La Güera Rodríguez

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Si bien no se les podía calificar como pobres, es verdad que las ganancias de Villamil apenas cubrían los gastos de la familia que crecía rápidamente. Su casa de Tacuba parece haber sido cómoda: según los testimonios en el pleito de divorcio, era sede de elegantes fiestas y tenía un lindo patio con un columpio donde recibían a los amigos. La familia fue atendida por un mínimo de cuatro sirvientes quienes testificaron en el caso. Sin embargo, la Güera se quejó con su confesor, fray José Herrera, de “las necesidades que pasaba en el gasto aun en los alimentos de primera necesidad”. Mientras tanto, la pareja se apoyaba de la dote que María Ignacia trajo al matrimonio y, según declaró años más tarde, en poco tiempo “se consumió mi haber paterno”.17 De todas formas, Villamil tuvo que pedir préstamos para suplir las deficiencias.18 Y es muy probable que estos apuros económicos hayan contribuido a los conflictos de la pareja.

Durante los once años que duró el matrimonio, los Villamil tuvieron seis hijos, los primeros cinco en rápida sucesión: María Josefa, nombrada en honor a la hermana de la Güera, nació el 7 de julio de 1795; María Antonia, nombrada por su abuelo materno, nació el 14 de mayo de 1797; Gerónimo Mariano, nombrado por su padre, nació el 9 de septiembre de 1798; Agustín Gerónimo llegó el 2 de marzo de 1800; María Guadalupe, nombrada por una hermana del padre, nació el 28 de mayo de 1801; y María de la Paz el 12 de junio de 1805. (Ver Apéndice 2)

Las actas de bautismo dan información sobre dónde estaba la madre cuando nacieron los hijos, porque en esa época en que los párvulos frecuentemente morían poco después de nacer, se solían bautizar el mismo día en que venían al mundo. Antonia fue bautizada en Orizaba (Veracruz), indicio de que a principios del matrimonio María Ignacia acompañaba a su esposo en sus encargos militares. Ya para 1800 se habían establecido en Tacuba, donde fue bautizado Agustín. Los otros niños se bautizaron en la Ciudad de México, probablemente porque la Güera habría ido a casa de sus padres para dar a luz. Pero, a pesar de tener acceso a los mejores cuidados médicos, no todos estos niños vivieron hasta la madurez: Agustín murió a los ocho meses y Guadalupe a los quince años, todavía una doncella soltera.

Estos registros también permiten vislumbrar parte de las redes sociales de la pareja. Para la mayor, Josefa, escogieron como madrina a la madre de la Güera; y para la segunda, Antonia, escogieron como padrinos a sus tíos, doña Bárbara Rodríguez de Velasco y su esposo don Silvestre Díaz de la Vega. Para los otros hijos buscaron padrinos más allá de la familia. Por ejemplo, los padrinos de Gerónimo fueron los mariscales de Castilla y marqueses de Ciria; y el padrino de Guadalupe fue el conde de Contramina. El padre de Villamil brillaba por su ausencia.

El enlace fue tormentoso y, como la pareja ventilaba sus conflictos públicamente, dejaron una rica huella documental. Sus peleas aparentemente eran alimentadas por los celos de Villamil, exacerbados por sus ausencias cuando se iba a atender los asuntos de sus distantes propiedades o servía con su regimiento en ciudades de provincia. El 21 de octubre de 1801 Villamil acusó a su esposa de adulterio con un francés, don Luis Ceret, y pidió la prisión o destierro de este; pero a los diez días retiró la acusación. Sin embargo, sus sospechas persistieron y el 4 de julio de 1802, al regresar de su Hacienda de Bojay y encontrarla fuera de casa hablando con los canónigos José Mariano Beristáin y Ramón Cardeña y Gallardo, le disparó su arma en un arrebato de furia —y en plena vista del conde de Contramina—. La pistola falló (más tarde Villamil afirmó que sólo había querido asustarla) y la Güera huyó de Tacuba a la casa de sus padres en la Ciudad de México. Esa misma noche se presentó con su padre ante el virrey Félix Berenguer de Marquina (que como capitán general tenía jurisdicción sobre los militares) para entablar una demanda criminal contra su marido por intento de asesinato.19

Villamil fue puesto en arresto domiciliario al día siguiente, liberado bajo fianza el 29 de agosto, e inmediatamente inició una demanda de divorcio eclesiástico —una separación de lecho y mesa, puesto que el divorcio absoluto no sería legal en México hasta el siglo xx—. En su petición denunció a su esposa como “adúltera sacrílega” sin especificar los nombres de sus presuntos amantes. Posteriormente los identificó como Beristáin, quien además de ser su compadre era canónigo de la Catedral de México y autor de la monumental Biblioteca hispano-americana septentrional; Cardeña, el sobrino de este y canónigo provisto de Guadalajara; e Ignacio Ramírez, clérigo presbítero del arzobispado de México.

