Pensamiento crítico y modernidad en América Latina

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La ruta poética del modernismo es amplia y muy importante, e ilustra sobre la particular tendencia antiburguesa de la intelectualidad que lo compuso, pero me interesa enfocarme en el género del ensayo por su íntima relación con el trabajo conceptual y su estratégica forma de proceder para la asimilación del carácter diverso de la cultura latinoamericana. Junto con la poesía, el ensayo se estableció como género primario para la expresión literaria modernista. La consolidación del ensayo −la “prosa crítica”,63 enfatiza Weinberg− en el campo literario latinoamericano es fundamental para la emergencia de un trabajo intelectual marcado por la tensión inherente a su objeto, y en el modernismo converge este logro como red intelectual e inquietud múltiple. Se trata del género a partir del cual, observa Weinberg,64 se da el importante desplazamiento de la preocupación por lo latinoamericano del campo de la literatura al campo de la filosofía. El ensayo fue el medio crítico por excelencia para pensar la particularidad americana de una sociedad poscolonial65 y para problematizar el “subdesarrollo mental”66 que la mantenía en un estado pasivo de obnubilación. Los ensayos se vislumbran como exploraciones auténticas que, dice Gutiérrez Girardot para el caso de Manuel de la Cruz, “señalan e inician un camino de profundización que conduce a seguro conocimiento y con ello al fortalecimiento y a la vez homenaje a la conciencia de sí de Cuba e Hispanoamérica”.67 El ensayo tuvo un papel de “guía y descubridor de ámbitos hasta entonces inexplorados”68 y, más que una elección fortuita, fue una reflexión obligada por la especificidad histórica, por la realidad misma del contexto. La elección del género tuvo que ver con el potencial crítico del ensayo de desafiar “la certeza libre de dudas”.69 Para sus intelectuales críticos, América Latina no era, de ningún modo, algo acabado, sino algo a realizar. No redujeron el proyecto americano a una proyección de Europa, a un contexto tendiente a identificarse con su ethos histórico y su dinámica social. La modernidad es acá absorbida y reinterpretada –“asimilada”,70 puntualizará Zea−, pero sin olvidar su base fundamental, concebida sobre todo desde la experiencia europea del mundo: la modernidad como “tendencia civilizatoria”, según señala Bolívar Echeverría,71 que es incompatible con la configuración establecida del mundo en que surge. La modernidad como respuesta a la necesidad de transformación. Es en este sentido que, en América Latina, para la inteligencia americana, para sus pensadores críticos, la modernidad solo cobra sentido propio, ya no externa, ya no impuesta, cuando, en vez de reducir lo americano a lo europeo, lo emancipa de este, trascendiendo su concepto, siendo punto de partida para la condición nueva: nueva percepción social del mundo y nuevo hombre, los dos motivos centrales, precisamente, del ensayo del modernismo hispanoamericano.

