La ironía de su nombre

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Engracia se acercó, como de costumbre, al alfeizar de la ventana donde esperaban los dos olorosos platos de caldo de cebolla. Le indicó a su hermana que cogiera su plato y ella, al instante, se apoderó del suyo.

—Vamos, Josefa, que la abuela nos espera para comer las tres juntas —apuntó levantando la cabeza en un intento de asomar la poca dignidad que aún le quedaba.

Se dirigió a la escalera ahogando el súbito amago de romper a llorar.

La mayoría de esas frías tardes, antes de que cayera el crepúsculo, se entretenían jugando en la puerta de la calle o en el patio con su primo Ruperto. Dorotea, que no se sumaba a las divertidas carreras y juegos, esperaba, mientras hacía encajes a su tía Rita para conversar de cosas más trascendentales afines a una adolescencia en común.

Ya oscurecía cuando Engracia y Josefa preparaban sus almohadillas para dedicarle al bolillo algunas horas antes de la cena. La evanescente y tenue llama del candil que pendía de una de las paredes de la cámara a duras penas daba luz para poder sujetar con acierto el punto del encaje con los alfileres. La trémula llama castigada por el frío aliento que entraba por las lucernas aleteaba la pared provocando claros y sombras haciendo arduo afinar la vista. La abuela postrada en la cama y embozada hasta la barbilla contemplaba con veneración a sus diestras y aplicadas nietas. El aire apagaba a capricho la llama dejando la cámara continuamente en tinieblas. Con cuidado de no tropezar, avanzaba Engracia a tientas con pasos indecisos entre la oscuridad tanteando la pared para llegar hasta el candil. Al momento volvía a prender la llama otorgándole algo de luz a la tosca y austera cámara.

En un momento vano por recuperar movilidad en los entumecidos dedos, las niñas frotaban con avaricia las manos en su regazo, pues no obedecían al trabajo. La abuela las observaba, maldiciendo para sus adentros el no poder proporcionarles a sus nietas una vida mejor.

—Se acabó por hoy —mandó Elvira, regalándoles una tibia sonrisa.

—Pero abuela, si antes acabamos, antes lo vendemos —objetó, Engracia.

—A mí me queda muy poquito, abuela —convino Josefa.

—Se acabó y no se hable más —sentenció Elvira.

Dejaron todos los bártulos recostados en la pared mientras la abuela hacía sitio en la cama. Adheridas a ella, las hermanas templaban sus congelados cuerpos esperando con hambre lobuna la hora de la cena.

Al poco tiempo bramó la tía Aniceta anunciando la cena y ordenando que bajaran a por sus correspondientes platos.

Escasa e insulsa la comida, pero tibiaba sus pegadas tripas. Sin mesa alguna, sujetaban el caliente plato posándolo en su regazo, cosa que agradecían enormemente sus frías y ateridas piernas. El menú consistía en un caldo caliente y un pedazo de pan que troceaban para sopar en el humeante líquido.

Engracia no se atrevía a comentarle a su abuela que dos plantas más abajo la comida distaba un abismo de la ofrecida por su tía Aniceta. Ni se le pasaba por la sesera referirle que mendigaban y robaban todos los días en el mercado a cualquier tendero despistado. Pero el corazón, que acierta más que la razón, le decía que a su abuela, siempre desenvuelta y sagaz, ya le constaban los desaires y tretas de su hija.

Para las niñas, lo mejor y más esperado de esos días era la hora del mediodía.

Aniceta se las ingenió para que sus sobrinas se dejaran caer todos los días por casa de la vecina a calentar sus ateridos cuerpos. Con el pretexto de tener mejor fuego en la casa, se ahorraba carbón para el brasero y al mismo tiempo se quitaba a las pequeñas, por un rato, del medio.