El expediente de divorcio consta de casi cuatrocientas páginas, llenas de recriminaciones amargas y maniobras jurídicas obstruccionistas. La pareja peleó sobre dónde iba a vivir la Güera y quién se iba a quedar con los niños. Villamil también difundió el rumor de que ella estaba encinta, el cual un médico certificó ser falso; y se negó a pagar sus gastos durante el proceso, lo que dio origen a nuevas peticiones. Y el litigio se complicó por los conflictos jurisdicciona- les porque, aunque los asuntos matrimoniales tocaban a las autoridades eclesiásticas, los oficiales virreinales habían intervenido en este desde un principio.

La mayoría de los escritos en el largo expediente trataban del depósito —la residencia donde la corte internaba a las mujeres durante el procedimiento, tanto para ampararlas como para proteger al honor del marido—. El virrey había ordenado el depósito de la Güera en casa de su tío materno, don Luis Osorio, el 5 de julio de 1802, inmediatamente después de que ella presentara cargos penales contra el marido y antes de que comenzara el pleito de divorcio. Desde ese refugio ella solicitó que se le entregaran sus hijos. Como las madres normalmente recibían la custodia de los niños menores de tres años, ella se hubiera llevado a Guadalupe, de un año, y también “ha llegado a arrancar de mis brazos” (en las palabras de Villamil) a otra hija “que ni aun en la edad de lactancia estaba”, probablemente Antonia, de cinco años. Para esa fecha Josefa, de siete años, ya estaba inter- nada en el colegio de La Enseñanza a la que, siguiendo la costumbre de la época, asistió desde la edad de seis hasta los catorce años.20 Es posible que solamente el niño, Gerónimo de cuatro años, se haya quedado con el padre.

Villamil se quejó que, en vez de vivir con el debido recato, su esposa disfrutaba de excesiva libertad en la casa de su tío, y pidió que se le cambiara el depósito a un convento o colegio. La acusaba de recibir visitas, de presentarse “libremente” en las calles de San Francisco “y en la misma Santa Iglesia Catedral” con “traje indecente”; de pasarse “los días enteros” en compañía de uno de sus apoderados, el licenciado Juan Francisco Azcárate, quien había puesto allí su bufete; y hasta de convidar a un festín al que “lleva[ron] para divertirla a los cantores italianos” —alegatos que ella negó rotundamente—. [Figura 4]

Pero las autoridades eclesiásticas sí se las creyeron y decidieron acceder a la solicitud del marido. Cuando, en la mañana del 30 de septiembre, la Güera se enteró de que el provisor vicario había ordenado su remoción de la casa de su tío con una tropa de ocho a doce hombres, lo consideró tal emergencia que inmediatamente —y sin esperar a su apoderado— le escribió al virrey para que impidiera esa medida. Dicha carta, escrita de su puño y letra, es uno de los pocos ejemplos que tenemos de su voz directa. [Figura 5] Si bien no contiene la retórica elegante de los letrados, demuestra su educación y conocimiento de las formalidades que se usaban en la correspondencia de la época. También revela cómo se esparcían los rumores en la sociedad capitalina, y cómo ella se defendía usando sus conexiones con personajes importantes, entre ellos el virrey.

Exo. Sor.: Sé ciertamente que el lance está dispuesto para la noche de mañana; y es tan pública ya la resolución de Provisor que anoche se habló de ella en el baile de la Guevara [Micaela Guevara, hija del regente de la Real Audiencia], y en la que estamos, el Canónigo Madrid la contó al Marqués de San Román, refiriéndose al mismo Provisor que la ha esparcido; el Marqués se lo ha dicho a mi tío. Todo importa nada si V. E. me sostiene como ha hecho hasta aquí usando de sus bondades, pues indefectiblemente mañana se da el golpe.

Dios guarde a V.E. ms as pa amparo de su servidora Q. B. S. M.