El filósofo chileno Grínor Rojo72 también identifica en los modernistas hispanoamericanos los primeros representantes de una teoría crítica latinoamericana moderna. Un afianzamiento y pensar modernos sobre la literatura, así como sobre el reconocimiento y búsqueda de sistematización de su producción regional en América Latina, solo comienzan a ser practicados en las últimas tres décadas del siglo xix.73 Esto significa, según expone Rojo, que es con los modernistas que la intelectualidad regional adquiere “el deseo de producir teoría desde un contexto de enunciación que, aun manteniendo conexiones con la tradición metropolitana en el mismo sentido, difiere de ella”.74 Los primeros indicios de este impulso los sitúa el chileno en el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, el cubano José Martí, el nicaragüense Rubén Darío y el uruguayo José Enrique Rodó. En todos ellos de lo que se trató fue de establecer una ruptura con las formas naturalizadas de expresión intelectual, en disputas que cada uno tendría según sus intereses y campos de acción. Lo común, como plantea en todo momento Rojo75 en sintonía con Gutiérrez Girardot,76 será la inconformidad respecto a la subsunción y pasividad con que se percibían el pensamiento y las artes regionales, que se manifestará en la disposición antiburguesa y el trabajo desde la ironía desarrollados en sus obras. En la caracterización que propone el filósofo chileno, Gutiérrez Nájera resaltará por su idealismo antipositivista y su defensa de un “contraestilo de vida”77 que procura oponerse al aburguesamiento creciente de la intelectualidad en las urbes de la época, mientras que en Martí se trató de un programa americanista claramente crítico de la modernidad capitalista que debía ser expresado dándole prioridad a la forma. Rojo lo resalta al estudiar su producción literaria durante 1881 en la Revista Venezolana, al señalar que “importa lo que Martí dice, por cierto, pero también importa (y a ratos aún más) el cómo lo dice”.78 Darío, por su parte, elaborará una autoimagen de intelectual autónomo que será paradigmática, al tiempo que se sabrá receptor de un poetizar profesional y gremial en todo sentido cosmopolita, ajeno a todo arcatismo −“si es que por arcatismo vamos a entender ahora individualismo y el espontaneísmo del estereotipo”−,79 y cargado de una responsabilidad que asumió con religiosidad: “Darío les enrostra a los jóvenes poetas de América no solo su ignorancia sino también su indolencia”.80 Rodó, último de la lista de Rojo, resalta por su figura ejemplar como maestro paradigmático en el proceso de la formación intelectual latinoamericana y su autoconciencia.

Más allá de sus personalidades y las decisiones que cada uno tomó, el modernismo tendió a una marcada unidad estilística en constante contrapunteo con las letras europeas. Rafael Gutiérrez Girardot81 caracterizará el movimiento como de toma de conciencia histórica, como movimiento de vanguardia para América Latina, que no fue ajena a la tradición occidental. Hubo, de hecho, una influencia francesa que fue definitoria de sus rasgos estilísticos, muy notoria particularmente en Darío, y que hizo posible el protagonismo del movimiento como “conciencia y expresión de la época de fin de siglo”,82 y también “captación” de dicha época en sus apropiaciones; “rasgos marcadamente antihispánicos y protofranceses”,83 enfatizará Gutiérrez Girardot. Se trata de la apropiación hispanoamericana de la tendencia occidental, para mediados del siglo xix, de un rechazo artístico a la racionalización burguesa de la vida social, que conllevará, entre otras cosas, al nacimiento de una literatura autónoma en Latinoamérica.84

Por otro lado, la oratoria y el periodismo, anota Gutiérrez Girardot, “confirieron al ensayo hispanoamericano la peculiaridad que lo diferencia del ensayo europeo”.85 De ahí la tendencia a una politización de los temas que se trabajan, muchas veces como ejercicios para polemizar y muchas otras como exigencias y establecimiento de rivalidades ideológicas en los países de residencia o a nivel regional: “A la crítica a la perversión de los tiranuelos”, observa Gutiérrez Girardot, “ensayistas como Martí y González Prada agregaron la creación poética y el ensayo literario. Esta duplicidad de sociopolítica y literatura complementa la nota que distingue el ensayo hispanoamericano del ensayo europeo”.86 El tono de denuncia al que llevó muchas veces el impulso ensayista latinoamericano implicó también la necesidad de una relación de “insobornable objetividad”87 con los hechos a los que se refería en cada caso y, como consecuencia de este esfuerzo de contundencia argumentativa, a la consideración de un público receptor formado; lo que Gutiérrez Girardot entiende como el paso del oyente al lector para un periodismo divulgativo, informativo, y cuyo propósito explícito era la formación ideológica. Esta politización, al tiempo que estilización artística de la forma del ensayo, hizo de la búsqueda expresiva modernista un proyecto político continental.

