La ironía de su nombre

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Mientras, Rita se carcajeaba estrepitosamente contemplando el rostro lívido de su sobrina.

De pronto un silbido cercano.

La risa de Rita cesó.

—¡Engracia, rápido, cruza la vía! —instó, con los ojos clavados en la locomotora del tren que se acercaba inexorablemente.

Engracia, inmóvil, sin reaccionar, miraba cómo se aproximaba vertiginosamente esa negra maquina humeante que no paraba de silbar.

—¡Engracia, corre! —vociferó Rita, con el corazón arrebuñado.

De dos zancadas saltó la vía intentando llegar hasta Rita. En décimas de segundo, el tren pasó a espaldas de ella desplazando su enjuto cuerpo más de dos metros para caer de bruces en la escabrosa grava.

Las magulladuras y pequeños cortes que lucía en brazos y piernas, a Engracia se le antojaron una minucia comparados con la retahíla de reprimendas y amonestaciones que se traía de regreso su tía Rita.

Atajando por el camino más corto, se encaminaron a la calle Ramón y Cajal con el propósito de vender el sucumbido lagarto. En una de las casas cercanas al cine de verano de Molinilla, siempre era bienvenido todo hijo de vecino que se presentara con algún lagarto o serpiente. Nadie sabía, a ciencia cierta, si era para elaborar medicamentos o iluminar el intelecto diseccionando al animal en pro de la ciencia. Lo que sí era cierto es que en esa casa convivía una familia relacionada con la rama médica o farmacéutica.

El crepúsculo alargaba las dos siluetas que enfilaban la Plaza Mayor en dirección a su casa.

Con dos pesetas en el bolsillo, bien merecidas, contentas y animadas, reían comentando los pormenores y avatares de aquella tarde. Ya los cortes y los violáceos moratones de Engracia se relegaban ante los cuartos que pondrían a disposición del economizado monedero de su madre.

Manuela siempre almorzaba en casa de los Gorreros, dando gracias por no consumir el poco sustento que pudiera hallarse en su casa.

Desde que falleció su padre, sufragar el alquiler de la casa era un calvario diario. La sesera congestionada de cábalas y cuentas hechas con los dedos, Manuela no encontraba manera de que el mísero peculio diera para todo. Acumular el dinero en un solo pago mensual era del todo imposible, sin el sueldo de su difunto padre. Fraccionaba el pago en tres veces a mes vencido, para arrebato de doña Josefina que gozaba amedrentando a la familia. Cada vez más pequeños y vacíos los paquetes que mandaba por correo a su marido, consciente de que su familia necesitaba comer al menos una vez al día. Por las tardes después del trabajo se dedicaba a tejer junto a su madre y hermana encajes de bolillos hasta altas horas de la madrugada, donde ya a esas horas, se encontraba sola con sus bolillos y sus taciturnos pensamientos.

Todos los días antes de ir con su hermana a la pitanza en el Auxilio Social, Engracia se presentaba con un cacillo a las puertas del monasterio de los frailes Dominicos situado en el Ejido de Calatrava. Esperaba su turno en una larga fila repleta de menesterosos de todas las edades, sobre todo niños y ancianos.

Se abrían las puertas del monasterio. Tres frailes invadían el atrio, dos de ellos portaban una enorme olla de barro. El quejido del cerrojo de las altas y negras verjas descomponía la fila regalando empujones y cachetes, a lo cual, los frailes invitaban a los alborotadores a ser los últimos en la destartalada fila.

El fraile mayor custodiaba las viandas, mientras los otros conseguían, no sin gran esfuerzo, que la hilera humana fuera de a uno. Las sobras de todos los días no daban para todos, pero calmaban el hambre a los primeros quince o veinte pedigüeños apostados en primera fila.

Los primeros cacillos se servían a los niños con el beneplácito de casi todos los harapientos allí reunidos.

Sus pálidas y exiguas carnes, la ropa remendada una y otra vez y que no encajaba en su famélico cuerpo porque no fue comprada para ella, le conferían a Engracia un aspecto menesteroso y miserable.

—Un poquito más, por favor —reiteraba la pequeña todos los días al mismo fraile.

El veterano y mofletudo fraile que portaba el cucharón dejaba caer un poco más de potaje en el viejo y abollado cacillo que sujetaba Engracia con las dos manos. Al mismo tiempo, ella se lo agradecía con una amplia sonrisa, la cual iluminaba todo su rostro para complacencia del magnánimo fraile que siempre arañaba con el cucharón las paredes de la gran olla para agenciarse alguna cucharada más y terminar de llenar los cacillos de todos los necesitados.

