La ironía de su nombre

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—Vuelva a recoger sus pertenencias —instó el guardia, escudriñando a las dos de arriba abajo—. ¿A quién viene a visitar?

—A Lucia Herrera.

El guardia civil dio media vuelta dirigiéndose a la puerta del fondo, que abrió bruscamente. —¡Olivares, venga aquí, inmediatamente!

Al instante invadió la sala, cuadrándose, un corpulento y barrigudo guardia civil, cerrando la puerta a su paso. Llevaba un pantalón sujeto por las ingles y una prieta chaqueta que atenazaba sus carnes de tal manera que los botones saltarían en cualquier momento.

—Es una visita para la celda cuatro, que no estén más de diez minutos, ¿estamos? —le instó—. ¡Y haga el favor de subirse el cinturón! —vociferó.

—¡Inmediatamente, mi capitán!

Esfuerzos infructuosos por colocarse los pantalones en su sitio, pues apenas ascendieron un centímetro. Por las patillas del orondo militar resbalaban gotones de sudor que se estampaban en el suelo sin que pudiera evitarlo.

—Olivares… un día de estos duerme en el calabozo —amenazó el capitán, con mirada impagable.

Olivares empujó la puerta y cedió el paso a la visita. Manuela aupó a Engracia para sostenerla en sus brazos.

La alegría por visitar a su abuela Lucia se desvaneció al instante.

Una bocanada de aire pestilente a sudor y a orines impregnaba todo un angosto pasillo. Una desnuda bombilla velada por un polvo rancio pendía del techo amarilleando las paredes con su vaporosa luz. Manuela a paso lento, intentando ensordecer el sonido de sus pasos. De unas diminutas celdas constaba el pasillo, y todas a la izquierda. Las tres últimas celdas y las más alejadas de la puerta de entrada se encontraban habitadas.

Manuela se paró ante la celda cuatro, pues ya acumulaba varias visitas a su suegra, aunque hoy era distinta. Venía acompañada de su hija, preguntándose si no sería mejor para ella salir corriendo de allí. En esa tesitura se encontraba cuando unas huesudas manos agarraron fuertemente los barrotes herrumbrosos que dejaban una sombra de óxido en las manos de quien los tocara.

—¡Mi niña! ¡Mi niña! —clamó Lucia.

—¿Qué tal se encuentra, Lucia? —preguntó, aunque las trazas de su suegra eran pura contestación.

Una especie de camisón oscuro hasta los pies enfundaba su cuerpo. Su pelo rizado y siempre bien estirado y recogido hacia atrás, ahora resultaba estropajoso. Sus enjutas carnes distaban mucho de la última vez que la vio.

—Gracias por traer a Engracia, no te lo hubiera pedido si no viera pronto mi fin —musitó con voz quebradiza.

—No diga esas cosas, usted tiene que criar a sus nietas y verlas crecer.

Todavía sostenía a Engracia en sus brazos. La niña sonreía intentando buscar en esas escuálidas carnes a su querida abuela. La anciana la abrazó entre los barrotes y ella le correspondió, rastreando con el tacto y el olor, pero no encontró ni un remanente de querida su abuela.

El guardia Olivares apostado unos metros más atrás, viendo la conmovedora escena, se alejó sobre sus pasos y cerró tras de él la puerta del pasillo.

—¿Sabes algo de mi hijo? —dejó caer, temiendo la posible respuesta.

—Son pocas las cartas que llegan. Pero usted no se preocupe —atajó—. La última que recibí comentaba que se encontraba bien y que esperaba, como agua de mayo, el paquete que siempre le envío.

—Gracias, Manuela, sin ti mi hijo…

La congoja no la dejó terminar la frase. Quería reprimir las lágrimas y que su nieta no le viera sollozar. Pero se derrumbó. Un llanto de amargura e impotencia resonó en la oquedad del largo y vacío pasillo.