La vecina, Felisa Galván, mujer de pocos recursos, pero bondad a raudales, esperaba la llegada de Engracia y Josefa con un buen fuego en la chimenea de la cocina. Casi siempre el calor venía acompañado de un pedazo de pan con aceite y azúcar, un delirio para el atrofiado paladar de las pequeñas.

Ya rozaba el filo de los sesenta, viuda desde muy joven y sin hijos, agradecía de buena gana la compañía de las dos pequeñas.

Permitía que se descalzaran para calentar unos pies sembrados e inflamados de sabañones al calor de la llama.

Sin padre ni madre y con un futuro poco halagüeño, la definición de lástima en toda su extensión es lo que sentía Felisa por esas niñas. Procuraba que no se le escapara una lágrima que delatara la sensación de pena y conmiseración que anegaba su corazón al contemplarlas. Su bondad y buen hacer siempre se veían recompensados con la locuacidad y viveza que desprendía Engracia. Lo mismo hilaba una conversación trivial con una misteriosa leyenda, que una vieja historia con cantos y rimas que fascinaba a Felisa y que eran como bálsamo ante los tediosos y fríos días del invierno en soledad.

Las niñas remoloneaban cuando llegaba el momento de despedirse de Felisa, sobre todo de alejarse del calor de la chimenea, pues hasta el día siguiente no volverían a templar sus escuálidos cuerpos.

Los paulatinos pasos por llegar a casa de su tía Aniceta delataban un poso de preocupación.

A diferencia del día de ayer, hoy la suerte no acompañó. Un escurrido pimiento verde sustraído con habilidad de uno de los puestos, era el parco botín que pondrían en manos de su tía.

A voces salpicaba sus párvulos rostros con reproches y reprimendas, cuando la tía Aniceta no se agenciaba una perrilla para su bolsillo o que a las escasas viandas no pudiera sacarles el provecho que ella esperaba. Engracia ya sabía que los días poco productivos conllevaban castigo. Platos medio vacíos y escaso pan que apenas llegaba al estómago, el cual ni se atrevía a soltar los jugos gástricos para hacer la digestión.

Que su tía pagara su frustración del día también con su abuela ofreciéndole esa raquítica comida, a Engracia se le partía el corazón en pedazos. Su abuela no pidió limosna ni robó ese día, pero se encontraba pagando una situación ajena a ella. Una mezcla de dolor, impotencia y resentimiento invadió en ese momento todo su ser. De buena gana le hubiera plantado cara a su tía, vomitando todo el resquemor que llevaba guardado durante semanas, pero por deferencia a su abuela, frenaba la lengua desbocada que quería saltar de su boca. No quería disgustarla ni ponerla en contra de su hija y, sobre todo, ¿adónde irían? ¿Qué techo las cobijaría?

Resignación, una palabra que escalaba puestos en su mente y en su zarandeada alma.

Cayó la noche, un manto oscuro se desplomó sin aviso por el pueblo. Lenguas de viento tirano y gélido surcaban las calles. Esbozos de siluetas apresuraban el paso para llegar a sus destinos mientras remolinos de aire frío mordisqueaban sus pasos.

Terminada su larga jornada, Rita se encaminaba por la calle de San Agustín dirigiéndose a casa de su tía Aniceta. Apremiando el paso, con la mano prendida en la abertura del abrigo, intentando inútilmente engañar al aliento helado que se colaba bajo el abrigo. Anhelaba llegar a su destino y no solo por dar esquinazo al mordiente frío, sino por traer buenas nuevas que de seguro alegrarían a sus sobrinas y no tanto a su pobre madre.

Atravesó la puerta de la cocina donde se hallaban su hermana Aniceta y su respectiva familia.

—Buenas noches y buen provecho —remató Rita, clavando los ojos en la mesa.

—Buenas noches —contestaron al unísono Aniceta y su hija Dorotea.

La familia cercaba con sus respectivas sillas, la mesa camilla que sostenía una opípara fuente. Una aroma embriagador y penetrante a duelos y quebrantos pululaba por toda la estancia.

