El intermedio que somos

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—Ve si quieres, pero a mí me sigue pareciendo una idea ridícula. ¿Le pasa algo a Julita? —preguntó mamá—. Ah, sí, me lo dijo, lleva a su madre al cardiólogo. Ok. ¿Algo más?

—No, creo que no, estamos al corriente con los pedidos. —Papá hablaba y repasaba el periódico en su tableta—. Y ¡no es una idea ridícula!

—¿Vais a comprar una farmacia? ¿Dónde? —pregunté.

—Oh, no te preocupes cielo, tu padre siempre está mirando oportunidades. Nada que deba preocuparte.

—Hoy es mi cumpleaños y es lunes —interrumpió mi hermano—. Los lunes vamos a la biblioteca. Me gusta mucho la biblioteca.

—Pero hoy es un lunes especial y vendrán algunos amigos a felicitarte, mi hombrecito. Ya tienes 12 años. No puedo creerlo—. Los ojos de mi madre se inundaron súbitamente.

Repasaba todo lo acontecido en el día mientras me dirigía al local de Anabel. «Sí mamá, tranquila, voy rápido, tengo cuidado, llevo el móvil». Tomé el ascensor hasta el vestíbulo de la entrada y salí a la calle. El frío me golpeó la cara primero, después se me fue colando por los tobillos desnudos, subiendo por debajo de mi pijama. No había tráfico, al menos no el que hay por las mañanas, cuando Mateo y yo caminamos juntos hacia la parada del autobús. Mis palabras habían sido claras:

—Mateo, ya eres mayor, tienes 12 años. Hoy no me siento contigo.

—¿Por qué no?

—Ya te lo he dicho. Tienes 12 años. Puedes sentarte detrás de Manolo, el chófer. Es simpático, él puede escucharte.

—¿Tú ya no puedes escucharme?

—Sí, Mateo, sí que puedo. Pero yo me sé el nombre de todos los árboles que encontramos de camino al cole.

—¿A Manolo le gustan los árboles?

—Estoy segura.

—Vale.

—No hace falta que se lo digas a mamá. Recuerda: hoy ya eres mayor.

—Vale.

La noche es sigilosa, discreta, su silencio me intimida. Bajé la calle a toda prisa, cuando doblé la esquina, la garganta me quemaba, no era capaz de tragar saliva. Es importante saber controlar la respiración, aunque no seas un atleta profesional. ¿Por qué no nos enseñan a respirar en Educación Física? Es importante, ya lo creo, siento como si un cuchillo me rasgara los tejidos interiores del cuello; deberíamos estar más preparados para las carreras imprevistas de la vida. El barrio que conocía por la mañana no era el que ahora me abordaba, oscuro, con las persianas abajo, con grafitis y mensajes ocultos en el día. No era el momento de sacar mi teléfono y hacer fotos, pero me habría gustado. Sentí alivio cuando llegué a la puerta del Café Arte. Fatigada, empujé la puerta con las dos manos:

—¡Mi padre!, ¿Dónde está mi padre? —pregunté sofocada—. ¿Se ha ido?

—Está en el almacén, guardando los equipos. ¿Qué pasa? —Era Fernando, toca el bajo, tiene un taller de reparación de motos, está casado con una peluquera muy simpática, no tienen hijos—. Espera, Amanda, ¡espera!, yo lo aviso.

