La ironía de su nombre

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Se sentaron en el gran comedor donde las esperaban un tazón de leche y un pedazo de pan.

A Engracia aquello le pareció oro blanco. Ya no recordaba la última vez que cayó en su desmedrado estómago alguna gota de la ansiada leche. Las dos hermanas se deleitaron en sopar la leche para después engullir con fruición las congestionadas cucharadas.

La monja de turno que custodiaba el comedor reprendió a unas revoltosas niñas que no cejaban en su intento de alborotar el repleto comedor. Engracia y Josefa se mantenían calladas intentando que no les salpicara la letanía de reproches que la religiosa dejaba escapar por su boca.

A las ocho de la mañana comenzaba la misa matutina en la capilla repleta de niñas debidamente sentadas en los largos bancos. A la acabada misa le seguía el largo y repetitivo rezo del Santo Rosario. Engracia, tediosa y aburrida, pasó el rato paseando la mirada por las ennegrecidas y descascarilladas paredes de la capilla.

A las nueve comenzaban las clases. En tres aulas se repartía el alumnado a excepción de las chicas mayores que se pasaban el día trabajando en el taller confeccionando cenefa para los comercios especializados.

Entraron en una de las aulas por indicación de una de las monjas apostadas en el pasillo para poner orden y diligencia.

Con pasos indecisos y cogidas de la mano observaron cómo las demás niñas ocupaban sus respectivos pupitres.

Una gran pizarra tapaba casi en su totalidad la pared de enfrente. Las paredes abotargadas y ennegrecidas por la humedad que solo al mero roce dejaba a la vista la tosca y centenaria piedra. Un desconchado techo que no se atrevía a asentarse en las viejas vigas de madera despedazadas a dentelladas por la carcoma. Con la agónica sensación de que en cualquier momento el techo se les vendría abajo con un leve portazo de la puerta.

A la diestra de la pizarra una mesa, con varios libros apilados y obcecada en la lectura, una monja sentada en una silla de respaldo alto. El trasiego de las niñas y el ruido de las tapas de los pupitres la obligaron a levantar la vista.

Al fondo atisbó dos pequeñas siluetas, perfiladas a contraluz por la claridad que prestaban los grandes ventanales del pasillo.

Con un ligero movimiento de mano invitó a que se acercaran ante ella.

—Buenos días nos dé Dios, ¿cómo os llamáis y de dónde sois? —preguntó con una eufónica voz.

—Soy Engracia Garrido Martínez, esta es mi hermana Josefa, somos de Almagro y venimos para aprender —contestó de un tirón sin apenas coger aire.

La monja sonrió a su elocuencia y a esa mirada despierta que cualquier maestro anhelaba que tuviera la mayoría de sus discípulos.

—Me alegraría que fuese así. Soy la madre Calvario, ahora os podéis sentar en cualquier pupitre que se encuentre libre. Dentro de él encontraréis todo lo necesario —sugirió, regalándoles una abierta sonrisa.

La lisura de su voz era bálsamo para los oídos de Engracia. Un rostro nacarado al que se le escurría el tiempo por unos surcos prematuros donde era difícil definir la edad. Con unos ojos zarcos que podrían consumir de envidia al más azul de los mares y una amplia sonrisa donde asomaron unos impolutos y alineados dientes.

Se sentaron en uno de los últimos pupitres situados muy cerca de la puerta de entrada. Engracia alzó la tapa del pupitre, donde un par de finos cuadernillos y varios lápices ocupaban una pequeña parte del cajón.

El hambre de aprender y la sed de conocimientos que Engracia acumulaba en su interior se materializaron al rozar levemente con la mano el cuadernillo. Ansiaba expresar con signos todo lo que su esponjosa mente pudiera absorber. Ávida por ver completada cada hoja, cada renglón del vacío cuadernillo.

La entretenida y productiva mañana a Engracia se le pasó en un suspiro. Más que escuchar la lección, la escuchaba a ella. La manera de explicar las cosas, la paciencia a raudales que esparcía por todo el alumnado. Engracia no hubiera querido salir del aula en todo el día.

A las dos en punto, el alumnado debía estar sentado para recibir las viandas del mediodía no sin antes agradecer los alimentos que recibían por la gracia de Dios.

Un guisado de patatas que más bien parecía un pálido y correoso puré.

—Sabe muy mal —comentó Josefa con voz queda.