Ma Ygnacia Rodrigz

Con esta breve petición la Güera pudo evitar lo que consideraba un asalto a su persona, pues el provisor desistió cuando le recordaron que había sido el virrey quien ordenó su depósito. E incluso se consultó al rey mismo sobre si la jurisdicción real o eclesiástica debía prevalecer en tales casos. La respuesta —que el juez eclesiástico tenía el derecho de decidir sobre los depósitos en pleitos matrimoniales— no llegó hasta agosto de 1803, cuando el litigio ya se había abandonado.21

Antes de que procediera el juicio el virrey hizo el clásico intento de conciliación, pero sus esfuerzos fueron en vano porque Villamil propuso condiciones demasiado severas para la reunión: que su esposa lo obedeciera en todo y desistiera de ver a sus padres, hermanas y demás personas “que han sido causa de estas desavenencias”. Por supuesto que la Güera las rechazó por inaceptables. Es más, uno de sus apoderados argumentó que estas condiciones “infames” comprobaban que Villamil “la ha tratado no como a compañera, sino como a sierva”.

Las dos partes presentaron testigos y, como había de esperarse, sus testimonios se contradecían. Los testigos de la Güera —nueve señores distinguidos, seis de ellos sacerdotes, dos militares, y el médico de la familia22— afirmaron que ella fue la víctima inocente de los celos, del mal genio y de la violencia del esposo. El cura párroco de Atitalaquia, el doctor don Alejandro García Jove, testificó que cuando la pareja viajó a la Hacienda de Bojay el año anterior, la madre de María Ignacia, “muy afligida por la separación de su hija”, le había suplicado “que atendiera a ésta” porque se temía del “mal tratamiento que aquí tal vez, remota de sus padres y consanguíneos, pudiera darle su marido”. La madre tenía razón para preocuparse. El señor doctoral de Guadalupe, Francisco Beye Cisneros, antiguo amigo de ambas familias, testificó que Villamil “ha dado muy mala vida a su mujer, golpeándola y maltratándola, en términos de haberla muchas veces bañado en su sangre”. Uno de sus confesores, el vicario Francisco Manuel Arévalo, también aseguró haberla visto “muchas veces […] bañada en sangre y acardenalado el rostro.” García Jove añadió que “más de una vez” había visto “a la afligida señora […] llorar su deplorable situación.” Y esta los había consultado sobre cómo sobrellevar su situación difícil.

 

Ocho de estos señores declararon sobre “el buen porte, acrisolada conducta y cristiano proceder” de la joven esposa. Solamente uno, el cura Juan Francisco Domínguez, que había conocido a la pareja por muchos años, pensaba que ella podría haber dado algún motivo a las discordias porque trataba con demasiada familiaridad a personas extrañas y se vestía con “profanidad”. Pero él también aseguró que ella nunca había violado “el sagrado fuero de su tálamo” conyugal, y que siempre quiso dar satisfacción a su marido. De esto dio ejemplo García Jove, quien manifestó “que vino muy mala doña María Ignacia a su hacienda, sólo por complacer a su marido, con riesgo quizá de la vida, pues según después supe, caminó como diez y ocho leguas desangrándose.” Y cuando la mujer enferma decidió “irse a bañar a […] una vertiente de agua muy benéfica, distante poco más de una legua de su hacienda”, el marido no la quiso acompañar —señal de su total indiferencia—, de modo que una señora del pueblo cercano se compadeció y la acompañó para asistirla.

Dichos testigos concordaron en que siempre fue Villamil quien iniciaba las riñas. El teniente coronel don Mariano Soto Carrillo, amigo cercano de ambos cónyuges, explicó que Villamil se dejó dominar por la pasión de los celos “pues luego que se vio al lado de una joven a quien la naturaleza adornó con muchas gracias, contó por enemigos a cuantos la veían”. Añadió que había “poca consonancia entre los pensamientos y las acciones de Villamil,” porque “le vi retirarse a Tacuba para que su mujer no tratase a nadie y a poco tiempo promover unos bailes a que convidó a las gentes principales de México”, y también solía “formar tertulias de tresillo en su casa, conducir a su mujer al frente de un ejercicio acantonado, y procurar siempre un modo de vestir poco análogo al deseo de no inspirar una pasión”. Después se ponía furioso por la atención que ella atraía y hasta llegó a decir “que temía porque su mujer era una prostituta”. De modo que “doña María Ignacia ha tenido que oponer la mayor resistencia para libertarse de una multitud de pretendientes que han venido a su presencia engañados por las falsas quejas de su marido”. De hecho, las pasiones del marido fueron tan “desordenadas” que, según ella le contó al párroco García Jove, si Villamil la veía rezar, le preguntaba: “¿Qué estarás haciendo? Pidiendo contra mí, ¿no?” Por lo tanto, cuando ella buscaba consolarse con la religión, solamente servía “para exacerbar su ánimo”. [Figura 6]

