La ironía de su nombre

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Adivinando las tristes cavilaciones de la niña y sabedora de los últimos y fatídicos acontecimientos de su vida, la madre Calvario posó la mano en su hombro atrayéndola hacia ella en un intento de dar algo de quietud a su desánimo.

—Engracia, no te aflijas. Verás cómo la vida te tiene preparadas grandes alegrías —profetizó, esbozando una tierna sonrisa.

—¿Y las podrá ver mi abuela? —musitó, mientras notaba cómo se le estrechaba la garganta.

De pronto la madre Calvario detuvo su camino y sin mediar palabra, la abrazó y dio el consuelo que suplicaban los mudos gritos de la chiquilla. Estuvieron abrazadas durante unos instantes, los cuales a Engracia llenaron de calma y sosiego su compungido corazón.

Cruzaron por varias calles principales, donde el hostigador viento arremolinaba y amontonaba sin compasión la hojarasca por huecos y rincones.

La siguiente y última parada, el Registro Civil.

Apenas tuvieron que esperar, ya que en el momento que la monja asomó su persona por la puerta, un jovencísimo mozo y recadero para todo, ya transportaba en sus manos un par de carpetas para entregárselas en mano.

—Tenga usted, madre Calvario, se lleva todo lo que requirió en su momento, además, todo con doble copia —apuntó el mozo, sonriente.

—Muchas gracias, Ezequiel, eres muy eficiente y ordenado, sigue así y llegarás muy lejos —argumentó con convicción.

Con el pelo jaro y la tez sembrada de pecas hasta la saciedad, Ezequiel arqueó una amplia sonrisa donde se columpiaron unos desordenados dientes mientras agradecía esas alentadoras palabras. Se alejó por uno de los angostos pasillos de la sala, con un andar ligero y triunfante por el trabajo bien hecho.

La monja abrió una de las carpetas.

Ojeó y repasó algunos de los documentos y asintiendo levemente volvió a cerrarla de nuevo.

De regreso al convento, Engracia recuperó su incontinencia verbal acribillando a la madre Calvario a preguntas, dudas y porqués de todo lo que el reflejo del cristalino le devolvía.

Calló unos segundos, momento que aprovechó la religiosa.

—En estos documentos llevo varias partidas de nacimiento, entre ellas la tuya y la de tu hermana.

—¿Para qué?

—Debemos tener constancia de que todas las niñas del colegio están debidamente registradas.

—Y lo estamos, ¿no? —preguntó frunciendo el ceño.

—Claro que sí, Engracia. Solo que… también se requirieron en su momento las partidas de bautismo al obispado de Almagro y solamente se ha recibido la tuya.

—¿Y la de Josefa?

—Tu hermana no está bautizada, y si queremos que esta primavera tome la primera comunión con las demás niñas, debemos subsanarlo lo antes posible.

—No lo sabía —contestó, algo desconcertada.

—A veces, las circunstancias desfavorables que rodean a algunas familias las obliga a dejar en segundo lugar los santos sacramentos —aclaró, arqueando las cejas y encogiéndose de hombros.

El silencio, roto solo por los sorbos y las cucharas estrellándose en el plato, alertaban a Engracia de que la custodia del comedor se encontraba regida por la «Cara Pasillo» o por «La Pito».

Engracia se sentó al lado de su hermana buscando con la mirada al cancerbero. Al otro lado del comedor avistó a la hermana Milagros «La Pito» aguzando la vista y el oído como un ave de rapiña.

Templaba los ateridos estómagos de las niñas una insípida y humeante aguachirle que sopaban con pan y que era incomible.

Pía, seria y malhumorada, se encontraba sentada al lado de su hermana Eulogia. En la mesa contigua a la suya se encontraba Brígida, una de las niñas más maliciosas y punzantes del alumnado y cuyo entretenimiento de hoy era dedicarle a Pía un sinfín de burlas que escribía con los labios.

