Camino de Santiago

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Camino de Santiago

Primera Peregrinación

Camino de Santiago

Primera Peregrinación

Sisto Terán Nougués

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Camino de Santiago. Primera Peregrinación


Terán Nougues, SistoCamino de Santiago / Sisto Terán Nougues. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Camino, 2020.Archivo Digital: descargaISBN 978-987-4425-29-41. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Literatura Argentina. I. Título.CDD A863

© 2020 Sisto Terán Nougués

© 2020 Ediciones del Camino

E-mail: ediciones.delcamino@gmail.com

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-4425-29-4

A mi mujer y mis hijas

EL PEREGRINO

En el último tercio del camino el viajero se detiene a contemplar. Ya no está urgido por el ansia vital que lo empujaba a andar con trancos largos y esforzados, arrastrado por los vientos, despreciando las lluvias y las llagas del verano. Su caminar se ha tornado más cansino. La meta no lo seduce. Los que caminan aprenden caminando. Las piernas saben y no hay prisa por conocer.

A izquierda y derecha de la senda han ido quedando compañeros de ruta, la pérdida de algunos de ellos le resulta inconcebible al Peregrino. Pero el camino apremia y no da tregua. El viajero otea el horizonte y desde esa cima admira la Creación con asombro de niño. Resulta difícil para el Peregrino aceptar que existan caminantes que desprecien o teman al Camino. Al dirigir la vista al firmamento, las nubes y el viento, sumados a la fatiga y a una imaginación febril, dibujan en su mente rostros queridos que hace rato transitan distintos derroteros. Su hálito cálido, traído de otras dimensiones cósmicas, le acaricia el alma. Lo ultramundano, si existe, conforta.

El peregrinaje no se detiene. El mundo sigue girando implacable, las horas se suceden con o sin nuestro consentimiento, al paso de las nubes que, de a intervalos, invitan a un recio sol montañés a colarse entre ellas. Un día empuja al otro, y ese tránsito hunde los pasos en una percepción abismal. Quien viaja lo hace siempre en tiempo presente, acompañado de dos fantasmas: el pasado, que ya nos ha dejado y el futuro, que en vano nos esforzamos en adivinar, como si la adivinanza alcanzara para mutarlo.

La maravillosa incerteza de lo por venir es el acicate con el que suele fantasear el caminante. El mejor paisaje es el que aún no hemos disfrutado -reflexiona el viajero-, sus primeros pasos aparecen lejanos, empañados por la bruma del tiempo y adulterados por la memoria que suele ser un testigo desmemoriado.

El recordar no es fílmico, no se asemeja a una película continua, se trata más bien de una secuencia tridimensional de diapositivas desordenadas, porque si bien son estáticas, huelen y tienen sabor, como lo atestigua la magdalena de Proust, un viajero de antaño que supo buscar su tiempo perdido entre aromas de cocina.

El viajero detiene un instante el divagar y centra su esfuerzo memorístico en aprehender de nuevo los besos de su madre y la risa desafiante de su padre.

El Peregrino tiene la aptitud de hacer presente lo qué pasó y se siente todopoderoso, desafía fugazmente a Cronos, ese malvado que devora impiadoso a sus hijos sin saber que son ellos a quienes debe su existencia, porque es bien sabido que sin mí el tiempo no existe. Soy yo quien existiendo le da vida al Tiempo y a su infatigable transcurrir.

Viene golpeado el Peregrino. La muerte cada tanto se divierte en advertirle su fugacidad y amenaza en tenderle una emboscada en cada recodo. La Parca, ávida de nueva cosecha, hace rondas en torno a otro ser querido. La relación entre el viajero y la Muerte ha sido de desprecio mutuo. No hay odio ni rencores, simple desprecio, ese desdén que sentimos por aquello que no tiene sentido. El Peregrino desprecia a la Muerte porque la considera una falsedad, una impostura que encubre no la Nada, que no existe, precisamente porque el No Ser no puede Ser.

La Muerte desprecia al viajero porque lo ve tan aferrado a su Vida, tan amante de sus respiraciones y tan imbuido en el disfrute de sus propios sentires que no lo entiende. Ella prefiere el miedo, el terror que su nombre inspira. Él la desafía y en pleno rostro le escupe su ansia de seguir viviendo después de muerto.

Sin embargo, el camino no acaba con el Peregrino. Siempre se abren rutas nuevas y lo cósmico lo espera detrás de la frontera aparente de su propia materia.

