La ironía de su nombre

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—Aurelio, Aurelio… —musitó Engracia—. ¿Quieres un poco de agua?

—No —contestó con un hilo de voz.

Sentada junto a él, Engracia sujetaba la sudorosa mano que el consumido niño le ofrecía. Vagos intentos de apretar la mano que le consolaba, para volver a sumergirse en largos letargos con tiritera incluida. Los ratos que parecía su primo descansar, también descansaba su encogido corazón. No veía el momento de que apareciera por la puerta su tía Antonia. Ella sabría sacarle de ese mortecino sueño. Las madres lo saben todo, se decía Engracia intentando reconfortarse mientras retorcía entre sus manos el mojado trapo en la desconchada palangana para después ponérselo al pequeño en la calenturienta frente.

Una de las veces que emergió del somnoliento sopor, clavó sus vidriosos ojos en ella.

—Engracia, llévame a la cama de mis padres —rogó.

Engracia le desarropó orillando el cobertor a los pies del camastro. Temía que se le pudiera caer, porque, aunque era dos años menor que ella, el peso era más que considerable, teniendo en cuenta que la niña era tan flacucha o más que Aurelio.

Le pasó el brazo por la nuca, otro por las corvas, echándose todo el peso en el pecho. Con él en los brazos, caminó despacio hacia la alcoba.

Los moribundos ojos de Aurelio se posaron de pronto en el afligido rostro de Engracia.

Un segundo después, su primo exhaló su último soplo de vida en sus brazos.

La algarabía de los niños subiendo las escaleras tapaba el infructuoso vocerío de su madre reprendiéndoles ante la puerta de su casa.

De pronto el silencio.

La tía Antonia remontó los últimos escalones y entró en la cocina. Buscó con la mirada a su hijo Aurelio en el catre, ahora vacío. Con el corazón desquebrajándose y tambaleándosele las piernas, anduvo despacio el trayecto que la separaba de la alcoba donde sus hijos, ahora callados, taponaban la puerta.

Engracia, sentada en el borde de la cama, con su primo muerto en sus engarrotados brazos y la mirada perdida en los ojos abiertos de Aurelio.

Regresó de nuevo a su casa con el corazón por recomponer y el alma diez años más vieja. Engracia buscó consuelo al abrigo de su madre y su abuela, con mimos y reconfortantes palabras.

El tiempo y la inexplicable entereza que da la niñez fueron esenciales para que Engracia recordara siempre a su primo Aurelio con su eterna y párvula sonrisa.

La abuela cargada a cuestas con un rebosante saco de maderas viejas, chaparros y toda clase de hierbajos que pudieran prender, para poder cocinar y calentar sus entumecidos y arrecidos cuerpos. Acompañaban a esta sus nietas y su hija Rita, la cual portaba en la mano un viejo y abollado cubo de cinc.

La rebusca de aceituna por los campos aledaños al pueblo, desde las siete y media de esa gélida mañana, había supuesto llenar, escasamente, la mitad del cubo de unas negras y arrugadas aceitunas.

Tocaban las dos de la tarde en los estómagos de las niñas cuando rebasaban la puerta buscando un poco de calor en las húmedas y bastas paredes de la cocina. Engracia no podía medir si era más grande el hambre que traía o el frío que se había colado por entre los botones del raído abrigo.

Aunque los días ya se contaban más largos, el fiero invierno continuaba salpicando días de viento gélido que lamía las calles y arrinconaba a todo viandante que se preciara de asomar su silueta por el pueblo.

Con las manos enrojecidas y los pies amoratados del frío, se aproximaban a la chimenea intentando que se tibiaran y volvieran a recuperar su color natural. Los pies de Engracia, llenos de sabañones al igual que los de su hermana Josefa, temían acercarse al calor de la lumbre, pues al calentarse estos, el picor y dolor eran insufribles. Las agujereadas alpargatas poco podían luchar con el frío, lluvia o la nieve del invierno. Las piernas repletas de cabrillas de aproximarse demasiado al calor, un calor que no notaban, pues el frío había insensibilizado sus extremidades por entero. Recuperar la tibieza de esas ateridas carnes terminaba por unas arreboladas mejillas y los ojos acuosos del grisáceo y velado humo de la lumbre.

Un cazo con agua hirviente descansaba en las candentes trébedes. Ablandando las mondas de patata del día anterior, flotaban en la oscura agua media cebolla y una hoja de laurel. La vista hacía flaco favor al gusto, amén de que la modesta cebolla le confería un sabor al guiso, que el hambre le hacía reverencia.

