Por y Para Siempre

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CAPÍTULO TRES

Emily miró cómo Trevor se alejaba entre la gente.

En cuanto hubo desaparecido Daniel se giró hacia ella con un marcado ceño en el rostro.

―¿Estás bien?

Emily no pudo contenerse; se dejó caer contra su amplio pecho, apretando la cara contra su camisa.

―¿Qué voy a hacer? ―jadeó―. Los impuestos me arruinarán el negocio antes incluso de empezar.

―Ni hablar ―dijo Daniel―. Eso no pasará. Trevor Mann nunca ha mostrado interés alguno en tu propiedad hasta que apareciste y la convertiste en algo de deseable. Simplemente está celoso de que tu casa sea mucho mejor que la suya.

Emily intentó reírse de su broma, pero lo único que consiguió fue emitir un gorgoteo húmedo. La idea de dejarlo y volver a Nueva York como un fracaso pesaba en su mente.

―Pero tiene razón ―repuso ella―. El hostal nunca funcionará.

―No hables así ―la regañó Daniel―. Todo irá bien. Yo creo en ti.

―¿De verdad? ―preguntó―. Porque yo casi no lo hago.

―Bueno, pues quizás sea el momento de empezar a hacerlo.

Emily alzó la vista para mirarlo a los ojos y su expresión decidida le hizo sentir que quizás sí que pudiera hacerlo.

―Ey ―dijo Daniel, y sus ojos brillaron de repente llenos de travesuras―. Tengo algo que quiero enseñarte.

No parecía nada desanimado por la melancolía de Emily. La cogió de la mano y tiró de ella entre el público, llevándola en dirección al puerto deportivo. Se dirigieron juntos hacia la dársena.

―¡Tachán! ―exclamó, haciendo un gesto hacia el precioso barco restaurado que se mecía sobre el agua.

La última vez que Emily había visto aquel barco, a duras penas estaba en condiciones para echarse a la mar, pero ahora brillaba como si fuese nuevo.

―No me lo puedo creer ―tartamudeó―. ¿Has arreglado el barco?

Daniel asintió.

―Sí. Le he dedicado mucho tiempo y esfuerzo.

―Se nota.

Recordó cómo Daniel le había dicho que había chocado con alguna especie de barrera mental en su restauración del barco, que no sabía por qué pero no se sentía capaz de seguir trabajando en él. Verlo ahora hacía que se sintiera profundamente orgullosa, no sólo por la belleza que Daniel le había devuelto a la nave, sino porque había conseguido superar cualquiera que fuese el problema que lo había estado frenando. Le devolvió la sonrisa, sintiendo un cosquilleo de felicidad en su interior.

Pero al mismo tiempo sintió un atisbo de tristeza; allí había otro medio de transporte más que podía alejar a Daniel de ella. Daniel siempre estaba en movimiento, ya fuera con sus largos paseos en moto por los acantilados o con los viajes a las ciudades cercanas en su camioneta. Le resultaba tan evidente que quería ver mundo y explorar que ni siquiera le cabía duda alguna. Sabía que, tarde o temprano, Daniel necesitaría dejar Sunset Harbor. Si ella se iría con él cuando llegase el momento era algo que todavía no había decidido.

Daniel le dio un codazo juguetón.

―Debería darte las gracias.

―¿Por qué? ―preguntó Emily.

―Por el motor.

Había sido ella quien le había comprado el motor nuevo a modo de gracias por toda la ayuda que Daniel le había ofrecido en la preparación del hostal, además de ser un intento para animarlo a restaurar el barco.

―No es nada ―contestó, preguntándose si aquel regalo acabaría mordiéndole el trasero. Preguntándose si el hecho de restaurar el barco despertaría el anhelo de Daniel de ponerse en marcha.

―Así que ―continuó Daniel, señalando el barco―, he pensado que, a modo de gracias, deberías acompañarme en el viaje inaugural.

―¡Oh! ―dijo Emily, sorprendida por la propuesta―. ¿Quieres ir a dar una vuelta en barco? ¿Ahora? ―No pretendía sonar tan estupefacta.

―A menos que no quieras ―repuso Daniel, frotándose el cuello con aire incómodo―. Simplemente he pensado que podríamos tener una cita.