Capítulo 2

Laura

Cocinar de noche me relaja, me desconecta del día. Escojo una receta y compro los ingredientes, cuanto más raros, mejor. Me gusta concentrarme en las elaboraciones, me abstraigo preparando los ingredientes, centro mi interés en que los pesos sean correctos, los tiempos precisos. Luego, durante el día, me sería imposible. Bebo vino mientras cocino y los demás duermen. Cada vez más. También me gusta escuchar la radio y la música clásica me destensa casi tanto como el vino tinto. La pongo muy bajita. Ahora me ha dado por escuchar a Yiruma. Puedo escuchar River flows una y otra vez; la descubrí viendo la saga Crespúsculo, con Amanda. «La adolescencia se atraviesa con dolor». Algo así me dijo la terapeuta. «No es una enfermedad, se cura, ten paciencia». Tampoco lo de Mateo lo es. Mi precioso bebé tenía 7 años cuando los médicos nos dijeron que viviríamos con él y un síndrome. Qué horrible palabra, síndrome. Hoy por hoy, esa soy yo, la mamá de un niño con Asperger y de una niña adolescente con un hermano con Asperger. Ayer por la noche dejé preparada una esponjosa tarta de chocolate y galletas para el cumpleaños de Mateo, su preferida, con él no puedo variar. Sobrará más de la mitad, la mayoría de las madres se han excusado por el grupo de WhatsApp. Algunas: «Nos es imposible, la próxima vez». Otras: «Lo siento, tienen actividades, los lunes son mal día». Los lunes, los martes y las fiestas de guardar. Estoy acostumbrada. Amanda, no, y Mario…, bueno, Mario, sencillamente, pasa de «todas esas marujas». Lleva un tiempo madurando la idea de comprar una farmacia de pueblo.

—¿No te apetece dejar el asfalto? ¿Cambiar de aires?

—Cariño, te recuerdo que tienes un hijo con necesidades especiales, una hija adolescente y una farmacia rentable que nos permite una vida holgada… Además de…, déjame pensar, ah, sí: unos padres que se hacen mayores, tus amigos de toda la vida, la música…

—Por eso mismo. ¿No piensas que Mateo sería más feliz en otro entorno? Laura, ¡los árboles no se leen! ¡Se tocan! Los bosques, amor mío, no se dibujan, ¡se respiran! Tú deberías saberlo mejor que nadie.

Mi padre era geógrafo, naturalista. Publicaba en revistas especializadas. Viajaba constantemente. Estaba casado con los valles y montañas, amaba la naturaleza más que a nada en este mundo. Mi madre se encelaba de los gorriones, de la lluvia que tornaba verde el campo, de las flores que brotaban en primavera, de las agujas de pino que pisábamos. Pero esa es otra historia, una que Mario conoce solo en parte. Los fragmentos escogidos que me permití contarle cuando nos conocimos, cuando mi padre ya había muerto. Cuando mi madre lo había intentado. Otra vez. Al llegar a Madrid, entrar en la facultad y conocer a Mario, yo me había despojado de mi familia, como el que se quita un jersey de cuello cisne en el mes de agosto. Librándome de mis raíces, me había sacudido hasta la tierra que me vio crecer. Me había vuelto libre al llegar a la capital.

Lo dejé con sus argumentos. Lo dejé volar. ¿Qué hay de malo en ello? Mario es como una cometa roja en un soleado día de playa, persiguiendo siempre el viento; yo, la que sujeta sus hilos. Así estamos desde que nos conocimos en la facultad de Farmacia de la Complutense, cuando, dicen mis suegros, «lo salvaste». Nos fuimos de viaje de novios, recorrimos Europa y empezamos a dar el relevo en la farmacia de la familia. Nacieron nuestros hijos y ahí fue cuando empezamos, de verdad, la parte adulta de nuestras vidas. Creíamos ser capaces de salvarnos de la rutina, con esporádicas salidas al cine, reuniones con viejos amigos, buen sexo. Seguimos haciendo una bonita pareja, seguimos jugando al Scrabble en el salón de casa. Él me masajea la espalda cuando estoy cansada, me prepara el primer café de la mañana. Hunde la cabeza en mi cuello para despertarme, peina mis cejas rebeldes con sus dedos índice y medio. Es el mejor padre para mis hijos. La mayoría de las personas agradecen a la vida tener hijos sanos, deberían: el azar también juega su papel con los padres que nos tocan. Pocas veces lo agradecemos. Deberíamos.

