Camino de Santiago

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EL CAMINO

Portomarín-Palais do Rei

Una vez que concluimos el desayuno reiniciamos el peregrinaje, y lo hice con energías renovadas. Recordarme en la bruma difusa de mis propios inicios pareciera haberme prodigado nuevas fuerzas.

Ignorando a mis compañeros, ando a paso vivo, mi cuerpo transpirado por un sol que lastima y vivifica. Comienzo a cantar a viva voz. Desafino. Emito sonidos semejantes a cánticos guerreros. En mi imaginación soy un soldado que se apresta imprudentemente a entrar en batalla inconsciente de los riesgos que asumiré. El principal es mi pésimo sentido musical, desafino.

El sonido de mi bastón marca los trancos largos. Solo un par de veces me detengo y miro atrás. A mis espaldas ha quedado ya Portomarín y no distingo a mis compañeros de viaje. Pienso en mi mujer y mi corazón se baña en una calidez que me envuelve.

Andando, supero a peregrinos que se apartan para dejarme paso, a la par que alzan sus brazos y adornan su rostro con su mejor sonrisa para saludarme con la consabida consigna: ¡Buen Camino! La fraternidad implícita de los caminantes nos abraza fundiendo a todos en uno.

Comprendo entonces que mi epopeya no es única sino genérica. El homo sapiens me sigue y me adelanta en ruidoso concierto de ayes lastimeros y carcajadas estruendosas. Pienso por un instante en la masa informe e impiadosa que aplasta rezagados en su cruel devenir evolutivo.

Hay dos historias que se escriben en simultáneo, la de la especie y la del individuo. A la primera le tiene sin cuidado la segunda, a la que considera apenas un accidente aleatorio que no obstruye su avance.

Individuo soy, y a pesar de saberme ínfima e insignificante partícula de lo creado, la euforia del caminante me hace sentirme querido e importante.

Ya no había barro en la senda. El día era magnífico. Caminábamos a buen ritmo. Cantaba y pensaba, me sentía feliz. La senda estaba rodeada de árboles y luz. De repente me encontré con una ruta asfáltica que irrumpía contrastando el paisaje bucólico. Para colmo el asfalto se proyectaba hacia lo alto, en un zig-zag desafiante y fatigoso. No había más remedio que caminar al costado de la ruta. Los autos y camiones circulaban a velocidad, desaprensivos e ignorantes de mi peregrinar. Mi mujer y nuestros amigos optaron por una senda y quedamos en encontrarnos al pie del cerro. Pensé que el Camino -sin contar con los furtivos contactos con el Escriba, que parecían formar parte más de lo imaginario que de lo real-, no me había regalado aún ninguna experiencia de esas que uno rotularía como místicas o sobrenaturales. Sumido en esas reflexiones divisé un mojón. Continuando el rito recogí dos piedras, una más grande y otra más pequeña, porque la mente caprichosa me exigía que recordara a los abuelos fallecidos de mi mujer, una pareja envidiable que había sido fundamental en nuestra historia de amor.

Reinicié la aburrida trepada en torno al pavimento. Pensé que era un buen momento para que el viaje me regalara alguna demostración de lo sobrenatural. No había terminado de pronunciar la blasfemia cuando una soberbia pareja de ciervos apareció de la nada. (Un macho con una cornamenta formidable, y la otra menos robusta y sin cuernos, presumo que era la hembra.) Fueron segundos en el que ellos pasaron frente a mis narices. Tan cercana y súbita fue su aparición que caí sentado en la hierba, el corazón desbocado y el olfato impregnado por un fuerte y salvaje hedor animal. Me puse de pie y reí a carcajadas. Los abuelos habían respondido a mis peticiones. A cada peregrino le preguntaba si había visto una pareja de ciervos. Unos me miraban con asombro y otros como a un loco. Nadie había visto nada.

Superado el aburrido tramo del asfalto reingresé por caminos internos que, de a ratos, desembocaban en caseríos dispersos. En uno de ellos me sorprendió un labriego rodeado de perros intentando conducir una yunta de bueyes. Y en otro punto observé a una mujer en cuclillas con una especie de hoz segando algún tipo de cultivo. Eran extrañas postales del Medioevo en pleno siglo XXI. Traspuse un pequeño puente de madera debajo del cual surcaba un arroyo de agua cristalina, y a mi derecha divisé el lugar donde habíamos acordado almorzar. Al pie del cerro. Demoraban. Unos ciclistas habían visto a mi mujer y mis amigos bastante retrasados. El Camino hermana a los peregrinos, nos hace ser familia. Un linaje que guarda un solo objetivo: Santiago de Compostela.