Los acuciosos pasos de Engracia la encaminaban a casa. Se le escapaba una mansa sonrisa al sentir que todavía el cacillo calentaba sus manos. Sabía que la abuela prefería echarse algo caliente a la boca, pues su delicado y cascado estómago lo agradecía enormemente.

Franqueó la puerta de la cocina donde esperaban su abuela y su tía, ávidas por hincar el diente a cualquier cosa que oliera a comida.

La tibieza con que Engracia se dirigía a su abuela y el tesón con que intentaba sacarle una mera sonrisa, constituían para Elvira un pequeño consuelo ante tanta adversidad. Su rostro había avejentado diez años. Cada arruga era un párrafo escrito de su acibarada vida, sus tristes y siempre vidriosos ojos hablaban de infortunio y desdichas. Pero eso no menguaba un ápice la vehemencia que escondía su longevo cuerpo respecto a cuidar y sacar adelante a su hija pequeña y a sus nietas.

El sol en un baldío intento de apartar las embarradas nubes mostraba sus haces de luz filtrándose por las pocas brechas que conseguía encontrar. Un aliento de aire frío refrescaba el rostro de las niñas, preaviso del otoño venidero.

Las dos hermanas andaban con premura, cogidas de la mano. Sabían que no debían llegar tarde pues no quedarían ni las migajas.

El Auxilio Social situado debajo de los soportales de la plaza brindaba a los niños huérfanos y menesterosos del pueblo el plato de al mediodía.

Accedieron con paso firme a la plaza del pueblo donde una larga y sinuosa fila ya esperaba. Aligeraron el paso por los soportales para llegar cuanto antes, pues el hambre aullaba en sus raquíticos estómagos.

En fila de a dos, entraron en el gran comedor que siempre se quedaba pequeño ante tanto niño. Unas largas mesas con sus respectivas y pequeñas sillas aguardaban el paso infantil. Un plato, una cuchara y un vaso por cada minúsculo sitio.

Era una comida pobre para pobres, pero al menos llegaban a casa con el buche medio lleno para poder aguantar hasta mañana, si es que esa noche nada caliente pudiera correr por sus tripas. Acaso un pedazo de pan ennegrecido de cebada con un poco de aceite.

Una beata y otoñal cuidadora ahogaba su soltería en los cucharones de aguachirle que distribuía a los niños. Con ojo avizor otro cuidador, sordomudo, que rebasaba el medio siglo, con talante desabrido y hosco, vigilaba que ningún niño se levantara o armara alboroto. Con férrea disciplina militar intentaba que se sentaran y comieran todos al mismo tiempo, no sin antes rezar el padrenuestro. Siempre con el beneplácito de la meapilas de la cuidadora.

Josefa, aún pequeña para entender de tiempos y rezos, engulló la primera y henchida cucharada de unas enguachinadas y oscuras lentejas.

—No, Josefa, hay que esperar un momento —susurró Engracia, temiendo que la oyeran.

—Tengo hambre —balbuceó con la boca llena.

De pronto y sin ser visto, apareció el sordomudo detrás de Josefa propinándole un varazo en la cabeza que le dejó todos los pinchos clavados.

Había dejado adrede la vara llena pinchos, los cuales se hincaron en la pequeña cabeza de la niña. El llanto reprimido de temor y espanto ahogó el dolor. Agachando la cabeza y sin levantar la vista, Josefa tragaba acongojada la comida del plato. Engracia, sin levantar los ojos de las ahogadas lentejas, sentía cómo crujía su corazón anegado de rabia y animadversión por quien había maltratado a su hermana.

Media hora después, salían los cuantiosos niños en silencio y en fila de a dos.

Cogidas de la mano, las pequeñas hermanas marchaban a su casa con paso triste y callado.

Al semblante compungido de Josefa le acompañaban el dolor y la culpa de Engracia por no haber podido proteger a su hermana pequeña.

Cuando llegaron a casa la abuela curó las heridas, no sin antes sacar, uno a uno, los pinchos que aún quedaban en la picoteada cabeza de Josefa.