Que el modernismo se entienda en este trabajo como un movimiento fundamental para la tarea americana de lograr su autonomía intelectual se puede valorar a partir de su representatividad en la dinámica epocal tendiente a la secularización del pensamiento, tanto en un sentido creativo y politizado, como en uno trágico de expresión de la confusión de una época que avizoraba la crisis actual del capitalismo tardío y su impacto particular en la región. Para Gutiérrez Girardot,88 Martí es un revolucionario por su insistencia en hacer un uso activo de la lengua respecto al contexto presente, y no uno pasivo que, influenciado por los usos canonizados −importados de Europa y Estados Unidos−, reproduce lo que ahora ya no tiene mucho sentido: se trata de presentar y procurar comprender, en su complejidad, una nueva situación, y no de replicar, como fórmulas, aquellas que tuvieron su ciclo útil y son ya insuficientes. Secularización implica refuncionalización, organicidad del pensamiento y originalidad respecto a un contexto que se aparece como obligante de ello. Se trata de la confrontación con la época burguesa, donde las cosas, convertidas en mercancías, “pierden su individualidad”89 −un proceso de pérdida de sentido que Gutiérrez Girardot comprende con Marx como “fetichismo de la mercancía”. Este proceso de secularización y su expresión modernista sucedió, por ejemplo, con la lírica moderna,90 en el epicentro francés con Baudelaire, Rilke y Mallarmé, en España con Machado, y en América Latina con Rubén Darío en sus Prosas profanas, con su énfasis en lo erótico. Gutiérrez Girardot lo manifiesta en su análisis del poema “Ite, missa est” del nicaragüense: “El poeta como sacerdote de una misa erótica, la mujer ardiente como hostia y el acto de amor como la consagración: en esas imágenes se ha profanizado la misa y se ha sacralizado el eros, es decir, se ha secularizado una ceremonia religiosa”,91 y también al identificar el motivo de la inseguridad e incertidumbre ante la pérdida de sentido en Cantos de vida y esperanza. En intelectuales con un discurso político explícito y un ensayismo ideologizante, como Martí y González Prada, esta secularización tendió paradójicamente, como sucedió con muchos otros, a una nueva sacralización del mundo, traducida en una fe en la ciencia y en el progreso; serán los casos, sobre todo, del krausismo y el positivismo en América Latina, y sus acogidos programas para una conciencia nacional.92 En el movimiento modernista y la aproximación literaria a este fenómeno de secularización en plena época burguesa la ambigüedad resultante será expresada con ahínco: se trata de una condición epocal de “pérdida de la orientación”,93 “pérdida de una realidad”, que Gutiérrez Girardot identifica en el discurso nietzscheano de la “Muerte de Dios”,94 y que en el poeta e intelectual se manifiesta en la adaptación de la bohemia como actitud de vida.

 

Leopoldo Zea se referirá al movimiento modernista hispanoamericano como aquel que esgrime “el proyecto asuntivo”95 de América Latina. El filósofo mexicano aporta un énfasis distinto al de Gutiérrez Girardot, Rojo, Rama y Weinberg para la valoración del movimiento, menos enfocado en la forma del ensayo –en su estudio estilístico y su íntima relación con el ámbito artístico− y más en el sentido de lo que reconoce como un programa de liberación intelectual y política en la región –en el estudio de su contenido político, su tono de denuncia y su aspiración a la redención de la particularidad histórica latinoamericana–. Zea opone el proyecto asuntivo que lidera el modernismo al proyecto civilizador que lo antecede, de corte nacionalista y positivista, y que padece de un “complejo de inferioridad” que le impide liderar la superación de la condición general de subsunción de la región a los centros occidentales, un conservadurismo generalizado que Rama96 denuncia en la ciudad letrada decimonónica. “Los civilizadores latinoamericanos tendrán, siempre, frente a sí, este hecho: consideran a sus pueblos rezagados o marginados, de una historia que aún continúa marchando”,97 acusa Zea a la generación republicana que tomó las riendas de los países recién liberados de la influencia ibera. En contraposición a esta mentalidad de “subordinación y dependencia, frente a lo que se considera superior”, los autores del proyecto asuntivo reaccionan dialécticamente, agenciando una negación determinada de la modernidad dependiente que identifican, superándola “en sentido hegeliano”, sin caer en la imitación: “Lo que no se puede hacer es imitar sin crear, sin asimilar. Y esto es lo que se hace cuando se empieza por querer anular lo que es propio, queriéndolo cambiar por lo que le es ajeno”.98 Para Zea, la generación de los modernistas tiene una alta relevancia para el pensamiento crítico regional, porque con ellos se alcanza una perspectiva de reflexión sobre el contexto que deja de evitar el pasado colonial y la confluencia sociocultural que ha implicado el proceso histórico específico de América Latina. En vez de defender un imaginario de la región que haga tabula rasa del trágico proceso colonial que le es inherente, lo asume y lo toma como punto de partida para su propia superación. Lo que caracteriza a los modernistas, entonces, es su apropiación dialéctica de la realidad particular americana.

