Camino de Santiago

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EL CAMINO

Sarria–Portomarín

Sarria muy pronto fue quedando a espaldas nuestras y el fresco de la mañana ayudaba a mantener vivo el paso.

La charla había sido fluida en un comienzo, y de a poco se fue transformando en un soliloquio. Parecía que cada uno de nosotros discutía con sombras interiores.

No estamos solos. Cientos de peregrinos de la más variada procedencia y edad caminan a nuestra par. Cada uno a su ritmo, enfrentando el desafío a su modo y a su manera, un símil de la cotidianidad de la vida.

Un paso es seguido por otro, acompañado en mi caso por el rítmico tintineo del bastón metálico que uso para caminar.

El follaje de los robles, coníferas y castaños que flanqueaban la Rua Maior, esa senda ligeramente barrosa por la que nos desplazábamos, constituía un techo que apenas daba resquicio a esforzados y tenues rayos de sol que, luego de filtrarse, tendrían que batallar infructuosamente con la niebla escondida entre tanta selva.

De a ratos una llovizna tenue acariciaba nuestros rostros sin causarnos mayores molestias, al fin y al cabo veníamos preparados para contingencias más severas.

En ocasiones se apoderaba de mi espíritu una euforia inexplicable... saberme aún pleno y saludable era motivo suficiente para gozar la Vida.

De repente divisamos a la vera del sendero un rústico mojón de piedra adornado con un mosaico de fondo azul y una vieira amarilla con una flecha que indicaba noventa y nueve kilómetros a Compostela.

Una vieja tradición peregrina consiste en dejar una pequeña piedra en la cresta de cada mojón. Se dice que de esta manera vamos descargando en el Camino nuestras penas, tristezas y rencores. Se dice que el alma y el cuerpo viajan más ligeros.

Agradecidos a una existencia que había sido benigna y pródiga en bendiciones, mi mujer y yo habíamos pactado que nuestras piedras fuesen testimonios de Agradecimiento a Dios y a la Vida, que cada una de ellas fuese una gracia para nuestros amigos más cercanos y nuestros muertos más queridos.

Caminamos los cuatro juntos y a la vez solos, envueltos en el misterio de esa senda poblada por cientos de peregrinos, enfrascado cada quien en encontrar su propio sentido al caminar, y quizás a su existencia.

Las cavilaciones dieron paso al apetito. Llegamos a un caserío y allí encontramos una fonda construida con las piedras del lugar. Los sabores y olores se agudizan al andar, y una comida que interrumpe el ejercicio es siempre aproximación al paraíso.

Al reanudar el peregrinaje nuestros músculos parecieron recordar el esfuerzo y se resistían a retornar al ritmo anterior. No siempre detenerse es buena idea. Al cabo de unos minutos nuestros cuerpos recuperaron su entusiasmo y a paso vivo continuamos la marcha.

Mi campera roja impermeable —prestada por un amigo ducho en estos menesteres— demostró ser perfecta y me protegía de la tenue llovizna que de manera intermitente nos asediaba. Los kilómetros se sucedían y una serena satisfacción de sentirnos vivos se apoderó de nosotros.

Indefectiblemente llegó el momento en que divisamos a lo alto el contorno de Portomarín, nuestra primera escala, final de esa primera y hermosa jornada compartida.

Habíamos reservado un hotel. Bastó llegar para darnos un baño reconfortante. Lavamos y extendimos precariamente nuestras ropas, en nuestras mochilas teníamos muy pocas prendas para cambiarnos, lo que nos obligaría a lavar en todas y cada una de las etapas... incomodidades peregrinas que aceptábamos con gusto.

Mientras me bañaba pensaba en aquel extraño encuentro con el Escriba. Decidí no mencionarlo. Hacerlo sería someter el secreto a la incredulidad. ¿Se repetiría?

Reconfortados, limpios y saludables recorrimos Portomarín.

Historia fascinante la de esta ciudad. Nacida al lado de un puente romano construido sobre el Río Miño, ya en 1212 tenía fueros de gobierno y administración conferidos a la Orden de San Juan. Ubicada estratégicamente en el Camino a Santiago, en el año 1962, al construirse el embalse de Belesar, se trasladó íntegramente la ciudad al vecino Monte do Cristo donde está emplazada en la actualidad.

