Javiera Carrera. Y la formación del Chile republicano

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Hasta que un día logró escapar de su prisión en Gibraltar, y llegó a pie hasta Algeciras, donde recibió la ayuda de su primo Thomas O’Higgins, sobrino del virrey, que también había sido hecho prisionero. Sería por muchos años el gran amigo y apoyo de Bernardo. «Usted no debe dejar nunca de tener presente ante sus ojos el ejemplo de su padre y debe constantemente tratar de imitarlo», le decía refiriéndose al virrey.

Los primos volvieron juntos a Cádiz. Y Bernardo tuvo que volver a vivir donde Nicolás de la Cruz. «Envidia me da —le escribía a don Ambrosio— de ver a todos mis paisanos recibir cartas de sus padres. Mas yo, ¡pobre infeliz!, de nadie…».

Como broche de oro, al comenzar el otoño una epidemia de fiebre amarilla casi se lo lleva al otro mundo. Estuvo desahuciado y su tutor incluso alcanzó a mandar a hacerle el ataúd. «Cuando esperaban por horas que acabase de expirar, después de tomada la quina, comencé a recuperar mis alientos, se me contuvo el vómito negro, y, gracias al Todopoderoso, a sentir el alivio que deseaba», le escribió nuevamente a don Ambrosio. Tras mejorarse se decidió a no vivir un solo día más en esa casa. De la Cruz le hacía la vida imposible, indignado porque su amigo Ambrosio seguía sin enviar la mensualidad. Otras versiones sostienen que sí se la mandaba y De la Cruz se la dejaba para él. Como sea, Bernardo no veía un solo peso hace meses.

Así estaban las cosas cuando le llegó un mensaje de Chile. Su abuelo Simón Riquelme había muerto. Doña Isabel quedaba sola, con Rosa Rodríguez de diecinueve años y Nieves Puga de nueve. Y en una pobreza absoluta. Trabajaba como costurera y como partera para sobrevivir. La noticia fue para Bernardo el momento decisivo para volver a Chile. Y todo coincidió perfectamente, porque Nicolás de la Cruz lo echó para siempre de su casa. Eran órdenes de don Ambrosio. Las actividades de Francisco de Miranda habían sido descubiertas y entre sus cosas se encontraron unos documentos con el nombre de Bernardo.

Cuando su tutor le informó que tenía que irse de su casa y de Cádiz, Bernardo no entendía nada. «Yo, señor, no sé qué delito haya cometido para semejante castigo. No sé en que haya sido ingrato (uno de los delitos que más aborrezco), pues en toda mi vida he procurado con todo mi ahínco el dar el gusto a V.E.; y al ver ahora frustrada esta mi sola pretensión, e irritado a mi padre y protector, he quedado confuso. ¡Una puñalada no me fuera tan dolorosa!», le escribió a su padre esquivo por última vez.

Diez años después Bernardo entendió lo que había pasado. Su amistad con Miranda efectivamente había llegado a oídos de la corte española. Don Ambrosio perdió su prestigio y su cargo, siendo reemplazado por el virrey de Buenos Aires, el marqués Mateo de Avilés.

Don Ambrosio murió al poco tiempo, en marzo de 1801, y un año después Bernardo volvió a Chile. Así, a los veintitrés años volvía directamente a Chillán con su madre y sus hermanos. Habían pasado trece años sin verse.

Finalmente, el desconocido y misterioso Ambrosio O’Higgins había considerado a su hijo en la herencia. Le dejó un fundo en Las Canteras, a orillas del río Laja, con tres mil cabezas de ganado, cientos de mulas y caballos, equipos y herramientas, cuatrocientos inquilinos, y una casa en Santiago. Pero ni el apellido ni los títulos. Bernardo, indignado, apeló ante la corte española, que finalmente se inclinó a su favor, pero solo dándole el apellido de su padre. Poco debe haberle importado no ser llamado marqués. Al fin era Bernardo O’Higgins.

En Chile Bernardo tendría a su segundo gran mentor, el irlandés Juan Mackenna, íntimo amigo y socio de su padre. Lo ayudó en todo tipo de temas, sobre todo en un principio. Porque de la noche a la mañana Bernardo se había convertido en agricultor. Asesorado por algunos amigos ingleses, a los pocos años su hacienda producía vino. «Ese joven circunspecto —cuenta Miguel Luis Amunátegui—, bravo, amante de su suelo natal, lleno de modestia y de entusiasmo, tenía muchas cualidades para granjearse las simpatías de un pueblo como el chileno, y llegar a ser uno de sus héroes. Su índole era muy propia para hacerse popular en su nación, por poco que trabajara para ello. Resumía en sí un gran número de las dotes que caracterizan a los pobladores de esta tierra». No se equivocaba.