El uso del ensayo que llevaron a cabo los intelectuales del modernismo en América Latina fue fundamental para la concepción del pensamiento crítico y su perfil en la región. A los modernistas, el contexto de fin del siglo xix los obligó a la politización particular de que se apropian y que esgrimen con alacridad, una “función de ideólogos”99 a partir de la cual se adquirirá una conciencia crítica, si todavía no completamente lograda, ya echada a andar. La adquisición de una conciencia crítica regional desembocó en una responsabilidad política, en un momento histórico de rápidos cambios. No hubo tiempo para celebrar la derrota española del 98, porque el expansionismo de los Estados Unidos ocupó rápidamente su lugar colonizador. Leopoldo Zea anota que la arremetida norteamericana al desplazar y reemplazar los restos del imperialismo ibero dará “una nueva conciencia a los hombres de esta Nuestra América. Conciencia de las yuxtaposiciones realizadas, así como de la necesidad de asimilarlas”.100 La amenaza está en nuestro complejo de inferioridad; los llamados a la autoestima que hacen los modernistas son por ello, desde el comienzo, gestos políticos y no meramente estilísticos o reivindicatorios apenas del mundo letrado americano: “La generación testigo de la agresión de 1898, se planteará la necesidad de volver a la propia realidad, e historia, para asumirlas, e incorporarlas a su propio modo de ser; asunción a partir de [la] cual ha de proyectarse un futuro más auténtico y pleno. El proyecto asuntivo ahora adoptado, negará, abiertamente, el proyecto civilizador. Se desecha el inútil afán por dejar de ser lo que se ha sido y se es, para ser algo distinto”.101

El cambio de siglo fue reivindicativo del esfuerzo modernista: en 1911 el siglo xx latinoamericano tiene su primer sacudón con la Revolución mexicana –Rama,102 particularmente, identifica este evento político radical como el inaugural del siglo−, y para 1930 la masificación de las ciudades –según data José Luis Romero−103 obliga al paulatino reconocimiento público de las culturas populares.104 El cambio de época obligó a una apertura intelectual y a recordar todo lo olvidado en el proceso de reflexión intelectual sobre el subcontinente. Con los modernistas fue posible pasar de la ciudad letrada como burocracia afirmativa de los procesos gubernamentales, primero coloniales y luego republicanos-nacionales, a la intelectualidad que asume el ensayismo para concebir una forma crítica de expresión. Los modernistas encabezaron el proceso necesario de constitución de una filosofía americanista, de asimilación de los conceptos europeos para su aplicación efectiva y en función de América Latina. Un impulso que se fue liberando de su aura artística y literaria inicial, para desarrollarse en el siglo xx en diversas concreciones conceptuales, siempre como dialéctica entre la particularidad regional y la pretensión universal.

La inteligencia americana

Sin perder de vista que los cambios de paradigma estéticos (e incluso filosóficos) siempre parten de una continuidad para llevar a cabo una ruptura con el estilo, canon o teoría predominante, en el ensayo modernista hispanoamericano esta continuidad es particularmente central. El adensamiento al que me refiero, propio de la forma ensayística apelando a Lukács,105 implica aquí que una condición sociocultural de mestizaje y de concepción crítica de la experiencia de la región reúne más que escinde, congrega más que aísla. De ahí su carácter renovador y único, como búsqueda de autonomía epistemológica que fue programa de acción política y agencia educativa.