Muchos de los edificios emblemáticos fueron reconstruidos en su nueva sede, pero lo más impresionante resultó ser la iglesia de San Nicolás, de estilo románico erigida por la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén que había sido declarada Monumento Histórico Nacional en 1931. Para su preservación se numeraron todas y cada una de las piedras que la constituían, y fueron transportadas y ensambladas en su nuevo emplazamiento.

Visitamos la iglesia y asistimos a la Misa del Peregrino. Los ritos parecían adquirir renovada belleza en el Camino.

Fuimos a comer a un restaurante muy bonito del lugar en el que había un televisor gigante que transmitía un partido de fútbol. Cenamos viendo a Lionel Messi y regresamos al hotel.

Pronto mi mujer dormía plácida y profundamente. Acostado a su lado me dormí, no sin antes percibir en mi subconsciente la mirada del Escriba que nos contemplaba desde su magnífica irrealidad.

EL ESCRIBA

Los Primeros Pasos

El Escriba observó al Peregrino. Dormía. Tardó un rato largo hasta despertar.

Sentí su presencia. Comenzaba a habituarme a su existente inexistencia. Enmudecimos. Su mujer dormía. Sus amigos habían tomado la habitación contigua. Evitando el menor ruido, salimos al pasillo del hotel y de allí usamos el ascensor. El conserje, un tanto dormido, me miró raro. No había reparado que estaba descalzo, vestido con pantalón de fajina y saco de dormir.

Amanecía. Había dejado de llover. El graznido de un ave desgarró el silencio. Las nubes dibujaron figuras fantasmales. Por un momento casi ni era necesario hablar. Nos entendíamos demasiado.

El Escriba miró al Peregrino con la suficiencia de un hombre por demás curtido, y pensó: “Pobre, se siente autónomo, se piensa individuo, y no sabe siquiera si todo su Yo, que tanto aprecia, es per se o es simplemente la nada de un sueño de la Gran Mente Universal.”

Lo observó pequeño y mísero, como quien despierta piedad, aunque su estampa inspiraba respeto y admiración. Su sombra se proyectaba longilínea hacia las montañas.

—Sigamos leyendo —dijo el Escriba tomando otro fajo de papeles y así reanudamos la lectura—. Un día este texto será algo así como mi diario.

Hay una parte de mi vida que no registra mi conciencia. Por grandes esfuerzos que haga está tan vedada a mi memoria como mi vieja vida y mi primera muerte acaecida en el seno materno.

Quizás el enorme bagaje de energías necesarias para que el lactante adquiera los hábitos necesarios para la supervivencia hizo innecesaria y fatigosa su conservación en el armario de nuestra memoria. No lo sé. El hecho cierto es que nadie recuerda nada de ese primer tramo del camino.

Los más precoces perciben algunos destellos de imágenes a los tres años, y no son capaces de discernir si se trata de memoria o de una imagen construida al conjuro de dichos de terceros. Dicen los que saben que en ese primer escenario temporal se definen los perfiles de nuestro carácter y nuestros futuros pasos por este mundo.

—¡Qué paradoja! ¡No recordar la importancia de ese tiempo! —interrumpió la lectura, no sin pena el Escriba.

Apelamos a lo externo, y así, rejuntando historias, reconstruimos un pasado que se diluyó en los pliegues más recónditos de nuestro cerebro. Nos fascina escuchar de nuestros padres las circunstancias que rodearon nuestro nacimiento. Una infancia desprovista de recuerdos.

Tuve padre y madre. Hecho que parece una obviedad, pero dista de serlo. No me refiero a la fáctica circunstancia de la cópula. Todos provenimos de una, y por ende todos tenemos padre y madre (descartemos el excepcional fenómeno de reciente data de manipulación genética que permiten hijos sin apareamiento). Tuve padre y madre, no porque me concibieran, sino porque estuvieron a mi lado en todo cuando no podía valerme por mí mismo.

—No todos tienen esa fortuna —volvió a interrumpir el Escriba. El Peregrino absorbía cada texto sin poder creer lo que escuchaba y veía.