EL AÑO 1811

Mientras tanto en Santiago las disputas entre los llamados «moderados» y los «exaltados» eran cada vez más intensas y frecuentes. Los primeros querían algunos cambios graduales, pero mantenían su fidelidad al rey cautivo, mientras que los segundos optaban por una independencia absoluta del dominio monárquico.

Martínez de Rozas actuaba codo a codo con los Larraín, una familia poderosa que llevaba mucho tiempo en Chile, muy celosa de su prestigio y su poder. Fundada por don Martín José de Larraín, de Navarra, y María Antonia de Salas, en la segunda mitad del siglo XVII, conformaban una dinastía política que crecía mediante uniones matrimoniales. «Los Ochocientos», les decían. También se referían a ellos como «la casa otomana», apodo atribuido al propio José Miguel, aludiendo a las redes turcas que acaparaban todos los cargos del Estado.

Francisco Antonio Encina describe a sus miembros como enérgicos y resueltos, pero que «políticamente no veían más allá de sus narices y eran violentos y apasionados». Afirma que entre ellos primaban las rivalidades familiares y los odios personales, que carecían de instinto político y que «se lanzaron con los ojos vendados por la senda a que los empujaban sus pasiones y sus compromisos».

Bajo el liderazgo de fray Joaquín Larraín, Los Ochocientos participaron activamente en todo el proceso revolucionario, protagonizando más de un conflicto. Con José Miguel llegarían a odiarse, al contrario de Juan José, que se emparentó con ellos.

Ahora bien, la mayoría de los cuarenta diputados del Congreso recién formado eran más moderados, pero de todas formas querían cambios. No es coincidencia que el día de instalación haya sido el 4 de julio, haciéndole un guiño a la independencia estadounidense y sus ideales. Y alcanzaron a hacer algunas cosas de importancia. Se creó una nueva provincia, la de Coquimbo, y se dejó de enviar dinero a Perú que financiaba a un agente de la Inquisición. También se instaló un Tribunal Supremo, lo que implicaba cortar todo lazo judicial con España. Se estrecharon las relaciones con Buenos Aires, para lo cual se designó a un diplomático, el capitán Francisco Antonio Pinto, futuro protagonista de años turbulentos.

Pero sin duda alguna lo más notable que alcanzó a hacer este Congreso fue la abolición de la esclavitud, promovida por Manuel de Salas, «el chileno más ilustrado y con mayor espíritu público de ese tiempo, el intelectual excepcional del período»45. Este hombre de una cultura superior, muy cercano a la familia Carrera, en España se había deslumbrado con la actividad reformista de Carlos III y sus ministros. En Chile propagaría las ideas liberales, al igual que su pasión por las ciencias, el arte y las industrias. «No se puede pronunciar su nombre sino con el mayor respeto», dijo Claudio Gay, destacando su desinterés y entusiasmo por servir a la causa de la Independencia y del país.

Cierto es que Salas llegó a conocer en profundidad nuestro país; afirmaba que era «el más fértil de la América y más adecuado para la humana felicidad»46, y dedicó su vida a fomentar distintas iniciativas.

El proyecto para abolir la esclavitud —que Manuel de Salas consideraba «un deshonor de la humanidad»— fue escrito por el abogado José Miguel Infante. Declaraba libre a los hijos de esclavos nacidos en Chile y prohibía el ingreso de nuevos. Si había esclavos en tránsito, después de seis meses quedaban libres. El proyecto fue aprobado en el Congreso y entró de inmediato en vigencia. Chile fue el segundo país del mundo en abolir la esclavitud, después de Dinamarca. Y fueron cuatro mil los esclavos beneficiados, de acuerdo a Barros Arana.

LA LLEGADA DE PEDRO Y JOSÉ MIGUEL

En todos estos sucesos Javiera opinaba y se involucraba en cuerpo y alma. Junto a Juan José y Luis pensaban la forma de imponerse ante la Junta y el Congreso. Ya en esta época Javiera era criticada por otras mujeres de su clase, que veían con espanto cómo se involucraba en temas que concernían a los hombres, que opinaba, que abría las puertas de su casa para idear «planes revolucionarios». Le decían «la indómita», y otras más despectivas la llamaban «la jaiba».