A pesar de sus sufrimientos, la Güera no dejó al marido —aunque varios amigos le recomendaron que pidiera “el remedio” del divorcio—. Es más, el vicario Arévalo alabó su “genio dócil” y su “prudencia” porque siempre procuró evitar, y después callar, los malos tratos y falta de alimentos que padeció por “evitar pesadumbres a sus padres y deshonor a su marido”. Pero su paciencia se acabó cuando Villamil amenazó su vida: según expuso Soto Carrillo, “viendo que vive por solo la contingencia de que no dio fuego una pistola, teme y resiste su unión por conservar su vida”. Aun así, fue el marido, y no ella, quien inició la demanda, porque si bien ella había recurrido a varios sacerdotes conocidos y, en última instancia, a las autoridades civiles para que la protegieran, no estaba dispuesta a dar el paso vergonzoso de pedir el divorcio.

Los testigos de Villamil pintaron otro cuadro, pero a pesar de ser cuatro sirvientes, un dependiente y un escribano del pueblo —“siendo los más […] de última esfera” y por lo tanto susceptibles a que los presionaran, según el abogado de la Güera— tampoco confirmaron el adulterio, solamente que la Güera era muy sociable y le gustaba divertirse. Ella continuaba asistiendo a fiestas y recibiendo visitas durante las ausencias de su marido. No solo convidaba a su hermanita, “la niña Vicentina”, sino que recibía visitas de los canónigos Beristáin y Cardeña, y del clérigo Ramírez; y Beristáin y Ramírez en alguna ocasión se quedaron a pasar la noche. También asistió a unos festines en la Casa de la Cabeza de Beristáin; en esa ocasión su cocinera guisó y envió la comida; y el miércoles de la pascua del Espíritu Santo se fue con el doctor Beristáin en su cupé a San Agustín de las Cuevas (contra las órdenes del marido, según este alegó posteriormente) y regresaron de madrugada. En una larga carta a su compadre, Beristáin confirmó estos hechos y explicó que eran de público conocimiento y solamente probaban su estrecha amistad con la familia. El teniente Juan de Roa, asistente de Villamil, declaró que había oído decir que doña María Ignacia “es amiga de bailes, diversiones a deshoras de la noche y que la vayan cortejando”. Pero a pesar de que vivía con la familia, él tampoco había visto ningún comportamiento ilícito. La cocinera, la viuda mestiza Juana Marcelina Campos, la consideraba “una mujer abandonada”, pero únicamente porque “no tiene cuidado de que sus criadas frecuenten los sacramentos”. Solamente la costurera, la doncella castiza María Marcelina Salinas, declaró que tenía muy buen concepto de su ama.

A fin de cuentas, Villamil no pudo probar sus cargos. Aun sus propios parientes, amigos y colegas tomaron la partida de su esposa (y seguirían siendo amigos de ella por toda la vida, según documentos posteriores). Los largos autos del caso más bien sugieren que él inició el divorcio para vengarse de ella por haberle puesto una demanda criminal. El hecho de que entablara el pleito inmediatamente después de ser liberado del arresto domiciliario y de que en su primer escrito no diera los nombres de los supuestos amantes de la esposa es bastante sospechoso. Las condiciones que propuso para reunirse con la esposa también demuestran que su preocupación primordial era salvar su honor y reputación, porque (además de exigir su obediencia total) ofreció desistir en su demanda si los Rodríguez, los Uluapa y el conde de Contramina prometieran no hablar más del asunto y si las autoridades hicieran saber “en la orden de la Plaza” que “no ha estado, ni está infamado su honor por nada de lo que se ha vociferado”. Beye Cisneros tenía otra teoría: que Villamil había inventado sus cargos “para cubrir con el velo de los celos” las golpizas que le daba. De hecho, la preponderancia de evidencia apunta a la inocencia de la Güera e indica que ella era una esposa sufrida y maltratada y, en cambio, él —como lo describen algunos testigos— era un hombre “intrépido”, “vano”, y “violento” que se había hecho “odioso respecto de las gentes sensatas” de México.

