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En aquellos días, no faltaban los motivos para que el sentimiento antinorteamericano se convirtiera en programa político. El problema eran las simplificaciones, en particular la incapacidad para entender que nuestras febles economías necesitaban asociarse con una economía de vanguardia como la de EE.UU., y que lo esencial era defender la independencia nacional sin bloquear las posibilidades de desarrollo.

Éramos idólatras del cambio social. Dábamos por descontado que siempre ese cambio sería para mejor. No nos deteníamos a considerar los antecedentes concretos de la evolución histórica de nuestro país. ¿Cómo había llegado Chile a ser un país con universidades de estimable nivel? ¿Cómo podían funcionar empresas que demandaban una alta tecnología, como la minería del cobre, la siderurgia, la industria electrónica? No relacionábamos los datos de la realidad con los esquemas del cambio de estructuras en un sentido anticapitalista. En aquellos años, escuchar a un joven de derecha sostener que la tradición podía ser merecedora de respeto y que, a lo mejor, era conveniente conservar ciertas cosas, era como escuchar a un extraterrestre.

Por los anchos jardines de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, en Macul, veo avanzar a un muchacho movido por la fe. Camina de prisa hacia una reunión. Lleva, como de costumbre, el diario del partido bajo el brazo. Tiene, por cierto, intereses y gustos personales, pero no está en condiciones de darles espacio porque debe atender asuntos urgentes que se relacionan con la suerte de la humanidad. Al lado de eso, tienen poca importancia las clases de literatura española medieval. Lo primero es llevar el paso de la época. A todas luces, ese muchacho no tiene otros planes que dedicarse a la causa en cuerpo y alma.

Cambiar la universidad

En 1967 y 1968 sentimos que nuestras consignas adquirían la capacidad de incidir en la realidad. El movimiento por la reforma universitaria produjo en nuestra generación una sensación parecida a la embriaguez. En el imaginario de los universitarios comunistas, socialistas, miristas, la ocupación de las escuelas venía a ser un anticipo de la toma del poder por el pueblo. Nuestro Palacio de Invierno fue la casa central de la Universidad de Chile, donde tuvimos que pactar con los “mencheviques”, es decir, los jóvenes democratacristianos.

El proceso de cambios en las universidades removió las aguas demasiado tranquilas del mundo académico (la torre de marfil, se decía). La reforma introdujo la participación de todos los estamentos en la toma de decisiones, con más de alguna exageración. Planteó también la necesidad de democratizar el ingreso desde el punto de vista socioeconómico. Pero, sabíamos muy poco sobre la especificidad de la función universitaria. La incorporación de los académicos al movimiento nos ayudó a conocer un poco más la realidad de una institución cuya complejidad no alcanzábamos a percibir. Lo más productivo fue el proceso de revisión de los planes y programas de formación dentro de cada facultad y cada escuela.

La reforma incluyó no pocos abusos. La idea de refundar la universidad era, sin duda, un exceso propio de esos días, en que estaba entablada una competencia política por quién iba más lejos. La verdadera transformación de la universidad, su puesta al día, no era algo que pudiera resolverse en asambleas; las políticas de investigación y docencia no podían decidirse a gritos; el gobierno universitario no se podía definir en términos partidistas ni haciendo votar a los estudiantes para elegir rector o decano. Como se demostró después, los cambios perdurables en la universidad y en el país no podían ser fruto de la imposición.

Vivimos esos años inflamados de entusiasmo, creyendo que había llegado el momento de apurar el tranco, porque así lo exigía la marcha de la historia. No tengo explicaciones satisfactorias para entender ese estado de enajenación que consistía en cumplir los deberes de la militancia incluso a costa de sacrificar la propia individualidad. Pero así fue. El “espíritu de partido” se expresaba hasta en nuestra manera de hablar: usábamos el nosotros para dar a entender que casi nos disolvíamos en el colectivo.

Conciencia escindida

El PC adhería sin reservas a la versión soviética del marxismo, pero a la vez intuía que necesitaba actuar con flexibilidad para ganar influencia en el marco del régimen democrático. No era solo astucia. Había aprendido a valorar la legalidad por haber sufrido la ilegalidad. Allí estaba el núcleo del enfrentamiento con el ultraizquierdismo. Un libro de cabecera de los jóvenes comunistas de entonces era La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo (1920), de Lenin, que criticaba la desviación de izquierda en la política que seguían los comunistas ingleses y alemanes.