Mientras subía con diligencia la escalera, Rita agradecía el poder tener la pitanza del mediodía segura además de ser buena y abundante.

En casa del teniente don Alfonso Cabanillas, además de comer, la señora de la casa, doña Faustina, no consentía que por las tardes se marchase de la casa sin tomar un buen tazón de leche caliente. Ahora, en casa de su queridísima hermana, le esperaba el insípido caldo sin tropiezos o el engrudo caliente que solía prepararles para la cena.

—¿Qué tal, madre? —preguntó, aunque ya sabía la alentadora respuesta.

—Mucho mejor cuando mis ojos te contemplan —apuntó su madre, a la que se le iluminaba la cara cuando veía aparecer a su hija pequeña.

Elvira y sus nietas acababan de rematar las últimas cucharadas del repetitivo aguachirle, cuando Engracia percibió en su tía una actitud más dicharachera que de costumbre.

—¿Te ocurre algo? —inquirió la madre, que tampoco se le había pasado por alto.

—Hoy me ha abordado en el mercado la doña Valeria y me ha comentado que la tenía en mucha estima a Manuela —comentó haciendo una breve pausa—. Me ha puesto en conocimiento que ha arreglado los papeles para que Engracia y Josefa puedan ir a un colegio de Beneficencia para Huérfanos en Ciudad Real —refirió sin disimular su alegría por sus sobrinas.

A las niñas se les iluminó el rostro apagándose al instante al ver que el esbozo de sonrisa plasmado en el rostro de su abuela empezaba a desquebrajarse por momentos.

—¡Mis niñas, mis niñas! —reiteró, ocultándose el rostro con las manos.

—¡Pero madre, es lo mejor para ellas! ¡Aprenderán a leer y escribir y llevarán una vida mejor! Además, allí comerán tres veces al día, todos los días del año y harán de ellas unas mujeres de provecho.

—Pero yo no quiero que las separen de mí —musitó, con voz quejumbrosa.

Engracia y Josefa se apresuraron a consolar a la abuela que empequeñeció por momentos. Su apático cuerpo se perdía por entre el embozo del cobertor y el apelmazado colchón.

La fragilidad que mostraba ahora su abuela, a Engracia la sobrecogía. Acostumbrada al aplomo de su voz, siempre vigorosa y decidida, ahora le parecía una pobre anciana que necesitaba consuelo y compañía.

 

9

A Elvira la semana se le antojó que pasaba demasiado deprisa. Repartiendo a sus nietas arrumacos y mimos a raudales e intentando el mismo tiempo atrapar todo el cariño y ternura que desprendían para con ella y que ahora tanto necesitaba.

Esa noche sería la última que sentiría el calor de sus nietas en la raquítica y caduca cama. Sus pequeños cuerpos pegados a ella le otorgaban una paz y ventura que aliviaban la amargura por la pérdida de su querida hija Manuela.

Larga noche, insomne para todas las halladas en la cámara. Engracia, despierta, escuchando el débil y reprimido llanto envuelto en rezos de la abuela. A Rita, la preocupación por sus sobrinas la mantuvo en un constante duermevela. Y a Josefa, pensar en cómo sería el colegio no le permitió pegar ojo.

Despuntaban los primeros claros de la aurora. La mañana, aunque fría, ofrecía un tímido sol que intentaba hacerse hueco en un tramado de nubes grises y embarradas.

La despedida fue un cúmulo de besos mojados en lágrimas, tiernos abrazos y desasosiego mezclado con un poso de vicisitudes. Con los brazos adheridos a la espalda de sus nietas, Elvira pretendía ungirse con la esencia que emanaban de afecto y querencia sus enjutos y menudos cuerpos.

Cinco minutos después ya abordaban la calle, no sin antes, llevarse una fría despedida de su tía Aniceta.