—¡Lucia! Tranquila, todo se arreglará, ya verá como todo esto se queda en un mal sueño —aclaró, poco convencida para sus adentros.

La abuela secaba las lágrimas que resbalaban por sus demacradas mejillas, con la manga del raído y sucio camisón. En un intento de reprimir el llanto, buscaba alguna brizna de entereza alojada en algún rincón de su lánguido cuerpo.

Engracia, recordando las palabras de su madre, sonreía, intentando dar paz y sosiego a esa ignota imagen que reflejaba sus ojos.

El quejido de la puerta del pasillo al abrirse trajo una lengua de aire fresco y al voluminoso Olivares.

—Lucia, nos tenemos que marchar —aludió, afligida.

—Pierda cuidado y no se preocupe, el capitán se ha marchado a cenar. Volverá dentro de unos veinticinco minutos —atajó Olivares, brindándoles una apacible sonrisa.

—Muchas gracias, es usted muy amable.

—Señora, no tiene por qué dármelas. El que más o el que menos, tiene un familiar o un amigo en chirona —convino.

Se marchó el titánico guardia con andares más ligeros y seguros, dejándolas de nuevo a solas.

Estuvieron hablando de algunos comentarios y anécdotas del pueblo. También de Nieves, íntima amiga y vecina, quien se ofrecía a leerle las escasas cartas que recibía de su marido. Pero sobre todo de la pequeña Josefa que ya chapurreaba toda clase de palabras y era inquieta como rabo de lagartija.

—Cuida de tu madre y de Josefa, yo sé que tú eres muy fuerte —le instó, con una tibia sonrisa.

Engracia cabeceó afirmativamente, despidiéndose con la mano mientras Manuela se alejaba con ella en sus brazos.

Cuando abordaron la calle ya oscurecía. La noche envolvió Almagro en un manto oscuro. El filo plateado de una luna creciente rasgaba el negro manto de la noche.

De camino a casa, calladas, pensativas, a paso lento.

—Madre, ¿quién ganó la guerra? —inquirió Engracia.

—Nadie. En las guerras no gana nadie. Todos pierden a alguien o algo que ya no recuperarán jamás —aclaró, sin parar su andadura, esta vez más acelerada.

Engracia miró de soslayo a su madre. Una lágrima surcó la mejilla de Manuela que inmediatamente la borró de un manotazo.

Engracia sabía que por mucho tiempo que pasara jamás podría borrar de su mente ese día.

Tres semanas más tarde, su abuela Lucia era fusilada ante un pelotón de ejecución en el agujereado paredón de la cárcel de Almagro.

3

El verano llegó sin avisar. El sol caía a plomo. Cientos de agujas martirizaban a aquel que se envalentonara a destacar sus carnes desprotegidas. En vano resultaba cobijarse en un asomo de sombra o en un buen sombrero. Inútil apaciguar el sopor de la hora punta del mediodía.

Engracia y la abuela Elvira regresaban a casa.

Un desportillado cesto de mimbre, con media carga de víveres para toda la semana.

Huyendo del tirano y justiciero sol, rastreaban cualquier sombra que les brindara el alero de algún tejado o los soportales de la plaza. Los cascados huesos de la abuela agradecían esos ínfimos instantes de descanso.

Una vez a la semana, se apostaban ante las puertas de la tienda de abastos, sito en la calle Gran Maestre, esperando que abrieran para recibir su ración correspondiente. La ración semanal dotaba de alimentos de primera necesidad.

La cartilla de racionamiento de esa semana consistía en:

150g de pan por persona (diario)

100g de judías secas

1 panilla de aceite (¼ l)

50g de azúcar terciada

¼ kg de bacalao seco

100g de tocino

1 trozo de jabón

La ración de la mujer adulta y los mayores de sesenta y cinco años era del 80% de un hombre adulto, y la ración infantil, menores de catorce años, era del 60% de un adulto.

Una fila de menesterosos esperaba a que les tocara su turno.