En los años 60, el PC demostró perspicacia para apreciar ciertas particularidades de la sociedad chilena, en primer lugar, la estabilidad de las instituciones y la tradición de pluralismo. Se preocupó de acentuar su carácter de fuerza nacional, no exótica, y procuró articular un mensaje que fuera entendido por las capas medias, en el que enfatizaba el objetivo de profundizar los derechos democráticos y satisfacer las necesidades económicas y sociales de la mayoría.

En ese tiempo, muchos artistas e intelectuales ingresaron a las filas del PC, y pusieron sus creaciones y conocimientos al servicio de la causa, lo que permitió que el partido ganara un amplio espacio en el medio cultural. El movimiento de la Nueva Canción Chilena es indisociable de la influencia de numerosos creadores que ingresaron al PC o se sentían muy cercanos: Violeta Parra, Patricio Manns, Víctor Jara, Rolando Alarcón, los conjuntos Quilapayún e Inti-illimani, Osvaldo Rodríguez y muchos otros. En esos años, la evolución del PC chileno guardaba visibles puntos de contacto con la experiencia de los PC de Italia y Francia, que exploraban la posibilidad de transitar hacia un socialismo distinto del soviético, lo que se decantó a fines de los 70 en el fenómeno del eurocomunismo.

El sello de la manera de hacer política del PC en aquel tiempo era el empeño por construir amplias alianzas para que los propósitos revolucionarios llegaran a materializarse. Así, debió bregar en 1969 para que el Partido Socialista aceptara integrar un bloque con el Partido Radical, considerado burgués por algunos sectores socialistas, y con el grupo escindido de la DC que constituyó el Movimiento de Acción Popular Unitario (MAPU). De esa manera surgió la Unidad Popular que, en febrero de 1970, proclamó la cuarta candidatura presidencial de Salvador Allende.

Utopismo y tragedia

“El odio nunca puede ser bueno.”4

Baruch Spinoza

Al atardecer del 4 de septiembre de 1970, los dirigentes universitarios comunistas, socialistas y mapucistas esperamos los cómputos de la elección presidencial en la sede de la Federación de Estudiantes de Chile, ubicada entonces en la Alameda, frente a la Biblioteca Nacional. Celebramos con gritos cuando las radios confirmaron la primera mayoría relativa de Allende. Poco después, llegó el doctor Eduardo Paredes, responsable de la seguridad de Allende, para decirnos que él quería hablar a sus partidarios desde los balcones de la FECH.

Limpiamos el abandonado segundo piso lo mejor posible y, junto a los ayudantes de Paredes, instalamos un rudimentario sistema de amplificación. En pocos minutos, se concentraron miles de personas frente a la FECH. La llegada del candidato fue apoteósica. Estuvimos cerca de él cuando dirigió la palabra a la multitud. Fue un discurso sobrio y emotivo, en el cual recordó la lealtad de mucha gente modesta. Pidió evitar los incidentes y volver en paz a las casas.

Cerca de la medianoche, mientras la gente cantaba y bailaba en la Alameda, Allende ofreció una conferencia de prensa en la sala de sesiones de la FECH, abarrotada de periodistas extranjeros, en la que demostró su dilatada experiencia política y dijo confiar en que su triunfo iba a ser ratificado por el Congreso. Había obtenido el 36,3% de los votos; Jorge Alessandri, de la derecha, 34,9%; y Radomiro Tomic, de la DC, 27,8%.

En un momento, Allende se puso de pie para pedirle a alguien que se acercara y se sentara a su lado, para lo cual hubo que desplazar a algunos dirigentes que se afanaban por aparecer junto al vencedor en las fotos. La persona que estaba pasando inadvertida era Luis Corvalán, secretario general del PC, cuyo partido había jugado un rol decisivo en el triunfo.