La mañana se desperezaba resacosa y le estaba costando ganarle el pulso a la noche. Una noche que no dio tregua con el bullicio y algarabía de la feria del pueblo. Todavía sonaban los ecos canturreros de algunos despistados que esa mañana no encontraban su casa.

La abuela Elvira se encontraba en el corral. Tiraba de la cuerda del pozo para subir el cubo que se encontraba en el fondo. El gemido estridente de la garrucha le causaba tiricia en los dientes, crispándole los nervios. Al fin puso el cubo en el brocal y extrajo de él un gran botijo lleno de agua fresquísima, pues había pasado toda la noche al amparo de las oscuras paredes del profundo pozo.

La feria ofrecía poder agenciarse algunos reales vendiendo el agua a los feriantes venidos de todas las partes de La Mancha.

En el Ejido de Calatrava se establecían los tratantes de toda clase de ganado, donde vendían, compraban o cambiaban cualquier animal que anduviera a cuatro patas. En la calle La Feria, enfrentados en dos hileras y codeándose unos con otros, los puestos vendían, voz en grito, sus mercancías. Berenjenas, golosinas, juguetes, frutos secos, turrones, bisutería, todo lo que alegrara el espíritu de fiesta de un adulto y emocionara el corazón de un niño.

 

El pesado botijo marcaba y enrojecía las manos de Engracia. Sola, se encaminaba al Ejido de Calatrava donde compradores y vendedores pasaban el día a pleno sol soportando altas temperaturas mientras se daba el visto bueno a los animales elegidos.

—¡Agua fresca! ¡Agua fresca! —gritaba Engracia, irrumpiendo entre los cercados donde se hallaban los hombres y las bestias.

Un trago de agua fresca que humedeciera sus secas gargantas, lo agradecían con alguna perrilla o una perra gorda que Engracia guardaba con celo aprisionada en su puño.

Se adentraba por entre los caballos y mulas sin miedo a que la pisotearan, solo por llegar hasta el último tratante y granjearse algún céntimo más.

Ya ligera de peso y con unas pocas monedas volvía a casa, donde le esperaba otro gran botijo lleno de agua para volver a bregar por la feria y pasearse con él casi todo el día.

Atardecía. Engracia y Josefa contemplaban, absortas, cómo se divertían los demás niños montando en las atracciones. Sabedoras de que montar era una quimera, se limitaban a mirar, disfrutando con ver la emoción y alegría que desprendían el rostro de los afortunados. Les gustaba el parpadeo de las luces de colores, la música, el bullicio, el trasiego de los viandantes que paseaban ojeando y comprando en los puestos.

Una sudada moneda de cinco céntimos custodiaba Engracia en su pequeño puño. Su madre se la entregó antes de salir de casa para que la gastasen esa tarde en la feria.

Engracia no sabía de números, pero lo que si sabía era que, con la moneda que llevaba, no montarían ni una sola vez en las atracciones.

Asió fuertemente del brazo a Josefa que contemplaba a los niños con las manos pegadas a la barandilla del tren de la bruja.

—Yo quiero montar, nunca me he subido al tren —clamó Josefa, con voz lastimera.

—A mí también me gustaría montar —apuntó—. Pero nos vamos a comprar un puñado de caramelos de colores —dijo Engracia, animando a su hermana.

Sin darle tiempo a Josefa a poder objetar, Engracia la sujetó de la mano cruzando por entre la muchedumbre que invadía la feria.

Vanos intentos de desligarse de la acerada mano de su hermana mayor, Josefa comenzó a gimotear. Cuando arribaron ante el puesto de golosinas el débil lloriqueo de la pequeña se transformaría en una bobalicona sonrisa al contemplar tanta exuberancia de caramelos de todos los colores y sabores.

El arcaico feriante las observaba mientras mesaba su canosa barba. Hombre de tez cuarteada por el paso del tiempo, el mismo que sumaba el largo y mugriento mandil, imposible de adivinar su color.

Las niñas se deleitaron lamiendo con los ojos el género del destartalado puesto, una y otra vez. Josefa echó el ojo a los caramelos más grandes al igual que Engracia, a quien comenzaba a aguársele la boca pensando en el sabor dulzón de esos portentosos caramelos.

El feriante comenzó a impacientarse al ver que las niñas no se decidían.

—¿Vais a comprar o solo a mirar? Porque si es lo segundo ya os podéis ir por donde habéis venido —instó el vendedor con chirriante voz.

