La ironía de su nombre

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Agotada y dolorida se dirigió a una pequeña puerta que daba a la casa desde los patios.

—¡Alto, no pases, Engracia! ¡No quiero que me manches el suelo! —clamó doña Paquita, sacudiendo la mano para que retrocediera la niña.

Engracia esperó pacientemente unos minutos en el patio aguardando el deseado cuarterón de pan.

La dueña apareció con las manos vacías.

—Engracia, dile a tu abuela que la semana que viene te daré dos cuarterones de pan —citó, arqueando, no sin esfuerzo, una fingida sonrisa.

Cansada, hambrienta y sin poder hincarle el diente a ese anhelado pan blanco. Todos los miércoles de camino a casa, le propinaba un par de soberanos mordiscos al chusco con el beneplácito de su abuela.

Con pasos lánguidos dejaba atrás la Plaza Mayor para coger la calle La Feria. Se dirigía a su casa por la calle Madre de Dios cuando vislumbró a lo lejos y aproximándose a su tía Rita con Josefa prendida de su mano.

—Acompáñanos, Engracia, que voy a llevar los encajes a la encajería de Toribio —completó Rita, ofreciéndole una afable sonrisa.

—Vamos, antes de que llueva —convino.

El tiznado cielo oscurecía el temprano atardecer. Un recio viento se levantó para quedarse y serpentear con sonoros silbidos por todo Almagro.

Engracia volvió acompañada sobre sus pasos, adentrándose nuevamente en la Plaza Mayor. A Josefa se le iluminó el rostro al contemplar los puestos del mercado municipal.

Leyendo los pensamientos de sus sobrinas en sus deseosos rostros, se anticipó.

—No nos podemos entretener, debo llevar los encajes —adujo.

—Pues llévalos, nosotras te esperamos por aquí —sentenció, Engracia.

Rita marchó de mala gana. Le hubiera gustado quedarse, pero embolsarse dos pesetas no abarcaba demora. Unas monedas que intentarían aplacar las innumerables penurias de la casa.

Las dos hermanas se hacían hueco entre las mujeres que acorralaban los puestos intentando ojear precios y calidad. Su todavía pequeña estatura les brindaba poder ponerse en primera fila y contemplar embobadas tanta comida a pocos centímetros de sus manos. La mayoría de las veces el tendero las ahuyentaba propinándoles un manotazo en sus pequeñas y flacas manos, apoyadas en el largo y tosco tablón colmado de viandas. Como moscas volaban al puesto contiguo, deleitándose con la vista, el olfato y las manos enrojecidas y doloridas. Se aproximaron a la altura del puesto de frutos secos donde se encontraban varias personas esperando su turno. Engracia tiró de la mano de su hermana y disimuladamente se pusieron detrás del puesto. En un descuido del tendero y cuidando de que en ese momento no mirara nadie, se metieron debajo del puesto. Unos pequeños faldones adheridos al tablón les permitían que el personal cercano no se percatara de las ladinas niñas. En el suelo encontraron un par de cacahuetes y varios garbanzos tostados que desaparecieron al instante, engullidos por el hambre. Agachadas en cuclillas esperaban pacientes a que se colara entre las rendijas de los tablones algún resbaladizo torrao.

Acabada su jornada, Manuela enfilaba la calle José Antonio en dirección a la plaza. Estaba cansada de bregar todo el día y deseaba llegar cuanto antes a su casa. A lo lejos vislumbró la figura de su hermana Rita que entraba en la plaza por los soportales. Acució el paso para llegar hasta ella, pues ya perdía su imagen entre los concurridos puestos del mercado.

—¡Rita, Rita! —llamó.

Su hermana volvió la cabeza y, al verla, esperó a que llegara a su altura.

—Manuela, ¿ya has acabado de faenar? —inquirió.

—Por hoy sí, mañana será otro día —apuntó con resignación.