Cuando Allende se retiró del local, los dirigentes de las Juventudes Comunistas llevamos a Corvalán a una pequeña sala y le preguntamos: “Y ahora, compañero, ¿qué va a pasar?”. Él nos tranquilizó: “Ahora, nos meteremos por la calle del medio. En este país, la tradición es respetar la primera mayoría obtenida en las urnas, aunque sea por un pequeño margen. El Congreso Pleno no podrá desconocer esa tradición. Mañana mismo, muchos de los que votaron por los otros candidatos reconocerán a Allende como legítimo vencedor”.

Pasaron muchas cosas en los dos meses siguientes, la más estremecedora de las cuales fue el asesinato del general René Schneider, comandante en jefe del Ejército, como consecuencia del intento de secuestrarlo (22 de octubre de 1970), lo que formaba parte de un plan golpista para impedir el ascenso de Allende a la Presidencia. En esos días, estaban fructificando las negociaciones entre la UP y la DC en torno al pacto de garantías constitucionales pedido por la DC para que sus parlamentarios votaran por Allende. Gracias a ello, el 24 de octubre, el Congreso Pleno ratificó su triunfo. Al día siguiente, falleció el general Schneider en el Hospital Militar. Su funeral fue encabezado por Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende.

 

El 4 de noviembre se inició la experiencia de la UP, en medio de los sueños revolucionarios de una parte de los chilenos y los temores de la otra parte. Gracias a la tradición legal, la izquierda, como había anticipado Corvalán, se había metido por la calle del medio.

Al cabo de 3 años

En la mañana del 11 de septiembre de 1973, alcancé a participar en una reunión de la comisión ejecutiva de las JJCC, en calle República, a dos cuadras de la Alameda, mientras algunos militantes sacaban apresuradamente los archivos de la organización para trasladarlos a otro lugar. Ese día, me robaron en el bus la billetera con mi cédula de identidad y un poco de dinero.

Al mediodía, pude observar, desde una casa en las cercanías del Club Hípico de Santiago, las espesas columnas de humo que surgían del Palacio de La Moneda en llamas. Los aviones de la Fuerza Aérea habían consumado el bombardeo. Se escuchaban explosiones por doquier. La perplejidad, el miedo y la sensación de irrealidad se mezclaban en mi cabeza.

Al mediodía del 11, la suerte estaba echada. La Constitución, considerada por mucho tiempo como una barrera infranqueable para cualquier intento golpista, ya no existía. Era la derrota. Tratando de sobreponerme al estado de shock, intenté entrever lo que podía ocurrir en el futuro inmediato. ¿Qué me va a pasar? ¿Qué nos va a pasar? Y como ocurre cuando la realidad es abrumadora, una especie de sopor me impedía ordenar las ideas. Pensaba que, a lo mejor, los partidos de izquierda podrían seguir funcionando legalmente, aunque salieran del gobierno. Tanto nos habíamos acostumbrado a vivir en libertad, que era casi inconcebible la vida en otras condiciones.

El bombardeo de La Moneda fue la señal más abrumadora del cambio que se estaba produciendo ante nuestros ojos, y de la clase de procedimientos que se impondrían de allí en adelante. Cuando se confirmó la noticia de la muerte de Allende, recordé la noche de su victoria. En los días y semanas siguientes, supimos cuánto odio se había desatado.

Vía armada

Para legitimar su victoria, los jefes militares dijeron en los primeros tiempos que las FF.AA. solo se habían adelantado al golpe que preparaban los marxistas. Para respaldar esa versión, la Junta Militar encabezada por Augusto Pinochet dispuso que el almirante Ismael Huerta, primer canciller del régimen, diera a conocer en la asamblea general de la ONU el llamado Plan Z, que había sido concebido, según la denuncia, para descabezar a las instituciones armadas e incluía hasta el asesinato del propio Allende y del general Prats. Tal versión fue diluyéndose hasta desaparecer por completo. Había sido una creación de los servicios de inteligencia para cohesionar a las tropas.

Más tarde, la justificación, ciertamente más verosímil, fue que, ante el estado de anarquía del país, las FF.AA. no habían tenido otra opción que intervenir para evitar la desintegración nacional. Finalmente, a medida que fue aumentando el número de víctimas de las operaciones militares, en particular por los fusilamientos sumarios, el argumento fue que en Chile se había producido una guerra interna.