El hambre, que apretaba y no entendía de esperas, terminaba a empujones y trifulcas. Engracia casi siempre se adjudicaba algún empujón o coscorrón cuando intentaba colarse de rondón. Hacía caso omiso de las reprimendas de la abuela, si con ello se granjeaba un par de sitios más adelante en la destartalada fila.

Inexistente, la mayor parte del género que indicaba el listado de racionamiento. El bacalao, el tocino y el jabón eran artículos con escaso recorrido en las tripas o en las ropas de los amontonados pedigüeños que empezaban a sentir los rayos candentes de la mañana.

El estraperlo se encontraba en su punto más álgido, gracias al escaso abastecimiento semanal que se agenciaban sus maltrechas y vacías alacenas. Los desorbitados precios, cuatro o cinco veces por encima del precio estipulado por la Comisaría General de Abastos y Trasportes, solo se adjudicaban esa compra los abultados bolsillos de las familias de renombre asentadas en el pueblo.

Por otra parte, el intenso y desmesurado afán por atestar el paquete mensual obligaba a Manuela a comprar los deseados víveres al estraperlo. Casi todo el sueldo lo empleaba en esa temida y peligrosa cruzada.

El hambre y la miseria reptaban por las calles de Almagro, filtrándose por debajo de casi todas las puertas. Negociar un poco de leche era labor titánica, amén de un pedazo de carne o pescado fresco. Las patatas guisadas con una hoja de laurel, la tortilla de patatas sin huevo y sin patatas, las gachas viudas, el mojete con una raspa de bacalao, una patata con dos litros de agua, el asadillo con un pimiento, las judías y lentejas acompañadas de agua. Y un largo sinfín de carencias que las amas de casa con manos de prestidigitador llenaban todos los días los platos de sus casas.

Mientras sesteaba Josefa, la abuela iluminaba las mentes de Engracia y su hija Rita, aprendiendo lo laborioso que era dar la vuelta al desgastado y raído cuello de la camisa que se enfundaba el abuelo todos los días. El envés del cuello quedaba como nuevo, dispuesto a resistir otra temporada, las largas jornadas de sol o lluvia que sorteaba en el campo.

Un aliento de brisa ardiente envolvía una tosca y repetitiva prosa, que se internaba por la rendija de la vieja y entornada ventana de la cocina.

 

—¡El lañero! ¡El lañero! ¡Se arreglan paraguas, ollas, orzas, lozas! —reiteraba el viejo nómada.

Engracia se levantó como un resorte de la silla invadiendo la calle de curiosidad. Rita, emulándola, se encaminó a seguir sus pasos.

—¡Espera, Rita! La olla grande tiene un pequeño agujero. Y llévate también la fuente, pues necesita otra laña —aclaró su madre.

Rita abordó la calle dándole el alto al lañero. Le transmitió la orden de su madre y el lañero, presto, comenzó a consagrarse en su labor.

Sugestionadas por cómo arreglaba la olla, derritiendo el estaño en el cubo abarrotado de abrasadoras ascuas de carbón. La destreza de atenazar la laña a la fuente a Engracia se le antojaba harto difícil.

Una torcida y orgullosa sonrisa iniciaba su ascenso viéndose en esos instantes el centro de atención de las aleladas niñas. Mirándolas de reojo y con disimulo, el lañero ponía maña y arte en su trabajo, sintiéndose un erudito en estas concienzudas y artesanales labores.

Engracia alzó la mirada, fijando sus ojos en ese ajado y arrugado rostro con apariencia de estar deshaciéndose en chorros de sudor que destilaba su atezada piel. Una aguileña y faraónica nariz era el soporte de algunos resbaladizos gotones que se resistían a caer en la ardiente acera.

La puerta de la casa de enfrente se abrió.

Una bofetada de calor y de luz cegadora hizo retroceder a Nieves. Tardó unos instantes en cristalizar la estampa de enfrente.

Con largas zancadas se aproximó al afanoso lañero y compañía.