Apenas nacido, fueron los pechos generosos de mi madre mi primera fuente de alimento y subsistencia. Al mamar adquirí sin saberlo defensas genéticas que me irían protegiendo de males futuros. Sus nutrientes permitieron que mi cerebro, ese portentoso y complejo edificio que sostiene todo mi ser, se desarrollara armónicamente.”

—No todos mis compañeros de ruta pueden considerarse tan afortunados —sostuve, y el Peregrino continuó leyendo.

Una buena o mala alimentación temprana condiciona nuestro desarrollo y por ende nuestro futuro. No todos los seres humanos han sido beneficiarios de esa atención primigenia que los que la tuvimos solemos desatender como si fuera una obviedad y un beneficio que nos correspondía por derecho natural.

—Yo tuve todo eso y mucho más —dijo el Peregrino— mis padres no sólo me alimentaron. Me quisieron con locura y eso cimentó las bases de una fuerte autoestima, imprescindible para sobrevivir en la jungla de la vida.

—Si no te amas a ti mismo, tu cercanía más inmediata, difícilmente puedas amar aquello que está más lejos —sentenció el Escriba y continuó leyendo.

Fui un animalito consentido y mimado. Desde el principio me hicieron sentir importante. Solo muchos años después, la Vida, los Años y mi Padre me harían percatar de mi insípida insignificancia, ni siquiera un suspiro en la magnífica partitura de lo Eterno.

Pero aquellos mimos iniciales a los que mi madre era afecta en grado sumo me regalaron confianza y seguridad. Dicen que nací luchando un parto bravo y que lloré muy temprano, anunciando desde un principio una tenaz decisión de aferrarme con uñas y dientes al vivir.

 

Adaptarme a la nueva dimensión cósmica debe haber entrañado un esfuerzo traumático del que ni vestigios quedan. Comer y respirar, aprender a ver, distinguir rostros y colores, oler fragancias de toda índole, sufrir frío y calor, fueron cosas que me sucedieron con una animal vulgaridad.

Nada tenía de extraordinario, y eso era bueno –pensó el Peregrino— ninguna anomalía evidente, producto humano estandarizado. Tanta ordinaria naturalidad es un bien preciado que solo se aprecia cuando se carece.

Y ese ser tan vulgar resultaba, desde mi subjetividad, algo valioso e imposible de intercambiar con otro. Porque ese pequeño envoltorio carnal exigía para sobrevivir de toda mi concentración.

Dormía mucho y apaciblemente. Puede que soñara con la placidez acuosa de aquel Universo materno del que fuera arrancado sin mi consentimiento. El hambre era el aguijón que me desterraba del goce onírico y reclamaba a viva voz ser alimentado, cada vez con más frecuencia. Entre dormir y comer eran muy pocos los momentos que gozaba para apreciar el mundo que me rodeaba. Seguramente fue allí, en uno de esos intervalos, que por primera vez advertí que había un camino poblado de caminantes del más diverso pelaje.

Y mi primer andar por el Camino fue ser transportado por terceros. Como todos, no nací andando. Y otros anduvieron por mí y en sus brazos recorrí las primeras sendas. Se discute aún si son plácidos o tormentosos aquellos andares.

Es una pena no recordarlos. No hay duda alguna que en aquella caminata los paisajes presentaban una policromía fabulosa. Arroyos, selvas, desiertos, soles plenos y lunas llenas tienen que haber tenido para el primate lactante un significado maravilloso, colindante al milagro.

Había Otros, pero casi ni los advertía. Los únicos Otros que merecían mi consideración eran los Míos, esos seres de mi propiedad que me prodigaban cuidados, alimentación y transporte en forma gratuita. ¡Y de a ratos me parecía que estaban contentos de ser mis esclavos y proveedores! Aprendí a sonreír, ese gesto centuplicó los esfuerzos por atenderme. Podía haber guerras en el Mundo y estas no afectaban Mi mundo. Supe de entrada que había nacido para caminar, pero recibí con agrado aquel tiempo en que me transportaron en brazos amorosos.