Rita le comentó que Engracia y Josefa se encontraban entretenidas en la plaza mientras ella regresaba de vender los encajes.

—Rita, tú adéntrate por los soportales, que yo las buscaré por el centro de la plaza —indicó Manuela.

Recorrió las dos enfrentadas hileras de puestos, atisbando uno por uno y preguntándose por dónde podían merodear sus hijas. Volvió a observar con más detenimiento el puesto de frutos secos y aguzando la vista descubrió a sus hijas agachadas, inertes, a la espera de tener un poco de suerte y poder masticar algo. Manuela se echó las manos a la boca ahogando el lamento. Unas incontenidas lágrimas velaron su perturbada mirada. Ver a sus hijas buscar algo que poder echarse a la boca le partió el corazón. El ahogado y contenido llanto de amargura la desquebrajaba en dos. Intentó, disimuladamente, con la mano llamar la atención de las niñas. Engracia encontró el desencajado rostro de su madre entre el tumulto, al otro lado de los soportales, y previno a su hermana para que estuviera atenta a esperar el mejor momento para salir del escondite. Mientras el tendero despachaba a una cliente con voz chirriosa, Engracia asió el brazo a Josefa saliendo de debajo del tenderete de estampida.

Cruzaron corriendo la plaza hasta llegar ante su acongojada madre.

—No llores, madre, no lo volveremos a hacer —alegó Engracia, contemplando a su madre cómo se enjuagaba las lágrimas que se deslizaban por su demacrado rostro con el manido pañuelo que saco de la manga de la rebeca.

Manuela, sin mediar palabra, abrió su menoscabado bolso extrayendo el pequeño monedero y depositando en la mano de cada una de sus hijas una perrilla.

—Ahora, acercaos al puesto y comprad lo que queráis —dijo, con la garganta anudada.

El rostro de las niñas alumbraba toda la Plaza Mayor. Echaron a correr con bobalicona sonrisa abordando al tendero sin esperar turno. Reprendidas por las clientas, tuvieron que esperar pacientemente, aunque no les importó lo más mínimo.

De vuelta a casa, Manuela, taciturna, contemplaba a sus hijas cómo compartían los cacahuetes y garbanzos tostados con su hermana Rita.

Rompió a llover cuando entraban por la calle Bolaños. Un viento sesgado castigaba el rostro de Manuela, picoteándolo con pequeñas gotas que se fundían con los surcos de sus lágrimas calladas. Con paso presto traspasaron el portón de la casa al mismo tiempo que comenzaba a caer con fuerza el agua que portaba el negro cielo de todo el día.

7

El viento de ese funesto otoño venía lamiendo las aceras. Dejaba a su paso una fina y cristalina capa de hielo, temible para todo viandante.

Una noche oscura sin luna que velara al pueblo, las tinieblas se adueñaron de las desoladas calles.

La tenue y vaporosa luz de las farolas le indicaba el camino de regreso a casa. Caminaba a paso lento. Manuela embozada con las solapas del abrigo hasta los ojos, le costaba seguir con paso firme. Sus dientes castañeaban frenéticamente mientras su calenturienta y sudorosa piel se encontraba pegada a sus ropas. Avanzaba por la calle apoyada a la pared temiendo caer, mas su miedo no era el camuflado y resbaladizo hielo. Un punzante dolor le atravesaba las sienes y el frío aliento que invadía sus pulmones le desquebrajaba el pecho en dos. Hizo una pequeña pausa junto a la puerta de su casa recostando su frente en la vieja cruz de madera pegada a la pared, donde siempre, al salir de casa, tocaba para después persignarse pidiendo el favor para todos los suyos.

Los escasos pasos que la separaban de la puerta, ahora, parecían titánicos.