El sábado, para no descompensar con los anteriores días, amaneció álgido y húmedo. El cielo enharinaba los abrigos de algunos tempraneros parroquianos. Los copos de nieve caían lentamente y no terminaban de mojar la calle.

Engracia y su abuela enfilaban la calle de San Agustín.

Los sábados eran el único día que la abuela imploraba alguna limosna, pues sus lánguidas y macilentas carnes no le permitían acompañar a su hija Rita y a sus nietas a mendigar al cercano pueblo de Bolaños.

Con un leve toque de nudillos llamaba a las puertas donde la mayoría de las veces eran sordas. Pero siempre encontraban a alguien que se compadecía de la anciana ofreciéndole una cebolla o algún mendrugo de pan.

La exigua y acartonada mano sustentada por el hombro de Engracia reconfortaba el apagado caminar de la abuela.La niña intentaba andar lentamente acompasando el tardo deambular de la anciana.

—Engracia, descansemos en este portal —indicó, exhalando en vaho el poco calor que albergaba dentro de su decrépito cuerpo.

Intentos baldíos de Engracia por calentar las huesudas y frías manos de su abuela, frotándolas contra las suyas.

—Abuela, regresemos a casa —dejó caer—. Hace mucho frío y en casa nos espera un buen fuego. Mañana será otro día y estoy segura de que amanecerá mejor que este —adujo con una tibia sonrisa.

Se incorporaron para encaminarse en dirección a su hogar. Las ráfagas arrecían por las bocacalles con un quejumbroso silbido que amedrentaba a todo ser viviente. El largo y viejo mandil de la abuela aleteaba como los banderines de la feria al viento. Una fría lengua reptaba por la enfundada ropa que llevaba Engracia, filtrándose por los recodos más desprotegidos, obligándola a dar tiritones.

Franquearon la puerta de la cocina, clavando los ojos en el crisol de la llama. Sus rostros desencajados eran un manuscrito.

Rita, presurosa, arrojó al fuego un manojo de chaparros en una rauda tentativa de avivar las mortecinas llamas. Con pasos prestos acorralaron la chimenea en un intento de que no se escapara ni un asomo de calor que les impidiera tibiar sus arrecidos cuerpos.

Josefa contemplaba a su hermana y abuela, inertes, como dos esfinges ante el fuego, hipnotizadas por el baile de la llama y el chisporrotear de los chaparros quemándose en la hoguera.

Con los rostros ya tibios, estos dibujaban una impagable sonrisa de bienestar.

La abuela meditaba, pues el día no fue tan fructuoso como ella esperaba.

Pasó la mañana culpándose por su torpeza al andar, el sentirse inútil languidecía y minaba su ánimo. Pensar que acabaría siendo una carga, la sobrecogía sobremanera achicándole el corazón.

El plomizo cielo de esa tarde acompañó a Manuela hasta su casa. Las sesgadas ráfagas de viento mitigaron, pero el frío persistía rabioso y mordiente.

Cuando atravesó la puerta una bocanada de aire caliente la devolvió a la vida.

Hacinadas ante la chimenea, la observaron con una untuosa sonrisa donde resbalaban burlonas muecas de complicidad.

—Madre, ¿hace frío? —preguntó Engracia, regalándole una guasona sonrisa.

—¡Hoy se han escapado todos los demonios del infierno! —mencionó con tono entrecortado por el castañear de dientes.

—Pues más vale humo que escarcha —argumentó la niña, sonriendo a su madre.

Se apretujaron para dejar hueco a la silla de Manuela.

Las cinco sillas silenciaban largas conversaciones de penurias y miseria, pero también de apego, risas y complicidad.

Mañana domingo era un gran día para Manuela y sus hijas.

De vez en cuando, doña Valeria tenía la gentileza de invitarlas a comer, detalle que Manuela agradecía enormemente. Aunque era una mera sirvienta, recibía un trato cercano y familiar que esta correspondía con una obsesiva pulcritud en la casa de los señores, rayando lo enfermizo.

El domingo amaneció con una espesa niebla que se podía cortar a cuchillo. El vaporoso y tupido velo se arrastraba por la calle dejando su mojada huella en los centenarios y gastados adoquines. El viento amainó y la sensación de frío era más moderada que el día anterior, como vaticinó Engracia.