En realidad, no hubo guerra. Las FF.AA. no encontraron auténtica resistencia al tomar el poder. En las primeras 48 horas, ya habían logrado controlar todo el territorio. El gobierno de la UP se desmoronó rápidamente. Aparte de algunos intentos aislados de resistencia por parte de ciertos grupos de militantes, no hubo verdaderos combates. La máquina militar del Estado demostró tener una fuerza incontrarrestable.

¿Había otra salida?

Hasta hoy, los historiadores se preguntan si había alguna posibilidad de evitar el golpe de Estado en septiembre de 1973, o si Chile había llegado a un punto en el que las alternativas eran únicamente el golpe o la guerra civil.

Hubo quienes se esforzaron por encontrar una solución que, por lo menos, evitara el derramamiento de sangre y salvara las libertades. Los principales esfuerzos en tal sentido corrieron por cuenta de la Iglesia Católica, en particular el cardenal Raúl Silva Henríquez, quien llamó insistentemente a “desarmar las manos y los espíritus”. Fue él quien propició, en julio de 1973, el diálogo del presidente Allende y el senador Patricio Aylwin, presidente de la DC. El fracaso de ese diálogo marcó el punto de no retorno. En los hechos, ambos interlocutores estaban superados por los acontecimientos. El presidente, debilitado en su autoridad, incapaz de poner orden en las filas de la UP, y el líder democratacristiano, sobrepasado por los sectores de su partido que favorecían la intervención militar.

El debilitamiento del gobierno ya era ostensible en octubre de 1972, cuando Allende pidió el auxilio de las FF.AA. para terminar con el prolongado paro de los camioneros, los gremios empresariales, los colegios profesionales y otros sectores, y tratar de poner orden en el país, ya muy agobiado por la inflación, el desabastecimiento, el mercado negro y la violencia. El esfuerzo del general Prats como ministro del Interior y los otros militares que entraron al gabinete solo le dio un respiro al mandatario, quien, a esas alturas, estaba convencido de la necesidad de encontrar una fórmula de transacción. Para su desgracia, “transar” era una mala palabra para el Partido Socialista.

La UP estaba políticamente derrotada antes del golpe. Aunque en la elección parlamentaria de marzo de 1973 obtuvo el 44% de los votos, se consolidó en el Congreso una oposición mayoritaria, que empezó a actuar en una línea de confrontación total. Sometido al acoso de las fuerzas combinadas de la DC y la derecha, el gobierno fue perdiendo en los meses siguientes la capacidad de gobernar e incluso de ejercer autoridad sobre las fuerzas militares y policiales.

Una semana antes del derrumbe, el 4 de septiembre, las fuerzas de izquierda efectuaron un gran desfile frente a La Moneda. Fue impresionante que el allendismo tuviera oxígeno todavía. Sin embargo, los participantes en el desfile teníamos la sensación de que poco o nada podíamos hacer para evitar el hundimiento del gobierno. La pregunta más repetida era ¿cuándo es el golpe? Aunque éramos muchos miles tratando de recuperar la fe y transmitirnos algo de esperanza, sentíamos que avanzábamos hacia el precipicio.

¿Cómo se llegó a ese punto? Paso a paso.

Cómo se descarrila un país

Pocos días antes de asumir la presidencia, Salvador Allende formuló una declaración que levantó polvareda: “No seré el presidente de todos los chilenos”. Aunque luego intentó atenuar el alcance de sus palabras, lo dicho quedó resonando y estimuló la desconfianza hacia el gobierno que iba a encabezar. No había sido un lapsus linguae. Allende solo había verbalizado una disposición de ánimo que a los militantes de izquierda nos parecía lo más normal del mundo: el gobierno de la UP debía responder al espíritu de bando y enfrentar a los enemigos del pueblo.

¿Qué idea de nación tenía entonces la izquierda? Una definitivamente reduccionista, condicionada por las categorías de análisis del marxismo, para las cuales lo determinante eran las relaciones de producción y el carácter de clase del Estado. Así describía al país el programa de la UP: “Chile es un país capitalista, dependiente del imperialismo, dominado por los sectores de la burguesía estructuralmente ligados al capital extranjero, que no pueden resolver los problemas fundamentales del país, los que se derivan precisamente de sus privilegios de clase a los que jamás renunciarán voluntariamente”.