—¡Vamos, niñas, entrad en casa ahora mismo! —instó Nieves.

—Espere un poquito que ya acaba —rogó Engracia a la amiga de su madre.

—El golpe de calor no respeta a nadie —profirió Nieves, con fingido enojo de rigurosa maestra.

Las niñas agachadas en cuclillas emulaban la posición del lañero que podía presumir de aguantar largos ratos sin que se durmieran las piernas.

—¿Cuánto le queda a usted para terminar? —demandó Nieves, mirándole con somero repaso.

El lañero levantó la vista y contestó con un sucinto «¡Acabé!».

Rebuscó Nieves por los bolsillos del largo mandil una perra gorda para pagar el trabajo realizado.

Las niñas franquearon el portón a la carrera buscando la sombra en los recodos del patio. Mientras, el lañero, con el trabajo bien hecho, se alejaba con el candente y ennegrecido cubo por el largo de la calle, desdibujando su silueta por el sopor y vapores que exhalaba los ardientes adoquines.

Emergía otra silueta al final de la calle. Avanzaba pegada a la pared.

A paso lento y apático, el evanescente bosquejo ya se vislumbraba más nítido y corpóreo.

Regalándole una sonrisa a su amiga Nieves, llegaba ante ella Manuela, de luto riguroso.

—¿Qué haces plantada en medio de la calle? —preguntó, con un atisbo de risa burlona.

—Tu hermana y tu hija Engracia, que se atreven a salir a la calle con el fuego que está cayendo —mencionó, denotando en sus palabras la gran complicidad entre ellas.

Las dos amigas compartían el mismo pañuelo de lágrimas, compartiendo fiel amistad, confidencias y vicisitudes del tiempo que les había tocado vivir.

Nieves, desposada con el conocido y llamado con el sobrenombre de «El Grifo», ebanista de profesión y siempre dispuesto a poner sus conocimientos de la madera a quien demandara su ayuda. Siempre había alguna desencolada pata de alguna caduca silla o las deterioradas maderas del catre de algún vecino. Aunque la naturaleza no quiso otorgarles descendencia, no menguó ni un ápice la querencia y devoción que se profesaban mutuamente.

A la sombra, en un rincón del patio, Manuela y Nieves se escuchaban la una a la otra comentando y aliviando los pormenores del día. Manuela abría de par en par su corazón para que entrara un poco de consuelo y sosiego que tanto demandaba su decaído espíritu.

Las horas pasaban lentas, esperando que el atardecer viniera con algo de brisa que refrescara las abrasadoras calles del pueblo.

Engracia, sentada entre su abuela y Rita, observaba la maestría de tejer encaje de bolillos. No se sabía cuál era más rápida. Por los dedos de las encajeras pasaban los bolillos a una velocidad difícil de seguir con la vista.

—Pronto aprenderás, Engracia —apuntó su abuela, viendo sus ojos fijos en el encaje.

—Yo no podré ir a esa velocidad que va Rita —objetó, mirando a su tía.

—¡Claro que sí! —atajó Rita.

—Las dos me adelantaréis en destreza y rapidez, y si no, al tiempo —puntualizó la abuela, complacida.

Manuela preparaba la cena y Josefa se entretenía descolocando la caja de bolillos.

La abuela Elvira canturreaba y las niñas la seguían a coro.

Una tarde de verano, Me quitaron los anillos

me sacaron de paseo. y me cortaron el pelo.

Al revolver una esquina, Yo no siento mis anillos,

había un convento abierto. solo mi mata de pelo,

Salieron todas las monjas, que se la tengo agradecida,

todas vestidas de negro. a la Virgen del Consuelo.

Me cogieron de la mano,

y me metieron adentro.

—Como sigáis cantando atraeréis a la lluvia —refirió Manuela, sin convicción.

—Ojalá que refrescara un poco, aunque este calor y sopor de hoy... suelen traer de la mano algo de tormenta —adujo la sabiduría de los años.