Nuestra farmacia abre de forma ininterrumpida de 9 de la mañana a 9 de la noche. Está bien ubicada, en una calle comercial, a pocos minutos del centro de salud, cerca de los colegios. Julita ya formaba parte de la plantilla cuando yo llegué a la familia, cuando mi marido todavía no se vestía solo. Sabemos los años que tiene, 59, por sus datos de la Seguridad Social. Se reserva su intimidad mientras vive la de los demás. Quizás por eso yo no fui desde el principio santo de su devoción: «Qué sabemos de ella». Si la dejáramos, se haría todas las guardias de la farmacia. Pasa el menor tiempo posible en su casa, donde vive con su madre, una anciana quisquillosa con el alma tan arrugada como el rostro. Esa mujer parece sacada de la viñeta de un cómic, tan menuda y encorvada, con una nariz enorme, casi pegada a su barbilla. Se ayuda de un bastón con mango de bronce para caminar; he visto cómo se estremece su hija cuando oye el golpe seco de la muleta. Quién sabe a qué se debe el excesivo formalismo de Julita en su trato con los clientes, en especial con los hombres, a los que atiende con distancia. No sin disimular su desagrado, vende condones y ha dejado claro un «conflicto moral con mi conciencia» para no despachar la píldora del día después. Es seca, como una ciruela deshidratada. Con todo, es a ella a quien nos dirigimos cuando vacilamos. No alberga dudas, un vademécum de los fármacos. Menos mal que su arrogancia baja unos cuantos escalones cuando debe rendirse a la ayuda de Raquel, o a la de Mario —a mí no osa preguntarme—, con los programas informáticos («los carga el mismísimo diablo»).

Luego me alegraría de su retraso esa mañana. Llamó por teléfono, que se incorporaba un poco más tarde («el médico no ha empezado la consulta»). A ella no se le habría pasado por alto la desaceleración de mi pulso, la palidez de mi rostro cuando ese hombre entró por la puerta de la farmacia. Lo atendió Raquel, nuestra joven auxiliar, mucho más dicharachera y resuelta detrás del mostrador en ausencia de Julita. Yo estaba agachada en el área que tenemos para ortopedia, ayudaba a una clienta con varices a colocarse unas medias de compresión. Cada vez hay más personas con insuficiencia venosa crónica; yo misma tengo varices, unas estrías heredadas, azuladas, bajan irregularmente por mis piernas, forman pequeñas raíces que afloran enredándose en diminutos nudos, me causan dolor y me afean las piernas, no hay una sola falda corta en mi armario. La señora no era una clienta habitual, había oído que teníamos las medias de promoción esa semana. «No se preocupe, se acostumbrará a ellas», le dije; me contaba que no quería operarse mientras sus piernas ejercían una fuerza contraria a mis brazos para que la malla se ajustara correctamente.

 

—Yo no las uso —dije. La mujer, me miró sorprendida—. Es mucho mejor que ponga las piernas en alto cuando esté sentada y eleve el colchón para dormir.

—Vaya, no es usted muy buena vendedora, ¿No me las recomienda, entonces? El médico dice que…

—El médico seguro que no tiene varices —menos mal que no estaban Mario ni Julita para reprenderme—, pero, claro, lléveselas, algo la ayudarán.

La cola frente al mostrador seguía creciendo, mientras yo doblaba y colocaba de nuevo las medias en su envoltorio. Quería equivocarme, quería que de verdad no fuera mi pasado el que hacía cola detrás del abuelo que pedía sus pastillas para la tensión. ¿Cuánto hacía?, ¿veinte años? Me permití observarlo unos segundos, antes de dirigirme a la caja con las medias de mi clienta y hacerle frente irremediablemente. Vestía de traje elegante; su apostura, viril, había sumado con el paso del tiempo. Ahora llevaba gafas, cristales haciendo frontera con sus bellos ojos oscuros. Llegó su turno, le observé apoyar las manos en el mostrador: la manicura hecha, una alianza en el anular de la mano izquierda. Pidió Nolotil. Reconocí enseguida su voz voluminosa, afable. Creí que la había olvidado, pero ahora podía recordarla. No habían desaparecido sus migrañas. «Gracias, Raquel. Cobro yo al señor».