Dicen que un buen día me erguí. Tenerme sobre mis piernas en posición erecta debe haber sido todo un acontecimiento. Podía transportarme por mí mismo. ¡Extraordinario! Empezaba una nueva etapa. Que me alzaran en brazos era un juego bienvenido, pero ya no era un imperativo. Ir de un punto a otro por mis propios medios fue el inicio de una epopeya vital que aún continúa. No sé porque la literatura no abunda en elogios respecto de ese instante de transición que de alguna forma implica un abandono de la lactancia para sumergirnos en la infancia.

Mis neuronas a lo largo de este tiempo fueron naciendo, muriendo, mutando y multiplicándose a cada instante. Todo ha sido borrado de mi memoria. Me fastidia ese vacío que me impide rememorar y degustar de aquellas emociones.

El Escriba detuvo la lectura. Frunció el ceño en un vano intento por rescatar esas vivencias. Fue como si le dijera al Peregrino: “Tu historia es tan vulgar que casi no merece ser contada. Pero entiendo que para vos sea la más importante de las historias, la propia.”

Es tan curiosa la brutal tensión entre individuo y especie, en perpetua pugna por afianzarse y poder ser el uno en la otra sin autoextinguirse.

El clamor bestial del Singular, que se niega a subsumirse en el Todo, puede parecer ingenuo para el observador del drama del Universo, pero para cada uno de los sujetos su universo con minúsculas, es lo esencial.

A pocos les importa el casi eterno deambular de lo creado si desaparece su miserable individualidad, que, no por misérrima que fuere, a sus propios ojos no deja de ser lo más trascendente de la creación.

Evidentemente hay dos percepciones de la Creación, una objetiva y otra subjetiva. La objetiva, externa al sujeto, existe con prescindencia del mismo. La subjetiva nace y muere con el sujeto. Al morir deja de haber percepción subjetiva de lo creado.

Miserable o no, ese animalito se yergue tenaz y obcecado, decidido a seguir dando zancadas y a su paso va abriendo caminos nuevos.

Como si adivinara mis pensamientos, el Peregrino con crudeza dijo: “Al menos vivo, transpiro, sufro y gozo. Tú solo escribes, que es una mediocre manera de vivir a través de medrar historias ajenas.”

Me callo para no decirle que la narración de su insignificancia es una historia apasionante. Soy un afortunado al poder escribirla.

EL PEREGRINO Y SU PADRE

El Origen de todo lo Creado

Con cierto enfado me había dirigido al Escriba. Me fastidiaba su suficiencia y su manera de percibirme como una insignificancia. Pero entendiendo que no podía deshacerme de su presencia, al fin y al cabo no era otra cosa que una especie de mi Yo proyectado en dimensiones irreales, decidí continuar aquel juego que me desnudaba.

Por ello, sin demostrar mi impaciencia, le dije:

—Escriba, ven, voy a contarte acerca de mis primeras grandes conversaciones filosóficas, para ordenarlas he escrito, como siempre, un texto y un título, quizás esta lectura te ayude a desentrañar el misterio de mi risa y las carcajadas de papá.

“El Origen de todo lo Creado” decía el encabezado.

Ya era el alba. Seguramente mi mujer estaría en los lindes de despertarse, así que traté de contarlo de manera apresurada. Había nubes pero no amenazaba lluvia. El Escriba me miraba. Algunos rezagados de fiestas entraron riendo al hotel. El conserje los esperó con las llaves en la mano.

Tomé algunos de los papeles y leí:

“Al esbozar estas líneas me vino a la memoria el rostro amado de mi padre con su sonrisa desafiante, que era un rasgo distintivo de su fisonomía y que seguramente se habría burlado de mi soberbio encabezado, diciéndome algo así como:

—Estás prejuzgando, hijo, tu frase sugiere que las cosas tienen origen y, peor aún, das por sentado que fueran creadas, por lo que tu filosofar parte de presupuestos empíricos que debes someter a tu raciocinio antes de validarlos como reales.

Es que papá me inició en el arte de la filosofía con una naturalidad sorprendente. Pensar sobre el origen de las cosas se hizo un ejercicio habitual, casi un juego entre nosotros, en el que el intelecto se regodeaba de un placer indescriptible armando frases y delineando conceptos plagados de abstracciones.

Nuestras conversaciones transcurrieron en diversos escenarios atravesando distintas cronologías, pero a los fines de este escrito quiero establecer una localización geográfica puntual.