—Cómetelo porque no hay otra cosa —instó, disimulando ante su hermana el hastío que le provocaba aquel puré que sabía a rayos.

A las tres y media, lección de costura.

En otra sala contigua al aula de enseñanza de conocimientos, varias hileras de sillas de dispares tamaños frente a una cómoda silla con un mullido cojín atado con cuatro cintas a los bajos de esta. De pie, esperaba, paciente, una menguada monja. Su baja estatura no sobrepasaba ni por asomo el metro y medio. Enfilando los cincuenta, de flacas carnes y un rostro chupado donde numerosas arrugas no podían ocultar vestigios de haber sido bella.

Aguardó a sentarse hasta que la última niña de la fila cerrara la puerta y se acomodara en su sitio.

—Sois Engracia y Josefa Garrido, ¿no es así? Soy la madre Caridad —la religiosa prosiguió sin esperar respuesta—. Acercad vuestras sillas y sentaos a mi lado.

La forma de coger el paño entre sus exiguas manos y la destreza y habilidad en el vaivén de la aguja a Engracia le parecieron algo mágico. Como un milagro iba apareciendo en las puntadas una preciosa rosa en el paño que bordaban las prestidigitadoras manos de la monja.

—Madre Caridad, yo quiero aprender a bordar —propuso Engracia, embelesada.

—No quieras empezar la casa por el tejado. Primero te enseñaré a coger la aguja —apuntó.

Con varios pinchazos de aguja, sangrado incluido, concluyó la clase de costura.

Cayó la tarde bajo un cielo prendido de ocre, alargando la sombra a los altos tejados de la ciudad. Un recio y tirano viento se arrastraba por los barrios adentrándose por recovecos imposibles para dejar su álgida huella.

El par de horas libres para juegos les proporcionó tiempo para relajarse, relacionándose y conociendo a sus nuevas compañeras.

Engracia reconoció a varias paisanas. Eulogia y Pía, dos hermanas con edades similares a las de ellas, que dejaron Almagro hacía dos meses. Por varios comentarios sobre el pueblo y sobre sus familias llegó a la conclusión de que aquellas niñas eran nietas de Dolores, la amiga de su abuela Elvira y la que les enseñó el arte del encaje de bolillos.

Prometía, la nueva amistad de las niñas, todas carentes de lo más esencial en edades cortas, sus progenitores.

A las ocho y media, la misa de tarde rematada con el interminable y hastiado Santo Rosario. Y la esperada cena a las nueve sin probar bocado desde las dos del mediodía.

Esa noche tocaba puré de verduras, una humeante y verde pasta que a Josefa se le quedó pegada en el paladar y que le obligaba a dar arcadas.

—Yo no quiero, está muy malo —protestó con un hilo de voz.

—Solo algunas cucharadas, por favor —le rogó Engracia.

Esa noche la monja de turno era la hermana Remedios.

Postradas de rodillas contra la pared estaban tres niñas. Su pecado, negarse a comer la cena de esa noche. Temiendo que su hermana corriera la misma suerte, intentaba sin éxito que se terminara el desabrido y pastoso puré. Con gran disimulo volcó la mayor parte de la pitanza de su hermana en su plato, comenzando a engullir antes de que la religiosa se paseara de nuevo por los pasillos que formaban las mesas. Escrutando uno por uno, la rígida monja clavaba sus rapaces ojos en los platos semivacíos, obligando a yantar toda la comida hasta conseguir que el fondo del plato estuviera reluciente por los restregones del pan. Ordenó a las castigadas niñas que se levantaran y que se comieran el puré ya frío. Vociferó hasta desgañitarse consiguiendo que se tragaran las náuseas y el hastío, dejando los platos lustrosos.

Josefa, con un par de cucharadas de puré y los dos pedazos de pan, uno de ellos el que le correspondía a su hermana, se metió en la cama con el estómago ligero pero sentado. A Engracia, con casi dos platos del incomible puré, que desbordaba su desmedrado estómago, le comenzó a escalar por el esófago un revoltijo de puré y ácidos estomacales que la obligaron a levantarse de la cama para tragar a bocanadas la fría agua del lavabo.

Pasó media noche sujetándose el estómago para no vomitar y la otra media sentada en el retrete dejando las tripas tan vacías como una tubería hueca.

Cuando se despertó Josefa, ya clareaba. Se giró sobre sí en la cama encontrándose a Engracia sentada en el borde de la cama de espaldas a ella.

—Engracia, ¿qué te ocurre? —murmuró, intentando no despertar a sus compañeras.

Cuando Engracia giró la cabeza, su rostro le contestó. Los ojos hundidos y unas azuladas ojeras que contrastaban con la pálida y demacrada tez.

—No he podido dormir, me ha dado un cólico que me ha tenido toda la noche postrada en el retrete.

—Pues yo ni me he enterado —mencionó, arqueando las cejas y alzando los hombros como disculpa.

Se abrieron las puertas invadiendo el pabellón la hermana Milagros. Su áspero carácter y el indisoluble ceño fruncido marcaban y afeaban sus líneas de expresión a pesar de su juventud. Apenas superaba la treintena, pero el hosco semblante que siempre la acompañaba aviejaba su lozanía diez años más.

Comenzó a exhalar de su boca un puñado de órdenes que reiteró incesantemente, mientras golpeaba con la palma de la mano el piecero de las camas más cercanas a la puerta. Satisfecha, se dio media vuelta y desapareció por el corredor.

Inquieta, Engracia se despojó la camisola de felpa para enfundarse con diligencia el amplio uniforme temiendo la vuelta de la hermana Milagros.

 

Josefa, paralizada, postrada en el lecho sin mover un músculo.

—Engracia, he mojado la cama —musitó, comenzando a sentir una súbita zozobra.

—Tranquila, no te preocupes, tranquila —reiteró, ofreciendo a su hermana algo de sosiego.

Engracia le hizo una seña con la mano para que guardara silencio y comenzara a vestirse. Procedieron a hacer la cama con presteza ocultando bajo el pesado cobertor el amarillento y mojado manchurrón plasmado en la sábana confiando en que, al llegar la noche y la hora de dormir, la suerte y el tiempo estuvieran de su parte encontrándose la mancha seca y la evidencia sin descubrir.

10

Pasaron varios días de estudio, costura, juegos y sobre todo rezos, mañana, tarde y noche. El rosario dos veces al día, la misa matutina y vespertina y los despaciosos rezos de agradecimiento por las viandas del día.

La limpieza del convento correspondía al alumnado. Un turno rotativo al día para barrer y fregar los suelos, baños, cocina, patios y recoger y amontonar escombros.

Casi todos los días parte de algún tejado, muro o pared se desplomaba sin aviso. El mastodóntico convento se desmoronaba por todos los flancos. La lluvia y el viento minaban los centenarios tejados que se desplomaban como baraja de naipes, amén del linchamiento y expolio que sufrió todo muro divino en la truculenta y desmembrada guerra civil.

Unos turnos de diez niñas sin importar la edad debían dejar las estancias habitadas del convento pulidas de toda mugre.

Engracia, con las manos entumecidas del agua fría y las rodillas doloridas de fregar tanta burda y roja baldosa, daba gracias junto a su hermana y Eulogia por haber acabado de inmacular los suelos de los fríos e interminables corredores y galerías. Les llevó casi todo el día, salvando misas y pitanzas. Seguidamente invadieron el comedor con una gazuza de siete días.

Esa noche tocaba el verde y maloliente puré de verduras.

—Yo no quiero comer, voy a vomitar —adujo Josefa, cruzándose de brazos.

—Vamos, Josefa, mira a Eulogia y Pía cómo se lo comen. Y seguro que no les gusta —puntualizó intentando inútilmente convencer y animar lo que ya sabía y daba por perdido.

Esa noche custodiaba el comedor la temible hermana Remedios. Su desdén y la falta de indulgencia y abnegación hacían que el alumnado sintiera tanto pavor como aborrecimiento hacia ella. Como un ave de rapiña ojeaba desde lejos todas las mesas, debían estar en absoluto silencio, solo roto por el ruido de las machaconas cucharas martirizando el plato de metal.

Apostada en una esquina, estiró el cuello hacia la mesa donde se encontraba Josefa.

De dos zancadas atajó la distancia que le separaba de ella, situándose a su espalda.

—Josefa, cómete el puré —instó la monja en tono amenazante.

—No puedo, me dan náuseas —rogó la niña, a punto de echarse a llorar.

—¡No quiero volvértelo a repetir! —vociferó, con una férrea mirada.

Josefa comenzó a meterse en la boca las cucharadas, tragando despacio, intentando no pensar en el asco que le producía el viscoso puré. De repente al abrir la boca para engullir la cuarta cucharada, un súbito vómito escaló la garganta vomitando en el plato todo lo acumulado en el estómago desde que amaneció.

La monja se abalanzó sobre la niña para zarandearla mientras escupía por la boca incesantes reproches y saliva a la par.

—¡Ahora, acábate la cena! —berreó, estrujando con las manos los hombros de la pequeña.

Un agobiante silencio se rompió al echarse a llorar Josefa, negando con la cabeza.

—Llora lo que quieras, pero hasta que no te acabes el puré, no te mueves de aquí —amenazó con una torcida y grasienta sonrisa.

Comenzó a comer poco a poco sus propios vómitos que al instante regurgitaba para volver a caer en el plato, comenzando de nuevo el suplicio. La monja a cada cucharada que tomaba la obligaba a beber agua del vaso. Finalmente consiguió que su pequeño estómago sujetara el baboso caldo lo suficiente para que la hermana Remedios le permitiese levantarse de la silla.

Triunfadora, se alejaba la monja mientras la mirada encañonada de Engracia volatilizaba su espalda, preguntándose cómo Dios permitía tener como siervos a seres tan aberrantes como el que marchaba ahora con las manos juntas y anudadas al rosario.

De camino al pabellón, Josefa se sujetaba el estómago aligerando el paso, deseando llegar al retrete para volcar en él el vómito, la rabia y la vergüenza.

Acostadas en la cama, calladas, en tinieblas y sin poder dormir, Engracia percibía la respiración entrecortada de su hermana.

—No llores, Josefa, pasarán unos días hasta que «la Cara Pasillo» aparezca de nuevo por el comedor.

—No lloro por eso, lloro porque temo el día que descubran que me hago pis en la cama —explicó, acongojada.

—No ocurrirá nada porque no lo descubrirán. La cama la hacemos nosotras y así seguiremos todas las mañanas —sentenció, poniendo en sus palabras un tono de convencimiento y resolución que ni ella misma creía.

La tufarada de vapores que exhalaba la manchada sábana, al calor de los cuerpos, se filtraba por el cobertor impregnando alrededor de la cama una especie de fétido halo.

El cambio de sábanas todavía no se había producido desde que llegaron al colegio, pasadas ya dos semanas, solo era cuestión de tiempo y Engracia lo sabía.

Amaneció un cielo ceniciento que prometía lluvia. Un frío hálito susurraba por los bajos de las puertas esperando escapar de estampida.

Las clases con la madre Calvario, siempre amenas y fructuosas, relajaron la tensión de las últimas horas. Todo aquello que al principio a Engracia le parecía una desordenada maraña de signos y que ahora comenzaba a tener sentido y a comprender lo que plasmaba en el cuadernillo, le parecía fascinante. Las letras comenzaban a formar palabras, las palabras unidas, frases, y las frases en mero pensamiento.

Las horas con la hermana Calvario pasaban fugaces. Las niñas se impregnaban del bienestar y sosiego que se palpaba en el aire. Entre lección y lección, cuentos y alegres canciones. Risas y comentarios sobre el porqué de las cosas, dejando vía libre a la imaginación hablada y escrita.

A la hora del recreo, la monja de guardia, con tanta niña, no notó la ausencia de Engracia y Eulogia. Desaparecieron del patio para materializarse ante la puerta de la cocina.

De vez en cuando aprovechaban el descuido de la monja de guardia para dejarse caer a la hora que la benevolente hermana Angustias se encontraba bregando entre fogones.

La voluminosa monja estrujaba y aplastaba entre sus grandes y rollizos dedos la masa ya fermentada.

Al venidero pan, más que amasarlo, a Engracia le parecía que le propinaba una soberana paliza con todas sus letras.

Una pulcra y amplia cocina donde la religiosa se pasaba gran parte de la mañana elaborando el blanco pan para las siempre hambrientas niñas del colegio. Al fondo, dos monjas afanosas en la preparación de la comida de al mediodía.

—Buenos días, hermana Angustias —saludaron las niñas al unísono.

—Buenos días, mis niñas —respondió sin apenas levantar la vista, consagrada en darle forma a la enharinada masa.

—¿Nos podría dar un poco de pan? —dejó caer Engracia, esbozando una tibia sonrisa.

—Puede ser del que sobró ayer, no nos importa —matizó, Eulogia.

La hermana Angustias alzó la vista y les sonrió. Se aproximó al horno, abrió la tapa, exhalando de su interior vapores que serpenteaban y se alargaban hasta llegar al techo. Un embriagador aroma a pan recién hecho impregnó toda la cocina. A Engracia se le encharcó la boca mientras atisbaba los grandes y dorados panes de cuarterones a punto de terminar de hornear. La religiosa calibró a ojo el tiempo que le quedaba al abotargado pan y cerró con premura el horno. Seguidamente se dirigió a una larga y blanca mesa donde depositó una de las últimas tandas del pan recién salido del horno para que se aireara y enfriara.

De una hogaza de pan partió un cuarterón con un cuchillo de cocina, para después con las manos despedazarlo en varios trozos.

—Tomad dos pedazos para cada una —les ofreció, exhibiendo toda la caja de dientes que a su boca gustaba enseñar.

—¿Me puede dar un pedazo más? Mi hermana vomitó ayer la cena y ha desayunado muy poco —argumentó Engracia con un beatificado rostro, imposible de negarle cualquier súplica.

Cuando salieron al corredor y llegaron al patio del recreo, Engracia aguzó la vista para localizar a Josefa y Pía. Las chistó indicándoles con la mano que se acercaran al otro extremo del patio. Sentadas en los escalones de piedra que daban a uno de los claustros, las cuatro amigas engullían con ferocidad los trozos aún tibios de pan. Josefa, haciendo buena cuenta de los tres pedazos, agradecía con la mirada el gesto desprendido de su hermana.

La tarde rompió el oscuro cielo, dejando caer una tupida cortina de agua, agitada por las opresoras ráfagas de viento que velaban la imagen de la ciudad.

La escasa luz de la lámpara de carburo descansando en la mesa del aula de costura obligaba a las niñas a formar corro ante ella. La madre Caridad aguzaba la ya trasnochada vista, procurando no equivocar la puntada. El sesgado y mojado viento irrumpía con furia colándose por el ventanal ausente de cristal. La trémula llama de la lámpara aleteaba en un vaivén al son del gélido aire. Unos hilos de agua resbalaban por el alfeizar del ventanal comenzando a encharcar la tosca piedra del suelo.

Sin nada con que poder calentar los burdos muros del ruinoso convento, los inviernos se convertían en un verdadero suplicio para el alumnado. Tampoco las interminables vestiduras bajo el hábito que se enfundaban las religiosas conseguían burlar las bajas temperaturas.

Con los dedos más entumecidos que de costumbre, Engracia ya no atinaba a dar una puntada sino era para equivocarse. Intentos baldíos por calentar las puntas de los dedos con el vaho que exhalaba de su boca. Una a una, las niñas se aproximaban a la llama para poder tibiar sus congeladas manos. La hermana Caridad, al advertir la tiritera contagiosa y el castañear de dientes de varias de ellas, ordenó que dejaran sus labores.

—Se acabó por hoy la clase —proclamó por de pronto—. Podéis marchar a jugar hasta la hora de la misa, necesitáis entrar en calor —aclaró la monja, blandeando una sonrisa.

Las niñas, sorprendidas y agradecidas por el gesto se hicieron humo, desapareciendo al instante.

En una de las anchas galerías al abrigo de la lluvia, los juegos y risas luchaban con el aullador viento que entraba por los ventanales intentando acallar la algarabía de las niñas.

La hermana Remedios apareció como por ensalmo. Gustaba de pasear por los claustros y galerías arrasando la alegría a su paso.

—¡Silencio! —bramó—. ¡Os quiero en clase de costura, inmediatamente! —ordenó con una mirada impagable.

Un silencio sepulcral aplastó la galería. El alumnado comenzó a componerse en una fila de a dos y dirigirse de nuevo para retomar las clases.

—La madre Caridad nos ordenó que fuéramos a jugar —refirió Engracia, arrepentida ya, por no saber sujetarse la lengua.

La monja se volvió hacia ella con ojos basiliscos que amenazaban con fulminarla.

—¡Engracia, no vuelvas a contradecir un mandato mío! ¿Me oyes? —vociferó.

Engracia barrió el suelo de piedra con los ojos mientras se incorporaba en la fila al lado de Josefa.

—Ponte al final de la fila —instó, con un tono poco halagüeño.

Obedeció mientras la fila ya caminaba traspasando uno de los claustros, encabezada por la adusta monja. Engracia ya sabía que mandarte ser la postrera de la fila venía siempre acompañado de alguna represalia.

Cuando se aproximaban al aula se toparon con la madre Caridad.

—Madre Caridad, me dirijo con el alumnado a su clase. Creo que ya es suficiente tanto juego y algazara.

—Hermana Remedios, la escasa luz no acompaña ni para dar una puntada, además tienen que jugar y divertirse, ¿y qué mejor tarde que esta? —argumentó con una leve sonrisa.

—Lo que usted diga, madre —contestó, retorciendo el gesto con disimulo.

La maestra de costura se despidió y siguió su camino.

Engracia siguió con la mirada el andar sereno de la madre Caridad, que ya se perdía por los abovedados pasillos, pensando que lo único pequeño que tenía la benévola monja era la estatura.

 

De pronto la hermana Remedios la asió fuertemente el brazo mientras ordenaba a las demás que regresaran a la galería para reanudar su ocioso tiempo.

Mandó que se pusiera de rodillas en un rincón del corredor y contra la pared.

Al notar en sus rodillas la fría piedra hizo amago de levantarse.

—¡Ni se te ocurra ponerte de pie! —instó con ojos iracundos.

A modo de almohadilla, Engracia intentó que el bajo de la falda fuera el parapeto entre sus exiguas y huesudas rodillas y la piedra fría y dura. La monja, viendo cómo se colocaba la falda, se apresuró a tirar de ella con tal fuerza que a punto estuvo Engracia de perder el equilibrio.

—Los castigos son para sufrirlos. Y no te levantes hasta que yo venga a buscarte —sentenció.

Con pasos largos y elásticos se alejó para desaparecer por el laberinto de galerías y corredores.

La oscura y lluviosa tarde se fundió con una negra noche, sin visos de querer escampar.

Engracia no podía contar el tiempo transcurrido, pero la oscuridad se fue comiendo la escasa luz del corredor. La evanescente y tenue luz de las lámparas de carburo, sostenida por los muros del corredor, le ganaba pocos centímetros a la oscuridad que trajo la noche.

Con el cuerpo agarrotado por el frío, las rodillas amoratadas e insensibles al tacto y una rabia contenida que la atenazaba, a Engracia lo único que le quedaba era llorar. Un llanto mudo delatado solo por los surcos mojados que recorrían sus rojas y frías mejillas. Cerró los ojos, e imaginó a su madre peinando su negro cabello, mientras su abuela contaba su centenario cancionero sentada al lado del fuego con Josefa en su regazo.

Una mano se posó levemente en su hombro sobresaltando a Engracia y regresándola al acongojado momento actual.

Giró la cabeza, encontrándose el mar azul de unos ojos donde siempre se zambullía empapándose de serenidad y paz.

—Levántate, Engracia —le dijo la madre Calvario con voz cálida y sosegada.

Engracia obedeció e intentó ponerse de pie, mas sus piernas no le respondían. La religiosa pasó sus manos por debajo de los brazos de Engracia, sujetándola y obligándola a caminar para desentumecer su enclenque cuerpo. Parecía una marioneta dislocada.

—Tengo que volver al rincón hasta que venga la hermana Remedios.

—Ahora mismo vas al comedor con tus compañeras, que estarán acabando de cenar, y después te irás a la cama a descansar —proclamó con solemne voz.

—Pero la hermana Remedios me regañará y castigará por haberme levantado —objetó.

—Nada de eso va a ocurrir. Ahora cena y descansa, que mañana me harás compañía mientras gestiono el papeleo por varias instituciones de la ciudad.

Esa noche la lluvia no dio tregua. Los agujeros del viejo techo del pabellón eran el coladero de grandes ristras de gotones que caían para morir en numerosos cubos de cinc dispuestos estratégicamente. El repetitivo y cansino soniquete del agua al estrellarse en el metal resonaba en la oquedad del silencio. Los camastros descolocados al son que mandaban las grandes goteras mostrando un desconcierto de cabeceros y pieceros sin orden ninguno.

Mientras, Engracia, acostada en la cama con las rodillas aún doloridas, sonreía a la oscuridad, imaginando y anhelando poder pisar la calle, la mañana siguiente. El deambular por la ciudad, libre de esos altos y gruesos muros, de horarios y rezos, y amenizado con la idea de compartir la mañana con la madre Calvario, era más de lo que podría imaginar.

La aurora comenzaba a deshilachar las nubes dejando escapar lanzas de luz blanca que enfocaban la villa de Ciudad Real.