―Sí, desde luego ―dijo Emily.

Daniel subió a bordo de un salto y le tendió la mano. Emily la aceptó y dejó que la guiase. El barco se meció debajo de ella, haciendo que trastabillara.

Daniel encendió el motor y guió el barco fuera del puerto deportivo, saliendo al océano lleno de reflejos. Emily respiró profundamente el aire marino, mirando cómo Daniel marcaba el rumbo por el agua. Parecía tan en casa timoneando el barco, del mismo modo en que su moto parecía convertirse en una extensión de su propio cuerpo. Era la clase de hombre que disfrutaba del movimiento continuo, y al mirarlo ahora Emily podía ver lo viveza y felicidad que se adueñaban de él cuando iba en busca de la aventura.

Aquel pensamiento aumentó su melancolía. El deseo de Daniel de explorar el mundo era algo más que un sueño; era una necesidad. Era imposible que pudiera quedarse en Sunset Harbor durante mucho más tiempo. Y Emily tampoco había decidido cuánto iba a quedarse ella. Quizás su relación estuviese condenada. Quizás sólo sería algo fugaz, un momento perfecto congelado en el tiempo. La idea le revolvió el estómago de pura desesperación.

―¿Qué ocurre? ―preguntó Daniel―. No te estarás mareando, ¿verdad?

―Puede que un poco ―mintió Emily.

Alzó la vista y vio que se estaban dirigiendo hacia una pequeña isla en la que había poco más que un par de árboles y un faro abandonado. Se irguió, sorprendida.

―¡Oh, Dios! ―exclamó.

―¿Qué pasa? ―preguntó Daniel. Se podía oír el pánico en su voz.

―¡Mi padre tenía un cuadro de esa isla en nuestra casa de Nueva York!

―¿Estás segura?

―¡Al cien por cien! ¡No me lo puedo creer! Nunca me había dado cuenta de que fuera un cuadro de un lugar real.

Daniel abrió mucho los ojos. Parecía tan sorprendido por la coincidencia como Emily.

Sus preocupaciones se desvanecieron ante aquella inesperada sorpresa y Emily se apresuró en quitarse las deportivas y los calcetines. Saltó del barco casi antes de que éste llegase a tierra y las olas le lamieron las espinillas con un agua fría que a duras penas sintió. Salió corriendo del agua hasta llegar a la arena húmeda de la playa y un poco más allá antes de detenerse y levantar las manos, formando un rectángulo con los dedos y los pulgares y cerrando un ojo. Cambió un poco de posición para que el faro quedara a la derecha con el sol junto a él y el vasto océano extendiéndose al otro lado. ¡Y sí! ¡Era exactamente el mismo ángulo del cuadro que había colgado en su hogar!

No le sorprendía que su padre hubiese tenido un cuadro como aquel, a fin de cuenta las antigüedades lo habían obsesionado, obras de arte incluidas; lo que la sorprendía era que aquel cuadro hubiese conseguido llegar hasta la casa familiar. A su madre siempre se le había dado muy bien mantener sus vidas de Sunset Harbor y de Nueva York estrictamente separadas, como si tan solo pudiera soportar los absurdos pasatiempos de su marido durante dos semanas al año, y aquello bajo la estricta condición de que fuese fuera de su vista y de que no invadiese bajo ningún concepto su casa limpia y ordenada. Así que, ¿cómo demonios había conseguido su padre que accediese a colgar un cuadro del faro en la casa? ¿Quizás porque estaba camuflado como un lugar imaginario y su madre nunca se había percatado de que en realidad era una imagen de Sunset Harbor? Emily sonrió para sí, preguntándose si su padre había sido realmente tan astuto.

―Ey ―dijo Daniel, devolviéndola al presente. Emily se giró y lo vio cargando con una cesta y cruzando la arena húmeda en su dirección―. ¡Has salido corriendo!

―Perdona ―contesto ella, apresurándose a echarle una mano―. ¿Qué hay dentro? Pesa una tonelada.

Cargaron juntos de la cesta hasta la playa y Daniel abrió los cierres que mantenían la tapa en su sitio, extrayendo una manta a cuadros y extendiéndola sobre la arena.