Impaciente por partir, Engracia no veía el momento de marchar hacia la casa de los Gorreros. Sabía que las viandas que degustaría se le antojaban un manjar de dioses.

Para la niña eran escasas las invitaciones que le permitían llenar su achicado estómago, otorgándose también el placer de admirar una casa con más de dos habitaciones.

Manuela invadió la calle acompañada de sus exultantes hijas. Con las ropas zurcidas pero limpias y el baño y acicalamiento de ayer sábado por la tarde, les confería a las tres una prestancia humilde, pero rezumando dignidad por todos los poros de su piel.

Prendidas de la mano de su madre tiraban de ella para que apresurara el paso, a lo cual Manuela, flemática, intentaba caminar paulatinamente.

—Es temprano, debemos llegar a la hora convenida —aludió mirando de reojo a las ávidas y emocionadas niñas.

Haciendo caso omiso al aviso de su madre, recorrían las nebulosas calles abordando la plaza en un santiamén. Enfilaron la calle José Antonio y arribaron ante la puerta de los Gorreros.

 

Manuela sujetó la aldaba golpeando ligeramente la torneada y portentosa puerta.

Unos presurosos pasos llegaron hasta el otro lado de la puerta abriéndola de par en par.

—Manuela, tú siempre tan puntual —afirmó, con una sonrisa plasmada en un rostro ya maduro, pero bien cuidado.

—Como debe ser, doña Valeria —completó Manuela.

Siguiendo a la anfitriona se adentraron en el ancho pasillo. De este, pendían de la pared numerosos cuadros que Engracia consideraba un prodigio por los vivos colores, amén de la veracidad de los paisajes y bodegones que se le antojaba pintados por una mano divina.

Entraron en el luminoso salón, donde la mesa vestía un blanco mantel de panamá con florecillas amarillas hechas a punto de cruz. Coronando la mesa una panera de mimbre atestado de pan blanco. Sobre el mantel dejaba lucirse una vajilla de loza blanca con los cubiertos de alpaca dispuestos ordenadamente para cuatro comensales.

Engracia flotaba dos palmos por encima del ajedrezado suelo. Con una sonrisa que podría oxidar sus pendientes, si los tuviera, miraba a su hermana que permanecía embelesada ante la imponente mesa.

Manuela advirtió que faltaba un servicio en la mesa.

—¿No está don Severiano? —inquirió, extrañada.

—El trabajo le matará —apuntó doña Elvira—. Lleva toda la mañana con el inventario del mes. ¡Ni que tuviera que emplearse en las cuentas de unos grandes almacenes de la capital! —argumentó con fingido enfado.

Se acomodaron en las tapizadas sillas de un rojo vino a juego con las cortinas del balcón que miraban a la calle principal.

El mantel rozaba el regazo de Engracia y, aunque no tocaba su piel directamente, la sensación de bienestar y confort traspasaba el gastado y descolorido pichi que llevaba.

Doña Valeria se dirigió a la cocina y en menos de un minuto se presentó en el salón sujetando un humeante puchero dispuesta a repartir un potaje de garbanzos con pellas. Para las niñas era comida de reyes, sobre todo esas redondas y doradas pelotas de pan.

La mano de las niñas que sostenía la cuchara era un constante ir y venir del plato a la boca, sin apenas descanso.

—¿Puedo repetir? —preguntó Josefa dirigiéndose a la dueña de la casa y atisbando a su madre con mirada huidiza.

—¡Por supuesto que sí! ¿Engracia, quieres tú también un cazo más?

Engracia asintió reiteradamente.

Los platos limpios, rebañados varias veces con el pan, hicieron brillar el fondo del plato con la leve claridad que se filtraba por los finos visillos del balcón.

Manuela, más comedida, intentaba que le durara lo más posible la comida en el plato, aunque de buena gana se hubiera granjeado dos o tres cucharones más.

Doña Valeria sabía de su situación, pero a Manuela le avergonzaba que viera de primera mano el hambre en los ojos de ella y de sus hijas.

—Y ahora algo dulce —propuso la anfitriona.

Se levantó para desaparecer por el pasillo y presentarse al momento, sosteniendo una gran bandeja de flores manchegas que consistían en unos pestiños en forma de cruz de Calatrava.

Engracia inspiró hasta hinchar los pulmones del embriagador aroma que desprendían a naranja y anís las laboriosas flores. Se le encharcó la boca al contemplar aquellos dulces presentados por tan bonita presencia.