Prendidas de la mano de su tía Rita, las niñas avanzaban con premura hacia la estación de tren. Dejaron atrás la calle Madre de Dios para adentrarse por las eras del Ejido de Calatrava.

Vinieron a toparse de frente con el monumental coliseo de la plaza de toros, donde todavía pululaba por todos los graderíos de España la famosa frase de «Quedar como Cagancho en Almagro».

Aquella tarde de agosto de 1927, en plena feria en honor al apóstol San Bartolomé, con un lleno hasta la bandera, toreaba el afamado matador de todos Joaquín Rodríguez Ortega «Cagancho». El gitano trianero atrajo a multitud de aficionados de todas partes, donde la decepción e indignación de los que vivieron esa fatídica tarde les sería imposible de olvidar. La forma cobarde de torear, el pinchar y descabellar innumerables veces por sitios indecorosos y negarse a dar muerte al segundo, al cual había acribillado a estocadas desde la barrera, exaltó y enfureció el ánimo del espectador. Sonoros y multitudinarios abucheos y almohadillas por doquier, el público vociferaba y despotricaba invadiendo el ruedo. Gracias a la intervención de las autoridades y de la Guardia Civil, libraron al matador y a su cuadrilla de un buen manteo refugiándose en el ayuntamiento hasta que atemperaran los incendiados ánimos de los espectadores.

Engracia paseó la mirada por los redondeados y encalados muros al mismo tiempo que perfilaba una tibia sonrisa recordando el énfasis y la guasona forma de contar el suceso que se gastaba su abuelo Agustín.

Enfilaron por las extensas y polvorientas eras hasta llegar a la escalinata de la estación de tren. Las niñas subieron y entraron en la estación a paso lento, detrás su decidida tía que en dos zancadas ya apoyaba los codos en la ventanilla dispuesta a comprar tres billetes para Cuidad Real.

Para Engracia y Josefa era la primera vez que montaban en tren. Acostumbradas a deambular solo por las vías, siempre contemplando cómo se acercaba o alejaba el tren atestado de imágenes y perfilados rostros apoyados en el cristal de la ventanilla.

El monocorde y ruidoso silbido anunciando la entrada del tren a la estación y el tosido negro y espeso que se escapaba por la gran chimenea de la locomotora, a Engracia le produjeron turbación y un enorme nerviosismo. Sorprendida por su reacción apretó con fuerza la mano de Josefa, la cual recibió como un cable conductor el chispazo de desazón que invadió a su hermana mayor. Inmediatamente se prendió de las faldas de su tía Rita empezando a gimotear.

—Tranquila, Josefa, ya verás cómo nos divertiremos en el viaje —argumentó Rita intentando sosegar a su pequeña sobrina.

Sentadas en los largos y duros bancos de madera contemplaban desde las ventanillas cómo el jefe de estación daba salida al tren a toque de silbato.

Con el ánimo más tranquilo, Engracia contemplaba desde la ventanilla cómo la estación y las casas del pueblo empequeñecían mientras el tren se alejaba acrecentando el ritmo de la marcha.

Rita y Josefa comenzaron a jugar y a buscar formas extrañas a las nubes, ahora más disgregadas, y a adivinar los colores de la estampa que les ofrecía el otro lado de la ventanilla.

Engracia miraba sin observar, su mente se encontraba muy dispersa con la mirada lejana y abstracta. En un acto reflejo se olió las manos buscando pequeños efluvios impregnados del aroma de su querida abuela. Campos de tierra rojiza, huertos y sembrados desfilaban por el cristal de la ventanilla como fotogramas empañados de un melancólico vaho. Sorprendida por el sentimiento de añoranza que comenzó a invadirla, se preguntaba si podrían apaciguar esa súbita morriña los nuevos aires que le ofrecía la capital.

Llegaron a la ciudad y se apearon rápidamente del tren.