La reflexión crítica desde América Latina comienza apegada a la Ilustración europea, a partir de esta y superándola para su propia constitución. Se hace imposible concebir al americano sin el proceso histórico y filosófico que desde 1492 se pregonó a sangre y fuego, pero ahora, con el ensayo, buscando identificar su valor de verdad −el dominicano Pedro Henríquez Ureña lo expresará animosamente: “tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental”−.106 Alfonso Reyes, en su ensayo Notas sobre la inteligencia americana, de 1936, lo esboza de manera particularmente sugerente: “Hablar de civilización americana sería, en el caso, inoportuno: ello nos conduciría hacia las regiones arqueológicas que caen fuera de nuestro asunto. Hablar de cultura americana sería algo equívoco: ello nos haría pensar solamente en una rama del árbol de Europa trasplantada al suelo americano. En cambio, podemos hablar de la inteligencia americana, su visión de la vida y su acción en la vida. Esto nos permitiría definir, aunque sea provisionalmente, el matiz de América”.107

Para Reyes, y como fue común para el movimiento ensayista a que hago referencia, el papel del intelectual en la construcción de esa inteligencia americana fue de “síntesis”.108 Hablar de autoctonía es, entonces, para los modernistas, historizar la particularidad latinoamericana y asumirla en su contradicción inherente, sin negarla, sin reducirla según el principio de identidad del pensamiento occidental que es su base. Esta no evasión de lo irreconciliado de la realidad, característica del ensayismo americano, es su valor objetivo y su acceso o potencial crítico para formular un devenir social más justo y racional; precisamente lo pregonado por el humanismo de la Ilustración social europea, ahora apropiado a sus implicaciones en un contexto de colonialidad estructural (económica y también intelectual). Partir de lo dado, de lo concreto, parece ser la única forma posible. De ahí que plantee Lukács109 que el ensayo tenga su símil artístico en el retrato, ya que, al igual que aquel, este debe corresponderse con aquello que trabaja, que da forma, de ahí la “verdad” del ensayo. En términos generales, esto es así porque, como lo plantea el filósofo húngaro,

el ensayo habla siempre de algo que tiene ya forma, o a lo sumo de algo ya sido; le es, pues, esencial el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino sólo ordenar de modo nuevo cosas que ya en algún momento han sido vivas. Y como sólo las ordena de nuevo, como no forma nada nuevo de lo informe, está vinculado a esas cosas, ha de enunciar siempre “la verdad” sobre ellas, hallar expresión para su esencia. La diferencia se puede acaso formular con la mayor brevedad del modo siguiente: la poesía toma sus motivos de la vida (y del arte); para el ensayo, el arte (y la vida) sirve como modelo.110

Partir de lo concreto es una máxima que la inteligencia americana asume desde lo fragmentario del ensayo, desde la conciencia de la imposibilidad de identidad entre concepto y cosa: “la inteligencia americana va operando sobre una serie de disyuntivas”,111 dice Reyes, es decir, se hace imposible una aprehensión de la experiencia de la región desde un esquema de continuidad histórica armónico, desde la fijeza conceptual y el determinismo de las categorías llegadas a puerto desde Europa. En América Latina reaparece, así, la “modestia irónica”112 que señalara Lukács en la necesidad de una expresividad ensayística que se sabe incompleta y que no ansía el cierre, la conclusión, que debe parodiar su propia identidad para hacerse una idea de ella. Es José Martí quien, en su ensayo programático Nuestra América, de 1891, determina de manera lograda esta máxima materialista, a tal punto que será seminal a todo el proyecto ensayístico que el cubano ayudó a estimular. El texto, cenital en la obra de Martí, apareció por vez primera en La Revista Ilustrada de Nueva York el 1º de enero, y el 30 de enero en El Partido Liberal de México. Como “sintética culminación”113 de la obra martiana, en ella están formulados los principios éticos y políticos de la futura república que Martí avizoraba para Cuba, por un lado, y para América Latina como unidad, por otro, en un estilo característico que advierte así Cintio Vitier: “fusión típicamente martiana del análisis político y la expresión poética”.114