Hicieron buena cuenta de casi todas ellas. Pararon de engullir cuando su madre, con disimulo, les dedicó una censuradora mirada. Dos solitarias y perdidas flores quedaron en la bandeja.

Mientras Manuela y doña Valeria charlaban animadamente, Engracia precisaba aliviar su vejiga.

—Madre, me estoy orinando —dejó caer Engracia.

—Ven conmigo, mi niña —contestó doña Valeria, ofreciéndole la mano.

Atravesaron un enorme patio de jalbegadas paredes de un blanco imposible. Un salpicado de macetas pendía de las inmaculadas y altas tapias, y a sus pies descansaba una hilada de rectangulares jardineras en el empedrado suelo, custodiando el patio.

Llegaron al corral donde se encontraba una especie de caseta con un pequeño ventanuco.

—Entra, Engracia, yo te espero aquí fuera —le dijo.

Engracia obedeció, cerrando la puerta a su paso.

Una gruesa tabla de madera de pared a pared a modo de asiento, con dos agujeros en ella posada en un enladrillado tabique de unos sesenta centímetros, era donde debería aliviar su urgente necesidad. Unos pestilentes y pútridos efluvios exhalaban de los agujeros, aunque a Engracia poco le importó, sentada en el trono con los pies colgando sin tener que acuclillarse en el frío patio de su casa, se le antojaba una mayúscula satisfacción.

De regreso a casa, ya oscurecía. La opaca niebla se levantó para mostrar un raso y nítido cielo donde la luna llena se hacía hueco entre un sembrado de refulgentes estrellas que se codeaban con ella.

La verborrea incontenida de las niñas ante los últimos acontecimientos dejaba blandear una sonrisa a Manuela. Sabía que ese día era una inyección de entusiasmo y regocijo, para la necesidad y precariedad en la que vivían cada día sus hijas, y quizás también para ella, pensó.

Unos días antes de acabar el largo y álgido invierno, el pregonero del pueblo se desgañitaba anunciando un bando municipal.

—¡De parte del señor alcalde, se hace saber que a primera hora de la mañana, un grupo de enfermeras venidas de Ciudad Real acudirá casa por casa vacunando a todos los niños del municipio! —vociferó.

Cuando se presentaron en casa de Engracia ya era media tarde. Manuela les ofreció la mesa para depositar el instrumental necesario para la vacuna.

Josefa pegada a las faldas de su madre. Engracia sin quitar ojo a las cuatro enfermeras y al parco instrumental que traían.

—Josefa, no tengas miedo. Ya verás cómo no es nada —refirió su madre intentando tranquilizarla.

Una de las enfermeras, alta, de pelo trigueño y ensortijado, intentaba ganarse a Josefa con lisonjearías para que perdiera el miedo. Manuela la despojó de la rebeca arremangándole la manga de la camiseta, mientras Josefa gimoteaba intentando inútilmente zafarse de las hábiles manos de su madre. Se sentó en una silla sosteniendo en su regazo a su hija pequeña. A la orden de la melosa enfermera, la madre atenazó fuertemente el brazo de la niña, inmovilizándolo. Con una pluma de ave impregnada en un líquido, pinchó en la blanca y enjuta piel de Josefa y con un ligerísimo movimiento hizo una pequeña raja para filtrar la vacuna sin ningún problema.

Engracia, que no perdía detalle, observaba a la enfermera cómo limpiaba la pequeña herida de su acongojada hermana.

Josefa, sollozando, buscó consuelo en los brazos de la abuela.

Ahora le tocaba el turno a ella, su madre le arremangó la manga y la puso en su regazo como a su hermana.

—Tranquila, Engracia —comentó su madre.

La enfermera procedió a vacunarla.

Cuando acabó ni un gemido se escapó de la boca de Engracia, aunque sus acuosos ojos delataban el temor que intentaba engullir por su anudada garganta.

—¡Qué templada que es la niña! —mencionó la enfermera mirándola de hito en hito.

Con el trabajo bien hecho, las enfermeras marcharon buscando otros pequeños brazos que poder pinchar. Engracia no sabía, por aquel entonces, que esa pequeña y perpetua señal en el suyo le haría recordar ese día toda su vida.