En eso estaba cuando regresan desde España Díaz de Valdés, su hijo Manuel de la Lastra y José Miguel, a bordo del navío Standard. Habían mandado una carta desde Brasil anunciando su vuelta, pero jamás llegó a manos de la familia Carrera. La sorpresa fue gigantesca. José Miguel deslumbró a todos con su uniforme de sargento mayor de caballería de los Húsares de Galicia, algo nunca visto hasta ese entonces.

Javiera no cabía en sí de felicidad. Y empezó a trabajar codo a codo con José Miguel. Lo puso al día, lo inspiró y animó a intervenir en lo que estaba pasando. No le debe haber sido difícil convencerlo. José Miguel tenía veintiséis años, y desde España venía decidido a profundizar el proceso revolucionario que se estaba gestando. Y se creía el mejor para hacerlo. Convencido de la independencia de las colonias americanas, venía dispuesto a liderar el proceso. Por cierto, era un buen momento.

«Desde Europa trae muy prendida en los ojos la imagen de Napoleón, que con el genio y la ambición se ha abierto camino del anonimato a la gloria, y al pisar la tierra de Chile, después de años de ausencia y con una aureola prematura de heroísmo que él se halla lejos de ocultar, no está para resignarse a un papel pasivo y de escaso lucimiento», afirma Jaime Eyzaguirre. Tal cual.

José Miguel advirtió de inmediato que algo estaban planeando sus hermanos junto a Martínez de Rozas y algunos miembros de la familia Larraín. Juan José se había acercado bastante a la familia, ya que se había enamorado de una del clan, Ana María Cotapos, quien sería su futura mujer.

 

Carrera se dio cuenta de que no era el momento para dar un golpe, había que estar seguros que triunfarían. Si no, era mejor esperar. O podría pasar lo mismo que con el motín de Figueroa. «Mis hermanos se pierden —escribió en su diario—. No son hombres para estas empresas. No tienen ni discreción ni recursos, ni es esta tampoco la época». Javiera le encontró razón a su hermano y decidieron planear las cosas con más calma.

A Pedro le había ido mal en España. Prácticamente fue ignorado, y nunca recuperó su trabajo. Javiera le había escrito para que se volviera. No estaba dispuesta a seguir esperando sola en Chile. «Valdés —le dice —, al cabo se verificó mi deseo de poner en tus manos un decreto del gobierno para que vengas a tu destino. Conviene te vengas y dejémonos de parar en pelillos. Creo, por nuestros triunfos, que gozaremos en este hermoso suelo, de grande tranquilidad». Muy lejos estarían de eso.

José Miguel Carrera era decidido e impetuoso, y no se andaba con pequeñeces. Nada tardaría en liderar la revolución que comenzaba. Apenas era un sargento mayor de un regimiento extranjero, pero estaba dispuesto a mandar un ejército entero. Pocos años después, en 1818, publicó un Manifiesto en que recordaría la situación del país a su vuelta de España, calificándola de «lamentable». «Orden, combinación, experiencia, planes, energía, todo faltaba para establecer la independencia, menos el deseo de ser libres (…). La ambición disfrazada con el ropaje del bien público, la autoridad sin reglas para mandar, el pueblo sin leyes para obedecer, cual nave sin gobierno en medio de las olas, fluctuando entre las convulsiones de la anarquía, presentaba Chile en su estado de oscilación el cuadro de la crisis espantosa que precede a la regeneración de los pueblos, al exterminio de envejecidas preocupaciones, al sacudimiento súbito de un yugo antiguo y ominoso», escribió47.

Convencido de que había que actuar rápido, se movió para convencer a ricos y a pobres de que se unieran a la causa emancipadora. «Los salones, los cuarteles, las riñas de gallos, los paseos a caballo y las carreras de la Pampilla y del Llanito de Portales, las corridas de toros, los cafés, las chinganas y las fondas, todos fueron escenarios en los que conquistó de inmediato el primer puesto», afirma Jorge Carmona48. Así fue como a los dos meses de haber vuelto de España, Carrera tenía la situación en sus manos. Y en septiembre de 1811 dio un primer golpe, poniéndose a la cabeza del mando militar. Y lo justificó: «En esos momentos yo no vi nada más que la patria en peligro, y me arrojé a socorrerla sin considerar la grandeza de las dificultades ni la pequeñez de los recursos. Yo acepté el mando: ese era mi deber. Si la debilidad de mis esfuerzos no alcanzaba a salvarla, contaba por lo menos con la gloria de haberlo intentado y de perecer con honor entre sus ruinas». A Juan José le dio la comandancia de los granaderos, y a Luis la brigada de artillería.