Franqueó la puerta de la cocina sin saludar, y con paso vacilante se dejó caer en la silla más cercana. Su asustada madre se abalanzó a auxiliarla temiendo que se desvaneciera y cayera al suelo. Las niñas, encogidas, observaban cómo la abuela y Rita sostenían el maltrecho cuerpo de su madre, que arrastraba los pies por el duro yeso, mientras la desplazaban a la cama grande de la alcoba. Rita extrajo del arcón el viejo cobertor, mientras la apresurada abuela, ponía a tostar el escaso azúcar que quedaba en el desconchado tarro de barro.

La tos que parecía salir de ultratumba, resonaba en la alcoba obligando a Engracia a estremecerse. Contemplaba a su madre arrebujada hasta el cuello con el cobertor que subía y bajaba a la altura del pecho, vertiginosamente. La abuela consiguió que al tercer intento bebiera un poco de agua tibia con azúcar tostada.

La noche se vaticinaba larga y sobrecogedora.

Su frenética respiración acompañada de un sonoro quejido cada vez que inspiraba, la ronca tos y la fiebre altísima, no daban tregua a la abuela que velaba el desosegado sueño de su hija.

La tosedera perniciosa mantenía a Engracia en duermevela. Josefa, agotada, terminó por sucumbir al sueño, y Rita cabeceaba junto al cabecero de la cama donde padecía su hermana.

La mañana, lejos de traer algo de mejoría a Manuela, acentuó la enfermedad con más saña.

La abuela no daba abasto en remojar el trapo que depositaba con ternura en la frente, pues al momento humeaba ardorosamente.

Nieves se presentó en la alcoba, avisada por Rita. Sujetaba en la mano una bolsa de tela repleta de hojas de eucalipto para poder elaborar una cataplasma con el fin de paliar en algo la tos y el dolor de pecho. La calentura la sumía en un estado de delirio. Palabras incoherentes salían de sus cortados y enrojecidos labios.

Transcurrieron un par de días con sus respectivas y sufrientes noches. De cada bocanada de tos asomaban unos hilos rojizos que su madre limpiaba con inmensurable devoción, sin dejar de besarla y acariciarle el azabachado cabello postrado en la almohada.

Esa noche la respiración de Manuela fue más pausada para tranquilidad de la madre, que necesitaba dormir algunas horas. Un sueño reparador para volver con más fuerza y celo a ocuparse de su hija.

La placidez del descanso había sumergido a la familia en un sueño profundo.

Pero el silencio de la noche se desquebrajó. El quejoso chirriar del cerrojo de la puerta del corral alertó a la abuela. Clavó los ojos en una cama vacía donde horas antes el yacente y desmadrado cuerpo de su hija dormía. Acongojada, salió descalza y a trompicones de la alcoba. La puerta del corral se encontraba abierta de par en par.

 

Corrió, desaforada, todo lo que daban sus viejas piernas, encontrando a su hija Manuela con la pierna apoyada en el brocal, decidida a tirarse a las negras aguas del pozo.

—¡Manuela, no lo hagas! —gritó, agónica, con los ojos despavoridos.

Su madre se abalanzó sobre ella sujetándola por la cintura. Poco podía hacer la anciana ante la fuerza desenfrenada que se apoderaba de Manuela y del desquicio que reflejaban sus enajenados ojos. Los gritos constantes y desgarradores de la anciana fueron fructuosos, llegando su hija Rita a su ayuda. Sujetándola por debajo de los brazos y atenazándola con su cuerpo, Rita consiguió apartarla de la boca del pozo. Enloquecida y con la mirada extraviada, Manuela vociferaba balbuceando un desatino de palabras enrevesadas. Mientras, sustentada por el quicio de la puerta temiendo que le flaquearan las piernas, Engracia contemplaba, paralizada, la desgarradora escena sintiendo cómo su corazón hacía camino hasta la garganta.

Entre la madre y la hermana consiguieron, no sin antes recibir embestidas y arañazos por doquier, que el asténico cuerpo de Manuela, que momentos antes pareciese titánico e imposible de doblegar, ahora fuera arrastrando los pies descalzos y sostenido por las dos mujeres. Atravesaron la puerta de la alcoba tendiendo el enclenque cuerpo en la cama, para desmayarse en ese instante.