Y detiene aquí el viajero su vana porfía con la Muerte y el Tiempo porque advierte que debe dejar consigna escrita de su andar. Piensa el Peregrino que debe dar testimonio del Camino, y ayudar a otros a transcurrir sus propios senderos.

Presa del febril ataque de las musas, usualmente esquivas, el viajero saca su cuaderno de apuntes y anota en trazos gruesos un rosario de vocablos engarzados bajo el disfraz de un pensar hecho escritura, y transpira vital al sol de sus montañas mientras tacha, subraya y refuerza con negritas y mayúsculas sus ideas.

Las horas se suceden con su fatal devenir y la noche hace formal acto de presencia sin que el caminante atenúe su febril actividad.

El Peregrino, entonces, se queda dormido en el límite indeciso del alba.

EL CAMINO

El tren los zarandeaba y adormecía. El camarote era muy estrecho y yo estaba acostado en la litera inferior de una cucheta con las piernas ligeramente encogidas mientras escuchaba las respiraciones apacibles de mis compañeros de viaje.

Arriba dormía mi mujer y en la cucheta enfrentada a la nuestra hacían lo propio mi mejor amigo y la suya. El tren nos llevaba desde Madrid a Sarria, allí iniciábamos nuestro peregrinaje.

Ni siquiera el cansancio del jet-lag provocado por el largo viaje desde Buenos Aires había conseguido dormirme. Mi mente circulaba a toda velocidad por derroteros inverosímiles y contradictorios. Los pensamientos se sucedían frenéticos sin orden alguno. Haciendo un esfuerzo de concentración comencé a ordenar mis ideas.

Unos amigos españoles, oriundos de Santander, nos habían hablado con entusiasmo de la famosa peregrinación a Santiago de Compostela. Con la curiosidad infatigable que me caracteriza comencé a leer decenas de libros e incluso a ver películas que narraban el encanto de esta remozada tradición dos veces milenaria.

Supe así que la vieja peregrinación a Finisterre de los tiempos romanos había sido remozada por el

cristianismo y, lenta pero inexorablemente, sobre la base de una mezcla única de tradiciones, folklore, leyendas, supersticiones y creencias, se había cimentado la magia del Camino más famoso de la cristiandad.

En los últimos años el trayecto se había revitalizado y centenares de miles de personas se lanzaban a caminar desde todos los senderos hacia Compostela. Anónimos y famosos, jóvenes y viejos se aventuraban buscando respuestas a sus propios interrogantes. Poco antes de partir invitamos a mi mejor amigo que había enviudado años atrás, y a su nueva mujer, a acompañarnos.

Y ahí estábamos, en mayo del 2015, en el camarote de un tren con destino a Sarria. De a poco el sueño me fue envolviendo en sus brazos y lo real y lo irreal se conjugaron en esa parodia del morir que es el dormir.

La brusca detención del tren me despertó sobresaltado.

Habíamos llegado.

Era muy temprano, y el alba parecía haber retrasado ligeramente su llegada, producto quizás de una ligera bruma que se había apoderado del entorno. Una pequeña estación con el clásico letrero: Sarria. Un vacío pleno de ausencias. Fuimos los únicos en descender, y caminamos el andén como quien retorna a la desprotección del infante. Una muda de ropa en nuestras mochilas era suficiente para la larga caminata por las tierras de Galicia. Procuramos la credencial del Peregrino, y muy temprano iniciamos nuestra caminata.

Se dice que el Camino a Santiago es un viaje interior, un surcar los caminos íntimos de nuestra alma, y aquellos días que conservo amorosamente en la memoria se mostraron pródigos en eventos espirituales que me condujeron a una profunda introspección personal que he querido narrar en estas líneas donde lo ficcional y lo real se mezclan casi sin respetar cronologías ni geografías.

Mi Camino a Santiago fue un andar colmado de preguntas con respuestas a medias y entrelazado caprichosamente por largas charlas con el Escriba, mi otro yo inmaterial, que conoce de mi ser más que yo mismo y que tiene la buena costumbre de aparecer periódicamente en mi vida para obligarme a reencontrarme con mi esencia.

Llovía. Produce vértigo estar envuelto en la espesa niebla gallega, más aun cuando tocaba chapotear por senderos lindantes a precipicios.

Así comenzó el viaje, así nació el libro, con el vano afán de dejar testimonio indeleble de mis pasos.

