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El primer Rock al Parque tuvo lugar en 1995, el mismo año en que apareció la Frecuencia Joven de la Radiodifusora Nacional de Colombia (hoy Radiónica). Esta emisora tuvo en sus comienzos a los más respetados periodistas musicales del país, y desde sus inicios se convirtió en una vitrina fundamental para la difusión del rock hecho en Colombia. La frecuencia tuvo un programa que muchos recuerdan con un aprecio enorme por su tremendo aporte a la escena rockera que efervescía. 4 canales era transmitido los domingos en la noche, y por sus micrófonos pasaban todas las bandas que se encontraban trabajando en esa época; todas llevaban sus grabaciones, anunciaban sus conciertos y eran entrevistadas por Héctor Mora y Jorge Eduardo “Pito” López. La cortinilla de Catedral y sus “Redes rojas” (1994) era el anuncio inconfundible de que había llegado la hora del rock hecho en Colombia.

La revista Shock también surgió en 1995 y representó otro gran empujón para muchas de las agrupaciones de todo el país. Aparentemente había un gran potencial, y la industria también apostó por las bandas colombianas más notorias; Estados Alterados, Aterciopelados, 1280 Almas, La Derecha, Kraken, Compañía Ilimitada y otras tantas tuvieron contratos con sellos disqueros. Sin embargo, en este negocio (como en cualquier otro), nada dura para siempre, y con el paso del tiempo las cosas comenzaron a cambiar.

Hacia 1997 la música electrónica tomó una fuerza inusitada, y los bares de rock fueron transformándose para que los disc jockeys ocuparan el espacio de los músicos de rock y las bodegas dejaron de albergar conciertos para dar lugar a los after-parties. Asimismo, esa electrónica se fue fusionando con el folclor en proyectos como Sidestepper, pionero de tantas cosas que vemos hoy en la línea de Systema Solar, Chocquibtown o Bomba Estéreo.

Por otra parte, MTV Latino dio inicio a un lamentable proceso en el que la música fue cediendo terreno ante una avalancha de realities con herederas millonarias, rockeros en decadencia, adolescentes embarazadas y jóvenes dominados por sus hormonas. Los elementos más propios de la cultura latinoamericana se fueron perdiendo en el mar de la globalización, hasta ahí llegó la M de MTV, y ahí terminó esa gran vitrina para el rock de la región. Hasta aquí llegó la dicha.

La transformación del canal de videos fue consecuente con los nuevos tiempos y con la masificación de internet, que llegó a ofrecernos la posibilidad de escuchar música sin comprar discos y sin depender tanto de la radio. Los mercados se fueron atomizando a niveles microscópicos y el público del rock ya no volvió a ser el mismo.

El país tampoco volvió a ser el mismo después del proceso 8000, de las pescas milagrosas de la guerrilla y las masacres de los paramilitares, del fallido proceso de paz en San Vicente del Caguán o de la crisis económica que acabó, entre otras cosas, con el unidad de poder adquisitivo constante (UPAC) que dejó sin vivienda a miles de familias colombianas.

La llegada del nuevo milenio se veía como un gigantesco salto al vacío para el rock colombiano: el público se fue dispersando, los discos dejaron de venderse y otros sonidos plantearon un enorme desafío para los músicos. Tal vez eso explique por qué las bandas de rock nacidas después de 2000 han tenido un impacto mucho menor que las surgidas en los noventa, como Superlitio, Doctor Krápula o tantas otras que ya hemos mencionado.

Esos retos se acentuaron cuando, entrados ya en el siglo XXI, las bandas anglosajonas empezaron a venir al país con una frecuencia cada vez mayor. Metallica había tocado en Bogotá en 1999, y en el primer lustro del nuevo milenio pasaron por acá Megadeth, Sepultura, Cannibal Corpse, Napalm Dead, Yngwie Malmsteen, Alanis Morrisete, Asia, Men at Work, Helloween, The Offspring, Apocalyptica y The White Stripes, entre otras. Algunas estaban en su ocaso, pero otras gozaban de muy buena salud, y los músicos colombianos tuvieron que competir por un público que prefería los espectáculos extranjeros que difícilmente podría ver en los festivales públicos.