La abuela acongojada secaba sus lágrimas con las manos, mientras velaba el agitado sueño de su hija.

Miró dulcemente a su nieta.

—Engracia, intenta dormir un poco —susurró.

—Abuela, ¿qué le ocurre a mi madre? —inquirió, con el rostro compungido.

—Está un poco desorientada, pero ahora duerme, seguro que mañana se encontrará mejor —apuntó la abuela en un fingido sosiego, poco convencida para sus adentros.

Ya clareaba. La neblina del alba avanzaba sinuosa por calles que empezaban a desperezarse del largo letargo de la noche.

A primera hora de la mañana se presentó Nieves con un caldo que reconfortaría a su maltrecha amiga y que elaboró la noche anterior con una carcasa de pollo, una cebolla y laurel. La abuela le sujetaba la cabeza mientras Nieves intentaba que Manuela tragara alguna cucharada del humeante líquido. En vano fueron los intentos, pues apretaba los dientes con tal fuerza que ni una gota del sufrido caldo se filtraba más allá de los ajados labios.

La abuela se deshacía en lágrimas relatando a Nieves lo sucedido la noche anterior.

—Nieves, te juro que anoche era otra persona, gritaba y balbuceaba como una perturbada —se sinceraba.

—Elvira, eso puede ser de la fiebre, debemos intentar que no le suba en demasía la calentura —sugirió Nieves—. Y dar gracias que no ha conseguido lo que se proponía —añadió, disimulando su gran preocupación.

Las dos noches posteriores transcurrieron en tensión, vigilia y sueño.

La abuela, sin separarse del cabecero de la cama, dormitaba levemente para despertar reiteradamente con sobresaltos continuos.

La mañana serenaba los nervios a la familia, intentando remontar el día con los quehaceres diarios sin dejar de atender, con celo, el cuidado de la enferma.

Rita, sentada junto al cabecero de la cama, velaba el momentáneo descanso de su hermana desde primera hora de la mañana.

De pronto, en un arrebato de mera locura, Manuela se incorporó de golpe saltando de la cama. Empujó a su hermana y alcanzando la puerta invadió el patio en dirección al corral. Engracia, que se encontraba en la cocina con Josefa y la abuela, percibió claramente el chirriar del cerrojo. La abuela con el rostro lívido ya galopaba a trompicones sus decrépitas carnes.

Rita forcejeaba con Manuela, que se encontraba encaramada en el brocal del pozo con medio cuerpo suspendido en el aire. Sujetaba las piernas de su hermana intentando atraerla hacia ella. Se unió al intento la madre y entre las dos consiguieron que su enfebrecido cuerpo no cayera al fondo del pozo. Rápidamente la tumbaron en la cama remetiendo concienzudamente el pesado cobertor por debajo del colchón para que se moviera lo menos posible. Su madre y su hermana pusieron todo el peso de sus cuerpos sobre ella intentando aplacar el estado de enajenación en el cual se encontraba.

Se fue calmando paulatinamente hasta sumirse en un intranquilo sopor acompañado por un intermitente letargo.

Esa tarde, Engracia esperaba la llegada de su tía Antonia. La abuela le comunicó que se quedaría unos días con sus primos hasta que su madre se recuperara de su enfermedad.

Intentaba que su nieta no viera el estado de demencia en el cual se encontraba sumida su madre. Josefa, aún muy pequeña, no se percataba de la grave situación, por el contrario, Engracia con su innata sagacidad y su desenvoltura, sería complicado rebatir sus preguntas y razonamientos.

Los días transcurrieron y las parcas noticias sobre su madre eran las que le notificaba su tía Antonia. Junto a sus primos, la zozobra que albergaba Engracia se atenuaba con juegos y risas. Pasaba gran parte del día cuidando de sus primos más pequeños y elaborando sus bonitos encajes de bolillos. Intentaba no pensar en su madre, pero la agónica imagen del pozo recorría los pasillos de su mente, una y otra vez.