Un cuarto de harina de cebada y cien gramos de arroz compró al estraperlo cuando negociaba las viajeras y opíparas viandas mensuales. Preparaba unas gachas con la harina que llenaría sus siempre ligeros estómagos. Manuela con el cucharón y con gran habilidad retiraba los pajotes que emergían de las caldosas gachas, intentando no dejar ni uno solo a ojos vista. Pero, aunque se consagrara con un ahínco a este menester, siempre aparecían más de unos cuantos en las ávidas y hambrientas bocas de los que esperaban echarse algo tibio que recorriera sus tripas.

De pronto la ventana entornada se cerró de golpe. La luz, que entraba a raudales por la puerta abierta, se hizo más tamizada y opaca. La tarde se apagó, apareciendo un cielo de brea que encapotó el pueblo. Una lengua de viento caliente serpenteaba por las calles con furia.

—Enrolla rápidamente la persiana de la ventana y atranca bien la puerta. ¡Deprisa! —mandó la abuela a Manuela, odiándose en ese momento por su predicción atmosférica.

—Yo cerraré la ventana de la alcoba antes de que el agua lo empape todo —adujo Rita, avanzando con pasos prestos.

En un duelo de rayos y truenos, el cielo rompió con fuerza. Las ráfagas de viento aleteaban el manto de agua que se precipitaba sin compasión sobre los tejados. Proyectiles de agua acribillaban el cristal de la ventana con furia, anegando la calle de grandes aguazales.

Las niñas, asustadas, sobre todo Josefa que se encontraba en el regazo de su madre pegada a su pecho, inmóvil. El rayo blanqueaba la cocina y, a continuación, el ensordecedor y atronador trueno, mantenían a la familia paralizada.

La tormenta, al igual que llegó, se fue sin avisar. El cielo quedó en calma después de descargar el gran peso de agua que albergaba en sus negras jorobas, vaciándolas por entero.

La abuela Elvira salió al patio en dirección a la alcoba. Sorteaba como podía los enormes charcos que al empedrado del patio le costaba digerir. Desde la ventana de la alcoba atisbó la calle, persignándose al contemplar la dantesca escena.

Enormes ramas esparcidas por el suelo, varias macetas rotas, los adoquines embarrados de tierra y basura, hasta los restos de una destrozada silla apeándose del alocado viaje en la pared de enfrente.

Un goteo de vecinos empezaba a invadir la calle.

Engracia, acuciosa, adelantó a su madre cuando esta traspasaba el portón hacia la calle.

—¡Engracia, te mojarás las alpargatas! —voceó su madre.

La niña pegó las suelas al suelo de la acera, cuando vio tamaña estampa.

Apostados en la pared de su casa se encontraban Nieves y su marido.

Manuela hizo ademán de cruzar la embarrada calle para comentar sobre la sorpresiva tormenta con sus amigos y vecinos.

—¡Espera, Manuela! —gritó El Grifo—. Voy a buscar un tablón para hacer camino —explicó.

Tres tablones magistralmente puestos en distintos puntos, dos en perpendicular y el otro en diagonal, simulaban tres estrechos y limpios caminos, donde la vecindad más cercana aprovechó para traspasar la calle de puerta a puerta sin riesgo de poder caer en algún charco.

Mientras los hombres despejaban la calle de ramas y basuras varias, las mujeres a escobones se afanaban en retirar el barrizal de los adoquines antes de que el sopor y el calor lo secara dejándolo al día siguiente tan duro como el cemento.

—¿Te ocurre algo, Manuela? Estás muy callada —inquirió Nieves, notando en ella un soplo de preocupación.

—Mi padre aún no ha llegado. Debería haber aparecido hace más de dos horas —contestó a media voz.

—Tranquilízate, tu padre conoce el campo mejor que nadie. Ya verás cómo de un momento a otro aparece por aquella esquina subido en su borrico para regalarnos sus chanzas y su risa guasona —argumentó Nieves en un intento de dar sosiego a su amiga.