Si en los noventa el rock colombiano y latinoamericano era “nuestra gran carpa”, en el siglo XXI ese escenario vio llegar a los más grandes. En todos los noventa, Colombia no tuvo más de 15 grandes conciertos internacionales de rock (Guns N’ Roses, INXS, Pet Shop Boys, Bon Jovi, Elton John, Sheryl Crow, Santana, Def Leppard, UB40 y Metallica, entre otros), una cifra ampliamente superada por 2018, que recibió en nuestro país a artistas como Roger Waters, Radiohead, Gorillaz, Sting, Judas Priest, Depeche Mode, The Killers, Deftones o Queens of the Stone Age, para hablar solo de figuras angloparlantes. En doce meses vimos más shows que en toda una década.

A pesar de todo, los noventa fueron maravillosos; en ellos fortalecimos esta autoestima siempre maltrecha, entendimos que tenemos un inmenso potencial de diversidad cultural, vimos lo que más se ha parecido a la consolidación de un rock nacional y asistimos al nacimiento de muchas bandas que hoy continúan siendo esenciales para varias generaciones. A pesar de todo, los noventa nos dieron a 1280 Almas, Ciegossordomudos, Ultrágeno, Aterciopelados, Bloque, Morfonia, Masacre y La Derecha. Nos dieron a Rock al Parque y a Radiónica. Nos dieron montones de canciones mestizas, profundas y bastardas; himnos que hoy seguimos coreando, aunque no seamos ya capaces de saltar como antes. Nos dijeron que debíamos aceptar nuestras raíces, que no era una vergüenza vivir donde vivíamos, que éramos millones y no estábamos solos. Por un momento nos hicieron creer en el mensaje del Subcomandante Marcos, en Manu Chao y en Jaime Garzón.

Más tarde, con la infaltable ayuda de los corruptos y los violentos de siempre, aterrizamos de barriga, a las malas, como siempre. Pero eso a veces no importa porque siempre nos quedan las canciones, los recuerdos y los pocos discos que hemos sabido conservar. A veces no importa, solo a veces.


2. EL ROCK COMO PRÁCTICA COMUNICATIVA Y DE CIUDADANÍA: APROXIMACIONES A LA BOGOTÁ DE FINALES DE LOS OCHENTA Y LOS TEMPRANOS NOVENTA

Sergio Roncallo-Dow

Daniel Aguilar Rodríguez

Enrique Uribe-Jongbloed

Introducción

El fin de los ochenta y el inicio de los noventa supuso un punto de quiebre histórico que dio paso a la configuración de un nuevo orden mundial y a la constitución de un nuevo mapa político del mundo. La caída del Muro de Berlín anunció el fin de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, que terminó con el desmantelamiento de esta última y el desmoronamiento de la llamada cortina de hierro (Hobsbawm, 1992). Fue el momento en el que los discursos neoliberales se asentaron en América Latina (Orjuela, 2005) y ofrecieron el espejismo del libre mercado y la reducción de los Estados como estadio indiscutible para la mayor eficiencia de estos. Todo esto ante la mirada atenta de millones de televidentes que empezaban a vivir el incipiente mundo de la hiperconectividad (Dery, 1995; Piscitelli, 1998, 2002).

En Colombia, este fue un lapso de muchos cambios. Llegaron las antenas parabólicas que permitían acceso a la señal satelital gratuita, incluso televisión emitida desde Perú, y las primeras empresas de televisión por cable que privatizaron el acceso y ofrecieron el simulacro de la libertad en la selección de contenidos audiovisuales. Asimismo, llegó con una reforma constitucional que condujo a la configuración de un Estado nación en teoría más incluyente y que le apostaba a un Estado laico y democrático (Botero-Bernal, 2017; Guzmán, González y Eversley, 2017; Orjuela, 2005; Leiva, Jiménez y Meneses, 2019). Llegaron los noventa con el fin del llamado concordato, sistema por medio del cual el Estado concedía a la Iglesia el control de la educación pública, el registro civil y la posibilidad de interferir en temas de interés público (Prieto, 2011).

La proliferación de canales de televisión privada y por cable significó, entre otras cosas, la diversificación de contenidos mediáticos (Rey, 2002) y la llegada de MTV, que resultó determinante para la emergencia de diferentes manifestaciones musicales, lenguajes y estéticas relacionadas con el rock (Tannenbaum y Marks, 2011; Roncallo-Dow y Uribe-Jongbloed, 2017).