Quedaban así la tribu de Los Ochocientos con el poder político, y los Carrera con el militar. Pero José Miguel iba a querer mucho más: el dominio absoluto.

EL PRÍNCIPE DE LAS BAYONETAS

Javiera trabajaba sin descanso, involucrándose en todo. Ayudaba, alentaba y aconsejaba a José Miguel, secundándolo incluso en uno de sus mayores empeños: la formación de un ejército. Estaba claro que si se iba a cortar todo lazo con España, había que armarse. José Miguel estaba convencido que sin el poder de las armas nada se lograría. Y se dedicó a reorganizar las milicias que había creado la primera Junta. Con su vecino y gran amigo Manuel Rodríguez publicó un documento en octubre de 1811 ofreciendo recompensas a quienes ayudaran con la fábrica de armas y a los que se presentaran, ojalá armados, a cualquier cuerpo militar. Pidieron ayuda a Coquimbo y a Valparaíso. A poco andar proclamó un bando de servicio militar obligatorio, declarando que «todo hombre libre, de estado secular, desde 16 a 60 años, se presente dentro de veinte días al cuerpo que su calidad e inclinación le determine, en el que tendrá el asiento que corresponde a su calidad y aptitud».

Y para horror de don Ignacio, usaron los conventos de la Recoleta Dominica y San Diego como cuarteles de artillería, organizando hombres, armas, municiones y pertrechos.

Javiera los ayudaba en todo. Llevaba mensajes, convencía gente, adiestraba a su servidumbre, escondía armas y sables en la bodega de su casa, que tenía una salida por Morandé. También se dedicó a reunir el dinero necesario para comprar armas, incluso convenció a sus amigas cercanas para que donaran joyas y alhajas varias. «Alma ardiente y apasionada, amaba la acción y desafiaba el peligro —afirma Vicente Grez. Tenía por la gloria un amor loco. Era generosa y jamás se detuvo ante un sacrificio; pero tenía el egoísmo de su gloria y de su nombre» 49.

No pasarían muchas semanas hasta que empezaran los desencuentros entre Los Ochocientos y José Miguel. Los miembros del clan lo ridiculizaban y comentaban su obsesión por imitar a Napoleón Bonaparte.

Una anécdota muy relatada, escrita por José Miguel en su diario, ilustra la situación. Fray Joaquín Larraín, después del primer golpe, había dicho que entre su familia tenían todas las presidencias, refiriéndose a que el Congreso, el Ejecutivo y el Tribunal Supremo estaban siendo dirigidos por alguien de su clan. Él en la presidencia del Congreso, su cuñado en el Ejecutivo y su primo en la Corte Suprema. José Miguel, molesto con el orgullo del fraile, le preguntó «¿y quién tiene la presidencia de las bayonetas?». Don Joaquín palideció. «Hizo en él tanta fuerza esta chanza, que se demudó…», cuenta José Miguel.

Los ánimos empezaban a caldearse, y las desavenencias entre unos y otros fueron de mal en peor. «Ya no podíamos conformarnos por más tiempo con la dominación de la casa —anotó Carrera en su diario. Los buenos chilenos acudían a nosotros acusándonos de haber sido los que habíamos puesto al país en manos de aquella familia y que por consiguiente habíamos cooperado a la esclavitud de todo Chile».

La enemistad con el clan y, de paso, con Martínez de Rozas llegó a ser brutal. Samuel Johnston, tipógrafo estadounidense que estuvo en Chile en esos años, cuenta en sus memorias que de no haber existido esa rivalidad y eternos conflictos al interior de la elite, la independencia se habría consumado mucho antes. La tribu de los Larraín estaba conformada por acaudalados hombres de la nobleza y por una buena parte del clero. Y en un principio fueron bastante tímidos en aventurarse a la Independencia. En cambio, los Carrera y sus seguidores lucharían vigorosamente contra los españoles desde un principio, conquistándose además «el afecto de la plebe», a decir de Amunátegui.