Radiografía del primer amor

«Cómo te lo explico, Amanda, hija… Lo sabrás, tú sola lo sabrás».

El primer amor deja una mancha permanente, definitiva, imborrable, como la que deja el vino tinto cuando se vierte sobre un fino mantel de lino blanco. Se recuerda siempre lo que es inolvidable, permanece, porque, aunque se acabe, se ha quedado para siempre.

Mario se despojó del chaquetón que llevaba y se arremangó el jersey en cuestión de segundos. Mateo no había logrado calmarse ni siquiera un poco, lloraba como si no hubiese consuelo posible, con toda su caja torácica, sin lágrimas. Los brazos de su padre lo rodearon con tanta fuerza que pensé que nuestro hijo se quedaría sin respiración. Primero forcejeó, con rabia, con violencia, en unos pocos años sería tan alto como Mario, pensé que no le serviría esa maniobra de contención. Le decía: «Vamos, hijo, estoy aquí. ¿Qué ha pasado?». Y cedió, poco a poco, Mateo se fue relajando, hasta que el abrazo fue eso, un encuentro correspondido, hasta que creí ver que no era su padre quien lo sostenía, sino al contrario. Era Mateo quien parecía sostener a su padre, que había empezado a llorar calladamente, como si hubiera abierto la puerta a uno de esos días, grises, fríos, en los que la lluvia te empapa por fuera y el frío te recorre por dentro. Mario se quedó dormido en sus brazos, lo llevó a la cama, lo arropó, lo besó. Amanda fue a su dormitorio y cerro el pestillo de la puerta. No me gusta que cierre el pestillo («Déjala, Laura, no le digas nada… Yo hablaré con ella mañana»). Me fui a la cocina y abrí una botella de vino tinto, me serví una copa y decidí preparar las alcachofas que tenía en la nevera. Haría una crema. Casi nadie prepara crema de alcachofas, son trabajosas, hay que buscarles el corazón. Antes, hay que saber escogerlas, que estén frescas, con la hoja apretada, dura, que tengan un color verde, brillante, sin manchas negras, con el tallo firme. Los cocineros recomiendan comprarlas pequeñas o medianas, pero a mi parecer, si el alcaucil es grande, más grande será su corazón. No puedo dormir, hoy no puedo dormir. Cocinaría una sopa de dulzura perfumada, de sabor intenso; la trabajaría para reducir su acidez.

A la mañana siguiente, Mateo no recordaba nada, Amanda no quería desayunar nada y Mario no quería decir nada. Respeté todas sus buscadas ausencias, aunque me preocupaba que Amanda fuera al colegio en ayunas. En la calle todavía estaba oscuro, la luz de la lámpara de la cocina incidía en el centro de la mesa redonda. La cafetera silbaba al lado de la olla exprés, donde había dejado reposar y enfriar la crema de alcachofas. Dispuse sobre el mantel los cereales, la leche fresca, tostadas, mermeladas y fruta. Mateo hacía rodar un pegote de plastilina con la mano derecha, le salía cada vez más largo y fino, como si quisiera crear una serpiente o una larga barra de pan.

—A Manolo le gusta el árbol sacarino —dijo de repente mi hijo.

—Cariño, ¿quién es Manolo?

—Es el chófer nuevo que hace la ruta escolar —contestó rápidamente Amanda.

—¿Es tu amigo, cielo? —pregunté.

—Sí, ya soy mayor, tengo un amigo mayor.

—¿El árbol sacarino? —inquirió Mario—. Ese se me escapa. ¿Cuál es?

—Está en el catálogo de los árboles singulares de Madrid. Hay pocos, en el Retiro, pero a Manolo le gusta el que vimos ayer pasando por la plaza de la Lealtad. Es un arce blanco americano o arce sacarino. Manolo me dijo que como el botones. No lo entendí, dice que es un señor de un cómic que leía de pequeño. Tenemos que ir a verlo, papá, tiene el tronco muy diversificado desde el suelo y se vuelve frondoso, muy frondoso, en verano. Hay muchos en América, pero aquí en España no suele dar frutos y tiene una vida corta.