EL ESCRIBA

Soy una construcción fantasiosa de la mente que me ha creado, y sin embargo me siento poderosamente existente en mi invisibilidad. Condenado a observar los hechos y narrarlos, miro a la distancia vidas ajenas y las escribo.

 

Debo sin dudas ser el Otro Yo del Hombre que Camina, pero ser dos nos permite conversar e indagarnos. El tiempo que a Él le insume el Vivir, me es otorgado a mí para observarlo con desapasionada frialdad. Aunque seamos el mismo, somos diferentes.

Estoy presente en cada recodo de su vida sin que él advierta mi presencia, y fue por eso para mí algo muy extraño verle dormir fatigado en un alto del camino entre papeles escritos apresuradamente y de los que me apropié sin pudor alguno... al fin y al cabo soy el encargado de pasar en limpio sus vivencias.

El Peregrino ya había pasado la frontera de los cincuenta y cinco años que habíamos compartido el uno y el otro andando por andariveles diferentes.

Yo sabía de su existencia, él naturalmente ignoraba la mía.

Juntos fuimos infantes, adolescentes, adultos y ya iniciábamos la pendiente que conduce a la vejez y a la muerte.

Y así estaba escrito había de transcurrir el existir mutuo, pero algo más importante que nosotros, la fantasía y la magia de un Camino espiritual forzó un encuentro destinado a hacerse libro escrito a borbotones.

Tenía en mis manos sus escritos que hablaban torpemente de su existir signado por el trazo fuerte del Amor. Amor primero a sus padres, especialmente a su Padre cuya vida quiso hacer Legado. Devino luego en Amor apasionado a su Mujer que completó la Cuadratura de su Círculo y sin la cual sería Vacío. Finalmente, el Amor se hizo sublime al fructificar en sus Hijas, cuyas vidas lo aproximan a lo Inmortal.

Una lágrima había posado su humedad como un beso en el papel justo sobre las letras que al unirse formaban el nombre de la mujer amada.

Yo, que le conozco más que nadie, por ser aquel que en esencia es, despojado de sus vestiduras carnales, no pude impedir emocionarme al verle dormido, derrotado transitoriamente por la fatiga, pero empeñado en comprender los misterios del Universo sin dejar ni un instante de ser feliz.

Y sucedió un Milagro. Compostela hizo posible lo imposible. En ese viaje nos vimos y pudimos conversar. Galicia y sus caminos nos encontraron juntos, extrañamente unidos al conjuro de la magia de una senda que por milenios ha sabido cobijar las fantasías más hermosas.

He aquí lo que nos fue sucediendo.

EL PEREGRINO

La Primera Muerte

Estábamos chapoteando los caminos bajo una lluvia intensa. La niebla, poco a poco fue disipándose. Descansamos en un recodo que ofrecía el trayecto y me quedé como en un ensueño, entonces me pregunté: ¿quién soy?, ¿dónde estoy?, ¿qué hora es? Vuelvo del sueño, un extraño anticipo del morir y mis sentidos emprenden la cotidiana tarea de ubicarme.

Abrí los ojos y observé a alguien que se me asemejaba. Fijé mi mirada en ese otro y una fiereza incomprensible parecía definir sus facciones.

El otro rió, y su risa pareció provenir de mi cuerpo.

Con voz ronca lo interrogué: ¿Quién sos?

Asombrado levantó sus cejas y me contestó con una voz que me recordó la mía.

—Soy el Escriba, se supone que no puedes verme ni oírme, soy tu sombra sigilosa, el eco lejano de tu alma sin cuerpo.

Mientras hablaba observé que en sus manos tenía aferrado un puñado de papeles que yo había escrito.

—¿Qué querés de mí? —pregunté con algo de recelo.

—Contar tu vida. Eres el Peregrino, eres Hombre y como tal, tu objetivo es el Camino. Vive, no escribas, deja esta tarea menor para mí, tu otro Yo está condenado a escribirte.

La conversación era surrealista y para percatarme de su realidad concreta miré a mi alrededor. Estaba sentado en la misma piedra de aquella senda gallega en la que me había detenido a descansar. Cabía pensar entonces que la magia del Camino había procurado este encuentro tan inusual. Preso de una extraña euforia decidí aprovechar la oportunidad.