La diversificación de contenidos mediáticos y de la oferta de la industria cultural y de discursos políticos, incluso religiosos, fue el marco para la emergencia de una gran cantidad de bandas de rock en Bogotá. Bandas que representaban un sinnúmero de géneros y estéticas múltiples.

Este capítulo propone una aproximación al rock como un campo que permite a los jóvenes, sean estos productores o consumidores de la música, ubicarse en el espacio social, reconocerse como sujetos de derecho (Reguillo, 2013), sujetos políticos (Reina, 2017) y generadores de discursos que legitiman, proponen o resisten (Vega y Pérez, 2010) discursos dominantes establecidos. Ello implica la apropiación de determinado capital cultural y simbólico, así como la generación e incorporación de habitus particulares (Bourdieu, 1998).

Rock, jóvenes y prácticas comunicativas

Desde los noventa se ha hecho una aproximación al rock colombiano en la que prevalecen el abordaje histórico, su relación con el entramado social y su relación con los jóvenes, en tanto productores y consumidores de música con énfasis en la idea de los elementos identitarios que la caracterizan (Arias, 1992; Benavides, 2012; Bueno, 2005; Cepeda, 2008a, 2008b; Echeverri, 2000; Pérez, 2007; Plata, 2006; Reina, 2004; Restrepo, 2005; Sánchez Troillet, 2014). Este trabajo se adhiere a la escasa investigación sobre el rock colombiano, pero busca acercarse a él desde su propuesta estética como movimiento contracultural que abre un espacio de expresión política de los jóvenes urbanos en los tardíos ochenta y los tempranos noventa. Se propone una mirada del escenario del rock como un espacio de interpelación desde el cual la juventud establece una relación dialéctica con el establecimiento social que le exige de forma incongruente y desarticulada en relación con las oportunidades que le ofrece (Abbey y Helb, 2014; Celnik, 2018; Cepeda, 2008a, 2008b; Hannerz 2015; Patton, 2018; Riaño, 2014). Las voces del rock que presentamos darán cuenta de esta incongruencia.

 

Pensamos el rock en tanto producto cultural estrechamente relacionado con la juventud, que surge como parte del proceso global de giro hacia la juvenalización (juvenalization) de la cultura (Sánchez, 2014). Esta categoría de juventud la entendemos como heterogénea (Reguillo, 2013), caracterizada por sus múltiples presentaciones, determinadas, a su vez, por factores como clase, raza, etnicidad, origen, entre otros, desde la cual los actores se reconocen como sujetos de derechos en un contexto social determinado. Esta relación entre jóvenes y rock se establece desde las mediaciones a través de las cuales un determinado sector de la población joven da cuenta de su cotidianidad; desde las prácticas, a través de las cuales busca espacios de reconocimiento de sí misma, de reproducción de discursos culturales dominantes; y desde la producción de discursos que manifiesten su voluntad. Esto implica comprender el rock como una práctica que apunta a la generación de sentidos y enunciados particulares para un grupo o clase particular, y en la que se identifican tanto discursos de legitimación como de proyecto o resistencia (Vega y Pérez, 2010).

Se asume la aparición del rock como manifestación de la emergencia del sujeto-joven y como nodo en torno al cual comienzan a configurarse organizaciones de ese nuevo sujeto en el espacio social (Reynolds, 2018). En este contexto, se entiende por prácticas comunicativas aquellas que generan sentido del mundo para y desde los sujetos, en el que los jóvenes emergen de forma simultánea y en interconexión con el universo-rock. Hablamos de prácticas por medio de las cuales se constituye y manifiesta el sujeto yo-nosotros y se reconoce el actor otro; prácticas que se manifiestan por medio de discursos explícitos, implícitos u ocultos (Pérez y Vega, 2010).

La propuesta de Martín-Barbero (1995) en torno a los procesos comunicativos y cómo estos se instalan en lugares estratégicos de la sociedad, haciéndose visibles en escenarios de producción, más allá de los de circulación, nos permite, por tanto, abordar el rock, no solo como una manifestación artística, sino también como un proceso comunicativo que conecta sujetos entre sí y con su entorno social. Cada una de las manifestaciones del rock encierra elementos propios, únicos y particulares que, por medio de una apreciación cuidadosa y crítica, pueden ser develados y pueden llegar a poner de manifiesto fenómenos sociales y culturales que pasan inadvertidos en la apreciación diaria que se tiene de ellos. Se trata de formas de expresión y de socialización que se presentan como el mostrarse de toda una serie de subjetividades que surgen a lo largo y ancho del andamiaje social.