—Vaya, pues iremos a verlo este fin de semana. Prometido. En cuanto regrese de mi viaje.

—¿Te vas? No me habías dicho nada —dije removiendo mi café con la cuchara, mientras acercaba las tostadas a Amanda, que se había levantado de un horrible humor. ¿Qué podía reprocharle? Había dormido poco y mal.

A veces, cuando miro a mi hija tengo más miedo que cuando miro a Mateo. Es difícil encontrar el camino que lleva a las emociones de Mateo, pero Amanda puede vestirse con una armadura metálica, esconderse bajo un escudo. Se vuelve impenetrable por decisión propia.

—Tienes un examen, necesitas desayunar bien, hija.

—¿A quién le importa ese examen? —dijo levantándose de la silla con brusquedad.

—Amanda… —Su padre es, de los dos, el único que consigue apaciguarla.

—Déjame en paz, papá.

—Por favor, no le hables así a tu padre. Lo siento, sé que estás cansada, lo estamos todos, pero no es justo que…

—Déjalo, mamá, déjame, de verdad. Me quiero ir ya. ¡Mateo, ¡no voy a esperarte ni un minuto más, vamos a perder el autobús!

—El autobús no se pierde, solo se pondrá en marcha si no llegamos —contestó su hermano.

—Pues ojalá se perdiera conmigo dentro.

Mario se fue casi inmediatamente detrás de ellos. Cogió una de las maletas pequeñas del altillo y en dos minutos la tuvo lista. Dobló y colocó un pijama, un par de mudas interiores, el pantalón azul de pinzas, dos camisas y el jersey de cuello cisne gris que le regalamos en Reyes. Me pidió una bolsa cualquiera para colocar dentro unas zapatillas, y lo poco que precisaba para su aseo personal lo acopló en un neceser de viaje: cepillo y pasta de dientes, un peine pequeño de púas de madera, desodorante, perfume en roll on («habrá champú en el hotel»); metió también la máquina de afeitar. Pensé en qué poco necesitamos para emprender un viaje. Cualquier otro día podría haberlo disuadido de viajar, pero entendí que estaba ofuscado. Me habló de la reunión con los de la consultoría, mientras se anudaba los cordones de los zapatos, agachado; me explicó que había la posibilidad de hacerse con una farmacia en un pueblecito del norte, la única en una villa marinera que daba la espalda a las montañas. «Un chollo». El precio lo negociaba directamente con el titular («Un tipo particular, quiere jubilarse, sin familia»). Los de la gestoría le habían dicho que era mejor que fuera a visitarlo directamente. Mario tanteaba el mercado de vez en cuando, miraba otras farmacias, igual que estaba al tanto de otras inversiones inmobiliarias. Ya teníamos un par de pisos, en Getafe y en Granada, que alquilábamos a estudiantes. Ni yo tenía intención de irme, ni él acabaría comprando, pero a veces lo dejaba, aflojaba la cuerda, dejaba que ocupara su mente. Cada cual sortea el temporal a su manera: él hace números, calcula beneficios, habla con unos y con otros, coge el coche para hacer kilómetros. No quería hablar de lo sucedido por la noche, ya habíamos pasado por más episodios de ese tipo con Mateo, aunque llevaba una buena racha; deberíamos preguntarnos qué podía haber pasado, pero no lo hicimos; debería haberle hablado de mi encuentro con Javier, tampoco lo hice.