Pero Martínez de Rozas no estaba dispuesto a que los hermanos Carrera gobernaran el país a su antojo. «Los napoleones chilenos» les decía. Veían a José Miguel como un hombre arrogante, indócil y violento, que no transaba en nada, y que incluso era capaz de traicionar al país completo si no se hacían las cosas a su modo. Javiera empezó a ser criticada porque actuaba como si fuera la primera dama de la nación, y llegó a ser acusada de tomar recursos públicos para sus fines.

No debe haberle importado demasiado. Con José Miguel planearon un segundo golpe para quedar con el control absoluto, con una Junta totalmente adepta a ellos, sin los Larraín.

Don Ignacio, desde El Monte, le escribía a su hijo. «Comprendo que lo que pretenden es imposible de conseguir, y que en todo trance costaría el derramamiento de mucha sangre (…). He comprendido que ustedes, mis tres hijos, están mezclados en esta nueva conspiración. Yo les ruego y les ordeno con toda mi autoridad que no actúen en la revuelta que se prepara». La respuesta de José Miguel es más que clara; si bien no es corta, es digna de leerse. Con su notable pluma, refleja muy precisamente su pensar.

«Amado padre —le escribe—, los hombres a quienes la Providencia ha dotado de un alma grande deben ser superiores a todo. No veo nuestra ruina como usted me la pinta. Todas las cosas tienen un medio y todo puede conciliarse después de dado el golpe. Con un buen Gobierno, hay armas, dinero y cuanto se necesita para el logro de nuestra libertad. Ha llegado la época de la independencia americana; nadie puede evitarla. España está perdida; y si nos dejamos llevar de infundados recelos, seremos presa del primer advenedizo que quiera subyugarnos. Si este pueblo pone en usted el bastón, seré contento y viviré en él mientras no vengan jefes españoles. Sucedido esto, me marcharé a buscar mi descanso (…). Juan José y Luis me dicen estar poseídos de los mismos sentimientos; pero los tres ofrecemos mantenernos quietos, y retirarnos dejando obrar libremente al pueblo (…). Este es, amado padre, mi sentir, dimanado del amor que profeso a mi patria y principalmente a mi familia. Creo que no podemos de ninguna manera llenarnos de gloria siguiendo el antiguo Gobierno. Aunque este nos llegue a proporcionar tranquilidad, seremos reos a la faz del mundo. Más dulce es mil veces la muerte para su amante hijo que le desea las mayores felicidades».

Mientras Javiera se fue por unos días a El Monte a calmar a don Ignacio, los Carrera se pusieron manos a la obra. Y dieron un segundo golpe el 15 de noviembre de 1811, conformando una nueva Junta que dejaba fuera a los Larraín. Quedó liderada por José Miguel en Santiago, Juan Martínez de Rozas por Concepción y Gaspar Marín por Coquimbo.

Pero José Miguel se dio cuenta de que no podría gobernar tranquilamente si seguía el Congreso, a su juicio un grupo nefasto, plagado de miembros de la «casa otomana». Decidió que era ilegítimo y, sin arrugarse, lo disolvió. El manifiesto en que explicó su decisión, con fecha 4 de diciembre de 1811, afirma entre otras cosas que «las determinaciones del Congreso han sido de efecto consiguiente a su importunidad y prematura instalación. El tirano, el déspota, el egoísta y el ignorante han tenido asiento y voz en esta incorporación». No se cansaba de criticar a sus miembros. «En semejantes manos, era de necesidad pereciese mil veces el sistema», escribió en su diario, porque «encerraba porción de asesinos, y era el centro de la discordia, de la revolución, de la ambición y de cuanto malo puede creerse».

Después se supo que lo que definitivamente lo había decidido a deshacerse del Congreso fue el descubrimiento de un plan de asesinato en su contra. Orquestado por los hermanos José Domingo y José Antonio Huici, sobrinos del fray Joaquín Larraín, terminaron doce personas detenidas, entre ellos Juan Mackenna, el tutor de Bernardo. Según José Miguel, había sido uno de los autores del supuesto complot, junto a José Gregorio Argomedo, Juan de Dios Vial, el diputado Francisco Javier Vicuña y varios Larraín. Cuando Carrera los enfrentó anotó lo siguiente: «sus semblantes daban a conocer que si no eran del plan, eran por lo menos sabedores».

José Miguel tenía veintiséis años y había logrado deshacerse de Rozas, de Los Ochocientos y del Congreso. Finalmente, había empleado las bayonetas para derrocar a todos sus opositores. Ahora su poder era absoluto.