—Supongo que sí —adujo Manuela, intentando en vano que no se le notara la aprensión que poco a poco se apoderaba de ella.

—Escucha, cuando guardemos los escobones me quedaré en tu casa acompañándote a ti y a tu madre, hasta que regrese.

—No, no quiero que mi hermana y mis hijas se solivianten viéndote y preguntándose qué es lo que ocurre.

La calle quedó medianamente decente, gracias a los esfuerzos de los vecinos, que ya se recogían en sus casas.

La noche sumergió el pueblo en la oscuridad. La negrura se comía la flaca luz de las farolas que pendían de las paredes de la calle.

En un plato, la abuela Elvira apartó unas cuantas cucharadas de gachas, depositándolo cerca del fuego en un intento baldío de que no se quedaran frías y duras. Su marido no regresaba. Manuela, adivinando los angustiosos pensamientos de su madre, se acercó a ella para dedicarle una dulcificada sonrisa.

La anciana, con los ojos acuosos, intentó disimular la zozobra que le atenazaba el pecho.

—Vamos, todas a la cama, que es tarde —instó, dirigiéndose a Rita y a sus nietas.

—Madre, ¿dónde está el abuelo? —preguntó Engracia por de pronto, escudriñando a su madre con perspicacia.

Manuela, ante la inesperada pregunta, miró a su madre, intentando no ponerse más nerviosa de lo que ya estaba.

—El abuelo no tardará en llegar a casa, a veces al viejo y terco borrico se le antoja no caminar —aclaró Manuela, en un intento fallido de convencerla.

—Pues yo no me voy a dormir hasta que venga el abuelo —sentenció.

—Engracia, si te quedas, tu hermana querrá quedarse también, y ella ya debe estar en la cama —apuntó la madre, con más firmeza.

Las niñas ya descansaban en la alcoba, no sin antes dejar Engracia una retahíla a regañadientes que todavía resonaba en la cocina.

Las horas pasaban lentas, sin noticias.

Una atmósfera de incertidumbre y desconsuelo se cernía poco a poco sobre la casa.

Manuela, con el desasosiego que emanaba por todos los poros de su piel, deambulaba toda su inquietud y congoja por la cocina con pasos temerosos e intermitentes. Su madre Elvira, callada, sentada en una silla junto a la ventana, atravesando la oscuridad con la mirada, escrutando cualquier silueta o sombra que cruzara por el enorme patio.

La oscuridad fue dando paso a varios tonos ocres que traía el alba. Chorreones dorados resbalaban por los tejados filtrándose por la ventana de la cocina.

Manuela, que no había pegado ojo en toda la noche, se incorporó y se acercó a su madre. Esta, con la cabeza pegada en el cristal, dormía.

—Madre, madre, despierte —llamándola con un susurro de voz.

La anciana abrió los ojos como platos y a continuación recorrió con la mirada la cocina.

—¡Tu padre no ha regresado! ¡Hay que avisar a la Guardia Civil, inmediatamente! ¡Dios mío, que no le haya ocurrido nada! ¡Cuídamelo, Señor! —Adivinando lo peor.

—¡Sosiégate, madre! Ahora mismo voy a llamar a Nieves y a Grifo y nos presentamos en el cuartel —convino Manuela intentando coger las riendas de la preocupante situación.

En menos de cinco minutos atravesaron la puerta de la cocina. Nieves intentaba dar consuelo a la anciana con argumentos que ya, a esas alturas, eran inviables. La abuela Elvira no cesaba de repetir entre sollozos que algo le había ocurrido a su marido. Manuela, cuando pensaba en ello se deshacía en pedazos, para volver a recomponerse cuando su madre la buscaba con la mirada perdida. Intentaba darle entereza y que no aflorara la desesperación que albergaba en su interior.