Javier, Javier de Sastre. Javi. Puede que en casa o en la escuela, pero muy pronto, empezaron a bromear con su apellido, así que se esforzaba al máximo para mantener el orden en su cajonera, la línea en la fila, su grafía siempre tan recta, como si fuera posible tener la vida ordenada tan temprano. Desde cuándo hemos coincidido, lo recuerdo de niño, cierro los ojos y lo veo: los pantalones siempre a la altura de las rodillas, en invierno, cuando el frío en el pueblo era capaz de congelarnos el pensamiento; sus piernas eran como los árboles frutales recién plantados, troncos larguiruchos, delgados. Entonces no sabíamos que mediría casi como el larguero de una puerta. Entonces no sabíamos nada. Aprendíamos las tablas de multiplicar; la del siete siempre se me dio mal, él me la preguntaba salteada de camino a la escuela. Sé cuándo me enamoré de él: la vez que se arrodilló en el suelo para atarme bien los cordones de las zapatillas de deporte. Yo siempre me pisaba los lazos blancos, los ataba flojos, los ataba mal, el nudo se deshacía con mis pasos y los pies se tropezaban. Se quitó la mochila de la espalda, dejó un archivador de separadores en el suelo y se agachó sin más. Yo permanecí inmóvil, abrazada a mi carpeta forrada con fotos de la Súper Pop amortiguando los latidos del corazón. Hoy las chicas no se forran las carpetas, Amanda las lleva lisas; ni siquiera le gustan las que ya vienen con frases de esas molonas del tipo «Melenas al viento y a vivir el momento» («Son una gilipollez, no podría distinguir la carpeta en clase, todo el colegio las lleva»).

Una vez mi padre me habló de las cigüeñas negras. Preparaba un reportaje para una revista sobre cómo peregrinan desde su lugar de invernada. Pueden recorrer hasta 80 000 km, vuelven al calor, pese al cansancio, a pesar de los francotiradores, hacen frente a depredadores, pero vuelven. No puedes partir sin despedirte, porque tu marcha se convierte en una cigüeña negra; volverá como una migración primaveral.

Susurró mi nombre, lo partió en dos sílabas, la primera sonó a sorpresa, a susurro, la segunda a encuentro, a fin de la espera: «Lau–ra».

—Hola, Javi.

Capítulo 3

Laura

Mario pasó el resto de la semana fuera. No quería aventurarme nada, me dijo lo justo: «El lugar es de cuento, pero el dueño de la farmacia es un hueso. Lo estoy trabajando». Cuando el viernes por la tarde sonó el teléfono, Amanda estaba encerrada en su cuarto, leyendo, y Mateo dibujaba sobre la mesa del salón. Era una tarde muy fría de finales de enero. Yo estaba en la cocina haciendo un chocolate caliente, una receta que me encanta preparar, con clavo, naranja y canela, cuando necesito darme abrigo por dentro, cuando urge dar mimo a los míos. En una olla vacía coloqué las cáscaras de naranja que había retirado con el pelador de patatas, añadí un clavo de olor y un trozo de canela en rama. Prendí el fuego e incorporé la leche. Agregué el cacao en polvo y me dirigí corriendo al salón cuando el teléfono ya sonaba por tercera vez. Tiene un tono casi inaudible, para no incomodar a Mateo. Claro que nadie llama a casa al teléfono fijo («tenemos que quitarlo»), a excepción de mi suegra, Gloria, mi marido o las auxiliares, si no contesto al móvil. Recordé que lo tenía en silencio. Desde el lunes, los mensajes de Javier no habían cesado: «Veámonos, por favor», «Solo un café». Mateo ni siquiera se dio la vuelta cuando me acerqué a por el aparato. Mientras dibuja, se sumerge en un mar oscuro de aguas profundas. Dibuja con precisión, como si estuviera calcando una fotografía. Miré de pasada, no reconocí lo que trazaba. Regresé para hablar desde la cocina, no quería que el chocolate se pegara.

—¿Sí?

Cuando oí la voz de mi marido al otro lado del auricular sentí como si ya hubiese tomado ese chocolate. Era ese bienestar, la comodidad, el desahogo que siento cuando al final del día oigo la cerradura y veo que abre la puerta.

—Te echo de menos. ¿Cuándo vuelves?

—Mañana —dijo, y supe que las cosas no habían ido como esperaba—. Por eso me gusta irme, para que me extrañes. ¿Qué tal todo?