Líder indiscutido de la revolución, nunca aceptó que nadie lo mandara. Ni siquiera sus hermanos, «el adamado don Luis y el jayán de la familia, don Juan José Carrera», según Pérez Rosales. «Don Luis y don Juan José reconocían a don José Miguel como jefe de la familia y del partido, tanto por su talento y sus conocimientos militares cuanto por las consideraciones de general aprecio que supo granjearse desde los primeros días de su llegada de España al seno de su patria», agrega.

La influencia de Javiera en toda esta etapa fue enorme. José Miguel no hacía nada sin preguntarle. Seguramente fue la más enérgica a la hora de disolver el Congreso. Según Encina, José Miguel despertaba en ella «la voluntad de dominar a los hombres, que dormitaba en el fondo de la sangre Verdugo; y por sugestión, le inculcó los ensueños de poderío y de gloria, que abrasaban su alma ardiente, ambiciosa, quimérica y fantástica, que se cernía por encima de la prudencia, la cordura y todos los móviles y sentimientos vulgares».

PRIMEROS SIGNOS REFORMISTAS

Hay muchos libros y biografías sobre José Miguel Carrera —tanto en Chile como en Argentina— que muestran un retrato de un hombre llevado a sus ideas, incorregible e impetuoso, sin ninguna capacidad para gobernar. Alguien que, apenas volvió de España, entró de lleno en el lado más radical, y después se entrometió en la política argentina sin prácticamente entender nada.

 

Cierto es que con José Miguel no se transaba. Tenía claro lo que quería y no le gustaba andar rogando nada a nadie. «Tenía el ojo rápido y penetrante, el cerebro activo y el puño enérgico», ha dicho Ricardo Latchman50.

Pero hay una cosa que es innegable. José Miguel logró llevar la revolución al pueblo, la comprometió, la hizo una causa común entre pobres y ricos. Porque estaba claro que el tema no seguiría siendo debatido en salones o en el Congreso. Ahora sería en el campo de batalla. Y José Miguel se dio cuenta de que el pueblo debía entenderlo así y comprometerse con la causa. En una palabra, popularizó la revolución de nuestra independencia. «Fomentó en las masas el entusiasmo por la patria y el odio por la Metrópoli», ha dicho Miguel Luis Amunátegui.

El tipógrafo Johnston escribió en su diario que los hermanos Carrera nunca fueron déspotas. «Alcanzaron el poder por la fuerza pero lo mantuvieron con el afecto del pueblo», anotó51.

Los historiadores difieren entre sí. Barros Arana acusa a Carrera de «pretender dar parte en la decisión de los negocios públicos a las turbas populares, siempre fáciles de ser manejadas por caudillos audaces y ambiciosos». Por su parte, Jaime Eyzaguirre, conservador y o’higginista, afirma que José Miguel arrancó «el cetro directivo de la política de manos del Cabildo y el Congreso, para trasladarlo a los cuarteles y a la agitación callejera».

Como sea, sí está claro que antes de Carrera ningún gobernante se había involucrado de esa forma con las multitudes. Gracias a él «fueron muchos los que comenzaron a hablar de Patria en vez de Fernando VII»52.

En este período se crearon símbolos e instituciones cuya importancia histórica es indudable. Carrera tenía muchas ideas en mente, y supo rodearse de gente creativa y enérgica, con quienes implementó reformas de enorme trascendencia. Como Juan Egaña, Manuel de Salas y Camilo Henríquez, por citar algunos. Hombres inteligentes y comprometidos, cuyo aporte va a ser fundamental en estos tiempos y en los que vendrán.

Juan Egaña gozaba de gran prestigio entre los patriotas más conservadores. Nacido en Perú, pero de padre chileno, se graduó como abogado en la Universidad de San Marcos, en Lima. Tenía veintidós años cuando murió su madre, tras lo cual decidió embarcarse a Chile. Quedó muy impresionado. «Aquí todo está quieto, porque cada uno hace lo que quiere y nadie se inclina a dar puñaladas ni hacer tumultos. Es admirable el carácter de Chile»53, escribió.