Tales discursos determinan la posición de los jóvenes frente a la ideología o las prácticas dominantes, que se convierten en naturales, en lo correcto, en lo normal, en lo que no es cuestionado. Esto último es lo que Bourdieu (1998) definiera como la doxa, que se convierte en una suerte de habitus colectivo a través de la reproducción y búsqueda de acercamiento a esa lógica dominante. Es posible resistir a esta doxa, subvertirla y generar elementos y prácticas que evidencian una clara agencia opositora a lo que se considera una imposición y un acto de dominación y violencia simbólica. En este sentido, se encuentran grupos de jóvenes que producen sus propios discursos como un proyecto generador de nuevas prácticas, a partir de la experimentación y la generación de un capital simbólico determinado. La exploración con nuevos ritmos, más allá de las letras de sus canciones (Palutina y Martynycheva, 2015), así como el desarrollo de nuevas instrumentaciones, dan cuenta de las transformaciones que se van dando, tanto en la producción como en el consumo. El rock ha sido un escenario de estas transformaciones.

Se entiende el rock, entonces, como un espacio de prácticas comunicativas. Si bien hay una dificultad al definir con delimitaciones concretas el qué y el cómo del rock en América Latina, “existe un consenso acerca de que el rock como cultura no es solo un género musical, sino también una serie de prácticas y valores específicos” (Sánchez, 2014, pp. 519-520). Esto porque el rock implica, más allá del consumo mediático, la generación de usos, rituales y construcción de elementos simbólicos que producen tanto reconocimiento como exclusión del otro (Ricoeur, 2005). El rock también articula la posibilidad de dirigir a un auditorio específico, otros jóvenes como ellos, un discurso que va desde expresiones de una condición subjetiva, frente a una situación particular, pasando por el cuestionamiento a las instituciones y las relaciones de poder, llegando, en algunos casos, a hacer un llamado a la acción como forma de participación ciudadana.

Aproximación metodológica: las voces del rock

Para realizar una aproximación más comprensiva al rock en Colombia, se han identificado tres estadios clave, dado que explican la aparición, el desarrollo y la producción de este en el contexto cultural nacional. El primero de ellos corresponde a los sesenta, periodo que se entiende como el momento en que se da inicio al proceso de apropiación del rock en América Latina (Sánchez, 2014, p. 520) y de una experimentación, de mezcla, de aquello que García-Canclini (1990) definiera como una hibridación cultural que generó, a la postre, el ambiente perfecto para el nacimiento de un rock con sonido propio en Colombia. El segundo estadio apunta a finales de los ochenta, cuando el rock comienza a recuperar fuerza en Colombia, luego de una década de letargo comercial ante el auge de otras músicas. Finalmente, los noventa resulta de particular interés, pues es este el estadio en que se consolidan procesos de institucionalización de espacios destinados para el rock, los cuales indican claramente su consolidación como producto cultural propio, pero, sobre todo, el reconocimiento del sujeto joven como ciudadano, como actor social.

Este estudio se plantea desde una perspectiva posmoderna de la investigación histórica convencional (Leslie, 2018), que sitúa la investigación en contexto, por lo que revisa diversidad de fuentes empíricas que incluyen referencias en prensa, radio y televisión, y quince entrevistas semiestructuradas a integrantes de bandas representativas de ese movimiento, de las cuales se usaron las más relevantes. Igualmente, se utiliza la experiencia personal a modo autoetnográfico por parte de los autores, quienes también hicieron parte de ese circuito.

Del rock en Colombia o la historia de las abstracciones

Hacia los ochenta

Si bien es cierto que las primeras bandas colombianas de rock aparecen hacia los sesenta, es a finales de los cincuenta que comienzan a llegar los primeros vinilos, afiches y, por supuesto, las películas que convertían a los artistas en íconos de una juventud crecientemente inconforme, cuyas manifestaciones de desacuerdo se daban a partir de marchas estudiantiles, las cuales fueron aplacadas prontamente por la fuerza pública, como lo refleja el tratamiento dado a los movimientos estudiantiles durante la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla entre 1953 y 1957 (Cepeda, 2008a, 2008b; Tirado, 2014).