Engracia alzó la vista y gozosa le enseñó la moneda que guardaba afanosamente en el puño.

—Quiero un puñado de caramelos —señalando con el dedo los más grandes y con brillante envoltura de papel.

—Mira, niña, con esa perrilla te daré dos de esos caramelos —aclaró, con tono despectivo.

A Josefa se le apagó su luminosa sonrisa.

Al ver el desencanto en el rostro de su hermana, Engracia se dirigió, desafiante, al bronco feriante.

—Quiero un puñado de caramelos, me da igual cuáles sean, pero quiero un buen puñado —instó.

Los ojos de Josefa se iluminaron como las luces de la feria.

Y caminando juntas de retorno a casa, disfrutaron de la ambrosía de un puñado de caramelos demasiado duros y pequeños.

Los días parecían pasar más lentamente que las semanas.

El hambre alargaba el día como el que estira una goma. La miseria se anquilosaba en casa de Engracia costando que se moviera para otro sitio.

Más de dos años hacía que no quedaba mueble de Manuela por liquidar.

Desde que metieron preso a Joaquín Garrido el mueblaje del matrimonio fue a parar al mejor postor. Manuela, con una niña pequeña y otra en sus entrañas, sin poder pagar el alquiler de su casa, se recogió al amparo de sus padres. El poco capital que percibió por el mobiliario lo destinó a solventar las muchas penurias y necesidades que padecía el preso. Después sería su jornal el mecenas de esa misión.

La fría mañana ofrecía un fino tapiz de escarcha en las lindes del camino. El reflejo del sol plateaba la nívea alfombra intentando derretir el helado rocío.

Marchar a Bolaños a pedir limosna a primera hora les otorgaba poder granjearse alguna perrilla antes de que otros necesitados como ellas se adelantaran a bendecir la bondadosa mano del buen samaritano.

Aunque la diferencia de edad entre Engracia y Rita era grande, la mayoría de las veces se dejaba notar poco. Corriendo y jugando como chiquillas que eran, el camino se acortaba enormemente y el mordiente frío no se dejaba notar.

—¡Denos una limosna o algo para comer! ¡Dios se lo pagará! —reiteraba Rita puerta por puerta.

Engracia coreaba con Rita la lastimera frase.

La mayoría de las puertas no cedían, se limitaban a atisbar por entre los visillos de la ventana. Otras, en cambio, se desplegaban de par en par, apenadas por el aspecto miserable y los ojos de hambre de las niñas. Recibían una perrilla o algún tomate o patata que ellas agradecían de mil amores.

En una de tantas casas que tocaron la puerta, esta cedió invitándolas a entrar.

Era una delgada mujer con una edad no definida, enfundada en ropas que no correspondían a su lozano rostro y que la avejentaban quince años más. Un estirado moño hacia atrás dejaba entrever alguna incipiente y soterrada cana y una dulce sonrisa, incongruente con su velada mirada.

Se adentraron tímidamente en un angosto pasillo siguiendo los pasos de la dueña de la casa. Los oídos se impregnaban de unos efluvios melódicos y metódicos que exhalaba la última y acristalada puerta del corredor. La cargada celosía de la puerta filtraba haces de luz que acuchillaban las baldosas rojas del suelo. El resol tintaba de escarlata las paredes del largo pasillo.

Empujó suavemente la puerta para permitirles el paso.

Engracia alzó la mirada, sorprendida. Una radio pendía de una repisa de madera apostada en la pared, emanando de ella una repetitiva letanía a modo de canto que a Engracia se le antojó que sonaba a procesión de Semana Santa.

Un perceptible olor a membrillo impregnaba la estancia pues adornaba la mesa un bonito frutero abarrotado de grandes y amarillos membrillos.

Las dos niñas se miraron imaginando poder llevarse un par de membrillos a casa. La abuela los cocería y con un poco de azúcar, esa delicia sería una delicatesen para sus toscos paladares.

—Acercaos a la mesa y acomodaos en las sillas —dijo con voz melosa, mirándolas de hito en hito.

Se apresuró a apartar de la mesa el oloroso frutero para disponer dos platos con sus cucharas y un pedazo de pan.

—Ayer sobró bastante guisado de patatas —mencionó.

Comenzó a llenar los platos, colmándolos hasta el borde y a punto de desbordarse.

A las niñas se les encharcó la boca ante semejante imagen y dando las gracias reiteradamente, se dispusieron a no dejar ni el olor.