Juan Egaña se casó en Santiago con Victoria Fabres, y desde entonces adoptó Chile como su patria. En la época de la Independencia se le incluyó en todas las comisiones importantes, siendo un gran aporte en cada área en que se involucraba, ya fuera económica, militar o educativa. «Un intelectual excéntrico que utilizó Chile como laboratorio para poner a prueba sus ideas políticas»54, ha dicho John Lynch. Escribía en La Aurora, nuestro primer diario nacional, y fundó una escuela de matemáticas, la Academia de San Luis. También hacía clases de retórica en la Real Universidad de San Felipe. Como abogado tenía gran clientela, y cuando podía atendía sin cobrar a las personas sin recursos.

Con Victoria se instalaron en una gran casa en calle Teatinos, donde tuvieron siete hijos. El menor de ellos, Mariano, también será trascendental en nuestra historia política. Conocido como «lord callampa», por su obsesión por Gran Bretaña y su gran tamaño corporal, al igual que su padre era abogado en la Real Universidad de San Felipe. Representaba una mezcla curiosa de estadista e intelectual, anticuado y progresista a la vez. Reformas sociales y jurídicas, junto a la enseñanza pública, serían sus temas.

A Javiera debe haberle fascinado esta familia. Y probablemente sintió envidia por una de sus hijas, María Dolores, que por ese entonces era la única mujer que estudiaba filosofía en la Real Universidad de San Felipe.

La familia Egaña pasaba mucho tiempo en su fundo al oriente de Santiago en la cordillera, actual Peñalolén. Bajo el nombre de Quinta de las Delicias, en honor a una que tenía Voltaire, fue un importante punto de encuentro de personajes influyentes y discusión intelectual. Desde ahí se planeó la creación del Instituto Nacional, con aportes de Manuel de Salas y Camilo Henríquez, además de Juan Egaña. Abrió sus puertas en agosto de 1814, en el convento de San Diego. En la ceremonia de inauguración Egaña dijo lo siguiente: «Trescientos años fuisteis esclavos, porque os envilecían con la ignorancia que es la fuerte cadena de los tiranos. Si queréis ser libres como los hombres, es preciso que seáis ilustrados: de lo contrario vuestra libertad será la de las fieras»55.

La educación era trascendental para el futuro de una República que estaba luchando por su independencia. Por lo mismo, tal como se dijo en su momento, el objetivo del Instituto era dar a la patria «ciudadanos que la dirijan, la defiendan, la hagan florecer y le den honor».

Se convirtió en la institución educacional de excelencia, con buenos profesores y contenidos, donde se educarían los mejores y más estudiosos personajes durante todo el siglo XIX.

Bajo el gobierno de Carrera se fundó también la Biblioteca Nacional, en unos terrenos de la Real Universidad de San Felipe. Partió con los libros que los jesuitas habían dejado en ella.

Para José Miguel la instrucción era un tema primordial. Y para Javiera también. Particularmente en esta área fue su consejera personal, y lo convenció de la necesidad de que las mujeres pudieran educarse. Así, bajo su influjo, José Miguel ordenó a los cabildos y conventos la apertura de escuelas primarias públicas y gratuitas para niñas. El decreto que lo ordena, en agosto de 1812, sostiene que es «una paradoja en el mundo culto que la capital de Chile, poblada de más de cincuenta mil habitantes, no haya aún conocido una escuela de mujeres». Y ordenaba que cada monasterio debía tener «en su patio de fuera o compases, una sala capaz para situar la enseñanza de niñas que deban aprender los principios de la religión, a leer y escribir y los demás menesteres de una matrona, aplicando el ayuntamiento de sus fondos los salarios de maestras»56. Las monjas tenían que elegir, pagar y dirigir a las profesoras de las futuras alumnas. Pero se negaron rotundamente, y en junio de 1813 Carrera tuvo que volver a repetir la orden. Pero al final quedó en nada. Todavía debían pasar muchos años para ello, y el gran impulso a la educación primaria en general, y especialmente femenina, no se produciría hasta la segunda mitad del siglo XIX.

Carrera creó también la Intendencia General de Hacienda, cuyo primer jefe fue José Santiago Portales, padre de Diego. Y en 1812 se fundó el Hospital Militar y creó la Junta de Vacuna, gracias a la cual en ese mismo año en Santiago fueron vacunados casi tres mil habitantes.

Bajo estos primeros años de Carrera se crearon nuestros primeros símbolos nacionales. El escudo, una columna rematada por un mundo, al lado de la cual aparecían una pareja de indígenas bajo una estrella. La figura completa estaba acompañada bajo el lema post tenebras lux y aut consilio aut ense57, frases bastante elocuentes en esta «revolución simbólica», como la han llamado algunos.