Al igual que en otros países de Iberoamérica, las primeras manifestaciones del rock en Colombia se dieron por mímesis de los productos que llegaban por la radio, los vinilos y el cine desde México y los Estados Unidos, respectivamente, y eran unas reconstrucciones bastante conservadoras del nuevo género musical. Estas adaptaciones evidencian un interés por los sonidos emergentes y lo que estos implicaban. Los primeros en empezar a interpretar este tipo de música eran jóvenes de familias acomodadas, que podían darse el lujo de costearse los instrumentos que debían ser importados. Estos eran jóvenes para quienes el statu quo no representaba un problema y el sexo era algo relegado a la esfera de la intimidad (Muñoz, 2014). De hecho, sería un joven acomodado y de origen irlandés quien desde la estación Nuevo Mundo de Caracol Radio se convirtió en disk jockey de música moderna (término utilizado para referirse al rock ‘n’ roll), y a pesar del horario tardío de su programa (11:00 p. m.) y tener la oposición de la audiencia adulta, captó y visibilizó la existencia de una gran audiencia joven, interesada en esa nueva música (Betancourt, 2011).

En el caso colombiano, lejos del discurso, la rebeldía como práctica supuestamente implícita del rock (Heath y Potter, 2005), se relacionaba, en primera instancia, con el volumen de las guitarras amplificadas, el trepidar de la batería, las estéticas adoptadas en las prendas de vestir y las formas de distinción que distanciaban claramente a los jóvenes rockeros de sus padres, de los niños y de otros jóvenes que no participaban de la movilización generada en torno al rock and roll. Emergieron prácticas sociales y comunicativas propias de los jóvenes que producían y consumían este tipo de música, quienes incorporaron un habitus específico de esa clase llamada juventud. Nuevos capitales culturales y simbólicos empezaron a ser la herramienta por medio de la cual se establecieron posiciones dentro de un espacio social apto para determinar su posición, o en un campo, en el cual y desde el cual interpelar y ser interpelados por propios y ajenos (García, 2009).

Si bien tenemos una historia que se remonta, como mencionábamos, a los sesenta, es en los tardíos ochenta cuando reemerge la popularidad del rock en Colombia, de la mano del nuevo formato autodenominado “juvenil”, implementado en algunas emisoras de radio comercial que como estrategia publicitaria lanzaron sencillos de música rock de bandas españolas, mexicanas y argentinas, luego emuladas por las agrupaciones locales (Lalinde, 2020). Pronto, algunas bandas de Bogotá, Cali y Medellín lograron visibilidad en unos muy reducidos espacios de difusión radial comercial, pues, si bien desde los sesenta había ya bandas mexicanas, argentinas y colombianas haciendo traducciones de las canciones de The Beatles y generando desde allí una inquietud por la composición del propio material, es la industria cultural la que dijo que el “rock en español” nació en los ochenta con bandas como Hombres G (España), Caifanes (México) y Enanitos Verdes (Argentina) (Arango-Lopera y González, 2019, p. 97).

El rock proveniente de los Estados Unidos y el Reino Unido inundó las emisoras comerciales con el sonido de bandas y solistas que, durante la llamada guerra de las Malvinas entre Argentina y el Reino Unido, dieran paso a la emergencia de artistas argentinos, pues por orden de la junta militar se decide restringir la emisión de artistas anglo, y así favorecer la producción de rock argentino, que contaba con una amplia y, en cierta medida, reconocida tradición (Favoretto, 2014; Romero, 2015; Wilson, 2015). Para mediados de los ochenta, esta tendencia se replicó en varios países de América Latina, entre ellos, Colombia. Fue con el tardío advenimiento del rock “en tu idioma”, como lo llamaron los medios, que un nuevo espejismo surgió para los cultores de este género en Colombia. Nombres ligados a esta primera etapa de la radio juvenil FM en el país son el de Carlos Alberto Cadavid, Chucho Benavides “Show”, César Ramírez, Leslie Abadi o Hernán Orjuela (Ospina, s. f.). En este marco, surgen emisoras como Super Stereo 88.9, iniciativa de Fernando Pava Camelo, uno de los herederos de la empresa familiar Radio Super, Stereo 1-95 FM, una prolongación de la experiencia Radio Fantasía, Todelar Stereo, 103.9, dirigida por Daniel Casas, parte de las denominadas emisoras juveniles (Lalinde, 2020; KienyKe, 2013).