A media mañana de un fatídico lunes, apareció su tía Antonia buscando con la mirada a Engracia. Sus enrojecidos ojos y el rostro compungido alertaron a la niña.

—Engracia, tu madre ha muerto —le anunció haciendo una brevísima pausa—. Dirígete a tu casa que allí te espera tu abuela.

Engracia intentó que brotara de su boca alguna frase, pero marchitó antes de llegar a los labios. Echó a correr escaleras abajo irrumpiendo en la calle atropelladamente. Atravesó un par de calles, internándose por cualquier callejuela que le proporcionara un atajo al tiempo de llegada.

Sus ojos secos se encharcaron al doblar la esquina de su calle.

Gritos y sollozos desgarradores impregnaban la calle de dolor. Los primeros vecinos ya se arremolinaban en la puerta de su casa. Acercándose ahora, con paso lento e indeciso, temía la estampa al otro lado de la puerta. Algunos parroquianos comentaban en voz baja la desventura de la familia. Cuando se percataron de su presencia le abrieron pasillo en absoluto silencio. Traspasó tímidamente el umbral de la alcoba. La abuela sujetaba el cuerpo inerte de su hija postrado en la cama, estrujándolo entre sus brazos una y otra vez. Intentos baldíos de Nieves porque tendiera el cuerpo de su gran amiga en la cama. Entre varias vecinas consiguieron separar a la madre de su fallecida hija.

Cuando la abuela reparó en la presencia de Engracia, esta ya corría para encaramarse en su regazo. La desconsolada anciana se aferraba y abrazaba un pedazo de su hija, mientras Engracia hundía su rostro enjugando sus lágrimas en el pecho de su abuela.

En los escasos momentos que Elvira calmaba su desaliento, meditaba, cabizbaja, el futuro incierto y apesadumbrado de sus nietas. Maldecía sus viejas y torpes carnes que ya de poco servían para sacar adelante a la familia. Y se odiaba por no poder evitar pensamientos oscuros y lúgubres de un tiempo venidero que se mostraba desolador.

El Grifo pasó toda la tarde fabricando un ataúd con los viejos tablones que tiempo atrás valieron de improvisado puente a los vecinos el día de la gran tormenta. Ahora estos servirían para dar descanso bajo tierra a su respetada vecina y amiga.

El crepúsculo traía una larga y luctuosa noche de insondable desconsuelo, lloros y quebrantos.

El ataúd coronaba la habitación. Varias sillas ocupadas custodiaban el cuerpo sin vida de Manuela. Con la luz evanescente que desprendía la mortecina llama del candil, apenas alcanzaban a verse los rostros, aunque se adivinaba en ellas pesadumbre y aflicción. Los gemidos intermitentes de la abuela Elvira desquebrajaban el rezo al unísono de los allí congregados. El tío Toño, hermano del marido de la fenecida, se encontraba muy afligido por el gran aprecio y cariño que tenía a Manuela. Aniceta, hermana mayor de Manuela, mujer de pocas visitas y menos favores, se encontraba sentada al lado de su madre Elvira. Nunca tuvo ojos ni oídos para la desoladora situación en la que vivían su madre, hermanas y sobrinas. Temiendo siempre que llamaran a su puerta, prefería mirar hacia otro lado fingiendo ser profana en las miserias y penurias en las que se encontraba su familia.

Llegó el alba. Un cielo enlutado y una fina lluvia pareciesen llorar el dolor que albergaba la familia.

Rita se quedó al cuidado de sus sobrinas.

Engracia contemplaba desde la ventana de la alcoba cómo el ataúd de su madre descansaba a hombros de cuatro vecinos, entre ellos el Grifo. Con un lánguido balanceo al caminar, se alejaban lentamente en dirección al Campo Santo. Detrás del ataúd, Nieves y la tía Antonia sujetaban el macilento cuerpo de Elvira que arrastraba los pies, con la mirada clavada en la caja donde había depositado el resto de sus años muertos en vida.

Aquel otoño de 1944, a punto de cumplir nueve años, Engracia sintió que era el día más triste de su corta vida. Su madre se fue con solo veintisiete años y la había abandonado.

8

Transcurrieron dos tristes y melancólicas semanas. Engracia procuraba dar algo de consuelo a su abuela que albergaba un poso de indisoluble tristeza.

—Abuela, mire qué bonito que me ha quedado este pañuelo de encaje —comentaba Engracia intentando distraerla.

Miraba sin ver, afirmando con la cabeza para volver a sumirse en un penoso letargo de mirada perdida y profundos suspiros.

Se oyeron unos incipientes andares trotones que pisoteaban el patio, parando en seco ante la puerta de la cocina.

Engracia contuvo la respiración.

Doña Josefina comenzó a aporrear la puerta con saña, intentando amedrentarlas para después darles el golpe de gracia que tenía preparado. La anciana, sobrecogida, con la mirada pegada en la puerta se levantó, presta, cediendo la puerta con más aprensión que decisión. Detrás de ella se encontraban su hija Rita y sus nietas que se escondían detrás del caduco cuerpo de la anciana.

—¡Elvira, mañana mismo quiero que salgan de mi casa! —vociferó, con una untuosa sonrisa que rezumaba satisfacción y triunfo.

—Doña Josefina, ¿puede dejar que nos quedemos una semana más? Le prometo que le pagaré lo que se le debe —suplicó.

—¡No os quiero aquí! ¡Fuera de mi casa! —bramó.

—Escuche, doña Josefina, no nos deje en la calle, no tenemos dónde ir —imploró, con los ojos velados por las lágrimas.

—Ese no es mi problema —atajó—. Mañana a primera hora saldrán de mi casa, si no quiere que de aviso a la Guardia Civil —sentenció.

Dio media vuelta como una bailarina de caja de música y comenzó a canturrear. Alcanzó la escalera y subió los escalones de dos en dos como de costumbre.

Elvira, abatida, se dispuso a cerrar la puerta…

—¡Ah! Y quiero que dejen los muebles y toda la cacharrería. Aunque apenas pagará con ello lo que me debe, me daré por satisfecha si mañana no veo corretear a esas mocosas por el patio —aludió desde la barandilla, perdiéndose por el fondo del corredor.

La anciana, cabizbaja, suspiró cerrando quedamente la puerta.

La mañana prometía un frío gélido. Un cielo enmarañado que no dejaba escapar ni un rayo de sol que secara los mojados adoquines del relente de la noche.

La abuela Elvira preparó dos desinflados hatillos con la escasa ropa de la familia y un par de retratos. Uno de su hija Manuela con su marido el día de su boda y otro de su querido Agustín. Los muebles, aunque pocos, dejarlos entristecía a la anciana. Todos y cada uno de ellos eran recuerdos de mejores épocas. Su cama de matrimonio, algunas sillas y dos arcones llevaban con ella toda una vida.

Cargadas con las almohadillas de tejer, abordaron el patio una detrás de otra esperando a que saliera la matriarca. La abuela abandonó la cocina a paso lento, sosteniendo del brazo los escurridos hatillos. Encajó la puerta con un leve portazo y seguidamente buscó la llave en el bolsillo del zurcido mandil, cerrando con ella una gran parte de su vida.

Doña Josefina arqueaba una torcida sonrisa oteando desde la barandilla.

A continuación, depositó la llave en el segundo escalón de la escalera.

 

—Adiós doña Josefina, que le vaya bien —le deseó la anciana, sin alzar la vista.

No obtuvo respuesta, lo cual no la sorprendió en absoluto. Seguidamente traspasaron el portón invadiendo la calle. Josefa prendida de la mano de su abuela mientras Engracia y Rita caminaban unos pasos más adelante.

Elvira había tomado una determinación, de hecho, la única viable. Se dirigían a la calle San Ildefonso, donde vivía su hija Aniceta.

Un frío que barría las calles apresuraba el paso de las niñas, mientras la abuela aceleraba su torpe caminar intentando no quedarse atrás.

En pocos minutos se plantaron ante la puerta.

Elvira respiró hondo y con mano temblorosa procedió a golpear suavemente la puerta con la aldaba. Esperó unos instantes, instantes que le parecieron eternos.

La puerta cedió apareciendo su hija Aniceta con cara de sorpresa.

—Aniceta, nos han echado de la casa y no tenemos dónde ir —refirió Elvira dudando de su reacción, pues conocía el adusto carácter de su hija.

Su cara de asombro se demudó asomando un retorcido mohín que le afeaba el rostro. Sin mediar palabra se echó a un lado para que pudieran entrar.

Casada con Braulio Huertas y con dos hijos, Dorotea de quince años y Ruperto de nueve, Aniceta vivía sin grandes estrecheces. Braulio alquilaba los puestos a los comerciantes del mercado municipal que se montaban en la Plaza Mayor. Acabado el día, desmontaban los tenderetes para guardar todos los tablones y borriquetas en una nave arrendada sita en la calle Diego de Almagro.

La casa era de dos plantas con una cámara en lo alto que servía como secadero de pimientos, guindillas, uvas y demás que necesitara llegar a un punto óptimo para poder saborearse.

Aniceta acopló un viejo camastro en la cámara no sin antes descolgar la ristra de pimientos secos y de racimos de pasas que ahora ya pendían del techo de la cocina, a ojos vista.

La pitanza del mediodía y de la noche que la tía Aniceta les ofreció, a Engracia se le antojó demasiado ligera y sin sustancia, sin atreverse a pensar que esa raquítica comida sería ya costumbre de todos los días y solo para sus pobres y reducidos estómagos.

Aquella noche, las tripas de Engracia sucumbían a unos sonoros retortijones que no la dejaban dormir ante esas paredes impregnadas, todavía, por el aroma de las opíparas ristras.

La cama era demasiado pequeña para albergar a las cuatro recién llegadas. Las dos niñas custodiadas a los dos lados por los cuerpos de Rita y la abuela. Apretadas unas contra las otras para no estrellar sus huesos contra el suelo. Las tres cuadradas lucernas que se encontraban en lo alto de la pared y que daban a la calle principal aireaban toda la habitación. Sin cristales ni persianas, aquello era como una nevera. Arrebujadas con un viejo cobertor que, al parco calor de sus cuerpos, emanaba un tufo a humedad rancia difícil de soportar. Un soplo de aire frío se colaba por entre los ateridos cuerpos cuando alguna de ellas se atrevía a moverse un centímetro, ofreciendo por respuesta tiritones y castañeo de dientes por doquier.

La tía Aniceta y su marido dormían en una amplia alcoba de matrimonio y sus dos hijos en dos camas grandes en sus respectivas habitaciones.

Aquellos primeros días de invierno pasaron factura a la abuela Elvira. Sin poder apenas caminar, pasaba largas horas en el camastro. Sus viejas piernas ya no obedecían, pero la lucidez de su mente, lejos de nublarse por la edad, la sumía en una gran tristeza que desbordaba en lágrimas. Pensaba en su pobre hija Manuela y en el porvenir de sus pequeñas nietas. Ella, siempre fuerte y decidida, ahora era un despojo de mujer que ya no sabía cómo evitar estar siempre llorosa y compungida.

Para Rita, la búsqueda de un jornal tras la muerte de su hermana Manuela se convirtió en primera necesidad. Se pateaba las calles del pueblo llamando a las puertas de las familias más pudientes y poniendo oído en todas las esquinas.

Sus paseos y pesquisas dieron su fruto. Trabajaría como sirvienta en la casa del teniente de la Guardia Civil don Alfonso Cabanillas, situada en la calle Encomienda.

Rita se apresuró a comunicarle la noticia a su madre. Esta, sentada en la cama arropada con el hediendo cobertor hasta su regazo, intentaba sonreír sin éxito.

—Me alegro por ti, hija —respondió con voz queda, mirándola con gran ternura.

—Gracias, madre —contestó besando su alicaído rostro.

Ya los primeros días de estancia en casa de la tía Aniceta venían acompañados de desabridas órdenes.

—Engracia, márchate con tu hermana a pedir limosna o cualquier cosa por los puestos de la plaza —apuntó con voz firme—. Y no quiero que aparezcáis hasta la hora de comer —instó mirándola con desdén.

Engracia, sorprendida y defraudada, al pensar que su tía las trataría a ella y a su hermana con el mismo cariño que desprendía para con sus hijos.

Desde el primer minuto dejó claro que, si querían comer y no llevarse una buena reprimenda, debían obedecer sin rechistar.

El invierno se deshojaba con días gélidos de mañanas grises y tardes cortas y oscuras. Una lengua de frío húmedo lamía la piedra de los adoquines dejando que se mojaran a su paso.

Engracia y Josefa pasaban las frías mañanas mendigando de puesto en puesto. Algún tendero se compadecía de ellas regalándoles un tomate o una cebolla. Otros, sacudían los brazos haciendo aspavientos para espantarlas sin miramiento alguno.

Cansadas de patear la plaza toda la mañana, regresaban a casa de su tía Aniceta con las manos y los pies entumecidos por el frío. Esta vez, solo traían una vieja patata con tantas raíces que podría echar a andar por si sola.

—¿Esto es lo que me traéis? ¿Qué os creéis? ¿Qué la comida que os zampáis no cuesta? —proclamó la tía Aniceta, conteniendo a duras penas su irritación.

—No hemos parado de pedir en todos los puestos, pero no quieren darnos nada —alegó Engracia, ofreciendo una mirada conciliadora.

La tía Aniceta se dio media vuelta con la patata en la mano relatando en voz alta mientras se alejaba por el pasillo.

—¡Si no os quieren dar nada, pues lo robáis, ganaos el puchero que os coméis! —sentenció.

Las hermanas intercambiaron una mirada de impotencia y resignación a partes iguales.

Esos momentos no enturbiaron las ganas de ver y abrazar a su querida abuela. Con paso decidido subieron la escalera para encontrarse con ella.

La anciana se esforzaba en dedicarles una dulcificada sonrisa y regalarles palabras llenas de ternura, pero al momento sus ojos aguados delataban su melancolía y aprensión.

—Abuela, no llore, nosotras estamos bien —comentaba Engracia mientras acariciaba las frías y apergaminadas manos de su abuela.

Empezaron a subir por la escalera unos embriagadores efluvios a puchero, comenzando a enguachinarse las hambrientas bocas de las niñas. De sobra sabían que por sus tripas no correría garbanzo alguno, pero se deleitaban aspirando los vapores que anunciaban uno a uno todo lo que se cocinaba dentro de ese sustancioso puchero.

Al momento, apareció por la puerta de la cámara la tía Aniceta.

Sujetaba en sus manos un humeante plato de caldo de cebolla.

—Tenga, madre, un buen plato de caldo, le vendrá bien para recuperarse —anunció, mirando de soslayo a sus sobrinas—. Y vosotras, subid vuestros platos de caldo, ya veréis que pronto se os quita esa cara de frío —ordenó.

Las niñas obedecieron de inmediato. Traspasaron la puerta de la cocina donde su tío Braulio y sus primos, sentados a la mesa y al calor del candente brasero escondido bajo las faldas, se disponían a meterse entre pecho y espalda un suculento puchero de garbanzos con chorizo y morcilla.

Su tío Braulio las miró, indiferente, comenzando disfrutar de esas opíparas viandas.