La izquierda veía en Chile solo la ilustración nacional del paradigma universal definido por el marxismo-leninismo. Veía la revolución con miras al socialismo casi como una exigencia de supervivencia del país, pero la mayoría de los chilenos no clamaba por una revolución de esa naturaleza. La ideología dictaba el diagnóstico y, consiguientemente, la medicina.

¿Qué era el socialismo para aquella izquierda? En primer lugar, el dominio estatal de la economía, mediante la expropiación o nacionalización de los medios de producción, pero también mediante el control de la emisión monetaria, el control del crédito, el control de precios, etc. El principio cardinal de la concepción de las transformaciones era la lucha de clases: había que derrotar a la burguesía, por medios legales si era posible, o por otros medios si era necesario.

Al término del gobierno de Eduardo Frei Montalva, en noviembre de 1970, Chile tenía promisorias perspectivas de progreso. Los estratos bajo y medio-bajo habían accedido al consumo de bienes durables. La reforma educacional había extendido la enseñanza media a los grupos postergados. Los obreros agrícolas comenzaron a desembarazarse de las condiciones semifeudales del latifundio. El Estado había accedido a una parte de la propiedad de las grandes empresas del cobre. El camino realista era el de las reformas graduales, que concitaran amplio respaldo social y político, y que se orientaran a mejorar las condiciones de vida de la mayoría. Pero esto exigía no desarticular la vida del país ni generar un cuadro de tensiones insoportables. El país necesitaba cambios, pero también continuidad.

Anteojos oscuros

En el programa de la UP, el nombre de Chile podría haber sido reemplazado por el de Paraguay, República Dominicana o Perú. No había consideración alguna sobre la evolución específica del país, ni mucho menos de los logros del sexenio DC. La izquierda partía de la base que definir a Chile como un país capitalista era una suerte de diagnóstico médico, tras lo cual solo quedaba llevarlo al quirófano. El programa no daba cuenta del país real, con fisonomía propia e historia diferenciada, sino que describía una maqueta ideológica, a la que se le adosaban los deseos de justicia social. De un modo inconsciente, la izquierda anulaba los elementos de verdad de su mensaje -el anhelo de remover los factores de injusticia y perfeccionar el régimen democrático-, al intentar meter la realidad en el molde doctrinario.

Al decir que el país era capitalista, el programa no formulaba una definición económica, sino moral, puesto que la doctrina sostenía que el capitalismo resumía todo lo execrable. Esto implicaba taparse los ojos respecto de todo lo que Chile había logrado. Bastaba con creer que la propiedad privada de los medios de producción era la causa de todos los males para deducir enseguida la gran solución. Esto planteaba un enigma: si el capitalismo era, efectivamente, el origen de todos los males, ¿dónde había que buscar entonces el origen del progreso en la era moderna, que permitía, por ejemplo, que la ciencia del siglo XX pudiera curar enfermedades que habían sido devastadoras 50 años atrás? Si el capitalismo era el mal absoluto, ¿cómo explicar que hubiera generado condiciones para que el ingenio humano llegara tan lejos en campos como las tecnologías aplicadas a la producción de alimentos, los sistemas de transporte, las comunicaciones? ¿Cómo habían surgido la industria farmacéutica, electrónica o petroquímica? O sea, ¿de dónde había surgido todo aquello que se proponía que tuviera otros dueños? Y la pregunta definitiva: ¿Cómo se explicaba que EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Alemania, los países nórdicos, Japón y otras naciones, mostraran un nivel de vida incomparablemente superior al de los países socialistas?

Ambigüedad

La mayor indefinición de la izquierda se relacionaba con los principios de la democracia liberal. Aunque sus partidos habían crecido y ganado influencia dentro de esa democracia, el doctrinarismo la describía como una creación de la burguesía que había que reemplazar por un sistema superior. Lo más extraño era que los partidos de izquierda no extraían las conclusiones correspondientes del proceso de mejoramiento de la democracia concreta que existía en Chile, por ejemplo, la reforma de 1958, llamada de “saneamiento democrático”, que propició el gobierno de Carlos Ibáñez, y que estableció la cédula única en las elecciones, lo que representó un golpe decisivo al cohecho.