5

Los meses venideros fueron duros y desalentadores. La escasez de lo esencial para seguir sobreviviendo y la hambruna que no dejaba de llamar a la puerta para entrar y aposentarse en todos los rincones, mantenían a la familia sin un soplo de halagüeño futuro. Las pocas monedas que entraban en casa subían rápidamente las escaleras para acomodarse en las avarientas y cicateras manos de doña Josefina.

El alba traía arreboladas nubes por donde se filtraban cobrizos haces alargando las casas. Se cernía un día abrasador y sin una brizna de brisa.

Esa mañana Engracia y su abuela se encaminaban a las eras que lindaban con el pueblo. La abuela sostenía debajo del brazo un viejo saco de arpillera, pues era lo único que necesitaban para poder espigar.

Esperaban todo el verano a que un bando municipal anunciara el consentimiento e inicio para poder espigar.

Los campos desiertos de trigo y cebada tras la siega y la recogida de la parva para hacer haces, solo quedaba en el suelo el rastrojo que recogían con afán los menesterosos.

En las amplias y secas eras se disputaban varias familias, tan necesitadas como la de Engracia, los míseros granos de las espigas que se encontraban en el suelo.

La abuela con el saco atado a la cintura se agachaba una y otra vez para recoger la escasa espiga desparramada. Engracia, emulándola, recogía tres veces más que ella depositándolo en el colgado saco.

El calor comenzaba a apretar castigando a los que, sin sombra, permanecían bajo el crisol cada vez más candente.

El brillo de los tostados brazos de la abuela resbalaba por sus manos mojando la espiga. La nieta, mientras espigaba, permanecía con la boca abierta para respirar, pues las fosas nasales se le secaban de tal manera que cuando penetraba por los orificios el ardiente aire, le causaba quemazón y sangrado.

Con medio saco lleno y ya dispuestas a tornar a casa, la abuela dio oídos al relinchar lejano de un caballo.

Alzó la vista y vislumbró a lo lejos al Guardia Mayor.

Todos los hallados en las eras ya corrían despavoridos para coger camino y zafarse de la inexorable e implacable autoridad.

—¡Engracia, corre hacia el camino! —gritó la abuela, temiendo por su nieta.

El Guardia Mayor se adentraba a galope con su tordo y alto caballo barriendo la era de todo ser viviente.

Intentos baldíos por correr como los demás, la abuela empezaba a quedarse atrás. Sus viejas y doloridas piernas no obedecían a su mente más joven y ligera. En su huida, giró la cabeza, el sudor que recorría su espalda se heló cuando atisbó de soslayo cómo atajaba su carrera el caballo. El galopar frenético y el relinchar de la bestia pareciesen salir del inframundo, como si uno de los jinetes del Apocalipsis intentara atraparla y ella no pudiera evadirse esperando su destino final. Sentía en la nuca el abrasador aliento del vertiginoso caballo. Presa del pánico, corrió todo lo que daban sus quebradizas piernas, las cuales ya no sentía, cayendo de bruces en medio de la era. El caballo la adelantó, frenando de golpe y levantando las patas delanteras reiteradamente, obligándola a voltearse y retroceder arrastrando su enclenque cuerpo por el rastrojo.

Engracia, en las lindes del camino, petrificada, devorada por la visión que el cristalino le obligaba a contemplar, intentó correr hasta ella.

—¡Abuela, abuela! —gritó, acongojada.

—¡Engracia, aléjate! ¡Obedece! —vociferó la abuela.

La niña se detuvo en seco clavando las alpargatas al suelo contemplando a pocos metros la triste escena.

La anciana comenzó a incorporarse lentamente, intentando coger aliento para poder enfrentar la mirada envilecida del jinete.

El Guardia Mayor se había ganado a pulso la animosidad de todo el pueblo. De acreditada reputación por su altivez y tiranía, incongruente con su angelical nombre, Arcángel. No consentía apearse del caballo bajo ningún concepto. Su cabeza desproporcionada a su menguada estatura le confería un aspecto de cabezudo de feria, oteando y escudriñando a todo prójimo que estuviera por debajo de las largas y aceradas patas del colosal corcel.

—¡Suelte ahora mismo ese saco! —ordenó, lanzándole una inquisitiva mirada en un afilado rostro donde asomaba una reptil y gozosa mueca.

—Ya se puede espigar, lo han anunciado en…

—¡Calle, vieja pordiosera, si no quiere dormir en el cuartelillo por desobediencia a la autoridad! —bramó, rezumando orgullo y poder.