Después de cuatro meses Villamil aparentemente desistió en su demanda (como muchas veces sucedía en los casos de divorcio) porque se terminaron los escritos del expediente de divorcio. Algunas anotaciones en los archivos militares revelan que el 23 de diciembre de 1802 la Güera, todavía sujeta al depósito, solicitó que le permitieran salir para hacer ejercicio, como lo ordenaba su médico. Argumentó que el depósito no debía ser una “prisión” y que no había nada “ilícito” en concurrir a los parajes públicos —más bien “las recreaciones honestas se consideran necesarísimas para la vida del hombre”—. El 12 de enero de 1803 se le concedió el permiso de salir, siempre en compañía de sus tíos u otros parientes. Pero no se levantó el depósito ya que la causa criminal contra Villamil seguía abierta. De todos modos, para junio de 1803 ella había abandonado la casa del tío y posiblemente fue a vivir con sus padres, donde la encontró Humboldt cosiendo en un rincón. El último apunte del expediente criminal, el 24 de marzo de 1804, sencillamente anota que la demanda contra Villamil por intento de asesinato todavía no se había resuelto.23

La Güera siguió haciendo su vida sociable durante esta época. Según le contó años más tarde a Fanny Calderón, se hizo buena amiga del gran científico prusiano durante su estancia en la Ciudad de México (entre el 12 de abril de 1803 y el 9 de enero de 1804). Y si bien puede haber exagerado algunos detalles de la relación, es probable que (tal como dijo) lo haya llevado a visitar una plantación de nopales en las afueras de la capital y que se vieron en otras ocasiones. Esa amistad no llamaría la atención en esa época: los mexicanos eran famosos por su hospitalidad con los extranjeros y —contrario al estereotipo sobre la reclusión de las mujeres— los hombres y las mujeres interactuaban frecuentemente. De hecho, aun el celoso Villamil testificó que mandaba a su esposa al teatro en compañía de su primo, el doctor don Ignacio Rivera (aunque después lo acusó de usar esas salidas para encubrir sus relaciones ilícitas).24 De todas formas, las visitas de la Güera con Humboldt probablemente incluían a sus padres o sus hermanas o los compañeros de viaje de Humboldt: Carlos Montúfar y Aimé Bonpland.

En algún momento María Ignacia se reunió con el marido, quien le había confesado al licenciado Andrés de Alcántara, otro de los apoderados de su esposa, que “no puede estar separado de mi menor perpetuamente”. Para entonces Villamil había heredado el mayorazgo de su padre, y tal cambio en su fortuna puede haber contribuido a la paz doméstica: la última hija de la pareja, Paz —posiblemente nombrada por una nueva fase en el matrimonio— nació el 12 de junio de 1805. Pero el capitán no la llegó a conocer porque había fallecido el 26 de enero, a los treinta y nueve años. La muerte lo había sorprendido en Querétaro, donde posiblemente estaba apostado con su regimiento o visitaba a los parientes de su madre. En su testamento nombró a doña María Ignacia Rodríguez como tutora y curadora de sus hijos y pidió “Que cuantos papeles, cartas y otros documentos se hallasen relativos al asunto del divorcio con la enunciada mi esposa, se quemen inmediatamente para que ni memoria quede de ellos”. Como concluye el historiador Fernando Muñoz Altea, si hubieran sido verdad las acusaciones de Villamil en ese pleito, él “no le hubiese otorgado la custodia de sus hijos, ni tampoco habría determinado la destrucción de esos papeles”.25

Así terminó el matrimonio desdichado. Y, puesto que nunca se llegaron a divorciar, María Ignacia se quedó viuda y se identificaba en varios documentos posteriores como “la viuda del mayorazgo Villamil”.

su viudez y segundo matrimonio, 1805-1807

Sola a los veintiséis años con cinco hijos, la Güera regresó a la Ciudad de México donde vivían sus padres y hermanas. Aunque varios autores del siglo xx la retrataron como una viuda alegre, su vida en realidad no puede haber sido fácil. Para empezar, su hija Guadalupe sufría de algún tipo de enfermedad crónica. Cuando esta por fin murió en julio de 1816, su tía Josefa lamentó la “constitución enfermiza que ha tenido la inocente por espacio de once años”26, lo que quiere decir que se había enfermado en 1805, justamente en la época en que Villamil murió y la pequeña Paz vino al mundo. Es posible que la niña de cuatro años haya contraído tuberculosis, la temida enfermedad que se podía prolongar por mucho tiempo y que afectaba a personas de todas las clases sociales a principios del siglo xix.