—Se está burlando de mí —masculló.

—No le hagas caso, ni mires para aquella mesa —le ordenó Eulogia, a media voz.

Como Brígida comprobaba que la mofa y sus feos gestos enrabietaban a Pía no cejaba en su intento de sacarla de sus casillas. Pía entró al trapo, lanzándole entre dientes toda clase de improperios que a su hermana mayor dejaron perpleja.

La monja, que advirtió la sorda disputa, mandó levantarse a las dos y acercarse ante ella.

—¿Dónde os creéis que estáis? —gritó, con voz de pito.

—¡Pía no deja de hacerme burla para reírse de mí! —proclamó Brígida, mirando de reojo a Pía.

—¡Mentira! ¡Es ella que lleva toda la comida mofándose de mí! —rebatió.

—¡De rodillas las dos en aquel rincón, con los brazos en cruz! —profirió la monja, enseñando los dientes.

—¿Por qué me tengo que poner de rodillas, si yo no he hecho nada? —demandó Pía, con rabia en sus palabras.

El golpe seco del gran bofetón resonó en el silencio contenido del comedor. Pía trastabilló para atrás, a punto de estrellar sus huesos contra el suelo mientras un zumbido le taladraba el oído izquierdo.

—¡Ponte de rodillas y no me repliques! —bramó, con ojos envilecidos.

Pía rompió a llorar al tiempo que se arrodillaba al lado de Brígida que ya tenía los brazos en cruz.

—Y las demás salid fuera. La que no haya terminado de comer, llegará a la cena con más hambre —apuntó con tono cortante.

Engracia miró a Eulogia y se reflejó en ella. Su rostro convulso contemplando la aflicción que se apoderaba de Pía traía a Engracia a la memoria la furia que sintió cuando su hermana Josefa fue vilipendiada días atrás.

A media tarde y levantado el castigo, las enfrentadas se dirigían a la vespertina clase de costura.

Brígida y Pía con las rodillas doloridas y sin mirarse atravesaban la puerta del aula para acomodar con más ganas que nunca las nalgas en la silla. Aparcaron la contienda hasta recuperar el ahínco que ahora les faltaba, sobrándoles por doquier desánimo y resignación.

Unos cuchillos de luz blanca se filtraban por el desvencijado tejado de aquel sábado clareando la gran estancia.

Engracia, que acababa de despertarse, escuchó varios pasos que se aproximaban, raudos, hacia el pabellón.

La puerta se abrió apareciendo en la sala la hermana Remedios y dos chicas mayores.

—¡Vamos que ya es hora! —vociferó—. Hoy no se hacen las camas, hay cambio de sábanas —aclaró.

Josefa, que despegó los ojos al primer bocinazo de la monja, escuchó las malas nuevas comenzando a arrebujarse entre las sábanas e intentando desaparecer entre ellas. Engracia se percató de la zozobra que empezaba a invadir a su hermana.

Acostumbrada a salir airosa de más de un aprieto, gracias a su astucia y sagacidad, esta vez la anemia de socorridas ideas invadió el intelecto de Engracia dejándola en blanco.

—Josefa, no te preocupes, le decimos que esta noche se te ha escapado el pis —argumentó esforzándose para que Josefa no notara su inquietud.

—¡Eso! Y le decimos que no pasará más —convino Josefa, intentando templar los nervios.

El alumnado se amontonó en los servicios para asearse mientras la monja y las dos muchachas desnudaban las camas amontonando en el suelo las sucias sábanas.

—¡Engracia y Josefa! ¡Venid aquí, inmediatamente! —gritó la monja.

Las niñas se aproximaron con pasos indecisos. Engracia sostenía la trémula mano de Josefa con fuerza.

—¿Quién de las dos es la meona? —inquirió, con una maliciosa mueca.

Se hizo un silencio por respuesta. Engracia apretó la mano a Josefa, que comenzaba a gimotear y a temblarle el cuerpo.

—No lo volveré a repetir. Decidme, ¿quién es la meona de este pabellón?

—Soy yo —contestó Engracia.

La monja calibró la afirmación, tildándola para sus adentros de falsa y descarada. Se aproximó a ellas para inspeccionar la parte trasera de las camisolas de felpa con las que se enfundaba el alumnado para dormir. La camisola de Engracia, prácticamente sin mancha alguna, contrastaba con la que llevaba Josefa. Varios cercos de gran tamaño en la parte trasera de la tela delataban el embuste.

—La mentira es grave pecado, Engracia. Como penitencia, permanecerás de rodillas hasta la hora de comer. Después rezarás esta noche en la capilla dos padrenuestros y dos avemarías —sentenció la redentora monja.

Poco le importó el castigo a Engracia al contemplar que a su hermana la mandaba ponerse de rodillas con la sábana mojada de orín cubriéndola en su totalidad y un cartel colgado al cuello con una corta frase en letras grandes que decía «POR MEONA».

Engracia, de rodillas, alejada varios metros de su hermana, pero no lo suficiente para no oírla sollozar. No podía ver su rostro tapado por la hedionda sábana, pero lo imaginaba lloroso y afligido.

Apostada Josefa al otro lado de la galería con la única y maliciosa intención de ser el hazmerreír del trasiego constante del alumnado.

Algunas compañeras reían al pasar al lado de la fantasmagórica sábana mientras voz en alto reiteraban el anunciado con tono sarcástico y burlón. Otras se limitaban a lanzar furtivas miradas disimulando su desasosiego por tan a vergonzante castigo.

Pasaron varias horas. El llanto desconsolado de Josefa se había transformado en el tenue gemido de un animal herido. Con el corazón desgarrado y picado de rencor, Engracia no dejaba de mirarla. Cada vez que oía el lánguido quejido de su hermana, se le abrían las carnes. El no haber podido ni sabido evitar a su hermana tan cruel castigo, la llenaba de impotencia y frustración. Se hubiera cambiado por ella mil veces, y mil veces más se hubiera autoculpado si con ello hubiera evitado el mínimo sufrimiento a su hermana pequeña.

Engracia vislumbró en la distancia la silueta de la hermana Remedios que accedía a la galería aproximándose a ellas con largas y elásticas zancadas.

 

—Espero, Engracia, que hayas aprendido la lección. Y a ti, Josefa, estaré supervisando tu lado de la cama —amenazó mientras tiraba de la sucia sábana para destaparla.

Con los ojos y las mejillas rojas por el llanto y el frío, Josefa se fue incorporando lentamente, pues a las piernas les costaba obedecer. Engracia, mientras, se enderezaba como podía, se acercó a su hermana para agarrar su mano con fuerza intentando darle algo de sosiego tras las inquietantes palabras de la religiosa.

—Os quiero en un minuto en el comedor para dar gracias —sentenció, mirando de soslayo y desapareciendo con la sábana arrebuñada por uno de los corredores.

El débil resplandor que entraba por los ventanales de la galería esculpía el contorno de la titánica hermana Angustias. Apostada en el cerco de la puerta observaba con ojos mansos el calmo y relajante ambiente que se respiraba en el comedor. Las niñas charlaban sosegadamente mientras comían las grumosas gachas, fijas en el menú de todos los días.

Una mezcla de desánimo y canguelo que Josefa no podía disimular le estrechaba la garganta. Apenas probó un par de cucharadas dejando en el plato gran parte de la pitanza.

—Come, Josefa, que después te dolerá el estómago por el hambre —dictaminó Engracia con un poso de preocupación.

—No puedo —contestó, mirando el plato.

La continua zozobra que se iba apoderando de su hermana a Engracia la sumía en un contenido y disimulado desaliento.

Con oscilantes pasos se acercó a ellas la hermana Angustias que no había perdido detalle desde que entraron por la puerta del comedor.

—¿No comes, Josefa? —inquirió la monja, inclinando el cuerpo para estar a su altura.

Josefa giró la cabeza para encontrarse con el blando y dulce rostro de la embardada monja.

—No —musitó bajando la mirada.

Sabedora la religiosa de la funesta mañana para las dos hermanas, se incorporó despacio para recorrer con la vista el abarrotado comedor.

—Escuchad, mis niñas. Hoy tenéis una hora más de patio —anunció.

—¡¡Bien!! —gritaron las niñas mientras se apresuraban a rematar las últimas cucharadas.

En ese momento Engracia pensó que ese cuerpo abotargado de la monja se debía a la acumulación de bondad, esmero y cariño que esparcía constantemente por todos los rincones del internado.

La hermana Angustias pasó su mano por la cabeza de Josefa.

—Josefa, sal con tu hermana al patio. Ya comerás después —apuntó perfilando una sonrisa.

La fría tarde no acobardó ni un ápice el entusiasmo por el juego y la diversión del alumnado. A Engracia y Josefa, aunque unidas a las risas y a los juegos de calle, las acechaba un remusgo de preocupación por la inevitable llegada de la noche.

Metidas en la cama y embozadas con el cobertor hasta las orejas, Engracia bisbiseaba intentando no despertar a sus compañeras.

—Josefa, tienes que dormir, si no mañana estarás somnolienta todo el día —apuntó, convencida.

—¿Mañana será igual que este? —inquirió, Josefa susurrando en tono lastimero.

Engracia suspiró profundamente mientras buscaba la mejor manera de contestar a tal difícil pregunta. Pegó su escuálido cuerpo al de Josefa para reconfortarla e intentar mitigar la desazón que la consumía.

—Mañana será otro día —contestó, rematando la conversación.

La congoja y la agitación de todo el día pasaron factura a Josefa cayendo en un sueño profundo a los pocos minutos. Engracia no tuvo la misma suerte, pues la incertidumbre del día siguiente la mantenía sin pegar ojo. Bien entrada la noche, los párpados se rindieron a un inquieto y constante duermevela.

Todavía no había amanecido.

Josefa se despertó, sobresaltada.

—¡Engracia, me he meado! ¡Me he meado! —reiteraba acongojada mientras zarandeaba a su hermana.

Apenas hacía unos minutos que Engracia se había entregado en cuerpo y alma a los brazos de Morfeo. Aún aturdida intentaba sujetar los párpados para que no se desplegaran como persianas.

—Me pondrán encima la sábana mojada y el cartel —vaticinó con voz entrecortada y a punto de echarse a llorar.

—¡Cálmate, Josefa! —instó, a media voz.

Ni corta ni perezosa, Engracia le cambió el sitio seco por el, ahora, húmedo y maloliente de su hermana. Intentaba secar al calor de su exiguo cuerpo el rodal húmedo de la sábana. Engracia, esperanzada en la disparatada idea, taponaba toda entrada de aire frío formando una especie de ovillo donde el esbozo le cubría hasta los ojos.

Josefa, ahora más relajada, acabó por sucumbir al sueño. Mientras, Engracia, insomne e inerte, con más fe que convicción, intentaba llevar a buen fin su abnegado propósito.

La llegada de la hermana Remedios, siempre vociferando, amedrentaba al alumnado levantándose de un brinco de la cama para enfundarse el uniforme y asearse lo antes posible. Se acercó, presurosa, a la cama de las hermanas Garrido saboreando el momento. Esbozó una retorcida sonrisa esperando lo inevitable para su satisfacción. Levantó el cobertor para pasar revista a su amenaza. Comenzó a palpar la sábana bajera buscando la esperada evidencia, pero cuál fue su sorpresa que la vieja y amarillenta sábana se encontraba completamente seca. Contrariada y desconcertada, lanzó una envenenada mirada a Engracia, que la observaba desde la puerta de los aseos. La niña bajó la cabeza temiendo que pudiera leer su pensamiento. Acto seguido dio media vuelta para internarse en la galería y perderse por los viejos corredores del arcaico colegio.

Josefa, escondida detrás de su hermana respiraba aliviada.

—No se ha dado cuenta —murmuró, con una incipiente sonrisa triunfal.

Engracia, más cautelosa, pero sin restar quietud y descanso por haber burlado en esta ocasión la deplorable inspección de la monja. Contemplar el rostro tranquilo y sereno de su hermana Josefa ya merecía la pena cualquier sacrificio.

Las monjas que ponían orden en las filas tuvieron que desviar al alumnado por otra galería paralela a la habitual.

Varios cascotes de gran tamaño se desprendieron del caduco y deteriorado techo estrellándose contra el suelo. Tres de las chicas mayores, con escobones y recogedores, amontonaban los escombros en los rincones.

Al acceder a la otra galería, Engracia y Josefa se toparon con una acongojada estampa. Dos niñas arrodilladas, tapadas con su meada sábana y con el humillante cartel colgado al cuello, les estrujó el corazón. Dormían en el otro pabellón, donde tampoco se libraban de la podenca vista y olfato de la perversa monja, jactándose de encontrar a las «meonas del colegio», como solía apodar despectivamente a las niñas con problemas de incontinencia nocturna.

Con el corazón arrebuñado y conteniendo la respiración, cruzaron delante de ellas.

Unas risas burlonas resonaron en la oquedad de la galería.

Brígida, acompañada por Crescecia, su fiel esbirro y por el eco de sus mordaces risotadas, pararon ante las arrodilladas sábanas para deleitarse en leer en voz alta, repetidas veces, el denigrante lema.

—¡Ya está bien! —protestó Engracia.

Brígida, burlona, plasmó en sus labios una apretada y caustica sonrisa para la gran abanderada.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Se lo dirás a la hermana Remedios? No lo creo —ironizó Brígida, triunfante.

Engracia se mordió el labio inferior para no dejar escapar un sinfín de palabras malsonantes que se amontonaron en su boca. Sabedora de que no era el mejor momento para enfrentamientos, pues podría salir perjudicada Josefa por lo acontecido el día anterior. Asió el brazo de su hermana Josefa y retomaron el camino hacia el comedor. A los pocos pasos Josefa giró la cabeza para regalarles un par de lengüetazos al aire, arrugando la nariz, dignos de un camaleón. Brígida respondió escribiendo lentamente con los labios la palabra «meona», mientras Crescecia reía, burlona.

Siguieron otras noches practicando la misma y única estrategia. Pero los esfínteres no entienden de tiempo ni horarios. Si Josefa se aliviaba a media noche, Engracia siempre estaba dispuesta a poner en marcha su inventiva. Pero si el alivio ocurría casi al amanecer, no había Cristo Divino que la librara del humillante castigo que la hermana Remedios adjudicaba a todas las meonas del colegio. Así pues, con el corazón hecho añicos, Engracia contempló, más veces de las que hubiera querido, a su hermana en una esquina del corredor con la sábana encima y el aberrante cartel colgado a su cuello.

11

Todos los días después del desayuno debían presentarse ante la hermana Gloria. Una larga fila esperaba su turno ante la puerta de la pequeña sala de enfermería.

La hermana Gloria siempre al auxilio de cortes, golpes y rozaduras, en esta ocasión eran los implacables sabañones que salpicó el frío invierno. Curaba y vendaba con mimo los abotargados y dolorosos pies.

—Engracia, procura que no se te deshaga el vendaje, pues los tienes muy inflamados —dictaminó la monja.

Engracia resopló reiteradas veces al tacto frío de las manos de la instruida monja mientras esta, ponía gran empeño en dejarle un buen vendaje procurando que el roce del zapato al caminar no reventara las enormes vejigas.

La religiosa se subía constantemente con el dedo índice el puente de los pequeños lentes que apenas podían reposar en su achatada nariz. Unas hebras plateadas en las sienes contrastaban con las anchas y negras cejas. Apenas sin arrugas y con una tez tan morena que al reír se le blanqueaban aún más los dientes. Su carácter serio pero afable, siempre guardaba alentadoras palabras para las pequeñas y forzosas pacientes.

El vendaje le proporcionaba gran alivio durante gran parte del día, después por la noche, en la cama con los pies quietos y fríos se agudizaba el dolor. El roce áspero de la sábana terminaría por quitar el vendaje y reventar las vejigas.

Lo que para algunas compañeras era un fastidio, tener que presentarse en la enfermería todas las mañanas, para Engracia era pura necesidad para mermar el dolor considerablemente y poder caminar y jugar con ligereza.

En las cortas tardes de aquel frío invierno, la luz natural languidecía obligando a prender a horas tempranas la llama de carburo para salvar los dedos de una traicionera puntada. Desde que la madre Caridad, días atrás, diera las primeras puntadas para elaborar cenefa, Engracia se adhirió a la monja como parte de su hábito. Sentada junto a ella no perdía detalle del siguiente pespunteado. Sus pequeñas manos salpicadas de sabañones aprendieron desde la más fácil y conocida cenefa hasta la más complicada y de nuevo diseño.

El taller donde se confeccionaba la cenefa para el exterior, era como la cueva de Ali-Babá para la creativa Engracia. En los ratos libres, que eran menos de los que ella desearía, se escabullía por entre la maraña de galerías y claustros para llegar ante la puerta del taller y atravesarla con júbilo.

—Buenas tardes, madre Dolores —saludó Engracia, sonriente.

—Buenas tardes nos dé Dios —contestó la religiosa.

La madre Dolores, a cargo del taller, se acostumbró a sus reiteradas y fugaces visitas.

Una veintena de muchachas mayores del internado se consagraba la mayor parte del día a la confección y preparación de pedidos de la laboriosa cenefa. La madre Dolores se diría que era la mayor de todas las religiosas. Casi siempre sentada, pues estar de pie suponía para sus gastados huesos un verdadero esfuerzo soportar su propio peso. Con los brazos apoyados en una tosca mesa, pasaban por sus manos la supervisión de la elaborada cenefa de todo el día. A pesar de su edad, el tacto de sus manos y su todavía vista de lince detectaban cualquier fallo de punto o tara.

Engracia solía arrastrarse por el suelo del taller entre patas de sillas y piernas de las afanosas y jóvenes costureras. Recogía pequeñas hebras de hilo de dispares colores, inservibles ya para el taller, pero para ella eran un pequeño tesoro. Confeccionaba una inusual cenefa con todas las pisadas hebras. La mezcla de colores e hilos anudados unos con otros daban un resultado disparatado y a la vez tan bonito que su profesora, la madre Caridad, elogió el enfoque surrealista de la ingeniosa labor.

—Engracia, hay varias hebras debajo de mi mesa —apuntó la madre Dolores al ver el entusiasmo y la forma de peinar con la mirada cada palmo de suelo.

Engracia asintió con la cabeza para lanzarse de rodillas en busca de sus preciadas hebras de hilo.

 

—Madre Dolores, ¿no tendrá usted algunos pequeños retazos de tela inservible? —preguntó Engracia.

—¿Para qué los quieres? —inquirió la monja, intrigada.

Engracia se sentó en el suelo para descalzarse y quitarse las calcetas.

Aparecieron unos dedos sembrados de úlceras por los sabañones. La mayoría reventados e infectados. El vendaje diario se descolocó entre carreras y juegos y la ulcerada piel se adhirió al tejido de la calceta desprendiéndose al desnudar los emponzoñados pies. Unos profundos agujeros en las articulaciones de los dedos, donde asomaba el hueso, remataban el diagnóstico.

La monja al ver esos pequeños y moribundos pies se persignó en un lamento. Sabía que el frío del invierno en el convento venía acompañado de los temibles sabañones. La que más y la que menos llevaba su estigma en manos y pies, pero la dantesca visión consiguió que a la religiosa y demás muchachas se les erizara el vello. Aprovisionó a la niña de varios y pequeños retales, no sin antes haberle vendado los enconados pies con gran cuidado y esmero.

—Debes ir tres veces al día a que te haga las curas la hermana Gloria —ordenó.

—Si todas las mañanas me cura los sabañones y me pone un buen vendaje —aclaró, alegando a su favor.

—Engracia, necesitas una supervisión constante para que esa infección no vaya a más —explicó, dibujando en su rostro una compasiva sonrisa.

Engracia demandó algunos trapos más para poder vendar los pies a su hermana, pues no quería que se cebaran con Josefa los malditos sabañones y llegara al estado deplorable en que se encontraban sus infectos pies.

Esa noche, antes de que apagaran la lámpara de carburo, Engracia, con una tentativa de vendaje, tapó las mañaneras vendas de la hermana Gloria intentando así que no pudieran quedarse al descubierto los hinchados sabañones por la noche.

—Me duele cuando me tocas —puntualizó Josefa.

—No te quites el vendaje, verás cómo no se te hacen heridas —aclaró Engracia, dando el punto de énfasis de hermana mayor.

El torpe vendaje, sin faltarle dedicación y cariño, era una madeja de trapos enrollados entre sí, dignos de una niña de nueve años.

La Diosa Aurora, incapaz de venir en compañía de su hermano, el Dios Sol, trajo un cielo plomizo que acechaba la ciudad. El implacable y frío viento barría el polvo enturbiando las calles.

Esa mañana venía acompañada de nuevos acontecimientos para Engracia y Josefa.

Después de desayunar, oír misa y rezar el martilleante Santo Rosario, el alumnado se dirigía a las clases matutinas.

La forma distendida que la madre Calvario adoptaba para explicar la lección inducía a las niñas a poner gran atención. Con su voz clara y armónica, su gran expresividad con las manos y la extrema dedicación que esparcía por todas y cada una de sus alumnas, se había ganado por méritos propios el respeto y estimación incondicional de todas las allí halladas.

Engracia escuchaba sin pestañear las palabras de la monja. Observaba cómo alentaba a la que no podía seguir el ritmo de la mayoría. Se sentaba junto a la frustrada niña, no se levantaba hasta que comprendía los vocablos aleccionados de esa mañana, después felicitaba y elogiaba con entusiasmo el esfuerzo mostrado por la alumna. Se paseaba por los pupitres dando leves golpecitos con la punta de los dedos en el hombro de las niñas, animando un espíritu repleto de miserias.

No solo el hambre y las carencias primarias revoloteaban por las cabezas de aquellas niñas, sino la falta de afecto, cariño y mimo. La magnanimidad que desprendía aquella religiosa era como un halo que envolvía toda su silueta. Para Engracia era la deidad personificada arrastrando un hábito.

A punto de acabar la clase, se oyeron unos ligeros golpes en la puerta.

Sin esperar respuesta, la puerta cedió traspasando el cerco la hermana Angustias.

—Perdone la interrupción, madre, pero se requiere la presencia de Engracia y Josefa Garrido en el despacho de la madre superiora —argumentó, enseñando con una sonrisa todos sus dientes.

A Engracia le dio un vuelco el corazón. Las hermanas intercambiaron desconcertantes miradas de sorpresa e inquietud.

—Vamos, Engracia, que os están esperando —apuntó la madre Calvario, regalándoles una tibia y tranquilizadora sonrisa.