A lo que invita el cubano es a preguntarse qué significa pensar desde la experiencia regional. Evitando cualquier matiz chovinista o desligado del proceso histórico latinoamericano, Martí señala la importancia de comprender el pasado y la relación con la filosofía europea que constituyó el concepto de modernidad, pero ataca cualquier yuxtaposición de los ideales humanistas europeos en América sin una necesaria adecuación e interlocución con sus condiciones concretas: “injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.115 Nótese, además, que el contexto de la cita se refiere explícita y enfáticamente al papel de los gobernantes y de cómo debe ser la política pensada para el contexto local. La disyuntiva de la inteligencia americana es acá, en el poeta y ensayista cubano, la del desafío de realizar “a la americana” la modernidad europea, partiendo de ella, pero creando algo distinto: “La universidad europea ha de ceder a la universidad americana”, en el sentido radical que imprime el cubano de asumir lo propio, de asumir nuestra experiencia del mundo: “Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra”. La modestia irónica es así apropiada en el ensayo martiano en el vaivén dialéctico de insistir en la particularidad americana, pero realizarla en la universalidad del proyecto moderno que detona Europa: “El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!”,116 sentencia Martí con alacridad.

El eje que atraviesa esta reflexión es la imperiosa necesidad por la toma de conciencia de lo propio y el conocimiento sobre la propia historia: reconocernos como latinoamericanos pasa por dar cuenta del proceso histórico común que nos vincula tan íntimamente. Llevar a buen puerto las naciones latinoamericanas pasa por dirigentes que se reconocen en su experiencia y se han formado en su historia y características particulares. Los “hombres naturales”,117 expresa Martí, triunfan sobre los “letrados artificiales”, el “mestizo autóctono” sobre el “criollo exótico”, y el gobierno adecuado para nuestras naciones debe partir de los “elementos naturales” de cada país. La intelectualidad americana ya no puede ser reconocida y juzgada a partir de su fogueo en Europa y sobre el conocimiento de lo europeo: “A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yankees o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera política habría de negarle la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive”.118

 

El programa martiano es uno muy consciente de su época y del particular desarrollo del capitalismo, que auguraba ya tiempos conflictivos para América Latina. Grínor Rojo119 resalta la experiencia del mundo histórico que ya para los años ochenta del siglo xix tiene Martí, lograda con su amplio andar y el reconocimiento de la envergadura de los Estados Unidos, al norte del subcontinente. Esta experiencia es lo que lleva al cubano a una postura frente a los desarrollos del mercado y las dinámicas globales cuando menos de sospecha y prevención; “Martí sabe del colonialismo y prevé ya el neocolonialismo”,120 advierte Zea del padre del proyecto asuntivo. El mundo en gestación es para Martí tan problemático como potencialmente esperanzador, por lo que debe ser enfrentado por la región como un bloque sólido, unido en la amistad y la confianza que les confiere su experiencia histórica común. “La única forma será el educar a los americanos en el conocimiento de su propia realidad, para que por ignorancia no se lancen ya a la búsqueda de modelos extraños a ella, para fracasar una y otra vez”.121 La unidad latinoamericana es una urgencia para el cubano, se trata del mutuo reconocimiento para la fortaleza frente al difícil presente y el oscuro futuro cercano: “Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”.122 La derrota española de 1898 augura ya el neocolonialismo norteamericano, ese “vecino formidable”123 al que admira y critica al tiempo −“Amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting”,124 dirá en otro lugar−. Esto es algo que Martí “vio mucho antes que otros, antes que casi todos”,125 y determinaría los motivos de su obra y de su figura pública. Martí, advierte Zea, “mártir de una independencia, será, también, profeta de la otra”126 al sospechar la continuidad de la situación colonial, la muda de piel del “tigre”: “La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros −de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen−, por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos”.127