La situación económica de la Güera también era precaria, porque no gozaba de bienes propios. Las protecciones que el derecho colonial le daba a las viudas (garantizarles la mitad de los bienes adquiridos durante el matrimonio y el retorno de la dote) no le servían de nada porque en vez de gananciales Villamil había dejado deudas, las propiedades del mayorazgo no se podían vender por estar vinculadas, y la dote ya se había agotado. Además, tuvo que esquivar a los acreedores de Villamil. La magnitud de sus deudas se puede ver en la explicación que dio en 1808 para no pagar una obligación de 2.000 pesos: “que el citado difunto no dejó bienes libres algunos por cuyo motivo no se pagaron más de 30.000 pesos que quedaron de dependencias y algunas muy privilegiadas”.27

 

Sin embargo, el mayorazgo de Villamil era valioso y su hijo Gerónimo, de seis años, lo iba a heredar cuando alcanzara la mayoría de edad, a los veinticinco años. Hasta entonces, la Güera estaba a cargo de esas propiedades como su tutora y curadora ad bona —una de las múltiples responsabilidades de ser madre—. Por ser mujer tuvo que nombrar apoderados que la representaran en los tribunales, y su éxito dependía en parte de la confiabilidad de estos (y lamenta- blemente no todos le habrían de servir bien). Según explicó más tarde, “En el instante en que enviudé entraron a manejar las fincas de dicho mayorazgo el señor mi padre y mi tío”, José Miguel Rodríguez de Velasco.28 En años posteriores se fió de señores importantes como el primo de Villamil, Ignacio del Rivero, y de amigos de la familia como Domingo Malo e Iturbide y José María Guridi y Alcocer. Por su parte, ella desempeñó sus obligaciones con tal honradez que “es notorio en México, de manera que no habrá quien diga que haya malversado la más mínima cantidad”.29

Mientras tanto, se le asignó una pensión de 2.000 pesos anuales para la madre y cuatro hijas y otros 2.000 para el futuro heredero.30 Aunque esta suma representaba menos de la mitad de los aproximadamente 9.000 pesos que el mayorazgo producía anualmente, era una cantidad generosa en una época en que un alto funcionario del gobierno, como su tío Luis Osorio, ganaba unos 6.000 pesos al año.31 Pero los 4.000 pesos difícilmente le alcanzaban para mantener una casa elegante con varios sirvientes y para educar a sus cinco hijos de la manera acostumbrada en la alta sociedad. Además, su pensión solamente duraría hasta que Gerónimo llegara a la mayoría de edad. Por lo tanto, la Güera pidió 9.500 pesos prestados de las propiedades vinculadas, y sin duda también tuvo que cuidar los bolsillos.32

Después de menos de dos años se casó de nuevo, con un señor acaudalado. Sabemos muy poco sobre el segundo matrimonio aparte de que fue muy breve. El 10 de febrero de 1807 se casó con el doctor don Juan Ignacio Briones Fernández de Ricaño y Bustos, viudo originario de Guanajuato que tuvo una distinguida carrera en Querétaro como comisario de guerra honorario, alcalde ordinario y censor regi de conclusiones, y después en la Ciudad de México como abogado de la Real Audiencia y de su ilustre Real Colegio. El novio tenía cincuenta y tres años y la novia veintiocho.33 La boda tuvo lugar a las siete de la noche en la casa de su morada en la calle del Coliseo. Ofició el canónigo Beristáin, viejo amigo de la Güera, y fueron testigos su tío político, Silvestre Díaz de la Vega, y su cuñado, el marqués de Uluapa. Según el acta de matrimonio, asistieron a la ceremonia “otras personas distinguidas de esta vecindad y Comercio”.34

Sin embargo, la muerte otra vez intervino. Briones falleció seis meses después de la boda, el 16 de agosto de 1807, dejándola con su séptimo (y último) embarazo. La hija póstuma de Briones vino al mundo el 22 de abril de 1808. Como todos los hijos de la Güera, su nombre completo era muy largo: Victoria Rita Juana Nepomuceno Josefa Ygnacia Luisa Gonzaga Briones Rodríguez. Pero su vida fue corta: murió al año y medio, en el otoño de 1809.35