La anciana barrió el suelo con la mirada. Sintiéndose vilipendiada y humillada, comenzó a desatar el nudo de la cuerda que la unía al viejo saco, y levantando el brazo se lo entregó en mano.

—Así me gusta, y ahora, ¡fuera de la era y no quiero volver a verla por aquí! ¿Me oye? —instó.

La anciana sin subir la mirada dio media vuelta dirigiéndose al encuentro de su asustada nieta.

—Vámonos a casa, Engracia —musitó.

Engracia asió la mano temblorosa de su abuela, con el corazón anegado de hiel y rencor hacia aquel perverso hombrecillo que había vejado a su querida abuela.

Después de espigar desde el amanecer hasta el mediodía regresaban a casa con las manos vacías, solo arrastraban cansancio, calor y desaliento.

 

Manuela escuchaba a su madre cuando no la interrumpía Engracia, apostillando o completando la frase de su abuela.

—Madre, es bien sabido por el pueblo que todo lo que se agencia el Guardia Mayor y sus esbirros es para las gallinas de su corral.

Su madre asintió, levemente, con la mirada perdida en la mortecina llama de la chimenea.

El día siguiente fue más fructuoso. Rita y Engracia traspasaban la puerta con un abultado saco repleto de espiga. Manuela no consintió que las acompañara su madre. Todavía la aprensión y el cuerpo dolorido por la caída se dejaban notar en su demacrado rostro.

—¿Os ha molestado o importunado alguien? —inquirió la abuela, preocupada.

—Si se refiere a esos salteadores de caminos que se hacen llamar «la autoridad», no han aparecido en toda la mañana —aclaró Rita, aflorando una complaciente sonrisa.

—Doy gracias por ello —apuntó la abuela.

—Y ahora, anímese —dijo, Rita.

—¡Claro que se va a animar! —apostilló Engracia—. Se le ha alegrado la vista al ojear el saco —aludió.

La abuela estiró una vieja sábana en el suelo del patio, vació el saco en el medio de la tela y seguidamente ató las cuatro puntas elaborando un hatillo. Las tres niñas ya preparadas con unos gruesos y largos palos para propinar una gran paliza al henchido hatillo. De esa manera el grano se soltaba de la espiga. Después lo cernían para separar el grano del rastrojo y elaborar haces con el desecho que después colgaba en las tapias del corral para en invierno calentar la casa.

Los palos que recibió el grano relajaron el rostro de la abuela, dejando en cada golpe la impotencia y frustración del día anterior. Esa noche la pitanza sería unas humeantes y doradas tortitas de trigo que la abuela elaboró con más mimo que destreza pues ya sus sarmentosos dedos adolecían de artrosis desde hacía tiempo.

6

Los días estivales de septiembre daban sus últimos coletazos. Unos brochazos de luz escapaban por la telaraña de un cielo grisáceo acompañado de una fresca brisa que peinaba las calles enfriando la mañana.

Doña Josefina cruzaba el portón de la casa. Con el ánimo encumbrado y beatificado por el golpear reiterado de su puño en el pecho, tras su ineludible compromiso con la misa matutina. Sus trotones pasos quedaron frenados al contemplar que las dos niñas se encontraban sentadas en el segundo escalón de la escalera que ascendía hasta el corredor de su casa. Las pequeñas se apresuraron a incorporarse y cederle el paso. Doña Josefina, indiferente, alcanzó la barandilla dispuesta a iniciar su ascenso con el primer escalón.

—Un chusquito de pan, por favor —rogó Engracia.

—Yo también tengo hambre —prosiguió Josefa.

—¡Ni se me ocurre! —contestó la dueña, ásperamente.

—Déselo a mi hermana que es más pequeña —suplicó Engracia intentando ablandar su corazón.

—¡Fuera de la escalera! ¿Cuántas veces tengo que decir que no quiero que subáis ni os sentéis en los escalones? —bramó, clavando sus sulfúricos ojos en ellas.

Al instante se dio media vuelta para comenzar a canturrear y subir los escalones de dos en dos.

Las niñas cruzaron miradas con más desconcierto que miedo.

En ese momento irrumpió en el patio Rita.

—El trapero acaba de doblar la esquina de la calle —refirió, con una alegre sonrisa.

La larga calle dibujaba a lo lejos la conocida silueta del trapero del pueblo. Tiraba de las riendas de la vieja mula que arrastraba una destartalada tartana. Todos los días deambulaba por el pueblo comprando trapos viejos y cacharros inservibles de todo tipo.