 

Fue hacia finales de la misma década que aparecieron muchas más bandas1 y géneros en el escenario de la ciudad, que no lograron mayor audiencia que el público local, y que tuvieron su momento más elevado de exposición durante el Concierto de Conciertos de 1988 (Ospina, s. f.; Zambrano, s. f.), anunciado en el periódico El Tiempo (1988) así:

[Estos eventos que] congregan a miles y miles de personas […] son los grandes conciertos […]. Latinoamérica no podía ignorar el fenómeno. Ha hecho suya la causa con el rock en español que se impone en todos los países de habla hispana. Y a Colombia llega con la fuerza de un concierto sin precedentes. Los ídolos del pop-rock juntos en “Bogotá en Armonía”, el sábado 17. Desde las cinco de la tarde en el estadio El Campín, y durante nueve horas continuas.

Este evento, si bien fugaz, da pie al reconocimiento de un público creciente de rock; es el momento incipiente del reconocimiento de los jóvenes y del rock, en tanto manifestación y forma de expresión, en el ámbito público. El Concierto de Conciertos fue un hito en la medida en que funcionó como un dispositivo de cohesión para las 70 000 personas que estaban en el estadio El Campín de Bogotá en un momento en el que Colombia estaba golpeada por los ataques terroristas y por el auge del narcotráfico. En los largos interludios entre los artistas, los asistentes entonaron el himno nacional y, de a poco, “un tímido coro […] se convirtió en la arenga usada muchas veces tiempo después: ‘Bogotá, del putas Bogotá’” (Bellon, 2018, p. 555). Si bien es cierto que significó un paso enorme en la sociedad, no representó, de modo inmediato, el reconocimiento de la participación del joven dentro de la esfera pública. Este, por el contrario, siguió siendo el mismo relegado y excluido, catalogado como generación X, sobre quien recae toda sospecha, en su calidad de joven (Bauman, 2005).

Con todo, algunas disqueras manifestaron un interés renovado en sumarse al movimiento que se gestaba, pero que no pasó de ser una manifestación pasajera, sin menores repercusiones a largo plazo (Celnik, 2018; Riaño, 2014). Con excesivas precauciones, la radio volvería sus ojos hacia el nuevo rock local y por primera vez desde los lejanos setenta el idioma castellano volvería a cobrar alguna importancia, al menos en las grandes ciudades (Ospina, s. f.).

Paralelamente, nuevas agrupaciones aparecen en el escenario urbano, dentro de circuitos underground, realizando conciertos y presentaciones en bares, parqueaderos, parques y plazas, a través de los cuales adquieren cierto reconocimiento por parte de la población joven.2 Fueron bandas que lograron en su independencia de la dimensión comercial la libertad suficiente para generar discursos de resistencia tanto en lo musical como en lo lírico.

Con los ochenta llegó, además, la diversidad de géneros. El rock ya no era una sola cosa, sino un gran abanico que presentaba diferentes manifestaciones, con sus respectivas ideologías y narrativas (Santos, 2015). Estos discursos propios fueron elementos clave que determinaron por qué aún en determinados sectores de las ciudades se encuentra mayor tendencia hacia el consumo o producción de determinados géneros del rock. F. Nieto (comunicación personal, 20 marzo 2019), guitarrista original de La Pestilencia y La Derecha, recuerda cómo conoció los primeros almacenes especializados en discos de rock en la calle 19 de Bogotá:3

Me llamó mucho la atención ese sitio, porque vendían discos que no se conseguían en las tiendas normales. En las tiendas normales, solo vendían discos hechos en Colombia, allá se encontraban cosas muy raras: discos importados y discos de segunda. Yo me di cuenta de que empezó a llegar una cantidad de gente interesada en lo mismo. Cuando estábamos ahí, fue cuando empezó a llegar, poco después de mediados de los ochenta, esos grupos de metal y de punk también.