Esa mañana velaba por el orden en el comedor la hermana Angustias. El trato afable y esa enorme sonrisa que nunca la abandonaba eran el sello de un desayuno distendido y animado.

Engracia, acuciosa por acabar el desayuno, esperaba impaciente la llamada de la madre Calvario.

Cuando traspasó la puerta a Engracia le dio un vuelco el corazón. Portaba en las manos una carpeta azul cerrada con gomas. Cuando sus hermosos ojos celestes localizaron a Engracia, le sonrió y asintió para que se aproximara.

Atravesaron claustros y galerías prendida de la cálida mano de la religiosa en dirección a la calle.

Una brisa fría apresuraba la andadura enfilando por luengas travesías. El trasiego de carros de todo tipo, el deambular de la gente y la suerte de ver algún automóvil acrecentaban el entusiasmo de Engracia. Desembocaron en una gran plaza donde se encontraba emplazado el ayuntamiento. Subieron los cuatro peldaños de piedra que las separaban de la gran puerta de madera, para adentrarse en una gran sala con dos ventanillas donde esperaban turno varias personas.

La monja invitó a Engracia a sentarse en uno de los cómodos sillones colocados contra la pared que quedaba libre. Se acomodó y recostó la espalda en el respaldo, sintiéndose como una reina en su trono. El blando y mullido asiento hundía el cuerpo de Engracia trasportándola a una especie de gravitación que la sumió en un placentero letargo.

—¡Niña! ¡Levántate y deja libre el sitio! —instó una rancia voz.

Engracia abrió los ojos para contemplar ante ella a una mujer que se hallaba en el filo herrumbroso de la vejez y que la observaba como quien mira un insecto a punto de aplastarlo. La niña se levantó del sillón con poca decisión, para inmediatamente ser ocupado por la áspera mujer.

Engracia buscó con la mirada a la madre Calvario, que ya mandaba con la mano que se acercara a ella.

—Nunca me había sentado en un sillón —murmuró Engracia, sin apenas mirar a la religiosa.

Lo más blando que recordaba eran los posaderos que elaboraba su abuelo Agustín con esparto y piel de cabra o de cualquier cuadrúpedo que llegara a sus manos.

La madre Calvario la miró otorgándole una de sus más tibias y reconfortantes sonrisas.

—Engracia, esa señora ya es algo mayor y necesita que sus huesos descansen. Seguro que te lo ha agradecido —apostilló.

«¿Agradecer?», pensó Engracia mientras lanzaba miradas furtivas a la desagradable mujer que no dejaba de contemplarla, escudriñándola de hito en hito con mirada de halcón y que ella esquivaba con ojos huidizos.

Por fin le tocó el turno a la religiosa, para alegría de su infantil impaciencia.

Con una educación pulida y exquisita y un tono de voz melodioso, se dirigió al funcionario que se encontraba al otro lado de la ventanilla. La forma y la manera de hablar mantenían a Engracia embelesada, aunque no comprendía la mayoría de las palabras que escuchaba.

Al salir del ayuntamiento se toparon con una harapienta anciana que pedía limosna sentada en los fríos escalones de piedra.

—¡Una limosna para dar de comer a mis nietas, que Dios se lo pagará! —imploraba a todo ser viviente que entraba o salía del ayuntamiento.

Una sacudida le estrujó el corazón a Engracia al contemplar las sarmentosas manos de esa anciana, trayendo a su memoria el recuerdo de su querida abuela. Sin darse cuenta apretó fuertemente la mano de la madre Calvario. La monja observó cómo los ojos de Engracia se hacían agua, y el semblante risueño que vestía toda la mañana, ahora se quedó desnudo dejando entrever la aflicción y una melancolía que no se merecían sus pocos años.

Echó mano a uno de los profundos bolsillos del hábito y extrajo dos monedas de dos reales que posó con delicadeza en la mano de la mendiga. La anciana al ver tan portentosas monedas quiso besar la mano de la religiosa, lo cual esta rechazó de inmediato.

Seguidamente bajaron los dos peldaños restantes mientras la niña borraba con la palma de la mano los hilos mojados que corrían por sus mejillas.

—Que Dios se lo pague como usted merece —dijo la mendiga agradecida, mientras las veía alejarse.

Poco a poco dejaron atrás la plaza.

Cabizbaja, Engracia pensaba en su pobre abuela, ahora encamada y sin poder andar.