El trasiego innumerable de pasajeros que deambulaban por la estación de trenes de Cuidad Real mantenía a las niñas adheridas a la férrea mano de Rita, que temía que en un descuido pudieran perderse.

Cuando abordaron la calle, inmediatamente Rita comenzó a preguntar a los viandantes por la dirección que llevaba escrita en el papel que le entregó doña Valeria. Como si fuera el mapa de algún tesoro, Rita cada vez que lo extraía volvía a guardarlo, celosamente, en el pequeño y desgastado bolso que perteneció a su hermana Manuela. Mientras callejeaban contemplaban los grandes edificios, algunos comercios, el ir y venir de gente desconocida para ellas. Y completando el paseo, el susto incontenido al escuchar el rugido del motor de algún inusitado coche circulando entre los carros tirados por las nada acostumbradas bestias, a ese ruido.

Al doblar la esquina se adentraron en la releída calle plasmada en el doblado y sobado papel que sujetaba Rita. Era una calle ancha y sin salida, donde al fondo los rayos ocres del atardecer perfilaban la silueta de un antiguo y megalítico convento.

Gran parte del edificio se encontraba en ruinas. La huella de la guerra en los muros y tejados desplomados plasmaba la visión de lo acontecido en un tiempo aún cercano. Traspasaron unas herrumbrosas rejas para adentrarse en el descomunal atrio donde se hacinaba toda la escombrera en varios y altos montículos repartidos por todo el terreno, dejando un estrecho camino que terminaba al pie de una desvencijada y carcomida puerta. Los acribillados y agujereados muros que la sujetaban se esforzaban en mantenerla en pie.

Antes de que Rita tocara la puerta, esta cedió dando paso a una monja de mediana edad.

—La limosna se pide en la puerta de la iglesia —apuntó, con mirada displicente.

—No pido limosna. Vengo a dejar a mis sobrinas en el colegio —aclaró Rita.

La puerta cedió en su totalidad brindándoles el paso.

—Soy la hermana Remedios —mencionó, y dando media vuelta hizo ademán de seguirla.

Las niñas, sin abandonar la mano de su tía caminaban sin perder el paso, detrás de la desabrida monja.

Un largo recorrido por pasillos con grandes ventanas donde, en un tiempo mejor, la celosía sujetaba los ausentes cristales. Traspasaron dos enormes claustros o lo que quedaba de ellos. En algunas estancias, la contienda fue más misericordiosa conservando las cuatro paredes con sus altos techos, en cambio en otras, los escombros se amontonaban por todos los rincones.

En un pequeño despacho con la puerta de par en par escribía, afanosa, una mantecosa monja sentada ante una brillante mesa de color caoba. Con una edad indeterminada sin bajar de los sesenta, se esforzaba, continuamente, en que los codos se posaran sobre la mesa, pues su voluminosa barriga la distanciaba de la madera y la mayoría de las veces estaban en vilo.

Pasados unos segundos, alzó la vista afirmando con la cabeza y sonriendo amigablemente.

—Entra, la madre superiora ya esperaba la visita —dijo la hermana Remedios—. Las niñas se quedan conmigo hasta que salgas —impuso.

Rita entró cerrando la puerta a su paso.

Las niñas se quedaron de pie sin saber qué hacer. La afilada mirada que les ofrecía la monja mantenía a Josefa con la mirada clavada en el suelo. Engracia, enfrentando la mirada de desdén que percibía, contemplaba el impoluto hábito que parecía salido de un ajuar de una casadera. Almidonado hasta la saciedad, rezumaba vapores a alcanfor que se podían masticar. Alta y enjuta, con mandíbula saliente en un rostro alargado de necesidad donde surcaban unas desordenadas y profundas arrugas que encrudecían su tez.

Mientras, la hermana Remedios se recreaba haciendo un croquis de la estampa inerte que reflejaba su cristalino, escudriñando desde las destartaladas alpargatas hasta los harapientos abrigos.