―Mi señora ―dijo.

Emily se rió y se sentó en la manta. Daniel empezó entonces a sacar distintos platos de la cesta, incluyendo queso y fruta, y al final de todo una botella de champán de y dos copas.

―¡Champán! ―exclamó Emily―. ¿Es una ocasión especial?

Daniel se encogió de hombros.

―En realidad no, pero se me ha ocurrido que debíamos celebrar que hayas recibido a tu primer huésped.

―No me lo recuerdes ―pidió Emily con un gemido.

Daniel le quitó el corcho a la botella y le sirvió una copa a cada uno.

―Por el señor Kapowski.

Emily brindó con él, distendiendo los labios en una sonrisa.

―Por el señor Kapowski. ―Tomó un sorbo, dejando que las burbujas le cosquillearan en la lengua.

―Todavía no tienes confianza en todo esto, ¿verdad? ―dijo Daniel.

Se encogió de hombros, centrando la mirada en el líquido de su copa. Lo hizo girar y observó cómo cambiaba la trayectoria de las burbujas en su interior, agitadas por el gesto, antes de volver a la normalidad.

―Simplemente no tengo mucha fe en mí misma ―respondió al fin con un profundo suspiro―. Nunca antes he logrado nada importante.

―¿Qué hay de tu trabajo en Nueva York?

―Me refiero a nada que haya deseado de verdad.

Daniel movió las cejas.

―¿Y qué hay de mí?

Emily no pudo contener una sonrisita.

―No me pareces un logro tan importante…

―Pues deberías ―contestó él, jovial―. Un tipo tan estoico como yo. No soy precisamente el hombre más fácil de encandilar del mundo.

Emily se rió y después le plantó un beso largo y opulento en los labios.

―¿A qué ha venido eso? ―dijo Daniel una vez que se hubo apartado.

―A modo de gracias. Por todo esto. ―Señaló el pequeño pícnic que había extendido frente a ellos con la cabeza―. Por estar aquí.

 

Daniel pareció dudar por un segundo, y Emily supo por qué: era porque nunca podría comprometerse por completo a estar presente. Llevaba el deseo de viajar en las venas, y en algún momento tendría que darle rienda suelta.

¿Y qué había de Emily misma? Ella tampoco había planeado en firme lo de quedarse en Sunset Harbor. Ya llevaba allí seis meses, lo cual había sido mucho tiempo manteniéndose lejos de Nueva York, lejos de su casa y de sus amigos. Y, aun así, en aquel momento, con el sol poniéndose a lo lejos y lanzando rayos rosados y anaranjados por el cielo, no se le ocurría ningún otro lugar en el que prefiriese estar. Tenía la sensación de estar viviendo en el paraíso. Quizás sí que pudiera convertir Sunset Harbor en su hogar, y quizás Daniel querría asentarse con ella. Era imposible adivinar el futuro; tendría que hacer frente a los días según fuesen llegando. Lo mínimo que podía hacer era quedarse hasta que se le acabase el dinero, y si se esforzaba lo suficiente y conseguía que el hostal fuese sostenible, cabía la posibilidad de que aquel día tardase muchísimo en llegar.

―¿En qué estás pensando? ―preguntó Daniel.

―En el futuro, supongo ―contestó.

―Ah ―dijo él, mirándose el regazo.

―¿No es un buen tema de conversación? ―lo interrogó Emily.

Daniel se encogió de hombros.

―No siempre. ¿No es mejor disfrutar el momento sin más?

Emily no estuvo segura de cómo tomarse aquella frase. ¿Era una muestra del deseo de Daniel por marcharse de allí? Si el futuro no era un buen tema de conversación, ¿se debía a que ya había previsto los corazones rotos que los esperaban más adelante?

―Supongo ―dijo Emily en voz baja―. Pero a veces es imposible no pensar en lo que habrá más adelante. No hay nada de malo en hacer planes, ¿no te parece? ―Estaba intentando animarlo con suavidad, hacer que le ofreciera algo de información, cualquier cosa que la hiciera sentir más segura en su relación.