El fallecimiento de Briones involucró a la viuda en una disputa reñida sobre la herencia, porque este había nombrado a su hermano y dos hermanas como sus herederos universales en un testamento probablemente hecho antes de casarse y ciertamente antes de saber que la esposa estaba encinta.36 El asunto se complicó porque, según las leyes de la época, la viuda era heredera forzosa de parte de los bienes y el nacimiento de un hijo póstumo añadía otro heredero. Cuando la Güera empezó a manejar los bienes del esposo difunto, los tres hermanos le entablaron una demanda criminal. Hasta llegaron a cuestionar si el bebé era de Briones, y el 31 de mayo de 1808 —después de enterarse del nacimiento de Victoria— le solicitaron a un cura de la Ciudad de México que certificara la gravidez y parto de la viuda. La respuesta fue afirmativa. Constancia de su embarazo es que apenas dos semanas después de la muerte del esposo, al otorgar su poder a don Ignacio del Rivero para que fuera a Querétaro a fin de sacar el testamento de la casa mortuoria de los Briones, ella explicó que no podía ir por sí misma “en atención a hallarse grávida e impedida de caminar”.37 Después, Victoria vivió bastante tiempo como para romper el testamento de su padre y quedó como su único heredero. Y cuando murió la niña, la madre lo heredó todo (aunque en 1811 acordó darle a los Briones la quinta parte de los bienes para resolver el pleito).38

La Güera se quedó con un buen legado que consistía en dinero en efectivo, oro y plata, joyas, una casa en San Luis de la Paz, dos casas en Querétaro y las haciendas de San Isidro y Santa María en el estado de Guanajuato —una fortuna valorada en 320.000 pesos (lo que hoy equivaldría a varios millones de pesos)—. Por lo tanto, su posición había mejorado notablemente. Si bien este caudal no se podía comparar con los enormes patrimonios de las familias más ricas del reino, es verdad (como referiría Carlos María de Bustamante años después) que su segundo matrimonio “con un hombre rico la dejó heredera de no pocos bienes”.39 Aunque había entrado al matrimonio sin bienes propios, al enviudar se convirtió en señora acaudalada.

conclusión

Cuando Briones falleció en 1807 María Ignacia Rodríguez tenía veintinueve años. Se había enfrentado a numerosos retos. Aguantó un primer matrimonio abusivo, se defendió de las escandalosas acusaciones del consorte, administró su hogar con fondos limitados y sepultó a dos maridos. Trajo seis hijos al mundo, perdió uno en la infancia, y esperaba otro bebé sola y peleando por su herencia. Pero logró superar estos desafíos con determinación —y con la ayuda de sus parientes y buenas amistades—. De ahora en adelante su situación económica más favorable le permitiría vivir cómodamente, aunque las guerras de Independencia le habían de traer nuevos tropiezos y su vida se complicaba por las responsabilidades de la maternidad. Mas lucharía por resolver sus problemas a solas, y esperó casi dos décadas para casarse de nuevo.

1 Ver el Diario de Bustamante, apuntes del 12 de junio de 1826, 2 de agosto de 1828, 16 de mayo de 1830, 2 de abril 1832, 8 de enero de 1835, 26 de octubre de 1838, 5 de diciembre de 1839, 1 de febrero de 1846 y 4 de septiembre de 1846.

2 Calderón de la Barca, Life in Mexico, p. 142.

3 La primera tal referencia que he encontrado está en una carta de 1812 escrita por la marquesa de Villahermosa a la exvirreina Inés de Jáuregui en España, en que identifica a su nuera Josefa Villamil como “hija de la Güera”. Citada en Romero de Terreros, Ex-Antiquis, p. 234.

4 Sobre las dos familias, ver Muñoz Altea, “La Güera Rodríguez”, pp. 200-201. El acta de nacimiento de María Ignacia Rodríguez en FS, México bautismos, 1560-1950”, Ref. 2: CH01KG, FHL microfilm 35,190.

5 Ladd hizo esta observación para la nobleza, pero igualmente podría describir el círculo social de la Güera, en que muchos no tenían títulos nobiliarios. Ladd, Mexican Nobility, p. 163.