—Bien, todo bien por aquí —le dije. En fracciones de segundo me vino a la cabeza todo lo que podía contarle y no debía decir por teléfono: Amanda había suspendido su examen de Química, nada raro, excepto porque es el primer suspenso de su vida y no se ha inmutado. Desde el cumpleaños de su hermano, desde el incidente por la noche, desde que él se fue, apenas sale lo justo de su habitación. Aparentemente Mateo no está peor. Carmina lo había evaluado esta misma tarde en su consulta: «Estad atentos», dijo, como si no lo estuviéramos cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo. Julita ha anunciado que dentro de 15 días deberá coger una baja, operan a su madre, tendrá que cuidar de ella. Me lo anunció como si le hubiera caído una sentencia condenatoria, como si fueran dos semanas las que restaban para entrar en el corredor de la muerte. Nuestros inquilinos de Getafe han llamado, hay que cambiar la caldera cuanto antes, están sin agua caliente y sin calefacción; he llamado al técnico, nos costará unos 2500 euros. Y Javier está en Madrid.

 

—Anda, cuéntame un poco tú. ¿Qué ha pasado? ¿Te ha dado calabazas también a ti el viejo farmacéutico?

Lo escuché atentamente, tratando de poner en imagen sus palabras, mientras toda la casa se envolvía con el aroma del cacao. Fuera estaba oscuro. El frío de la tarde se agarraba a las ventanas de la cocina, haciéndolas sudar por dentro. Me habló de un pueblo de cuento, de paisajes increíbles, casas de piedra en calles serpenteadas que daban la espalda a la montaña y miraban al mar. Diez habitantes de más lo separaban de los menos de dos mil que debería tener para ingresar en el selecto grupo de los pueblos más bonitos de España. La farmacia ocupaba la planta baja de una antigua casa indiana. El dueño le dio un «no» nada más verlo. «Ese tipo no tiene familia, no quiere vender, mejor, no sabe lo que quiere». Regresaría temprano mañana, me lo contaría todo, se había alojado allí mismo, a pesar de que el pueblo estaba a menos de media hora en coche de Pontevedra, en una casa hotel de piedra reformada por una simpática venezolana.

—Te encantaría, Laura. De todas formas, os traeré a todos aquí algún día. Podríamos pasar unas vacaciones en verano, sería fantástico. Mañana te veo, cielo. ¿Me pones a los niños?

—Amanda, es papá, al teléfono. Regresa mañana, quiere saludarte.

Mi hija se tomó unos segundos en responder, al otro lado de la puerta de su habitación.

—Me iba a meter en la ducha, no puedo hablar con él ahora. Lo siento.

—La has oído, ¿no? —hablé de nuevo al auricular—. Te paso a Mateo, está dibujando en el salón. No te preocupes por Amanda, son cosas normales de su edad…

Mi hijo levantó su lapicero del papel y estiró el cuello, como una jirafa en busca de alimento. Su padre le preguntó qué estaba dibujando, «un bosque, un bosque visto desde el suelo, raíces grandes y pequeñas entrelazadas». Me pregunto si al otro lado del teléfono mi marido sentirá lo mismo que yo al escuchar a nuestro hijo; aunque no lo vea, sabrá que su expresión facial no ha cambiado para saludarlo, no le dirá: «un beso», porque los besos no se dicen, ni se envían por teléfono, tampoco los abrazos, que se dan y se reciben. Desde fuera, sería fácil pensar que nuestro hijo es como un robot, con patrones de habla extraños, un poco pedante, con movimientos predecibles, como el programa de una lavadora. Pero no es así: siente, es su forma de ser; no lo es, nuestro hijo no es ninguna máquina estropeada, aunque le cueste abrazarnos, besarnos, aunque su mundo sea un bosque impenetrable, él trata de guiarnos a través de sus dibujos. Por eso sé que la mayoría de la gente alza su mirada a las copas frondosas de los árboles, valoran su altura, el color de sus hojas, la fuerza de las ramas. Admiran su fortaleza, su belleza, consideran que son las copas de los árboles las que están expuestas a los vendavales, a los aguaceros intensos, a las nieves que hielan. Pero todas esas fuerzas se amortiguan y transmiten a través del tronco hasta las raíces. Son ellas las que soportan la mayor parte de las adversidades, las que evitan que un árbol sea derribado: «Se agarrarán con fuerza a la tierra y a las piedras».