―En realidad no ―fue la respuesta de Daniel―. Me esfuerzo mucho por mantener mi mente siempre en el presente, por no preocuparme por el futuro ni obsesionarme con el pasado.

A Emily no le gustaba la idea de que Daniel se preocupase por el futuro de ambos, y tuvo que contenerse para no exigir exactamente qué era lo que le preocupaba.

―¿Y hay mucho de lo que obsesionarse? ―preguntó en su lugar.

Daniel no le había hablado mucho de su pasado. Emily sabía que había viajado bastante, que sus padres estaban divorciados, que su padre se había dado a la botella y que Daniel consideraba al padre de Emily responsable de otorgarle un futuro.

―Oh, sí ―dijo éste―. Muchísimo.

Volvió a guardar silencio. Emily quería que continuase hablando, pero notó que aquello no era algo que Daniel pudiese hacer. Se preguntó si él sería consciente de lo mucho que ansiaba ser la persona ante la que se abriese.

Pero con Daniel, todo giraba alrededor de la paciencia. Hablaría cuando estuviese listo, si es que llegaba a estarlo algún día.

Y si aquel día llegaba, Emily esperaba seguir estando allí para escuchar.

CAPÍTULO CUATRO

A la mañana siguiente Emily se despertó temprano, decidida a no volver a fallar en la preparación del desayuno. Oyó cómo se abría la puerta del dormitorio de invitados a las siete en punto, cerrándose de nuevo con suavidad y seguido por el sonido de los pasos del señor Kapowski bajando la escalera. Emily salió de dónde había estado haciendo tiempo en el pasillo y esperó al pie de los escalones, mirándolo desde abajo.

―Buenos días, señor Kapowski ―lo saludó con confianza y una sonrisa agradable en el rostro.

El señor Kapowski se sobresaltó.

―Oh. Buenos días. Estás despierta.

―Sí ―dijo Emily, manteniendo el tono confiado a pesar de que no se sentía así ni por asomo―. Quería disculparme por lo de ayer, por no estar preparada para hacerle el desayuno. ¿Ha dormido bien? ―Notó las ojeras que le rodeaban los ojos.

El señor Kapowski dudó un segundo y se metió las manos en los bolsillos del traje arrugado con aire nervioso.

―Um… en realidad no ―contestó al fin.

―Oh, vaya ―dijo Emily, preocupada―. Espero que no haya sido por la habitación.

El señor Kapowski se agitó incómodo y se frotó el cuello como si tuviera algo más que decir pero no supiera cómo hacerlo.

―De hecho ―logró pronunciar―, la almohada tenía bastantes bultos.

―Lo siento muchísimo ―se disculpó Emily, frustrada consigo mismo por no haber probado la almohada de antemano.

―Y, um… las toallas son ásperas.

―¿De verdad? ―dijo inquieta―. ¿Por qué no viene a sentarse en el comedor ―le propuso, luchando para que el pánico no se le reflejase en la voz― y me dice qué no ha sido de su agrado?

Lo llevó hasta el gran comedor y descorrió las cortinas, dejando que la pálida luz de la mañana llenase la habitación e hiciera destacar los lirios de Raj, cuyo olor flotaba en la sala. La superficie de la larga mesa de caoba de estilo banquete reflejó la luz. A Emily le encantaba aquella habitación; era tan opulenta, tan sofisticada y ornamentada. Había sido la habitación perfecta en la que hacer lucir la vajilla antigua de su padre, y la había colocado en una vitrina tallada con la misma oscura madera caoba de la que estaba hecha la mesa.

―Así está mejor ―comentó, manteniendo un tono animado y ligero―. Y ahora, ¿qué tal si me habla de su habitación para que podamos solucionar los problemas?

El señor Kapowski pareció incómodo, casi como si no quisiera hablar.

―En realidad no es nada. No son más que la almohada y las toallas. Y puede que el colchón sea muy duro y, eh… un poco demasiado fino.

Emily asintió, actuando como si aquellas palabras no le estuvieran llenando el corazón de angustia.

―Pero en realidad está muy bien ―añadió el señor Kapowski―. Es que tengo el sueño ligero.