Me levanté y mostrándole los papeles, le dije:

—Leámoslo juntos, mejor aún, conversémoslo en compañía. ¿Entendés la diferencia? La palabra escrita es dura, pétrea y, al decir romano, no vuela. En cambio la oralidad es compañera de la confidencia, amiga de lo fugaz, se dice y se desdice al conjuro del tiempo. Lo escrito duele y es perenne —Yo sabía que no podría impedir ser escrito y solo buscaba un pretexto para usar al Escriba de escucha y espejo de mis dichos.

Ya no sabía quién usaba a quién. Pero estaba dispuesto a jugar según sus reglas.

—Este es mi Camino, mi peregrinaje dibujado en letras de molde —dije señalando mis escritos.

—Veo que te gusta la filosofía —me dijo—. Para qué indagar el qué y el porqué de las cosas.

Soy Filósofo porque soy hombre. No me importa si es útil filosofar, aunque no puedo evitarlo, le contesté.

No lo sé, pero tengo que intentar saberlo. Soy un eterno buscador de respuestas a las preguntas esenciales.

—¿Y dónde pretendés encontrar las respuestas? —dijo el Escriba.

—En el camino.

—Retomemos tu Diario. ¿Dónde sitúas tu comienzo?

—atinó a preguntar.

—Leé —respondí, ofreciéndole un puñado de hojas cuyo encabezado rezaba:

“Mi Primera Muerte”.

La consciencia, ese primer atisbo del ser, puedo remontarla alrededor de mis primeros tres años. Antes de ello fui seguramente, pero no lo recuerdo. Esa parte de mi vida no está almacenada en mi memoria, o debe estarlo allá en lo recóndito, en ese lugar inaccesible donde depositamos los trozos de un pasado cuyo recuerdo no resulta imprescindible.

No recuerdo, y sin embargo caminaba. Mejor dicho, era conducido por el Camino. En los inicios de mi andar no podía valerme por mí mismo. Para todo requería asistencia. Nada me era posible lograr sin auxilio externo.

Mi yo era un inútil envoltorio que pedía y lloraba como todo lactante, sin el cual estaba condenado a muerte.

Ya sin el atávico instinto de supervivencia y la omnipresente figura de mi madre, ese ser en el que fui durante mi primera Vida tuve que desdeñarlo en el horizonte de mi Primera Muerte, pues sencillamente, sin ella nunca hubiera sido.

Un día, me aparecí a mí mismo en el medio del camino. El sendero era ancho, enorme y estaba lleno de gente. A izquierda y a derecha, arriba y abajo, adelante y atrás, por todos lados había gente. Muchos andaban, algunos corrían, otros parecían descansar, y todos transitaban por sendas diferentes que, ocasionalmente, se entrecruzaban para luego volver a bifurcarse.

¿Por qué estaba en esa planicie verde y surcada por manantiales de agua cristalina, al mismo tiempo que veía cómo otros pobres diablos desollaban sus manos escalando rocas cortantes y puntiagudas? No lo sabía, habría de averiguarlo algún día.

Todos y cada uno de mis sentidos sensoriales y espirituales trabajaban para tomar un registro acabado de las maravillas de mi entorno y, al mismo tiempo, preparaba mi armadura espiritual; una mochila que llevaba para enfrentar las contingencias de mi tránsito vital, y que gracias a ella preservaba la brutal consciencia de estar vivo.

Ese instante mágico tenía la dicha de percibirlo, y habiendo tomado consciencia, estaba decidido a no abandonarlo. Entonces supe que Yo era algo distinto, único, irrepetible. Ni mejor ni peor, simplemente diferente, sencillamente Yo.

Ese canto sublime al Ego que es el despertar de la consciencia de nuestro propio Ser, se apoderó de inmediato de mí, y mi primera visión del Mundo fue a través de la subjetividad inmensa de mi propia individualidad que, una vez adquirida, pugnaba por afianzarse.

MI PADRE

Embebido en la euforia del Ser no advertí que caminaba tomado de la mano.

Un hombre, que desde entonces consideré un Gigante envuelto en un cuerpo pequeño, iba a mi lado. Era más bien menudo, pero marchaba erguido, sacando pecho, respirando a pulmón lleno y sonreía mientras el sol le daba de pleno en el rostro que no se molestaba en cubrir. Sus ojos parecían inmunes al resplandor.

Me descubrí hablándole. Él contestaba con monosílabos y sus respuestas parecían repreguntas a mis preguntas.

—¿Dónde estoy? —pregunté.

—Viviendo —respondió.

—¿Por qué caminamos?

—Porque vivir es peregrinar.

—¿Y hacia dónde caminamos?

—No importa, lo importante es caminar.

—Pero andar sin saber adónde vamos es absurdo

—dije.

El hombre detuvo su marcha, me miró con ternura y pronunció entre dientes: “Vamos en busca de la muerte, hijo mío”.

Quedé impresionado. No sabía qué significaba ser hijo. Hasta ese preciso momento era una palabra asociada a la femineidad. Era hijo porque tenía una madre. Ella era caricia, sobreprotección, sensibilidad a flor de piel, impulso, calor interno.

Mi madre fue intuida, aún en la inconsciencia. Me supe hijo sin saber todavía que era individuo. Omnipresente lo materno fue único.

En ese horizonte vital recién vislumbrado aparecía ahora la figura del padre. Mucho, pero mucho tiempo después, supe que lo que poseía en aquel momento no era inherente a la condición humana. No todos tenían madre y padre que te amaran. Eso solo ya era señal de distinción, de regalo inmerecido que no todos apreciamos debidamente.

Entonces pregunté, abrazado y conmovido por la ternura de ese hombre: “¿Papá, no hay otro camino, uno que no conduzca a la Muerte?”.

—No hijo, no. Todos los caminos van a parar a la mar que es el morir. Pero te voy a contar un secreto que algún día se lo contarás a tus hijos y a los hijos de tus hijos.

Nada hay más fascinante para un niño que ser propietario de un secreto.

—LA META NO IMPORTA. LO IMPORTANTE ES EL CAMINO. La pobre gente, esos que desde aquí vemos por todos lados, van de un lado para el otro, tropezando, lastimándose, sufriendo. Buscan afanosamente llegar a algún lado, sin entender que el verdadero milagro de la vida consiste en peregrinar disfrutando cada recodo del Camino. La Meta, la Muerte están en el acantilado final, en ese Finisterre imaginario donde todo se termina o todo vuelve a empezar, pero de otra manera.

Mi mente de niño no entendía del todo los derroteros de los dichos de mi padre, pero retuvo lo esencial. LO IMPORTANTE ES EL CAMINO. Ese es nuestro secreto. Andar, caminar, peregrinar, en eso consiste el vivir. Quien vive camina, y si vive sin andar pues sencillamente está muerto en vida.

Retomamos el peregrinaje y en mi cabeza pugnan mil preguntas que se atropellan entre sí en su afán de hacerse palabras.

—Father —dije, hablándole en idioma ajeno que usaba para darme presunciones de erudito— ¿qué es la muerte?

Pareció restarle importancia a mi pregunta. Se encogió de hombros y compartimos el silencio. Se detuvo bajo la sombra frondosa de un sauce llorón cuyas ramas parecían arañar el suelo.

Al pie del árbol había una roca plana que oficiaba de mesa y un par de rústicos asientos de laja gris. Unos pasos más allá serpenteaba el agua de una acequia que a gritos pedía ser bebida. Mi padre hizo un ademán y me indicó que nos sentáramos. Una vez sentados me miró fijo y comenzó a hablar.

—Me preguntaste qué es la muerte y ahora te contesto: no lo sé. Solo sé que de alguna forma hemos muerto ya varias veces. Todos los seres vivos hemos experimentado el evento más parecido al morir y que yo llamo “Mi Primera Muerte”, y el común de los hombres denomina Nacimiento. Morir no es otra cosa que pasar de un estado a otro del Existir, un cambio de dimensión, un dejar de ser de una forma para empezar a ser de otra manera.

“Fuiste concebido como todos a resultas de una cópula afortunada. Esperma y Óvulo colisionaron hasta configurar esa primera célula que se subdividió millones y millones de veces naciendo y muriendo a velocidad de desenfreno, hasta conformar un conglomerado de huesos y músculos que le dieron forma a lo informe.

En alguna parte he leído que a los cinco años de edad no queda viva en nuestro cuerpo, mero envoltorio de materia, ni una sola de las células que nos conformaron al inicio. Tu inicio fue al cobijo de las entrañas de tu madre. Adherido con firmeza a las paredes de una confortable concavidad acuosa fuiste creciendo en un universo líquido. Eras un apéndice desarrollándose como un parásito en el interior de un cuerpo ajeno, y ni por un instante te apercibiste de esa ajenidad.