Las niñas siguieron los bandeados pasos de la hermana Angustias.

—Sosegaos, mis niñas… que no es nada malo —anunció, mientras giraba la cabeza hacia ellas para dedicarles una de sus sonrisas dibujada en su descomunal boca.

Esas palabras aliviaron la zozobra que comenzaba a inundar el encogido corazón de Engracia. La religiosa tomó las manos de las niñas para andar al compás en un intento de infundirles seguridad y ánimo, mientras recorrían el laberinto de galerías y claustros.

Cuando arribaron ante la puerta del despacho, Engracia aguantó la respiración.

La monja tocó levemente la puerta con los nudillos.

—Adelante —contestó la madre superiora.

La madre Angustias empujó suavemente la puerta para cederles el paso a las indecisas niñas.

La claridad del ventanal les devolvió una recortada y familiar silueta.

—¡Engracia! ¡Josefa! —se oyó, rompiendo el inquietante momento.

Aunque la luz veló momentáneamente el rostro que tenía enfrente, Engracia reconoció al instante la voz de su tía Rita. Se lanzó a ella como si no la hubiera visto en años. Abrazos y sonoros besos se mezclaron con el llanto incontenido de las que se añoran.

Conmovida por la escena, la madre superiora miraba de soslayo a la voluminosa hermana Angustias, que ya enjugaba sus lágrimas con el arrebuñado pañuelo que escondía en la manga del hábito.

Ya más relajadas, buscaron algo de intimidad y se sentaron en uno de los bancos del claustro más cercano.

El largo y banal hilo de conversación que Rita departía con sus sobrinas y que apenas le daba tiempo para coger aire, escamó a Engracia.

Sus parlanchinas palabras segregaban algo más.

—Ya nos has dicho que la abuela está bien, pero… ¿cómo de bien? —inquirió Engracia, aprovechando un corto respiro de su tía Rita.

—Sigue encamada pero mejorando, ya sabéis que es muy mayor —apuntó Rita, mirando para otro lado.

—Dime la verdad —demandó Engracia, buscando la mirada huidiza de su tía.

Rita exhaló todo el aire que tenía en los pulmones para clavar los ojos en el suelo de piedra.

—Mi hermana Aniceta llevó a mi madre al Asilo de Beneficencia —dejó caer, con voz entrecortada.

Una abrasadora punzada de dolor y rencor se hacía camino en el corazón de Engracia. Encharcados los ojos de lágrimas miró a su tía buscando respuestas.

—¿Y ese, qué sitio es? —preguntó Josefa, con ingenuidad.

Relató que hacía dos meses, después de todo el día faenando en casa del capitán Cabanillas se dirigía a casa de su hermana Aniceta. Al llegar subió como de costumbre a encontrarse con su madre. Pero allí no estaba la abuela, ni sus ropas, ni tan siquiera los retratos que celosamente guardaba con tanto cariño. Solo en medio de la fría cámara, el desvencijado camastro, desnudo y despojado del viejo y apelmazado colchón, que un día la tía Aniceta desempolvó de la cueva para que diera uso su molesta familia. Cuando imploró razones por su conducta, se limitó a decir que ella ya tenía bastante con atender a su marido y a sus hijos y que el asilo era lo mejor para todos los viejos que ya no se valían por sí solos. Le reprochó a su hermana su vil comportamiento y esta la invitó a salir de su casa si no estaba conforme con su decisión. Con dieciséis años, sola y sin otro techo donde cobijarse, las opciones de marcharse de allí eran nulas.

La única tarde libre que tenía a la semana la dedicaba a visitar a su anciana madre. Gran parte del tiempo lo dedicaba a asearla y adecentarla. Peinaba su plateado cabello para terminar elaborándole el bonito zorongo que siempre a la abuela Elvira gustaba lucir.

Rita procuró ahorrarse algunos desgarradores detalles de sus visitas al asilo.