—¡Un momento! Antes de comenzar a comer debéis de dar las gracias a Dios Nuestro Señor. Quiero escuchar un padrenuestro y un avemaría —instó.

Engracia tragó saliva ante tal beatífica coacción, buscando el auxilio de Rita. Esta la miró sorprendida por la inesperada petición. Seguidamente le guiñó un ojo dispuesta a rezar hasta el Credo y el Yo confieso, si fuera preciso.

—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado…

En ese momento, a su tía la hubiera llenado de besos. Se hubiesen quedado sin comer si hubiera dependido de ella, pues el único rezo que escuchaba era el Rosario de La Aurora que cantaban los frailes dominicos cuando recorrían las calles de Almagro.

Los primeros rayos del alba son los que escuchaban el cántico rezo de los más de trescientos religiosos entre frailes y seminaristas, que dispuestos en dos filas de a uno, barrían con su hábito las dos aceras de las más importantes calles del pueblo.

Engulleron las viandas sin levantar la cabeza del plato. Si alguna de ellas hubiera atisbado de reojo a su benefactora habría descubierto que en su exultante mirada desbordaba gozo y satisfacción de haber purgado dos almas que ella creía pérdidas y sentenciadas al infierno.

Se despidieron dándole por enésima vez las gracias, mientras el ama de la casa apoyada en el picaporte de la puerta rezaba entre dientes, preguntándose Engracia, si sería por ellas o por el alma de ella misma.

Ya mediodía, a paso ligero y animado, regresaban a Almagro. Hoy llenaron el estómago y consiguieron, en total, dos pimientos, tres pedazos de pan y tres perras chicas.

Los haces cobrizos acuchillaban las nubes de aquel frío atardecer.

Engracia y su abuela se encaminaban al Ejido de Calatrava donde se abastecían de agua para beber.

La anciana portaba un descascarillado cántaro en su vieja y maltrecha cadera y en la otra mano un cubo de cinc. Engracia sin perder el paso de su abuela acarreaba con otro cubo que balanceaba en un vaivén que terminaba volteándolo para enojo de la anciana y satisfacción de la niña. Aunque su abuela la reprendía una y otra vez, ella no desaprovechaba la tentativa de volver a repetir la gracia.

Dentro de una gran garita se encontraba una fuente con varios caños custodiada por una mujer de mediana edad que se entretenía tejiendo encajes de bolillos, a la espera de que acudieran los parroquianos para colmar sus cántaros de la esencia de la vida, previo pago de un real por cántaro y dos reales por cubo.

Tierra manchega, rojiza y volcánica, que ofrecía aguas termales para el opulento bolsillo y no permitía que el menesteroso apagara su sed sin agriosos gestos y dolores estomacales por las aguas sulfuradas.

Acercándose a la fuente venía Dolores, una eminencia para el encaje de bolillos e íntima amiga de su abuela Elvira.

—¡Dichosos los ojos que te ven! —exclamó Dolores al llegar ante ella.

—¿Qué tal estás, Dolores? —preguntó abrazándola efusivamente.

—Esperando darle unas cuantas lecciones a tus nietas. ¿Verdad que estás deseando aprender, Engracia?

La niña le brindó una sonrisa de estampa.

—Abuela, ¿cuándo voy a ir? —demandó, con lisonjera mirada.

Las dos amigas concertaron el mejor momento para que Engracia comenzara las primeras lecciones en el arte del bolillo.

De regreso a casa, los descansos cada vez más largos le daban a Engracia un pequeño respiro, derrengada por el esfuerzo que suponía transportar más de la mitad de lo que pesaban sus escuálidas carnes.

Su madre trabajando, Rita tejiendo encajes de bolillos y atendiendo a Josefa, ella suponía el único apoyo de las ya menguadas fuerzas de su abuela.

Al poco tiempo, el agua potable correría a cargo de Engracia, para ello, necesitaría dar varios viajes al día para abastecer su casa.

Las semanas pasaban y Engracia, siempre ávida por instruirse más de lo que aprendía con Dolores, se granjeaba a hurtadillas la almohadilla de los encajes de la abuela para terminarlos en un santiamén.

Meses después, su destreza en mover los bolillos enorgullecía a su madre que la observaba embelesada cómo remataba el encaje.

