo se apretuja contra mi pierna y, cuando termino mi oración, encuentro un trozo de pan en el piso.
–Pero ¿no sabe quién le está dando pan?
–Honestamente, señor, no lo sé.
–Y ¿por qué no?
El oficial sonaba un poco irritado, pero apretó sus dientes para contenerse.
–Porque, señor, cuando oro cierro mis ojos. Y no los abro otra vez hasta que termino de orar.
El oficial asintió con su cabeza como si entendiera, y terminó el pensamiento:
–Entonces, no puede ver qué sucede mientras ora.
–Correcto, señor. Porque mis ojos están cerrados.
–Bien, ¡descubra quién es! –dijo el comandante–. ¡Es una orden!
–¡Haré lo mejor que pueda!
–¿Cree que puede orar con los ojos abiertos?
–Creo que haré una excepción en este caso, señor.
–Hágalo.
–¡Sí, señor!
–Es una orden. Ore con los ojos abiertos. Volveré mañana. Quiero saber quién lo está alimentando.
–Haré lo mejor que pueda, señor, pero no puedo prometer nada. ¿Y si es mi ángel guardián? En ese caso, no vería nada. Espero que entienda, señor.
–Quiero saber quién está alimentándolo; ¿entiende lo que quiero decir?
–Entiendo, señor.
No habló con tanta confianza como sintió que debería tener. Temía que fuera su ángel guardián, y en ese caso realmente no lo vería.
Al día siguiente, más o menos a las cuatro y media o cinco, su estómago comenzó a hacer ruidos. Pieter se arrodilló en el piso de piedra como era su costumbre. Pero, esta vez hizo algo diferente: no cerró sus ojos para orar.
Mientras estaba orando, vio, por el rabillo del ojo, un gato que llegaba hasta la ventana, se escabullía entre las rejas y saltaba hasta el piso. Se acercaba a él sigilosamente y se apretujaba contra su pierna. En ese momento, Pieter se dio cuenta de que el gato llevaba algo en su boca. No pudo creer lo que vio. Parpadeando, sacudió su cabeza y volvió a mirar para asegurarse de no estar imaginando cosas. Con toda seguridad, sus ojos no lo estaban engañando. ¡Era un trozo de pan!
Paralizado por la sorpresa, Pieter observó cómo el gato dejaba el pan en el piso, daba la vuelta, saltaba hacia la ventana, se escurría entre las rejas y desaparecía.
Maravillado, Pieter oró nuevamente:
–¡Gracias, Señor, por realizar un milagro tan impresionante solamente para mí!
Luego, levantó el pan y se lo comió con ansias.
Al día siguiente vinieron guardias hasta la celda de Pieter y lo llevaron a la oficina del comandante. Una vez allí, Pieter se paró firme, entrechocó sus talones y saludó al oficial.
–¡Descanse, soldado! –ordenó el comandante luego de devolver el saludo.
Pieter obedeció. Yendo directo al grano, el oficial le preguntó:
–¿Sabe quién ha estado alimentándolo?
–¡Sí, señor!
–¡Dígame quién se atreve a hacer una cosa así!
Pieter cambió de pie y miró a un punto detrás de la cabeza del comandante.
–Usted no va a creerme, señor.
–¿Quién es?
–Creo que le resultará difícil creerlo, señor.
–Simplemente, responda.
–Bien, señor.
Pieter respiró profundo.
–Es un gato.
–Explíquese, soldado. Espero que lo haga bien.
–Sí, señor.
Pieter pasó su lengua por su boca, pues estaba seca.
–Cuando ayer me arrodillé a orar, mantuve mis ojos abiertos, aunque no es mi costumbre.
Al hablar, su corazón latía más fuerte de lo normal.
–Mientras estaba orando, un gato llegó hasta la ventana... ¡No podrá creer esto!
–Estoy escuchando, soldado.
–¿Me promete que no se reirá, señor?
–¡Lo prometo! Cuénteme qué sucedió.
–Bien, señor. Mientras estaba orando, un gato llegó a la ventana trayendo un trozo de pan en su boca. Luego de saltar desde la ventana, dejó el trozo de pan a mis pies, luego subió hasta la venta, se escabulló y desapareció, señor.
Pieter estaba tan seguro de que el oficial lo acusaría de mentir que sus manos temblaban. Para su sorpresa, los ojos del oficial se iluminaron y una media sonrisa se dibujó en su rostro. ¿Comenzaría a reírse del soldado?
–Usted ¿me cree? –preguntó Pieter con duda.
–Muchacho, me ha ayudado a aclarar un misterio –respondió el comandante.
–¿Qué misterio, señor?
–¿A qué hora dijo que oraba por comida? ¿Cerca de las cuatro y media o cinco?
–¡Sí, a esa hora, señor! ¿Cómo lo sabe?
–El gato de mi hija se ha comportado en forma muy extraña este mes todos los días a eso de las cuatro y media o cinco de la tarde.
–¿Qué es lo que hace, señor?