Pasados cinco largos e incómodos minutos, salía Rita del despacho acompañada de la abigarrada madre superiora.

—Hermana Remedios, ocúpese de adecentar a las niñas, que tengan su cama dispuesta y que estén listas en el comedor para la hora de la cena —instó, brindándoles una reconfortante sonrisa a las niñas que no dejaban de mirarla.

—Inmediatamente, madre, se hará como usted dice —contestó con gesto servicial.

Rita abrazó y besó a sus sobrinas.

—Vendré a visitaros de vez en cuando —dijo con una tibia sonrisa.

Sin darles tiempo a contemplar cómo se alejaba su tía por el abovedado pasillo, la hermana Remedios ya sujetaba fuertemente las manos de las niñas conduciéndolas por una maraña de largos e interminables pasillos. Subieron una larga y angosta escalera de piedra. Un palo de madera toscamente puesto a modo de quitamiedos suplía la ausencia de la antigua barandilla que yacía en varios montones de escombros. Las zancadas largas y elásticas de la monja llevaban a las dos hermanas trotando. Engracia sin perder detalle, observaba por los numerosos ventanales la ruinosa torre de la capilla anexa al convento, la cual pertenecía a la orden de las Hijas de la Caridad.

El acuciante paseo acabó en una especie de nave donde anclada al suelo se hallaba una enorme pila de piedra rebosante de agua hasta los bordes.

Una joven y ceñuda monja llamada hermana Milagros aguardaba, impaciente, la llegada de las últimas niñas de esa tarde. A su derecha se encontraban tres niñas de diferentes edades.

Ante la cara de indignación que les regaló la hermana Milagros, Engracia y Josefa se apresuraron a ponerse al lado de las otras niñas.

—Vamos, niñas, desnudaos inmediatamente y meteos en la pila, que no tenemos todo el día —proclamó con voz de pito.

—Pon empeño con el jabón en las dos últimas, pues como tengan la piel igual que los harapos que llevan, estamos listas —aludió la hermana Remedios.

—Descuida, no hay roña ni mugre que unas buenas friegas con estropajo y jabón no puedan quitar —aclaró la hermana Milagros, recalcándolo.

Engracia y Josefa barrían el suelo con la mirada. Avergonzadas por el abandono y dejadez por parte de su tía Aniceta que no se preocupó nunca por su aseo y bienestar.

Las niñas comenzaron a despojarse de las vestiduras dejando los exiguos y pálidos cuerpos al descubierto en su totalidad.

Sin apenas atreverse a mirarse se metieron en el agua, una a una, con cuidado de no resbalar.

—Está un poco fría —protestó la mayor de las cinco niñas.

—Si hubierais venido todas a la hora convenida al colegio no estaría el agua fría —argumentó la hermana Milagros, frunciendo el ceño.

Las monjas pasaban el estropajo con saña por los ya enrojecidos cuerpos de las niñas. Acabaron con un lavado concienzudo de cabezas para matar posibles piojos que pudieran infestar a las demás niñas del colegio.

Al salir de la pila se secaron con unas viejas sábanas. A continuación, la arisca religiosa mandó que se pusieran una especie de capa de barbero que les llegaba a los pies. Engracia y la niña mayor fueron las primeras. Tijeras en mano comenzaron las dos monjas a raparles el pelo, sin miramiento alguno. Negros mechones resbalaban por la tosca capa que a Engracia le era imposible dejar de mirar. En esos momentos recordó a su madre deleitándose al peinar el azabachado pelo para después elaborarle unas pequeñas y graciosas trenzas, mientras reían y cantaban al unísono canciones centenarias, cosecha de la abuela.

 

Sin poder evitarlo se le inundaron los ojos de lágrimas comenzando a resbalar por su melancólico rostro.

—¿Y a ti qué te pasa? Ni que te estuviera haciendo daño con las tijeras —ironizó la monja sin esperar respuesta.