―Bien, de acuerdo ―dijo Emily, comprendiendo que forzarlo a hablar era peor que dejarlo insatisfecho con su habitación―. Bueno, ¿qué puedo prepararle de desayuno?

―Huevos y beicon, si no es mucho pedir ―solicitó él―. Fritos. Y unas tostadas. Con champiñones. Y tomates.

―Sin problemas ―contestó Emily, preocupada por si no tenía todos los ingredientes que había mencionado.

Se apresuró hacia la cocina, despertando al instante a Mogsy y Lluvia. Ambos perros empezaron a ladrar pidiendo su desayuno, pero Emily ignoró sus gimoteos y corrió hacia la nevera, comprobando lo que había dentro. Se sintió aliviada al ver que tenía beicon, aunque no había ni rastro ni de champiñones ni de tomates. Al menos tenía en la panera pan excedente del que Karen, la mujer de la tienda de ultramarinos, había traído el otro día y podía conseguir huevos gracias a Lola y Lolly.

Lamentando los zapatos que había elegido ponerse, Emily cruzó a toda prisa la puerta trasera hasta salir a la hierba húmeda de rocío y se acercó al gallinero. Lola y Lolly estaban paseándose por su jaula, y las dos ladearon la cabeza al oír cómo se acercaban sus pasos, seguramente esperando que les ofreciera maíz fresco.

―Todavía no, mis pichoncitos ―les dijo Emily―. El señor Kapowski va primero.

Las gallinas la picotearon para mostrar su frustración mientras Emily iba a la caseta en la que ponían los huevos.

―Tienes que estar bromeando ―musitó cuando miró dentro y no encontró nada. Se giró para mirar a las gallinas con las manos en las caderas―. De todos los días en los que podíais no poner huevos, ¡tenía que ser hoy!

Entonces recordó todos los huevos escalfados con los que había practicado el día anterior. ¡Debía de haber usado al menos cinco! Alzó las manos con impotencia. «¿Por qué hizo Daniel que me pusiera a escalfar huevos?», pensó frustrada.

Volvió dentro, decepcionada ante la perspectiva de no ir a poder ofrecer tampoco hoy el desayuno que quería el señor Kapowski, y empezó a freír el beicon. Parecía ser incapaz de llevar a cabo incluso las tareas más sencillas, bien fuera por su ansiedad o por la falta de experiencia: derramó el café sobre la encimera y después dejó el beicon al fuego demasiado tiempo, por lo que los bordes quedaron demasiado hechos y ennegrecidos. La tostadora nueva, que sustituía a la que había explotado y había dejado la cocina hecha un asco, parecía tener unos ajustes mucho más sensibles que la anterior, y Emily hasta consiguió quemar las tostadas.

Cuando miró el producto de su trabajo, por fin colocado todo en un plato, no se sintió nada satisfecha. No podía servir aquel desastre, así que fue al lavadero y echó todo el plato en los cuencos de los perros. Al menos al darles de comer se ocupaba de una de sus tareas pendientes.

De nuevo en la cocina, intentó una vez más preparar el plato que había pedido el señor Kapowski. Aquella vez el resultado fue mejor: el beicon no estaba demasiado hecho y la tostada no se había quemado. Sólo esperaba que su huésped perdonase los ingredientes que faltaban.

Miró el reloj y vio con un sobresalto que habían pasado casi treinta minutos.

Volvió corriendo al comedor.

―Aquí está, señor Kapowski ―dijo, entrando con la bandeja del desayuno―. Lamento mucho la espera.

Al acercarse a la mesa se dio cuenta de que el señor Kapowski se había quedado dormido. Sin saber muy bien si sentirse aliviada o molesta, Emily dejó la bandeja en la mesa e hizo el gesto de salir en silencio.

El señor Kapowski levantó bruscamente la cabeza.

―Ah ―dijo, mirando la bandeja―. El desayuno. Gracias.

―Me temo que no tengo huevos, tomates ni champiñones hoy.

El señor Kapowski pareció decepcionado.

Emily salió al pasillo y respiró profundamente. La mañana había resultado estar llena de trabajo considerando el dinero que acabaría sacando de todos sus esfuerzos. Tendría que volverse algo más eficiente si quería que el negocio se mantuviera, y necesitaba un plan alternativo en caso de que Lola y Lolly volvieran a no poner huevos de nuevo.