Mario le habló del árbol centenario que ocupaba la plaza de Brétema. Para ser sincera, nunca antes había sabido de la existencia de ese pueblo. Hay palabras, lugares, personas nuevas que se te presentan, se incorporan, se cuelan en tu vocabulario, en tu geografía, en tu vida, de forma inesperada, como los rayos de sol en temporada de lluvias o, al revés, como el agua que riega el campo tras largos meses de sequía.

Cómo iba a saber yo que no volvería a verlo, que había cerrado una maleta pequeña con tan poco que llevarse para irse de nuestras vidas. Se había tomado una segunda taza de café antes de marcharse, yo le había echado por el cuello una bufanda, como el que entregaba un escudo para combatir el frío del norte. Antes de irse, me había dado un beso, qué me dijo, qué fue lo último que me dijo. No iba a recordarlo, aunque batallara mucho tiempo por encontrar esas palabras.

El sábado me levanté temprano. Mis hijos dormían los dos, abrí las ventanas, el cielo estaba blanco, se podía escuchar el frío de la mañana. Preparé café, fui consciente del borboteo de la cafetera. Le pongo siempre atención, porque me gusta disfrutar de su aroma. Calenté la leche en el microondas, igual que todos los días. Descolgué el teléfono en el mismo instante en que el microondas me avisó con un clic de que ya estaba, de que todo había acabado, o todo estaba por empezar. Una voz femenina, adulta y acatarrada me puso en alerta: «Ha habido un accidente, se trata de su marido…». Ya no escuché más, no quise, no pude. No era posible que sucediera de nuevo, un rayo no golpea dos veces. La cafetera rebotaba sobre la placa, dando pequeños saltitos, el café rebosaba y la quemaba. La retiré cuando picaron a la puerta, un timbre seco y rápido. Mario se había encargado de cambiarlo, el anterior era como recibir una descarga eléctrica en medio de una apacible siesta. Dos policías entraron en el salón de casa, traían el frío en la nariz, en los pómulos. Uno de ellos era bastante joven, o eso me pareció, alto, de tipo atlético; el otro, más mayor, de rostro afable, se quitó las gafas como para hablarme, pero no lo hizo, miró a su compañero, como si tuviera que aprender de él. Pensé que hay trabajos para los que es difícil estar preparado. Los invité a pasar a la cocina, hablé bajito, no quería despertar a mis hijos, no todavía. Por favor, un poco más de felicidad.

Los agentes sabían que tenía dos hijos y un síndrome, sabían que estaba sola, que mis suegros estaban volando de regreso, que habían perdido sus maletas a la ida y a su hijo a la vuelta. Sabían que Mario no tenía hermanos y que yo tampoco. El mío falleció muchos años atrás, como si la carretera fuera un cáncer hereditario que se apropiaba de los que más amaba. «Lo sentimos». No podían avisar a mi padre, que murió quince días después de mi hermano, pero sí ponerse en contacto con las autoridades de Carvoeiro, en Portugal. «Allí es donde reside su madre, ¿cierto?». Les di café, los dos con leche, azúcar para el joven, sacarina para el mayor. Aquellos dos hombres desconocidos eran conocedores de la vida que yo había borrado y de la vida que era mi vida hoy, como médicos leyendo la analítica completa de sus pacientes. Sabían: Laura Cid, nacida en agosto de 1974, en Valdepeñas. La pequeña de dos hermanos. Su padre había sido un reconocido naturalista de la zona; su madre, una modista con problemas de depresión. Estaba operada de apendicitis, había heredado una pequeña extensión de viñas que no trabajaba. Se fue del pueblo para estudiar en Madrid y ya no había regresado. Unas pocas multas de aparcamiento en zona azul, nada más, una buena ciudadana.

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