Sin espejo donde mirarse y con el pelo cortado al rape, Engracia no dejaba de pasarse la mano por la pelada cabeza mientras comenzaba el militar rapado a las restantes niñas, incluida Josefa que se quedó la última. Una estrecha y alargada mesa apostada contra la pared soportaba el peso de cinco uniformes escrupulosamente doblados. Junto a cada uno de ellos, expuestos al milímetro, unos negros y cerrados zapatos y unas deslucidas alpargatas. El uniforme de color marrón lo componían una falda plisada, camiseta, rebeca, babero y unas calcetas de lana.

—Deprisa, niñas, vestíos y calzaos en silencio —ordenó la hermana Remedios.

Enfundada en un uniforme dos tallas más grande y unos zapatos que al andar se le salía todo el talón, Engracia caminaba torpemente encabezando la fila de las niñas. Calladas y algo asustadas seguían los pasos de las dos monjas que se adentraban por un laberinto de largos pasillos.

Se abrió ante ellas un descomunal comedor donde ya se aproximaba una alta y corpulenta monja a partes iguales. Lucía una boca grande, que al besar podría llegar a los dos lados de la cara, y unos ojos chispeantes que iluminaban un rostro sin arrugas, pues su sobrado peso tensaba y abotargaba la piel confiriéndole el aspecto de lienzo de Botero.

—Aquí las tienes. Son todas tuyas —soltó la hermana Milagros, con alivio.

—Venid, mis niñas, que yo os buscaré asiento ahora mismo —apuntó la obesa religiosa con una melosa sonrisa.

Unas largas mesas con sus respectivas sillas donde esperaban sentadas más de un centenar de niñas de todas las edades. Desde niñas de cinco años hasta jóvenes veinteañeras que eran las que se ocupaban siempre de repartir, mesa por mesa, la pitanza en los platos de las demás niñas.

Como polluelos detrás de la gallina, siguieron a los balanceados pasos de la gruesa monja. Adjudicando a cada niña en distinta mesa, Engracia y Josefa se sentaron alejadas una de la otra.

Josefa, al ver que no podía estar junto a su hermana, comenzó a gimotear. Engracia, dirigiéndose a ella con la mirada, escribió con los labios la palabra «tranquila».

—Perdone, señora, ¿puede sentarse mi hermana conmigo? —preguntó a la monja, temiendo su respuesta.

—¡Ah! ¿Pero sois hermanas? Pues claro que sí, mi cielo, ahora mismo le digo que venga para acá —dijo con tono complaciente—. Y no me llames señora, mi niña. Soy la hermana Angustias.

Engracia afirmó con la cabeza regalándole la primera sonrisa que esbozaba del día.

Una mezcla de calor y protección sintió al ver con qué delicadeza agarraba de la mano y acercaba a su hermana para sentarla a su lado.

De pronto se hizo un cortante silencio en el comedor. El resto de sus compañeras con la cabeza agachada y las palmas de las manos pegadas, esperaron la primera entonación de la hermana Angustias para el rezo de agradecimiento con un paulatino padrenuestro y un avemaría.

Engracia, sin saber qué hacer, comenzó a mover los labios agachando la cabeza en un intento de que nadie notara que no sabía rezar y con el único deseo de que se acabaran las plegarias lo antes posible y hacer buena cuenta de la pitanza que esperaba en el plato.

Las viandas de esa noche eran unas gachas acompañadas de tropezones de harina sin deshacer. Aunque no eran las gachas de la abuela hechas con cariño y esmero, el hambre canina de todo el día sin probar bocado hizo desaparecer las grumosas gachas del plato en un abrir y cerrar de ojos.

En otra estancia contigua al comedor se encontraban cenando una quincena de religiosas que constituían, junto con la madre superiora, el profesorado en conocimientos de cultura y contemplación por el alma de todos los pecadores en este valle de lágrimas.