Justo entonces su huésped salió del comedor; había pasado menos de un minuto desde que Emily le había servido la comida.

―¿Va todo bien? ―preguntó―. ¿Necesita algo?

Una vez más, el señor Kapowski pareció reacio a hablar.

―Um… La comida está algo fría.

―Oh ―dijo Emily, entrando en pánico―. Deje que se la caliente.

―En realidad no pasa nada ―repuso el señor Kapowski―. De hecho tengo que ponerme en marcha.

―De acuerdo ―accedió Emily, sintiéndose desanimada―. ¿Tiene algún plan para hoy? ―Estaba intentando sonar como la anfitriona de un hostal en un lugar de como una mujer invadida por los nervios, aunque ella misma encajaba más en la segunda descripción.

―Oh, no, quiero decir que vuelvo a casa ―la corrigió él.

―¿Quiere decir que se va? ―Emily estaba sorprendida. Sintió cómo la recorría un escalofrío―. Pero tiene reservadas tres noches.

El señor Kapowski pareció incómodo.

―Yo, eh, tengo que volver. Pero pagaré toda la reserva.

Parecía tener prisa por marcharse, y cuando Emily sugirió no cobrarle el precio de los dos desayunos que no había comido, él insistió en pagarlo todo y marcharse en aquel preciso momento. Emily se quedó de pie en la puerta, mirando cómo se alejaba su coche y sintiéndose como una fracasada.

No supo cuánto tiempo estuvo frente a la puerta lamentándose por el desastre que había sido su primer huésped, pero al cabo de un rato oyó cómo sonaba su teléfono dentro de la casa. Gracias a la mala señal que recibía la vieja casa, el único sitio en el que tenía cobertura era junto a la puerta principal. De hecho tenía una mesita especialmente para el teléfono, una preciosa antigüedad que había rescatado de uno de los dormitorios que todavía estaban cerrados. Se acercó a ella, preparándose mentalmente para quién podría ser.

No había muchas opciones agradables. Su madre no había vuelto a ponerse en contacto desde aquella emotiva llamada bien entrada la noche en la que habían hablado sobre la verdad de la muerte de Charlotte y, más concretamente, sobre el papel o la falta del mismo que había interpretado Emily en su muerte. Amy también había mantenido las distancias desde su caballeroso intento de «rescatarla» de su nueva vida, aunque ya habían hecho las paces. Ben, su exnovio, la había llamado muchas veces desde que Emily se había marchado, pero ella no había respondido a ninguna de sus llamadas y parecía que la frecuencia de las mismas iba disminuyendo.

 

Se mentalizó mientras miraba la pantalla. El nombre que apareció parpadeando fue toda una sorpresa; era Jayne, una antigua amiga de la escuela de Nueva York. Conocía a Jayne desde niña, y a lo largo de los años habían ido desarrollando la clase de amistad en la que a veces pasaban meses antes de que volviesen a hablar, pero que en cuanto volvían a reunirse era como si no hubiese pasado nada de tiempo. Jayne seguramente se había enterado de su nueva vida de labios de Amy o por algún cotilleo y estaba llamando para interrogarla sobre aquel cambio tan repentino.

Contestó a la llamada.

―¿Em? ―dijo Jayne con voz agitada y la respiración alterada―. Me acabo de encontrar a Amy cuando he salido a correr. ¡Me ha dicho que te has ido de Nueva York!

Emily parpadeó; su mente ya no estaba acostumbrada al ritmo rápido que compartían todas sus amistades de Nueva York al hablar. La idea de correr mientras se mantenía una conversación teléfono le resultaba ahora de lo más rara.

―Sí, de hecho fue hace algún tiempo ―contestó.

―¿De cuánto tiempo estamos hablando? ―preguntó Jane. El ruido de sus pasos era audible desde el otro lado de la línea.

La voz de Emily se volvió débil y adoptó un tono de disculpa.

―Um, bueno, unos seis meses.

―¡Dios, tengo que llamarte más a menudo! ―jadeó Jayne.