 

La abuela, ya sola, guardaba el sueño de las niñas, confiando en que se levantaran de la cama lo más tarde posible. Intentaba zafarse del interrogatorio de las niñas mayores, sobre todo de Engracia. Su carácter avispado y locuaz ofrecía poco margen al siempre escueto vocabulario que se gastaba la anciana.

La guardia y custodia duró poco. Allí, junto a ella se plantaron, una detrás de la otra.

La abuela extrajo de la despoblada alacena medio cuarterón de pan, el cual cortó en tres rebanadas para después gotear en ellas un hilo de aceite. La leche y azúcar eran viandas que no se dejaban caer por los pequeños y raquíticos estómagos desde hacía varios meses.

Engracia y Rita se olían que algo pasaba, el nerviosismo de la abuela y sus ojos enrojecidos la delataban.

—Abuela, ¿qué está ocurriendo? —inquirió Engracia, clavándole la mirada.

—Nada, solo que no he dormido muy bien. Con este sofocante calor a duras penas he podido pegar ojo —adujo, intentando convencer con su argumento.

—Madre, he ido al corral hace un momento y el borrico de padre no está. ¿Le ha ocurrido algo? —abordó Rita, sin ambages.

Se sentó de golpe, intentando que no le temblara la voz, Elvira buscaba frases cortas y tangibles para relatar todo lo ocurrido y que les afectara lo menos posible.

Mientras, Manuela y sus queridos vecinos se personaban en el cuartel de la Guardia Civil para formalizar la denuncia de la desaparición.

De camino a casa, a Manuela se le pasaban miles de cosas por la cabeza, pensamientos lúgubres que quería borrar pero que se anclaban en su mente sin poder evitarlo.

Presurosos, llegaron ante el portón donde les esperaban las tres niñas y su madre, hambrientas de noticias. Los vecinos más cercanos se arremolinaban consternados ante la entrada de la casa, al saber la noticia.

El desasosiego invadió a la familia durante toda la mañana.

Eran la doce del mediodía, con un sol de justicia y ni una brizna de aire que pudiera aliviar el calor agobiante que caía como una ardiente losa aplastando el pueblo.

Un carro tirado por un zaíno caballo custodiado a cada lado del animal por un guardia civil se adentraba a paso lento por la calle Bolaños.

Poco a poco, una procesión de vecinos desfilaba detrás del carro con funesto semblante.

Transportaban el cuerpo fenecido de Agustín Martínez y del viejo borrico, compañero fiel por caminos manchegos, marchando con él en su último viaje.

Desde la ventana de la casa vieron cómo se aproximaba el infausto carro.

Salieron a trompicones Elvira y Manuela, con el corazón despedazándose a cada zancada que daban. Desgarradores alaridos salían de la boca de Manuela abrazando a su querido padre. Elvira, rota por el dolor, sollozaba con amargura viendo una escena que se había repetido en su mente como fotogramas una y otra vez desde que amaneció.

Algunos vecinos no podían contener la emoción y lloraban en silencio.

Nieves, paralizada con Josefa en sus brazos, mientras Engracia y Rita apostadas en el quicio del portón lloraban contemplando la desgarradora escena.

Los guardias civiles transportaron el cuerpo del fenecido Agustín a la cama de matrimonio. Un gran número de vecinos congregados se hacinaban como podían en la alcoba acompañando a la familia.

El gran patio ahora resultaba ridículo para la turba de gente que entraba a raudales desde la calle.

El Grifo con ayuda de un par de vecinos bajó al finado borrico hasta la cueva de la casa, donde lo colgaron de un gancho apostado en la pared para que pudiera conservarse fresco lo mejor posible. Esa carne ofrecería un honorable provecho acallando la hambruna de la familia durante algunas semanas.

Acababa la faena, Agustín se montó en su borrico por el camino de costumbre, en dirección a su casa. Trabajaba los campos del cercano pueblo llamado Bolaños de Calatrava a unos cuatro kilómetros de distancia de Almagro. El camino lindaba a su paso con una gran zanja, donde un surco de riachuelo llamado «el Chorrillo» daba nombre a las minas de manganeso situadas en el Cerro de la Yezosa, en el término de Almagro.