Acabada la cena, la madre Angustias llamó a las cinco niñas nuevas.

—Ahora voy a adjudicaros vuestras camas, seguidme —instó, con una sonrisa plasmada en su rostro.

En una larga fila de a dos, el alumnado caminaba hacia el dormitorio. La hermana Angustias mantenía cogida la mano de Josefa cerrando la fila. Cruzaron por largos pasillos hasta llegar a una especie de enorme pabellón. Apostadas contra la pared y enfrentadas con otras, más de medio centenar de pequeñas y viejas camas formaban un largo pasillo que desembocaba en otro pabellón gemelar.

Repartido el alumnado en las dos amplias naves dispuesto a encaramarse en su correspondiente cama.

Una lengua de viento helada entraba desenfrenada por los grandes ventanales sin cristales. Una mortecina y trémula llama que otorgaban dos lámparas de carburo que pendían de los burdos muros plasmaba el aleteo de sombras alargadas en la pared, confiriéndole a la sala un aspecto tétrico. El techo minado de agujeros, a cual más grande, permitía ver en la oscuridad el sembrado de luces del firmamento en una noche serena.

El aire frío se colaba a bocanadas, arremolinándose por el bajo de la falda de Engracia y obligándola a aprisionar con la mano el aleteo de los bien planchados pliegues. De pie junto a su hermana esperó a que la hermana Angustias les indicara la ubicación de sus camas.

—Compartiréis cama como las demás hermanas que hay en el colegio —aclaró, chasqueando la lengua con resignación.

La monja esperó a que se metieran en la cama para apagar luces y marcharse, cerrando la puerta tras de ella para que no hubiera más corriente de la que ya circulaba a su libre albedrío por toda la congelada sala.

Una desvencijada cama con unos herrumbrosos barrotes que dejaban un paño de óxido a cualquiera que se atreviese a tentarlos. Embozadas hasta los ojos con la sábana y un áspero cobertor, pretendiendo engañar al frío que se colaba por huecos insospechados cuando se atrevían a moverse un milímetro.

Josefa temía dormirse, pues padecía enuresis nocturna y no quería mojar la cama el primer día.

Adivinando la zozobra de su hermana, Engracia le pasó el brazo por el costado atrayéndola hacia ella.

—Josefa, duérmete y no te preocupes por nada —musitó.

—No, no quiero dormir —contradijo con absoluta convicción.

Engracia, sin poder dormir, engullendo con premura todo lo acontecido en un día que no tenía desperdicio. Josefa sin querer dormir, inquieta, se mantenía en su postura pues no quería que las niñas se burlaran de una embarazosa situación que escapaba a su dominio.

Amaneció. Agujas de luz blanca y polvorienta caían del agujereado techo. Un tímido sol se colaba por un cielo enfundado de nubes grisáceas. Los débiles rayos apenas secaban el relente de la noche en las húmedas tejas del viejo convento.

Engracia acababa de despertarse y Josefa de dormirse.

La puerta se abrió de par en par y una monja comenzó a palmotear.

—¡Vamos, niñas, que ya amaneció, a vestirse, haced la cama y al lavabo! ¡Os quiero en el comedor en quince minutos! —vociferó, marchándose por donde vino.

Engracia levantó a Josefa, que se encontraba a la vera de Morfeo. Muerta de sueño, pero contenta pues la sábana seca le dio un respiro al conseguir su propósito. Satisfecha y alegre, Josefa no se permitió pensar en la siguiente noche.

Se vistieron con premura, pero el decrépito aseo con tres desconchados lavabos ya se encontraba abarrotado. Cuando se despejó un poco, Engracia consiguió encaramarse a uno de los lavabos. El agua no invitaba a recrearse en ella. Se lavó tímidamente la cara y las manos y Josefa hizo lo propio.

—Está muy fría —apuntó Josefa.

Engracia sin prestarle atención ya tiraba de su brazo por los largos corredores.