Con el tiempo se unió a este manual arte Josefa. Todas las tardes las dos hermanas invadían la casa de Dolores, un gran edificio a modo de corrala donde convivían gran número de vecinos. Allí se aplicaban para que después, esos encajes se transformaran en dinero y conducirlo a las administrativas manos de su madre.

La visita de su tía Antonia siempre alegraba enormemente a Engracia.

Hermana de su padre, siempre mostraba atención y un gran cariño por ella y por su hermana Josefa. Aunque le faltaba tiempo que sacarle al día llevando a su cargo cinco hijos, siempre se adjudicaba un ratito para venir a ver a sus sobrinas e interesarse por ellas.

—Engracia, hemos hablado tu madre y yo y quiero que vengas por un tiempo a vivir a mi casa. Tus primos te esperan con los brazos abiertos —comentó su tía Antonia.

 

Anudando el pequeño hatillo que llevaba en su interior las pocas vestiduras y sin olvidarse de su almohadilla de encajes, se despidió alegremente de su familia. Sabía que les vería muy a menudo pues estaría en el mismo pueblo y a pocas calles de distancia.

A pesar de su corta edad, era consciente de que una boca menos en su casa relajaría la carga y en casa de su tía Antonia comería tres veces al día.

En la planta de arriba de la vieja casa sita en la calle Palomo residían la tía Antonia, su marido Ramón y su prole. Unas tablas viejas tapaban los grandes agujeros del yesado suelo de la cocina, pues de otra manera se podía saludar a los vecinos que vivían en la planta baja. En una esquina de esta, unas parrillas sobre un cubo de cinc, con las paredes de su interior enyesadas y un agujero dispuesto a modo de chimenea, soportaban una picada cacerola llena de caldo. El olor a carne que emergía a borbotones del recipiente hizo salivar a una Engracia que no había probado chicha desde hacía meses. Un simple guisado de patatas con tocino entreverado resultaba una borrachera para sus sentidos.

La cocina la componía una vieja y descolorida mesa apostada contra una de las burdas y descascarilladas paredes que sujetaban dos deslucidas repisas, donde su tía disponía el poco menaje que utilizaba para dar de comer a su numerosa familia. Enfrente, una gran alcoba donde podían bailar holgadamente, dos caducas camas de matrimonio de negros y delgados barrotes y dos enormes y centenarios arcones que hacían las veces de armario ropero. Rematando el flaco mobiliario de la alcoba, un retrato del matrimonio en la pálida y áspera pared enfrentado a las camas.

El tío Ramón trabajaba en las minas de manganeso cercanas a Almagro. El economato dispuesto para los empleados de las minas suponía abastecer su casa de víveres a más bajo precio. Aunque la calidad-precio la mayoría de las veces era una quimera, les aportaba poder yantar todos los días del año. La harina de judías no faltaba en la alacena de su casa por su bajo precio, mas cada vez que su mujer la cocinaba las barrigas de los niños se hinchaban como globos, amén del mal sabor, mala digestión y dolores de tripas. Pero el hambre es ciega y no tiene paladar, y poder comer todos los días suponía a una familia numerosa y con muy pocos recursos el poder sobrevivir a la hambruna de una posguerra.

Los primos, entusiasmados con la idea de que su prima Engracia se quedara una temporada con ellos.

Todos eran más pequeños que ella, menos su prima Prado que era dos años mayor. Matilde, llamada Mati, y Engracia cumplieron recientemente siete años con un mes y medio de diferencia, detrás, venían los tres restantes, Agustín, Ramoncillo y el pequeño y enfermizo Aurelio. Con el tiempo y sin anuncio, verían la luz cuatro hijos más.

Los fríos días de invierno llevaban a los niños a hacinarse junto a las ardientes ascuas del candente cubo. Aurelio acomodado en un catre provisional que su madre dispuso en la cocina con inconmensurable devoción, cerca del fuego.

El pálido rostro del desmedrado niño contrastaba con las circulares y negras sombras que se mostraban alrededor de sus ojos. Con mirada cansada de haber vivido cien años a pesar de tener apenas cinco, el pequeño sonreía a una Engracia siempre locuaz y disparatada que le alegraba las largas tardes de dolor y calentura.