Emily podía oír el tráfico de fondo, los cláxones de los coches y el sonido sordo de las zapatillas de deporte de Jayne mientras ésta corría por la acera. Aquello dibujó una imagen muy familiar en su mente; ella misma había sido aquella persona hacia tan solo unos meses. Siempre ocupada, sin descansar nunca, con el teléfono siempre pegado a la oreja.

―¿Y qué tienes que contar? ―dijo Jayne―. Cuéntamelo todo. Supongo que Ben ha desaparecido de escena.

A Jayne, al igual que al resto de sus amistades y familia, Ben nunca le había gustado. Habían podido ver algo frente a lo que Emily había estado ciega durante siete años: que no era el adecuado para ella.

―Completamente desaparecido ―contestó.

―¿Y ha entrado alguien nuevo? ―le preguntó Jayne.

―Puede ―repuso Emily con falsa modestia―. Pero todavía es algo nuevo y no muy seguro, así que prefiero no gafarme hablando de ello.

―¡Pero yo quiero saberlo todo! ―exclamó Jayne―. Oh, espera. Me están llamando.

Emily esperó mientras la línea permanecía en silencio. Tras un momento los ruidos de la ciudad de Nueva York por la mañana volvieron a llenarle los oídos cuando Jayne reconectó su llamada.

―Lo siento, cariño ―se disculpó―. Tenía que contestar. Cosas del trabajo. Bueno, mira, ¿Amy me ha dicho que has abierto un hostal por allí?

―Ajá ―respondió Emily. Se sintió un poco tensa hablando del hostal, especialmente cuando Amy había mostrado tan abiertamente que le parecía una idea estúpida tanto aquello como el cambio total que había hecho Emily en su vida.

―¿Tienes alguna habitación disponible ahora mismo? ―preguntó Jayne.

Emily se quedó sorprendida. No se había esperado una pregunta como aquella.

―Sí ―dijo, pensando en la habitación ahora vacía del señor Kapowski―. ¿Por qué?

―¡Porque quiero ir! ―exclamó su amiga―. Después de todo, es el fin de semana del Día de los Caídos, y necesito desesperadamente salir de la ciudad. ¿Puedo reservarla?

Emily dudó.

―Sabes, eso no es necesario. Puedes venir y visitarnos.

―Ni hablar ―fue la respuesta de Jayne―. Quiero experimentarlo todo: las toallas limpias cada mañana, el desayuno con huevos y beicon. Quiero verte en acción.

Emily se rió. De entre toda la gente con la que había hablado sobre su nueva aventura, Jayne estaba siendo la que más le estaba apoyando.

―Bueno, entonces deja que haga la reserva de manera oficial ―pidió―. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

―No sé, ¿una semana?

―Perfecto ―repuso, sintiendo cómo algo se agitaba en su estómago―. ¿Y cuándo llegarás?

―Mañana por la mañana ―dijo Jayne―. Alrededor de las diez.

La felicidad de su estómago creció.

―De acuerdo, dame un momento mientras te introduzco en el sistema.

Algo mareada por el entusiasmo, Emily puso el teléfono en espera y fue corriendo hacia el ordenador que había en la mesa de la recepción, donde abrió el programa de reservas e introdujo la información de Jayne. Se sintió orgullosa por haber llenado técnicamente el hostal todos los días desde su inauguración, incluso si no tenía más que una habitación y había abierto el negocio hacía dos días…

Se apresuró de vuelta al teléfono y recuperó la llamada.

―De acuerdo, tienes una reserva durante una semana.

―Muy bien ―dijo Jayne―. Has sonado muy profesional.

―Gracias ―contestó Emily con timidez―. Todavía me estoy acostumbrando a todo. Mi último huésped ha sido un desastre.

―Me lo puedes contar todo mañana ―dijo Jayne―. Será mejor que cuelgue; voy a llegar a mi décima milla y será mejor que ahorre el aliento. ¿Te veo mañana?

―Me muero de ganas ―repuso Emily.

La llamada se cortó y Emily sonrió para sí. No se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a su vieja amiga hasta que había hablado con ella. Ver a Jayne sería un antídoto magnífico para el desastre que había resultado ser el señor Kapowski.