Su postura programática respecto al necesario volcamiento de las fuerzas intelectuales latinoamericanas a “la lucha contra la opresión y el logro de la libertad”128 es anterior a Nuestra América. “El mundo del porvenir debiera ser, en consecuencia, profetiza Martí, un mundo igualitario, un mundo de posibilidades espléndidas que acabarán por ofrecerse las mismas para todos y todas”,129 apunta el filósofo chileno del motivo recurrente e incluso fundacional de su trabajo. Lo hará en el vaivén entre el patriotismo cubano y el nuestroamericanismo unificador de la región, como se puede apreciar en su actividad de 1889: en su publicación del 25 de marzo en el periódico The Evening Post, de Nueva York, titulada “Vindicación de Cuba”, como réplica a un artículo, ofensivo para Cuba, publicado el 16 del mismo mes en The Manufacturer, de Filadelfia, y en su discurso titulado “Madre América”, del 19 de septiembre en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, en el marco de la visita a Cuba de algunos delegados de la Conferencia Internacional Americana, respectivamente. En su escrito patriótico “Vindicación de Cuba”, Martí despliega para la ocasión su constante “crítica de la vida histórica concreta”,130 al juzgar el texto de The Manufacturer por estar lleno de prejuicios destinados a justificar la anexión de la isla de Cuba a los Estados Unidos, ante la supuesta “minoría de edad” de sus habitantes, incapaces de valerse por sí mismos. Martí replica defendiendo la dignidad de sus connacionales −“Ningún cubano honrado se humillará hasta verse recibido como un apestado moral, por el mero valor de su tierra, en un pueblo que niega su capacidad, insulta su virtud y desprecia su carácter”−,131 apelando a la prueba histórica, a todo aquello que ha sobrellevado Cuba, las guerras soportadas y el éxito de algunos que migran al país del norte, argumentos a favor de su “mayoría de edad”, valentía y futuro:

La pasión por la libertad, el estudio serio de sus mejores enseñanzas; el desenvolvimiento del carácter individual en el destierro y en su propio país, las lecciones de diez años de guerra y de sus consecuencias múltiples, y el ejercicio práctico de los deberes de la ciudadanía en los pueblos libres del mundo, han contribuido, a pesar de todos los antecedentes hostiles, a desarrollar en el cubano una aptitud para el gobierno libre tan natural en él, que lo estableció, aun con exceso de prácticas, en medio de la guerra, luchó con sus mayores en el afán de ver respetadas las leyes de la libertad, y arrebató el sable, sin consideración ni miedo, de las manos de todos los pretendientes militares, por gloriosos que fuesen. Parece que hay en la mente cubana una dichosa facultad de unir el sentido a la pasión, y la moderación a la exuberancia.132

En “Madre América”, su discurso por la integración y amistad incorruptible de la región, el cubano apela ya al “americano nuevo”133 que nace de la convulsionada historia regional. Yendo “con Bolívar de un brazo y Herbert Spencer de otro”,134 el “americano nuevo” se forma y articula personajes y sucesos de México, los Andes y el Caribe en la genealogía histórica que determinan su biografía y experiencia del mundo. Identifica próceres y eventos fundacionales, y trasciende la marca colonial, valorando lo construido sobre la inherente destructividad que la caracteriza: “¡Y todo ese veneno lo hemos trocado en savia! Nunca, de tanta oposición y desdicha, nació un pueblo más precoz, más generoso, más firme. Sentina fuimos, y crisol comenzamos a ser. Sobre las hidras, fundamos. Las picas de Alvarado, las hemos echado abajo con nuestros ferrocarriles. En las plazas donde se quemaba a los herejes, hemos levantado bibliotecas. Tantas escuelas tenemos como familiares del Santo Oficio tuvimos antes. Lo que no hemos hecho, es porque no hemos tenido tiempo para hacerlo, por andar ocupados en arrancarnos de la sangre las impurezas que nos legaron nuestros padres”.135