Engracia observaba cómo todas las noches su tía preparaba una cataplasma para ponerla en el pecho de Aurelio. Con unos trapos limpios envolvía ese enclenque cuerpo para que no se le moviera el emplasto y aguantara en su sitio toda la noche. Unas noches que envolvían de pereza a todos los hallados en la cocina. Intentaban alargar lo más posible la hora de dormir. Entrar en la alcoba era como adentrarse en un helero. La ventana, siempre con la persiana subida hasta hacer tope, intento inútil por sustraer algo de calor a los débiles rayos de sol que se filtraban por el patio, los días soleados.

Compartía una de las camas con sus cuatro primos, pegados cuerpo con cuerpo, robándose uno a otro un poco de calor. El matrimonio custodiaba entre medias de ellos al pequeño Aurelio en la otra cama. Dibujando en la oscuridad trazos de vapor con el aliento y deseando con premura conciliar el sueño antes de que sus ateridos cuerpos no les dejaran dormir.

Las frías tardes se acortaban. El presuroso ocaso caía sobre los tejados oscureciendo y enfriando aún más el pueblo.

Sus primos pequeños, absortos, con los ojos clavados en las pequeñas y habilidosas manos de la chiquilla. El encaje se dibujaba como por arte de magia al repicoteo de los bolillos. Mientras, su prima Mati daba aire con un viejo cartón al tiro de las mortecinas ascuas del cubo. Como negras mariposas levantaban el vuelo las pavesas del lánguido carbón, convirtiendo las oscuras ascuas en crisol y volviendo a enlutarse al cesar la fuerza del aire.

Aurelio, encariñado con Engracia, siempre quería estar cerca de ella. La niña procuraba sentarse junto al catre donde se encontraba postrado. Su lubricada lengua contaba cuentos, leyendas y cantares que heredaba de su madre o abuela y a veces de la invención de ella misma. Solía cantar romances centenarios que pasaban de generación en generación, iluminando los tristes ojos de su desmejorado primo.

Despuntaba el alba. El débil sol de esa gélida mañana hacía llorar los tejados de Almagro. Un goteo continuo de perlas cristalinas se deslizaba sobre los carámbanos resistiéndose a caer en la fría y mojada acera.

Esa álgida mañana, la tía Antonia y su prole se acercaron a la estación de tren buscando carbonilla por las lindes de las vías.

Solían agenciarse casi dos cubos del buscado y preciado oro negro, permitiéndoles cocinar las viandas y calentarse el cuerpo durante un par de días.

Los pequeños, más que ayudar, jugaban en las vías cruzando por ellas de un lado a otro, ante la mirada inquisitiva de Prado que les reprendía con dureza.

Agachada, intentando colmar uno de los cubos, la tía Antonia no dejaba de mirar con celo a sus hijos pequeños, aunque sabía que llevaba la mejor cuidadora que se pudiera encontrar, implacable y meliflua a la vez.

Mientras recogían carbonilla, Agustín y Ramón se entretenían en buscar pequeñas piedras con formas raras y divertidas. Examinaban con detenimiento las piedras que pudieran parecerse por sus dispares formas a alguna cosa conocida.

—¡Mire madre, una luna! —profirió Ramoncillo, alzando el brazo para que viera la piedra.

La madre levantó la vista para brindarle cara de sorpresa por el hallazgo, acompañada de una complaciente sonrisa.

El envarado niño guardó con gran satisfacción la piedra en el bolsillo.

—Voy a regalarle mi luna a Aurelio —comentó Ramoncillo sin levantar la vista, escudriñando de nuevo el suelo.

—Yo he encontrado otra con forma de pera —dijo Agustín—. Yo se la daré a Engracia, seguro que la guarda en la caja de bolillos.

De camino a casa con los dos cubos desbordados de carbonilla, Prado y su madre se turnaban para cargar con los pesados cubos. Inútil intento de Mati por ayudar, pues su madre no consentía que la pequeña acarreara con ese duro trabajo. Avanzaban a paso lento pues el peso de los cubos las obligaba a parar y descansar unos minutos.

Unos pasos más adelante, los dos pequeños con sus respectivas piedras en el bolsillo y un solo pensamiento, la cara de asombro de Aurelio y Engracia al ver esas formas raras que la naturaleza había dispuesto en esas piedras.

El estado de Aurelio, lejos de mejorar, se acentuó más estas últimas semanas.

Engracia intentaba sacarle alguna sonrisa, pero al niño con los ojos entornados, le faltaban ganas y fuerzas para prestarle atención. Postrado en el catre y arrebujado hasta las barbilla por un basto cobertor, su respiración forzosa tenía a Engracia desazonada.