El programa de la UP afirmaba: “En Chile se gobierna y se legisla a favor de unos pocos, de los grandes capitalistas y sus secuaces, de las compañías que dominan nuestra economía, de los latifundistas, cuyo poder permanece intacto”. Era un modo de descalificar la experiencia de Frei Montalva. Curiosamente, aquellos latifundistas que la UP estimaba que conservaban intacto su poder, nunca le perdonaron al gobierno de Frei haber iniciado la reforma agraria y favorecido la sindicalización campesina. La izquierda llamaba a la DC “el balón de oxígeno de la derecha”, con lo cual buscaba negar que otras corrientes ideológicas, en este caso el socialcristianismo, pudieran encarnar una alternativa valedera de progreso social.

 

Durante el gobierno de Frei Montalva, el diálogo entre la DC y la izquierda no fue posible sino respecto de coyunturas específicas, sin que llegaran a crearse relaciones de confianza. En todo caso, hubo diferencias entre la posición del PS y la del PC. Mientras los socialistas cumplieron la promesa de negarle a Frei la sal y el agua, los comunistas procuraron actuar con mayor flexibilidad. Por ejemplo, en el primer año del gobierno DC, los parlamentarios socialistas votaron en contra de un proyecto de reajuste de sueldos por juzgarlo insuficiente, mientras que los comunistas lo apoyaron, y argumentaron que, aunque limitado, constituía un avance que beneficiaba a los trabajadores.

En octubre de 1969, se produjo el levantamiento del regimiento Tacna, en Santiago, presentado por los amotinados como una especie de huelga militar para pedir mejores salarios y renovación de equipos. El sello antidemocrático del movimiento era inocultable y pudo haber derivado en una crisis institucional. Frente a ese episodio, el PS tuvo una posición condescendiente con los militares alzados, mientras que el PC condenó el levantamiento sin ambages y puso en tensión todas sus fuerzas para que la Central Única de Trabajadores convocara a un paro nacional en defensa del orden constitucional.

La expresión más flagrante de ambigüedad frente a la democracia fue la decisión del PS en sus congresos de Linares (1965) y Chillán (1967) de proclamar la posibilidad de recurrir a las armas para acceder al poder. O sea, en un país que vivía en condiciones democráticas, los socialistas daban a entender, ni más ni menos, que entre sus opciones estaba la confrontación armada. Esa visión llegó a expresarse en una corriente partidaria que cooperó con la guerrilla promovida por el régimen cubano en Bolivia, donde encontró la muerte el Che Guevara.

Aunque el PC defendió en aquellos años la vía no armada hacia el socialismo, lo que significaba concentrar los esfuerzos en la actividad legal, se preparó también para la otra eventualidad. Como reconoció Luis Corvalán en 1977, el partido se preocupó de entrenar militantes en el uso de armas cortas y automáticas desde 1963.

El acuerdo que no fue

Cuando asumió Allende en noviembre de 1970, pareció que se iba a establecer una relación constructiva entre la DC y la izquierda. Hubo algunos gestos amistosos en los primeros meses, pero el sectarismo predominante en la UP echó por tierra esa posibilidad. Ensoberbecida por su llegada al gobierno, la izquierda no estaba dispuesta a poner en discusión el objetivo de modificar radicalmente la estructura de la propiedad, con el fin de que las clases dirigentes perdieran su base de sustentación material y, de ese modo, se volviera irreversible el cambio en la conducción del Estado. Allende aceptó esa estrategia, con escasa visión de lo que significaba para la suerte de su gobierno. Con excepción de la nacionalización del cobre, aprobada por unanimidad en el Congreso, la ofensiva estatista en la banca, la industria, la agricultura y el comercio terminó por desarticular la economía y generar una dinámica de aguda confrontación.