—¡Abuela, abuela! ¡Que viene el trapero! —gritaron las niñas, entrando atropelladamente en la cocina.

La abuela con una complaciente sonrisa les ofreció unos viejos trapos que guardaba para este momento tan esperado por sus nietas. Unos negros y raídos retazos que en sus mejores tiempos fueron un eficiente mandil. Las hermanas se apostaron en el portón ante la proximidad de la tartana.

—¡El trapero y chatarrero! —vociferaba y reiteraba para llegar a oídos de todo vecino.

Un hombre de mediana edad al igual que su estatura, con un gorro de paja de ala ancha y una incipiente y cerrada barba de dos días. De nombre José María y evidentemente conocido y llamado en el pueblo como «El Trapero».

Cuando arribó ante ellas, interrumpieron su lento y monótono paso, mostrándole y entregándole los viejos trapos como si fueran trofeos. El trapero al cambio les entregó seis secas algarrobas que las niñas aceptaron de buena gana.

Las pequeñas se comieron de una sentada las acartonadas algarrobas acomodadas en los escalones de la conflictiva escalera. Era el sitio preferido por excelencia para templar sus lánguidos cuerpos ante el tibio resol que se reflejaba en la descascarillada y ennegrecida pared del patio en los días fríos, como esa fresca mañana de principios de otoño.

Como todos los miércoles, esa tarde Engracia se encaminaba a la calle Nuestra Señora de las Nieves.

El acuerdo al que llegaron su abuela y una vieja conocida del pueblo a Engracia le proporcionaba unas enormes ampollas que apenas se curaban en los siete días posteriores. Debía barrer dos largos y desmedidos patios donde guardaban varios carros y mulas de la casa. El pago convenido era un cuarterón de pan.

La tarde vestía un cielo plomizo que no dejaba escapar ni un haz de luz, prometiendo algo de lluvia.

Con pasos prestos invadió la Plaza Mayor enfilando por los soportales. Admirando mientras aflojaba el paso los puestos del mercado municipal abarrotados de viandas de todo tipo. A Engracia le resultaba fascinante contemplar tanta comida junta. Frutas, verduras, pollos y conejos colgados de los puestos, ristras de chorizo y morcilla y toda clase de productos de matanza y casquería. Y, por supuesto, los deliciosos caramelos que se hallaban en el puesto de los frutos secos.

Llegó a la altura del Corral de Comedias. Gran posada, siempre atestada de bestias y carros de todo tipo venidos de otras comarcas. El cansado y extenuado viajero podía pernoctar por un módico precio antes de proseguir su camino.

Caminaba absorta ojeando puesto por puesto, deleitándose y agudizando los dos sentidos validos en su caso, la vista y el olfato.

Cuando de pronto chocó de frente con un niño que tendría, más o menos, su misma edad y que salía a la carrera del Corral de Comedias. Engracia a punto estuvo de caer de espaldas.

—¡Mira por dónde vas! —le instó Engracia, mirándole con somero repaso.

Alto, delgado, con un pantalón corto por el que asomaban de necesidad unas largas y flacuchas piernas. Un rostro empapado en sudor que le resbalaba por las patillas.

—¡Lo mismo te digo! —le contestó sin apenas mirarla, reanudando la carrera e intentando alcanzar a sus amigos que le dejaron atrás en el juego.

Engracia se quedó mirando a aquel chiquillo que apenas reparó en ella, sin saber en ese momento que el tiempo y el destino volverían a poner a ese chico en su camino.

Recorrió apresurada el trayecto que le quedaba para llegar a su destino. La dueña de la casa apostada en el portón de los carruajes esperaba, impaciente, su llegada.

—Te has retrasado, Engracia —apuntó la dueña, chasqueando la lengua.

—Perdone, doña Paquita. Ahora mismo me pongo a faenar —refirió Engracia, acuciosa por coger el escobón.

Engracia andaba con cuidado, mirando por dónde ponía el pie, pues los excrementos de los borricos y mulas se encontraban esparcidos por todo el largo y ancho de los descomunales patios.

Al poco rato las ampollas desinflamadas de la semana anterior volvían a llenarse de líquido. Aunque era diestra se cambiaba el escobón a la mano contraria intentando calmar el escozor y quemazón. Más de tres horas y media tardaba en barrer los enormes patios, recoger el estiércol y depositarlo en unas grandes espuertas de esparto.