Sentado en una mesa escondida, aunque visible para mis ojos, el Escriba sonreía de oreja a oreja.

EL PEREGRINO Y EL ESCRIBA

La Multiplicación de la Semilla del Átomo

Me invitó con un gesto a tomar asiento a su lado. Extrajo otro fajo de papeles que seguramente me había sustraído en algún descuido y los puso sobre la mesa. Sonreí al leer el título: “La Semilla del Átomo que se multiplica”. Recordaba perfectamente cuando había escrito aquel texto.

El Escriba, haciendo caso omiso de la mujer que nos ofrecía bebidas para esperar a los rezagados y que, obviamente no podía verle, comenzó a leer:

“Cuando era niño el jardín de mi casa me parecía inmenso. Al crecer advertí que, si bien grande, su extensión distaba mucho de poder ser calificada de inmensa. Pero adentrarme en su interior más profundo era toda una aventura del infante. Recuerdo que teníamos una pequeña cancha de futbol y unos árboles de palta coronados en las esquinas por dos enormes eucaliptos, y un banano extravagante que no se compadecía con el resto de la arboleda magnífica de la casa. A esa parte le llamábamos mis hermanos y yo ‘el fondo fondo’, o sea que representaba el confín más recóndito de aquel lugar de ensueño donde transcurrió el primer tercio de mi vida.

Un muy lejano sábado por la mañana, en plena primavera, me entretuve más de la cuenta en una extraña actividad que a mis otros amigos más “normales” les hubiera resultado absurda.

Me pasé un par de horas mirando la hierba. Cada pequeño tallo de la hierba era de una perfección que me causaba admiración. Había hojas caídas de los árboles azotados por alguna reciente tormenta, parecidas todas, pero singulares cada una. Me divertía recorriendo con mis dedos las nervaduras de las hojas y me fascinaba observar el afán de minúsculas hormigas que transportaban su carga de un lado al otro, escalando montañas y surcando desiertos, que a mis ojos eran insignificancias, pero que a los suyos eran epopeyas que el imperativo mandato de la especie les instaba a acometer.

En algún momento se introducían por un microscópico agujero de la tierra y desaparecían de mi vista, y esto me indujo a pensar que debajo de mí bullía un cosmos explosivo de vida que yo despreciaba en mi ignorancia, pero que seguramente servía de sostén a ese mundo que creía de mi exclusividad.

Soplaba una brisa suave que apenas alcanzaba a acariciar la cresta del césped recién cortado y que la pericia del jardinero no había logrado recoger completamente. Por eso, de a ratos, llegaba a divisar un trozo de hierba segada, muerta y que al descomponerse serviría de nutriente a sus congéneres.

Mi mirada no era la del herborista ni del entomólogo. Ya que por aquel entonces miraba como filósofo y trataba de entender el Universo, no en su mecánica, sino en su Origen y Destino.

¿Qué o Quién había diseñado esa hierba o esa hormiguita? y ¿para qué? Dirán muchos que no era aquella una ocupación habitual para un niño, pero la verdad es que siempre fui un poco diferente a los otros niños de mi edad. Buena parte de mi vida me la pasé tratando de adaptarme a las reglas de la tribu y seguí al pie de la letra las convenciones grupales, sin dejar nunca de reservar tiempo para mis inclinaciones de filósofo, un tanto incentivadas por mi padre desde mi infancia. Quizás por eso no me extrañó que papá fuera quien me sacara del ensimismamiento en que me encontraba. Llegó sin que lo advirtiera, y no pudo ocultar su alegría al verme haciendo lo que hacía. No me habló como a un hombre de mi edad, sino como el niño de siete años que fui:

“Hijo, me dijo, la ceguera de los hombres es bestial. Imploran milagros entre lloriqueos y gemidos, y no advierten que todo en derredor suyo es un Milagro inacabado que se renueva y multiplica a cada instante. Me encanta verte admirando lo pequeño, que paradojalmente es Grandioso en su insignificancia. Vamos a hacer un par de ejercicios que te ayudarán a comprender mejor quién sos y de dónde venís.”

—¿Te crees importante?