Al parecer, la gran tormenta le sorprendió por el camino sin encontrar refugio alguno. Los rayos y truenos asustaron al borrico, presa del pánico se desbocó con tal mala fortuna que fue a caer a la zanja. Agustín y el borrico murieron en el acto. Las pesquisas de la Guardia Civil no albergaban duda alguna sobre el suceso y así se lo comunicaron a la viuda y su hija Manuela.

Una amarga y larga noche de corazones rotos y desconsuelo sin reprimir.

Congoja y llanto que fueron transformándose con el paso de los días en melancolía y resignación.

4

Engracia y Rita solían partir a primera hora de la mañana.

La débil luz del amanecer, cada vez más perezosa, avisaba del final del tórrido estío.

Con un poco de suerte algún alma caritativa les proporcionaría algún fruto de la tierra.

Se encaminaban a las huertas situadas en los aledaños del pueblo. Mendigando lo que el hortelano no le pudiera sacar provecho de venta.

—Denos algo de comer —rogaba Engracia.

—No tire lo que ya no quiera —convenía Rita.

La mayoría de las veces, las bocas pedigüeñas de las niñas no ablandaban las frutas y hortalizas que para el dueño siempre estaban verdes y duras. Pero en otras ocasiones, la productiva mañana las agenciaba con un par de tomates pasados o una patata o un pimiento que algún bondadoso jornalero, aun a riesgo de que le descubriera el amo, les colaba en el esportillo que llevaban.

Esa noche el sopicaldo que acostumbraba preparar la abuela con dos litros de agua, media cebolla y una hoja de laurel tendría algún tropiezo que masticar y llenar la oquedad de sus tripas.

Al camino de regreso, siempre le sacaban beneficio recogiendo amapolas y hierbajos ya secos para después venderlo por unos céntimos. Elaboraban con la broza unos manojos y llamaban a las puertas de las casas que, de cierto, sabían que criaban conejos o cabras.

Ya a finales de verano, poco pasto verde se encontraba. La florida primavera era más agradecida, atestando el saco de arpillera que remolcaban en las espaldas por turnos hasta llegar a casa.

Rita ya era una jovencísima adolescente, donde Engracia se miraba e intentaba con afán absorber toda lección de vida que su tía Rita le inculcaba. Pero lo que no lograría enseñarle y ni pajolera intención de aprender, era la gran destreza y rapidez que se gastaba su tía para capturar lagartos y todo bicho viviente que se arrastrara por el suelo. Sin miedo alguno, se adentraba por grandes zanjas, empedrados, escudriñando hierbajos y matorrales y supuestas madrigueras.

Solían aproximarse a la estación de tren donde generalmente se apilaba mucha piedra a los lados de la vía y proliferaban toda clase de reptiles.

Rita, con mucho tiento, levantaba una a una las piedras más grandes. Engracia detrás de ella, pues la dentera y el miedo la sobrepasaban sobremanera.

—No te muevas, Engracia —susurró Rita.

A Engracia se le tensaron todos los músculos de su cuerpo como cuerdas de mástil, contuvo la respiración, oyendo al instante el frenético galopar de su corazón.

Una gran cola asomaba entre unas piedras escondidas bajo unos matorrales. Rita tiró fuertemente del apéndice y un enorme lagarto adherido a él siguió a continuación revolviéndose una y otra vez hacia esa tenaza que apresaba su cola. A continuación, le dio un golpe seco en la cabeza y seguidamente introdujo al finado lagarto en un pequeño saco.

Cuando Rita levantó la mirada buscando a su sobrina esta se encontraba en medio de las vías.

El pavor que sintió Engracia al considerar tal reptil, le erizó hasta el último pelo de la nuca, echando a correr, despavorida. Sobresaltada y clavada al suelo como un poste, la pequeña no acertaba a soltar palabra alguna.