Tu madre era sencillamente tu morada, ese hábitat natural en que tu vida se desarrollaba, tal cual hoy se desarrolla en este mundo lleno de colores, sabores y olores que ahora nos circunda. Esa era tu vida y ese era tu entorno. No admitías otra forma de existencia, y la razón es que ignorabas que fuera de allí había otra dimensión insospechada. ¿Te interrogabas entonces sobre el sentido de la muerte? No, tu cerebro minúsculo se limitaba a cumplir las pautas básicas que garantizaran tu supervivencia. Los días y las noches se sucedían fuera de tu mundo que desconocía de soles y de lunas. Alimentarse, Crecer y Sobrevivir eran consignas que te determinaban por una impronta atávica que se remonta a la mismísima aparición del primer humano. Lo que le sucedía a tu madre, sin que tú lo supieras, modificaba y alteraba tu entorno sin que pudieras impedirlo. Estabas habituado a tu hábitat y te aferrabas al mismo desesperadamente. Ver, lo que hoy entiendes por ver, no veías. Tu mundo era sombra, sonidos y sabores. Todo rudimentario, visión y olfato casi nonatos.

 

Tu Universo no era plácido sino pleno de turbulencias. Las hormonas maternas disparaban tempestades que sacudían tu interior pero ni una sola de tales tormentas generaba el deseo de abandonar tu modo de vivir. Tampoco soñabas con otra manera de existir. Ibas creciendo y adquiriendo forma. Y fue entonces, cuando más fuerte y confortable te sentías, cuando fuerzas extrañas y brutales estremecieron tu persona. Tuviste miedo, mucho miedo. Algo acontecía y no era agradable. No era una tormenta de las acostumbradas. Era diferente. Un tsunami destrozó tu mundo y lo arrasó dejando despojos de sangre y fluidos. Te viste arrastrado por una marejada incontenible que conducía a un túnel estrecho. Todo tu cuerpo se vio aplastado por esa pulsión interna que te expulsaba por un reducto inadmisible de atravesar. La presión era insoportable. Cuando te parecía que no podías más, sucedió algo horrible, llegó la Muerte.

Muerto tu mundo, el cuerpo de tu madre inició de inmediato un proceso de transformación y eliminación de los vestigios de tu Universo prenatal. Al morir, desapareció la cobertura líquida que te envolvía y el aire te causó pavor. Con los puños apretados te matriculaste en el morir, y un aullido desesperado hizo que llenaras de oxígeno tus pulmones. Unas manos enormes y ajenas te mutilaron cortando de cuajo ese tubo que te unía al pasado, y, sin miramientos te expulsaron de la vida a la muerte sin pedirte consentimiento. De haber podido, hubieras prolongado sine die tu existencia en el seno materno.

Pero traspusiste un mundo y pasaste a otro. De lo líquido a lo aéreo. De un estado a otro. Esa muerte no fue placentera. Tampoco deseada, y sin dudas, inevitable. La luz se hizo presente al abrir los ojos y te causó daño y asombro. Formas borrosas y hambre sirvieron para que tu muerte se produjera. Aprendiste a llorar y desarrollaste un verdadero talento natural, indispensable en el nuevo universo que empezabas a transitar. “Los pechos de tu madre se aproximaron a tu boca y aprendiste a alimentarte. Tu Primera Muerte te condujo a una Nueva Vida.

Habías nacido.”

Mi padre hizo una pausa y el silencio nos envolvió dejándonos sumidos en nuestros propios pensamientos. Intentaba entender esos sucesos, que según mi progenitor me habían acontecido, y confieso no haber encontrado ningún rastro en mi memoria que diera fe de la veracidad de ese acontecimiento. No recuerdo esa vida prenatal y menos aún recuerdo haber muerto naciendo.

Pero sucedió, no hay dudas de ello y mi física presencia en este lugar daba prueba acabada de ello.

Lenta, con absoluta lentitud, mi mente entendió lo que mi padre quiso hacer al hablarme de estos temas y de esta forma tan peculiar. Hacer del nacer un primer morir era, al menos, ingenioso y la analogía obvia. ¿Si íbamos a caminar hacia la muerte, porqué no pensar que avanzamos a paso firme hacia un nuevo nacimiento? ¿Sería acaso la muerte un mero cambio de dimensión cósmica?

Papá se puso de pie como adivinando el decurso de mis pensares. Sonrió y me invitó a reanudar el Camino.

—Andando, no te sientas tentado a la holganza, ya descansarás sobremanera en el sobretodo de madera— y profirió una sonora carcajada.