Así me transporto a la orilla del mar y su arena, el agua moja mis pies de manera placentera. Mis pulmones se llenan una y otra vez con ese aire marítimo impregnado de viento y salinidad. Un oxígeno peculiar que nos regala el océano a quienes transitamos por sus bordes. Espumantes coronas de iodo adornan de blanco la cresta de las olas, que en su incesante ir y venir nos obsequian una armoniosa sinfonía de sonidos que se remontan a los albores de la creación, a aquel instante inmenso y excepcional en que mares y tierras se separaron profiriendo un grito atroz que rasgó el planeta, regalándole nuevas fisonomías que siguen mutando.

Me veo de nuevo a mí mismo con tan solo seis años de edad. Estamos en Villa Gesell. Caminamos a orillas del mar. Nuestros pies dejan huellas, profundas las de mi padre, casi imperceptibles las mías. A la vera de nuestras pisadas, pequeños agujerillos dan cuenta de la existencia de un mundo subterráneo. Las almejas y los moluscos pertenecen a ese mundo donde moran y anhelan ser devueltos por las olas.

Había decidido atormentar a mi padre jugando al fatigoso juego de los porqués que desquician a tantos progenitores. Lejos de fastidiarse, mi padre se entretenía repreguntándome una y otra vez. Raramente emitía sentencias, generalmente abría espacios en lugar de cerrar las sendas. Mientras curas y militares (en boga en aquellos tiempos) tenían y ofrecían todas las certezas, mi padre exigía pensar y todo estaba sometido a la duda. Aquella tarde, sin saberlo, me inicié en el derrotero del filosofar que no es otra cosa que el ansia natural de pretender saber de dónde venimos, adónde vamos y si nuestro itinerario tiene sentido o es simple devenir azaroso.

Todo comenzó con la observación a mi padre, a lo que lo rodeaba y lo hacía con la pasión de quien presiente ese instante como irrepetible. Le pregunté qué miraba y él contestó: “Un milagro detrás de otro disfrazados de naturalidad”.

—La gente, hijo, no se apercibe de que en que en cada instante hay magia inacabada. Que el mar, aunque se revista de tintes rutinarios, el solo hecho de que vaya y regrese lo hace milagroso. Cada átomo de la creación está agitado todo el tiempo por el ansia inmensa de mutar, de variar forma y contenido, y esa batalla inusual entre acto y potencia se desarrolla incansable ante nuestros ojos sin que la gran mayoría de los humanos, atrapados en su infinita mediocridad, llegue a atisbar siquiera la grandiosidad de la creación.

La grandilocuencia del párrafo y su profundidad impactó en la superficie de mi corteza cerebral impedida de ser penetrada en sus formidables recovecos debido a la brevedad de mis años y mi entendimiento.

Pero la admiración inmensa que sentía por aquel titán de corta estatura era tal, que no me resignaba a no entender y me aferraba esforzadamente a los lineamientos básicos que mi periferia cerebral había conseguido aprehender.

—¿Lo que vemos es acaso un milagro? —repregunté.

—¡Por supuesto! Juguemos —me dijo—. Cerrá los ojos y con todas tus fuerzas intenta imaginar la Nada. No hay árboles, ni arena, ni aguas, ni peces o aves. No estamos nosotros, no hay aire, no hay luz, solo la Nada absoluta.

Obediente cerré mis ojos, fruncí el ceño con fuerzas, y traté de imaginar la Nada. Quise dejarme abandonar por el Vacío, pero mi cerebro disparaba pensamientos sin solución de continuidad que ocupaban Espacio impidiendo a la Nada apropiarse de mi mente. Al cabo de unos minutos comencé a sentir un leve mareo y una remota sensación de irrealidad. El agua que mojaba mis pies dejó de ser realidad consciente, y todo era oscuridad empañada por el reflejo de pensares que nacían sin mi consentimiento y, para colmo, ridículos por su falta de lógica. Entonces abrí los ojos de par en par, y la luz hizo que demorara un breve instante hasta adaptarme al contorno luminoso de un crepúsculo que se adivinaba en el horizonte.

—¡Ya está! —dije con soberbia—. ¿Y ahora qué? —pregunté con curiosidad.