—Sí —respondí con duda, como esperando encontrar la trampa que tenía escondida la pregunta.

—¿Más que la hierba y las hormigas?

Asentí, un tanto inquieto por desconocer hacia dónde iban los argumentos de mi padre.

—¿Más que el Sol y las Estrellas?

No supe qué decir. Estaba seguro de mi propia importancia, al fin y al cabo para el sujeto es difícil concebir algo más trascendente que el propio yo, pero el Sol y las Estrellas eran palabras mayores. Podía darme el lujo de ningunear al pasto que pisaba y a la minúscula entidad de la hormiga, pero ponerme a la par de aquello que coronaba el Cielo parecía casi blasfemo. Le contesté que no. Y él continuó:

—¿Y si te dijera que todos, la hierba, la hormiga, el Sol, las Estrellas y vos son la misma cosa? —luego, como si hubiera dado punto final al tema, me interrogó— ¿Sabes dividir?

Las matemáticas se me daban naturalmente, herencia materna, porque a mi padre los números le producían irritación y solo hacía los cálculos que le resultaban indispensables para sobrevivir.

—Por supuesto —repliqué confiado.

—Pues divídete a ti mismo.

Ante mi asombro por el extraño planteo formulado, que daba cuenta de un errático decurso de sus razonamientos, mi padre me explicó mejor que quería de mí.

 

—No te pido aritmética, te pido que dividas tu propio ser mediante abstracciones de mayor a menor hasta que solo quede polvo, y así, llegues a tu mínima expresión. Sos un cuerpo que tiene medidas y proporciones. El conjunto parece unitario e indivisible, pero en realidad tu cuerpo es un organismo compuesto y divisible, al menos mentalmente. Tenés pelos, piel, sangre, huesos, tejidos, neuronas, etc. Todos ellos compuestos por células que se aglutinan, multiplican, nacen y mueren incesantemente muchas veces sin que atines a darte cuenta de ello. A su vez, cada una de estas partes de cuerpo se subdivide una y mil veces en unidades minúsculas. Sé que te crees Uno, y que tu cuerpo es Unidad, pero en realidad es la Amalgama continua y cambiante de millones de individualidades celulares diferentes. Peor aún, se dice que a los cinco años de edad —y vos ya cumpliste siete— no queda en tu cuerpo ni una sola de las células que originariamente te formaron. Increíble, pero es como si la ciencia dijera que todas tus partes ya murieron pero sigues existiendo, renovado sobre los vestigios de tu origen que no cesa de mutar a cada instante.

Papá detuvo su perorata como para darle tiempo a mi cerebro de infante a procesar tanta información.

Resultaba entonces que mi cuerpo no era sino la conjunción de muchas partes que se multiplicaban exponencialmente, muriendo incluso en el proceso, pero manteniendo una Unidad que enlazaba como un tejido invisible lo pasado, lo presente y lo futuro.

Mi padre me dijo que ese hilo, que no se veía, no era otra cosa que mi Alma, mi Espíritu, mi Ego, eso que confería sentido único a mi diversidad material.

Enfrascado en mis pensamientos, casi no advierto que mi padre había tomado mi mano y con pericia extrajo un alicate con el que me cortó la uña del dedo índice de mi mano izquierda. El pedacito de uña arrancado cayó sin ruido a la vera del camino.

—Acabo de arrancar un pedazo de tu cuerpo, lo

separé deliberadamente para que entiendas lo que te digo. Vos eras esa uña y sin embargo, seguís siendo sin esa uña. Tus partes te componen pero no hacen tu Todo. ¿Entendiste?

—Más o menos, papá —respondí con una ingenua sinceridad. Papá sonrió.

—Tranquilo, hijo, yo tampoco estoy muy seguro de entenderlo. Comprender que tu cuerpo es una geografía donde diariamente se libran batallas de vida y muerte de las partes que me conforman, sin dejar de ser yo mismo en ningún momento, no es algo sencillo. Pero te dejo una tarea pendiente para más adelante: El Alma es lo que le da sentido de continuidad a tu cuerpo. Pensalo, aunque después tengamos que sufrir bastante para explicar lo que es el Alma.

Iba a contestarle, pero él hizo un ademán brusco y prosiguió diciendo:

“Pero si crees que las células son el aspecto más infinitesimal de tu corporeidad, te equivocas. Solo hay que continuar dividiendo y subdividiendo y entonces llegas al Átomo, nada más y nada menos que el común denominador de la Materia y el Universo.”

Al fin algo que entendía, las matemáticas sirvieron para que comprendiera mejor el concepto. Si el Átomo era el común denominador de la Materia, esto significaba entonces que toda la Materia estaba compuesta de átomos. No sin orgullo expliqué mi teoría y mi padre movió afirmativamente su cabeza, de amplia frente y nula cabellera.

—¡Muy bien, hijo! —gritó eufórico.

Yo miré hacia ambos costados por temor a la gente que continuaba tomando sus cafés, el Escriba escuchaba impasible y mi padre desbordado de entusiasmo continuaba haciendo golpear con sus dos manos la mesa. Cuando se serenó, continuó:

“No voy a enredarte en temas más profundos porque también el Átomo se divide y los físicos han descubierto ya partículas subatómicas cuyo errático devenir presenta magníficos y nuevos acertijos sobre la realidad del Universo, pero, a los fines de nuestra charla de hoy, que se inició contemplando la hierba y las hormigas, lo que importa es que retengas la idea de que esa hierba, esas hormigas, todo tu cuerpo en crecimiento, el Sol y las Estrellas están todos compuestos por Átomos. En realidad el Universo todo no es otra cosa que átomos aglutinados de millones de maneras diversas.

Dicen los físicos que los átomos se comunican entre sí, y quizás eso explique la Paz o el Desasosiego que en nuestro ser producen las distintas geografías. Se trataría de materia comunicándose con materia, amigable conversación atómica.”

Era evidente que mi padre estaba fascinado con el curso de sus pensamientos. Saberse Uno con lo Diverso, le producía un extraña satisfacción. Era una especie de exultante excitación de saberse parte de un Misterio Superior.

—Ahora bien —exclamó sin dejarse interrumpir. Ya hablaba más consigo mismo que con el infante que tenía de su mano—. Si tenés presente que en algún instante previo al nacimiento del Universo hubo Nada, y si acordás con la física de que toda la Materia está compuesta por Átomos, pues es lógico pensar que la Materia nació al conjuro de la explosión de la Primera Semilla del Átomo.

Se calló y pareció deleitarse recreando en su mente el sonido de sus propias palabras. Conversaba con su hijo, pero en realidad estaba en amena charla consigo mismo, y por ende, con el universo entero del que formaba parte en su raíz esencial.

—Y lo maravilloso es que la Nada fue quebrada cuando Alguien o Algo introdujo en su seno la Primera Semilla del Átomo y la hizo Explosión Originaria. Aún más extraordinario es pensar que tu miserable e insignificante Yo estaba ya contenido en esa primaria colisión. Para que existieras fue menester que de una forma u otra tu Ser futuro estuviera comprendido en el Génesis Inicial. De una forma u otra podemos decir que, vos y yo, ya estábamos contemplados en el Plan de Dios cuando decidió inconsultamente aniquilar la Nada.

Suspiró con fuerzas. Y yo recordé que ese día que me explicaba la filosofía y aspectos, para él, transcendentes de la vida, ese día, él me levantó en sus brazos y como quien pone punto final a las cosas preguntó: “¿Qué habrá de comer en casa esta noche?”.

Silenciosamente, el Escriba volvió a colocar los papeles sobre la mesa. Nos miramos con una sonrisa cómplice y nos quedamos degustando en silencio el Misterio de ese Primer Átomo cuya multiplicación explica todo lo que existe.

EL PEREGRINO Y EL ESCRIBA

La Aparición del Otro

Pasaron varios minutos sin que intercambiáramos palabra alguna. La tardanza de mis compañeros me obligó a salir de mi mutismo y dije:

—Escriba: ¿pensabas que mi peregrinar era una andanza solitaria, un accionar de ermitaño o una epopeya del Individuo? Debo informarte que estás equivocado. Nacer y morir son hechos individuales, absolutamente intransferibles, y en esas instancias los terceros son solo testigos imposibilitados de coprotagonizar. Pero el peregrinaje es una epopeya comunitaria y universal. El hombre no camina solo, es el Universo mismo el que respira, expandiendo sus dimensiones y pugnando hacia adelante. La Materia toda no deja de andar ni un instante, menos aún en aquellos momentos en que disimula su vorágine bajo el disfraz de una calma aparente. Y cada especie camina esforzándose en sobrevivir como género ya que el individuo tiene certeza de su mortalidad. De entre las especies que pueblan el Universo, el Hombre merece ser destacado. No se conforma con andar. Aspiraciones de semidiós lo impulsan a crear y destruir asolando a su paso todo lo creado. El Hombre pasa y deja para bien o para mal su huella imborrable.

Bebo un sorbo de agua y prosigo sin pausas mi perorata que el Escriba está condenado a escuchar sin quejas.

“Creo haberte comentado que el hombre es una especie indefensa al nacer, condenado a inanición y muerte precoz de no mediar el auxilio de sus congéneres cercanos. A la fuerza se transforma en un ser gregario. Gregario es sinónimo de Rebaño, el hombre poca cosa es sin su rebaño, su grey, su andar comunitario. Sólo, apenas podría mover alguna roca pesada que le obstruye su camino. La asociación cooperativa de la especie le ha permitido dinamitar montañas, levantar edificios y domesticar su entorno como ningún otro animal conocido haya podido lograrlo.

Esta vocación imperativa que nos hace andar juntos, a pesar de odios y diferencias, ha sido el impulso esencial que garantizó nuestra supervivencia y nos obligó a establecer un forzoso código de relacionamiento con nuestros semejantes que sufrió drásticas modificaciones a lo largo de nuestra historia. Nos relacionamos desde siempre, pero las formas y los modos cambian y seguirán cambiando a toda velocidad...”

Mi padre no volvió a aparecer, o más bien lo hizo en la lectura de estos papeles, documentos que un día serán polvo de los caminos.

Entonces, le dije al Escriba, antes que suceda eso aprovechemos al menos a leerlos:

LA APARICIÓN DEL OTRO

Un mediodía de abril mi padre y yo retornábamos juntos a casa, él de su trabajo, yo de mi escuela. El día era espléndido y el camino a casa propicio para el diálogo, ni muy corto como para abortarlo de raíz ni muy largo como para hacerlo insoportable. Yo tenía once años y habíamos adquirido la costumbre de aprovechar esos trayectos para desarrollar el hábito de la conversación paterno-filial. A la sazón estaba yo narrándole las peripecias de mi escuela. Éramos cuarenta niños en un aula de dimensiones regulares y recibíamos algo llamado “Educación”, que consistía en dotarnos de herramientas culturales que se suponía habrían de prepararnos para la lucha por nuestro sustento. Le pregunté a papá para qué íbamos a la escuela.

—Muy buena pregunta —dijo— aunque la respuesta es difícil. Es complejo responderte, pero yo te voy a dar lo que a mi entender es un enfoque original basado en un viejo autor francés obsesionado por la Náusea.

Se llamaba Jean Paul Sartre y escribió un día una frase que me impactó: El infierno es la mirada del Otro. Brutal, fortísima, la cita ejerció sobre mí una fascinación inexplicable.

Hagamos aquí un paréntesis y volvamos al tema de la escuela. Para sorpresa tuya, me animo a decirte que la instrucción es antiquísima y la escuela es un invento más reciente. Al principio de los tiempos cada hombre y mujer debió ser adiestrado por sus semejantes predecesores en las tareas elementales que requerirían para su subsistencia. Aprender o no aprender no era motivo de aplazo, era cuestión de vida o muerte. No entender era correr peligro, en el literal sentido de la palabra. No había horarios ni materias y mucho menos evaluaciones de rendimiento.

Era instrucción para la supervivencia.

De a poco los individuos desarrollaron aptitudes diferenciadas y la instrucción era copiar lo que el otro hacía y esforzarse por mejorarlo. Aparecieron herramientas, se forjó y dio forma a la Materia, se aprendió a hacer fuego y cocinar, y todos y cada uno de estos menesteres constituía un campo autónomo de aprendizaje al que cada uno adhería por conveniencia y vocación.

Nunca el hombre dejó de instruirse o instruir a su prójimo. Era un imperativo de la especie y quizás la explicación de su éxito. La cooperación y la comunicación cimentaron el dominio de la humanidad, y eso sólo podía lograrse instruyéndonos unos a otros de generación en generación y afinando nuestra especialización con el decurso de los años.

Con el tiempo hizo su aparición el Maestro que era generalmente alguien que había adquirido un arsenal de conocimientos que ansiaba compartir con el Discípulo. Era en un principio una relación parecida a la de un padre con un hijo. A su vez, llegado el momento, el Discípulo cuestionaba al Maestro y buscaba sus propios seguidores, formulando cada uno aportes nuevos que expandieron el conocimiento humano a límites inconcebibles, y que aún hoy nos producen admiración y hasta un poco de resquemor.