La relación de la UP y la DC se degradó rápidamente. No pasó mucho tiempo para que Tomic, el dirigente más dispuesto a la colaboración con la izquierda, le escribiera una carta a Allende (3 de junio de 1971), en la que le dijo: “Si el gobierno de la UP prefiere a la DC en la oposición, la DC estará en la oposición. Y dada la base esencialmente popular de la UP y la DC, las relaciones entre ambos serán rápidamente de intenso encono, hostilidad y animadversión. Desgraciadamente, no son profecías. Es la lección de estos 7 meses. Al antagonismo inevitable de ‘la naturaleza de las cosas’, hay que agregar el sectarismo generalizado con que los mandos medios de la UP y la administración se han dado a la tarea de hostilizar a los militantes de la Democracia Cristiana en los servicios fiscales, semifiscales y autónomos; y en las organizaciones campesinas, vecinales y gremialistas; y la agresividad con que son tratados frecuentemente los dirigentes oficiales del PDC y sus representantes por los medios de difusión bajo control UP”.5

Pocos días después de esa carta, el 8 de junio de 1971, fue asesinado Edmundo Pérez Zujovic, exministro del Interior del presidente Frei, por parte de un grupo terrorista de ultraizquierda, lo que provocó enorme dolor e indignación en la DC, que culpó al gobierno por el crecimiento del extremismo. Tal sentimiento no fue fue atenuado por la rápida acción de la Policía de Investigaciones, que acosó y dio muerte a los autores del crimen.

La elección complementaria de un diputado en Valparaíso, en julio de 1971, fue el primer capítulo de la unión opositora contra el gobierno. El candidato DC, apoyado por la derecha, derrotó al postulante socialista, lo que alejó las posibilidades de cooperación. La DC fue derivando hacia una oposición cada vez más cerrada bajo el liderazgo de Frei. Por su lado, los sectores más intransigentes de la UP se encargaron de atizar la política anti DC. Los comunistas, que expresaban una posición de mayor realismo y eran partidarios de algún acuerdo con la DC, no tuvieron ni la convicción ni la fuerza para torcer el rumbo del barco.

Banderas rojinegras

Un papel muy corrosivo jugó el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), a cuya fundación en 1965 concurrieron exsocialistas, excomunistas, extrotzkistas y exmaoistas. Su estreno en sociedad fueron los asaltos de bancos y supermercados en los años de Frei, presentados como actos de “expropiación de la burguesía”. El MIR fue la expresión de la corriente castrista-guevarista que había adquirido gran peso en varios países latinoamericanos. Para que no quedaran dudas de que sus raíces estaban en la Revolución Cubana, el MIR eligió los colores rojo y negro del Movimiento 26 de julio para su bandera. Su líder era Miguel Enríquez, un joven médico titulado en la Universidad de Concepción, que fue la cuna del movimiento. Su mayor influencia estuvo entre los estudiantes, aunque estableció también focos de agitación entre los obreros agrícolas, los trabajadores de algunas industrias y los pobladores de las concentraciones urbanas más pobres.

El MIR fue, en los hechos, la oposición de izquierda al gobierno de la UP, lo que se vio favorecido por las relaciones ambiguas que Allende mantuvo con sus líderes, entre los cuales estaba su sobrino Andrés Pascal Allende. La política del MIR estuvo dirigida a sobrepasar los marcos de la legalidad y radicalizar los cambios. Para sus dirigentes, por ejemplo, la Reforma Agraria era demasiado tibia, e impulsaban entonces la línea de “correr los cercos”, o sea, la expropiación de facto de las tierras. Sin responsabilidad por la suerte general del proceso, el MIR buscó crear un polo de intransigencia revolucionaria que proclamaba el objetivo de conquistar el poder con las armas.

La influencia del MIR habría sido mucho menor si en la UP no hubiera habido sectores que sintonizaban con sus consignas, en particular en el PS. Hubo una zona gris de influencia directa en el Palacio de La Moneda gracias a la posición que allí ocupaba Beatriz Allende, la hija mayor del mandatario, muy cercana al MIR y a los comunistas cubanos, e incluso casada con un agente de la inteligencia cubana, Luis Fernández Oña, que estuvo instalado en la embajada de Cuba en Santiago en el período 1970-73. Allende y los partidos de la UP siempre entendieron que, detrás del MIR, estaba Fidel Castro.

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