—¿Viste la Nada?

—Sí —repuse confiado, aunque lacónico.

— ¿Y cómo era? —preguntó mi padre.

—Oscura.

— ¿Fría o caliente?

—Fría.

—¿Pesada o liviana?

—Liviana.

—¿Grande o pequeña?

—¡Inmensa! —grité cansado de este absurdo interrogatorio.

La carcajada paterna que siguió a esta afirmación fue tan sincera y transparente que me resultó contagiosa, y al cabo de un instante nos encontramos allí, a orillas del mar, padre e hijo, riéndonos hasta casi llorar. Con la misma facilidad que estalló su risa papá se llamó a silencio, y con dureza dijo: Mentiroso.

Me puse colorado y casi me largo a llorar.

Yo me consideraba compinche de sus disquisiciones y esta acusación me dolió por imprevista e injusta. Debió haber leído mi intimidad, porque me puso su brazo en mi hombro y, sin que mediara palabra alguna, me dio una fuerte palmada en la espalda, lo que en su lenguaje corporal implicaba amor y confianza.

Con fingida calma pregunté: ¿Por qué dice eso?

Suspiró y me explicó con voz clara y fuerte.

—Si imaginaste que la Nada era oscura, fría y liviana, amén de inmensa, pues te equivocaste. La Nada No Es, se trata de la inexistencia del Ser, y por ende no tiene dimensiones, peso, temperatura ni colores. Pensá, solo pensá, hijo mío. La Nada no existe, porque de existir sencillamente estaría siendo Algo, y eso contradice su propia esencia. La Nada es solo una abstracción de la mente humana que puede concebirla como una dimensión carente de existencia pero que no podemos comprobar empíricamente porque entonces dejaría de ser.

—¿Entonces me hizo trampa? Me pidió que hiciera algo Imposible, imaginar lo que No Es —pregunté malhumorado.

—Imposible aunque imprescindible para entender y razonar.

 

Hijo mío —prosiguió— para poder razonar sobre lo que ves hay que hacer un esfuerzo mental para captar lo invisible. La Nada no puede ser vista ni aprehendida, pero nuestra mente tiene un poder formidable, la de pensar en abstracto. Cuando nos abstraemos nuestra mente da vida conceptual a lo que no es materia real, y esa aptitud humana permitió al hombre grandes hazañas, entre ellas la de dominar su entorno. Pero la más grande hazaña de nuestra mente consiste en imaginar escenarios inexistentes y sobre esa creación edificar un edificio de pensamientos concatenados que logran aproximaciones a la Verdad Objetiva. No es posible ver la Nada, pero nuestra mente es capaz de concebirla como la Carencia Absoluta. Y esa imaginaria percepción de nuestro cerebro nos resulta de una utilidad excepcional.

Así suponemos que una vez hubo Nada. El descubrimiento angustia y reconforta. Angustia porque como Seres que Somos nos aterroriza la posibilidad de que haya un instante de No Ser. Y nos reconforta porque si hubo Nada, Alguien o Algo en algún momento la aniquiló.

Durante un corto lapso de tiempo mi padre se llamó a silencio y continuamos caminando a orillas del mar sin rumbo alguno. El intervalo sirvió para que tratara de procesar la información que se me brindaba en forma tan confusa.

Teniendo apenas seis años, la posibilidad de comunicarme de igual a igual con un erudito era inexistente. Pero mi padre fue siempre implacable, jamás me dispensó trato de infante, siempre me trató como a un adulto, y le estoy eternamente agradecido por ello.

Probablemente, aquella tarde se trataba de una reflexión personal y me usaba de espejo prescindible para sus argumentaciones.

Al cabo de un rato continuó como si no hubiera habido interrupciones. Me miró de reojo, erguido y serio, y yo traté, inútilmente, de comprender cosas que estaban por encima de mis fuerzas de niño.

—Ya nuestra mente ha determinado con alguna arbitrariedad la existencia conceptual de la Nada. Pues bien, sorpréndete hijo mío, eso que nuestra mente concibió mediante abstracciones los científicos hace poco lo han demostrado empíricamente. El Universo, todo lo que ves en torno a ti, NACIÓ un día hace más o menos 13.500 millones de años. Antes de esa fecha, sencillamente no era. O sea que cuando el Universo nació estábamos en los umbrales de la inaprensible Nada.

Imagina ese momento, la Nada dueña y señora conmociona de repente en una explosión cósmica y aparece Algo. El instante inicial: luz y sombra se distinguen y la materia hace su aparición fulgurante. ¿Qué habrá pasado para que la Nada volara en mil pedazos fragmentándose aceleradamente en dirección al Ser? Nadie lo sabe, solo podemos inferirlo mediante deducciones. ¿Fue puro Azar el que puso el Universo en movimiento? ¿O fue la decisión de Alguien? Al llegar a este punto nace la Filosofía, que no es otra cosa que la ciencia de preguntarse el porqué de las cosas. El Filósofo debe responder a ese primer gran interrogante: ¿Azar o Creación?

—¿Y qué piensa usted, papá? —pregunté respetuoso.

Hasta el final de sus días le trataría de usted, por decisión mía que en nada disminuía el amor y la admiración que sentía por él.

—El Azar absoluto es muy difícil de sostener, son infinitas las variables casuales que en forma permanente tendrían que jugar no solo para explotar la Nada, sino más complejo aún, para sostener vivo ese Universo neonato. Me inclino a pensar por ello que hay un Algo o un Alguien, un Primer Motor Causal que disparó los acontecimientos y se solaza con la complejidad de su propia Creación. Pero estas son preguntas y respuestas que deberás contestar con tus propias fuerzas a medida que crezcas. Ninguna cosa que te diga ha de ser tomada como Verdad absoluta, deberás construir tu propio edificio filosofal.

—¿Y si no quiero? ¿Y si no me importa conocer respuesta alguna? ¿Qué pasa si me niego a pensar y dejo fluir la vida como venga sin detenerme en consideraciones de ningún tipo?

De nuevo mi padre sonrió y con paciencia replicó: La decisión de no abordar los grandes temas que afligen a todos los grandes pensadores de la humanidad es una forma de hacer filosofía por la vía indirecta de la negación. El hombre filosofa, lo quiera o no, pues está en su esencia. Quiera pensar o no en ello, todos sus actos vitales de alguna manera tendrán como punto de partida una visión del cosmos, su origen y su destino final. Creer o no creer en Dios, confesar la impotencia de entender el Universo, recostarse a ciegas en las máximas dogmáticas de un credo religioso, abandonarse al nihilismo o adherir a perspectivas panteístas o cosmovisiones cientificistas. Los actos de tu vida oficiarán de determinantes, lo quieras o no. A tu edad sin embargo alcanza con que algunas ideas queden fijas en tu mente.

El Universo que te rodea no es eterno, tiene fecha de nacimiento. Y si nació, Alguien o Algo lo concibió. Tomate unos segundos y recordá eso para siempre.”

De nuevo hizo una larga y premeditada pausa. El sonido de las olas nos envolvió, y de repente, y sin mediar palabra, mi padre caminó hacia el mar a paso lento para ser llevado por el agua salada.

Concluían en este punto las líneas escritas por mí y el Escriba apartó la vista del papel dejando traslucir con un gesto un suave dejo de disgusto.

—¿Esto es todo? —preguntó meneando la cabeza.

—Es el comienzo del Todo —le contesté—. Es en las preguntas y no en las respuestas donde el filosofar encuentra su razón de ser.”

Terminaba allí el escrito.

Me levanté y dije: “Amigo Escriba, las cuartillas que escribí y que leíste te atraparon y condenado estás ahora a seguirme y escribirme. Te gustará marchar juntos para buscar las respuestas a los interrogantes que mi padre dejó en suspenso aquella tarde junto al mar. Reflexionemos juntos, pero no dejemos de caminar, que para eso hemos venido a este mundo”.

Andando amigo, le ordené, y con un abrupto ademán caminé hacia el bar del hotel. Mi mujer me esperaba para el desayuno encendida de risa. Una vez más reparé que estaba descalzo, con un vaquero y un saco piyama. Así que fui hasta la habitación a cambiarme y regresé a desayunar con mi mujer y mis amigos. A través de la ventana del restaurant del hotel, a lo lejos, el Escriba sonreía con un saludo de mano.