Las distintas civilizaciones fueron diseñando ámbitos y metodologías para impartir y compartir enseñanzas.

En la modernidad la escuela fue adquiriendo los perfiles que hoy te parecen tan normales. Se institucionalizó la educación pública, se le atribuyó carácter general, se le dio contenidos programáticos, se la encorsetó en la rigidez de horarios cada vez más exigentes y se estableció una cadena de calificaciones que operaban como peldaños de la escalera del saber. No podías seguir ascendiendo si no contabas con las calificaciones requeridas.

La homogeneización institucional de la Educación hizo de la instrucción un esquema rígido y obligatorio. Se hizo una tabla rasa de la individualidad y se colectivizó la forma de aprender.

Tuvo esto un efecto benéfico inicial formidable. Cuantitativamente la universalización educativa significó acceso masivo a la instrucción. La Educación se transformó además en un negocio muy lucrativo y sin embargo, pese a las declamaciones, hoy está en revisión el sistema educativo mundial. Hoy nos preguntamos si no hay que flexibilizar los contenidos o brindar un nuevo enfoque a lo que se venía haciendo. Pero esas grietas que percibimos en la escuela tradicional no le quitan el mérito de haber generalizado el saber.

 

El fracaso sin embargo radica en que a los niños se les enseña un camino al éxito basado en tareas, calificaciones y sumisión a la autoridad educativa que no se condice con el mundo real. Es más, la gran pregunta que nos tenemos que hacer, es por qué los alumnos más destacados en la escuela no siempre son los más sobresalientes en la Vida.

Pero, no quiero seguir hablándote de esto, es casi poca cosa en relación con lo que quiero o entiendo cómo valor esencial de la escolaridad.”

Hizo un ampuloso gesto con las manos y dijo: “Cierro paréntesis, volvamos a Sartre”.

—Este escritor francés escribió alguna vez que “El Infierno es la mirada del Otro”. El Otro está siempre presente en nuestras vidas —continuó diciendo papá—, y seguramente tus primeros escarceos fueron con los Otros cercanos, tu padre, tu madre y tus hermanos. Pero es en la escuela donde el Otro se nos aparece sin ambages. En tu familia había seres diferentes pero bajo un sistema de relacionamiento común que, si bien debe haber requerido algunos ajustes de tu parte, al ser el único esquema conocido, lo asumiste como lógico y racional, hasta confortable. Para mí llegar al aula escolar es como ingresar al primer campo de entrenamiento, confrontación y asociación con el Otro. Y quizás ahí radique su primaria y esencial importancia. La manera con que aprendes a relacionarte con el Otro es una de las principales razones del éxito o el fracaso de la vida de los seres humanos.

“No creo que muchos te hablen de esta extraña función que asigno a la escolaridad, pero en verdad me parece que las primeras peleas, amistades, acatamiento de autoridad externa a la familia o incipientes rebeliones contra esa misma autoridad, se incuban en ese período inicial en que el sistema establecido nos obliga a convivir con extraños y aceptar normas que nos son impuestas.

¿Es la mirada del Otro el Infierno? Puede que sí, puede que no —afirmó poco convencido—. La primera y decisiva influencia del Otro en nuestras vidas es la destrucción de la percepción subjetiva de la realidad en el sentido de única apreciación del Universo. Mientras nos regodeamos conociendo nuestro propio Ser, nuestra manera de ver lo que nos rodea no puede sino ser absolutamente subjetiva, sesgada, parcial. Vemos al mundo a través de nuestros ojos y es nuestro cerebro el que etiqueta los objetos de nuestro entorno.

El día que miramos frente a frente esos ojos extraños que a su vez nos miran, el Sujeto se transforma automáticamente en Objeto. Deja de percibir para ser objeto de percepción de la mirada ajena. Impiadosamente nuestra confortable subjetividad deberá armonizar con la subjetividad del Otro, y no hay escapatoria. Hay Otros afables, Otros huraños, amigos, enemigos, indiferentes, perversos, buenos, egoístas, solidarios, explotadores y explotados. La diversidad de lo humano tiene un fidedigno muestreo en el aula.”

Recordé entonces mi primer día de clases y volví a aquel momento en que nuestros padres nos dejaban solos en ese nuevo hábitat. Algunos chicos lloraban, el destete les resultaba doloroso; otros se refugiaban en las esquinas y su timidez les impedía comunicarse. Había quienes se disputaban los bancos que había que ocupar. Ese día me limité a observar. Sentía solamente curiosidad y mis ojos grandes escudriñaban cada rincón. Se detenían en cada rostro sin importarme si incomodaba. Era el más chico del curso y estaba preparado para lo que iba a acontecer. Ocupé mi lugar. No sonreí a nadie. Quería saber qué pretendían que hiciera. Mi decisión era hacerlo mejor que los otros y con el menor esfuerzo. Por supuesto, mi padre tenía razón, la escuela había sido mi primer campo de entrenamiento para el peregrinaje del vivir.

Papá prosiguió sus argumentos.

“Muy pronto la escuela divide, segrega y congrega afinidades e intereses de la misma manera en que el mundo real lo hará luego con mayor crueldad. Te acercás a aquellos que intuís más afín y te mantenés alejado de los que presumís distintos. A los indiferentes los ignorás, y transcurridos los años te causará asombro haber olvidado el rostro y hasta los nombres de tus compañeros. ¿Ese Otro es un Infierno?

No, no lo creo, pero puede llegar a serlo para algunos. La mirada del Otro es un shock para el Sujeto. Hemos de tener una actitud frente a esa mirada. O la despreciamos, o la anhelamos, o la gozamos, o la amamos, pero la Indiferencia es imposible. La escuela te fuerza a convivir con el Otro con reglas que no creaste, y eso ¡es fantástico! En ningún otro lugar tu personalidad podría desarrollarse mejor.

Muchos niños padecen cada instante escolar, para otros el colegio representa los mejores momentos de su vida, también están aquellos que hacen de la escuela un trampolín para elevarse cada vez más alto. Son los elegidos, procura estar en este grupo.

Podría y quizás debería abandonarte a la jungla del vivir sin consejos ni advertencias, pero soy padre y me cuesta ver mi simiente desprotegida, abriéndose paso a codazos por la vida, sin al menos ofrecer un mínimo de sugerencias inevitables.

Sé bueno con todos, duro e inflexible con el cruel, misericordioso y solidario con el débil, generoso con amigos y enemigos, no sabes con cuánta facilidad los unos se transforman en los otros, y ten la virtud de no vivir pensando en la mirada del Otro, pero tampoco la descuides, puede hacer daño ignorarlo.

El Otro es un hallazgo para el Sujeto que descubre a la fuerza la existencia de una perspectiva que lo transforma en objeto. Desde el punto de vista social el Otro constituye un imperativo que hemos de aceptar. Y esa aceptación no es el infierno tan temido, es apenas la vulgaridad de la coexistencia.”

Después de todo el rodeo llegó a mi pregunta: por qué debía asistir a la escuela. La respuesta había sido evacuada de manera heterodoxa. La escuela no era solamente un espacio de instrucción, sino de aprendizaje de convivencia con el Otro. No iba allí solamente a ser instruido, iba nada más y nada menos que a aprender a convivir con el Otro, a aceptar o rechazar pautas de convivencia que habían sido diseñadas para mí, aunque sin mi consentimiento. ¡Apasionante!

La charla con papá concluyó en ese punto. Habíamos llegado a casa y lo doméstico se hizo lugar desplazando lo sustancial.”

Terminaban allí mis escritos y el Escriba con curiosidad me preguntó si había encontrado a lo largo de mi vida en los ojos del Otro ese infierno tan temido.

—Amigo Escriba —le contesté— desde aquel día he buscado infatigable en la mirada del Otro el reflejo del Infierno. Confieso que en mi itinerante deambular he visto al miserable ser humano sumergirse en mil infiernos diferentes, pero valió la pena, porque un buen día buscando y rebuscando ojos ajenos tropecé con la mirada del Amor que me abrió la puerta misma del Paraíso.

Sartre y sus angustias cayeron pronto al olvido. No así los dichos de mi padre, y siguiendo sus consejos procuré siempre intentar salirme de mi Ser para intentar entender la mirada del Otro. He tenido resultados muy buenos.

Dicho esto vimos a lo lejos la silueta de las dos mujeres. Mi amigo operado de la rodilla había demorado un poco más, aunque parecía muy entusiasmado con la caminata.

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