Aunque había acceso al material y la cultura de los músicos locales iba en ascenso, el acceso a los instrumentos seguía siendo difícil (situación que se prolongaría hasta los tardíos noventa) y la mayoría de las bandas seguían siendo de corte amateur, salvo aquellas que habían logrado entrar en los pocos estudios que había en Bogotá y contaban con un productor. C. Useche (comunicación personal, 8 agosto 2018), baterista de Gusano y SV2, recuerda estos días:

Estamos hablando del 84 u 85 […] En Ortizo tenían una batería Yamaha roja. Años, la batería exhibida ahí. Yo iba y la miraba y decía ¡no puede ser! ¡Una batería! Para mí era algo en ese momento inaccesible. Además, estaba en el colegio, que tampoco tenía una. [Entonces] fue con esfuerzo también de ahorrar de las onces, de hacer trabajos en el colegio y con apoyo de la tía de un amigo mío […] Gracias a ella tuve mi primera batería. [Ella] me dijo: “Listo, usted me la va pagando” y me preguntó: ¿dónde hay una?

En los ochenta surgen en Medellín4 dos bandas de rock pesado de amplia trascendencia: Kraken y Ekhymosis. El impacto de Kraken en la escena del rock colombiano es indudable, con su líder Elkin Ramírez (1962-2017) erigiéndose como la imagen viva del rockero, urbano y rebelde. Por su parte, Ekhymosis transformó su sonido en los noventa hacia una mezcla de rock con música latina, y su líder, Juanes, alcanzó fama internacional con sus primeros álbumes y sus conciertos humanitarios (Ceisel, 2011). A pesar de todo, el rock seguía manteniendo un estatus marginal y el público amplio seguía privilegiando el rock en inglés. El boom del rock en español había sido un espejismo.

Los noventa

Solo hasta los noventa el rock tendría la suficiente fuerza para lograr que cada ciudad contara por cientos las bandas que la representaban en diferentes géneros. Bogotá mostraba una marcada orientación al metal en los barrios del sur de la ciudad, así como por el rock más experimental que se escuchaba en las bandas conformadas por jóvenes de clase media. El rock-pop, de orientación más comercial, estaba claramente identificado con grupos de jóvenes de sectores más exclusivos de la capital. Llegó, incluso, a relacionarse bandas y géneros del rock con colegios o universidades de la ciudad, de donde provenía buena parte de los músicos.

En esta década, el circuito de los bares se hizo cada vez más poderoso y las dinámicas de los conciertos se engranan con establecimientos comerciales dirigidos a la generación X. Ello implicaba la producción de una estética de afiches, atuendos, comportamientos y espacios practicados congruente con los géneros interpretados. Significó la reconfiguración del espacio urbano (De Certeau, 2007) y la consolidación de un capital simbólico exclusivo de esos jóvenes y de esos sectores de las ciudades, pero que a su vez representaban la creciente diversidad de la población juvenil. Plata (2006) recuerda cómo

había un pequeño circuito de bares donde se podían ver bandas en vivo. Los refugios naturales de la movida independiente y alternativa tuvieron nombres como Barbarie, Barbie, TVG […] las visitas de artistas extranjeros al país eran más una rareza que una certeza. Las bandas tocaron en estos bares por varios años (1988-1994). Se suponía que algo en el rock nacional estaba pasando. (p. 214)

Ante la creciente popularidad de los circuitos underground de los bares, la radio comercial y la televisión vieron el enorme potencial que se encontraba en esos jóvenes como nicho de mercado, por lo que comenzó a gestarse una promoción del rock nacional, principalmente de aquellas bandas orientadas a generar un sonido y unas letras que fuesen comercializables. De igual manera, la Radiodifusora Nacional de Colombia como radio pública se convirtió en la única ventana de exposición para cientos de bandas de rock, sin importar el género que ejecutaran. La aparición del programa 4 canales dirigido por Héctor Mora en 1995 tuvo un impacto enorme como un espacio que significó el inicio del reconocimiento desde el sector público al rock como espacio de creación y comunicación de los jóvenes, principalmente capitalinos (Radiónica, 2017). Fue en ese espacio en el que los demos de las bandas, sin importar su calidad, encontraron un lugar en la radio FM. Eran épocas en las que las condiciones de producción y grabación seguían siendo complicadas, a pesar de la existencia de un circuito de conciertos consolidado.5 J. Rojas (comunicación personal, 10 agosto 2018), bajista de 1280 Almas, recuerda: