El último tatuaje

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Capítulo 3

Johanna

Contaba veinte años cuando tuve por primera vez en mis manos un mango mexicano. Acostumbrado a las frutas del Mediterráneo, el exotismo de esta de color amarillo me tenía fascinado, y más teniendo en cuenta que ahí no había solo una, ¡sino más de mil!

Estábamos transportando ese cargamento desde el puerto de Veracruz al de Nueva Orleans, donde nuestro cliente, un importante comerciante de origen libanés, quería introducir el mango en el mercado norteamericano tras el éxito conseguido con el plátano. Para él, era la ocasión perfecta de hacer crecer aún más su empresa frutera, y para nosotros, el trabajo soñado: tres días de viaje que nos reportarían muchísimo dinero, pues nos pagaban por pieza y a precio de oro. Matías vio allí su gran oportunidad y compró la máxima cantidad de mangos que le permitieron sus ahorros. Una vez a bordo, nos tocó a Jake y a mí cargar las cajas y apilarlas al fondo de la bodega.

Cuando lo tuvimos todo listo, no pude evitar sacar un mango de la caja. ¿Cuál debería ser su sabor?, ¿ácido como el limón?, ¿amargo como el pomelo? No tenía ni la menor idea, pero lo que sí sabía era que, fuera el sabor que fuese, tenía que ser delicioso; si no, ¿por qué iban a pagarnos tanto dinero por ellos? Cuanto más los miraba, más curiosidad me entraba. Entonces, recordé lo que el capitán siempre decía: que es mejor arriesgarse, probar una cosa por uno mismo antes que romperse la cabeza imaginando cómo sería tal experiencia. Le hice caso, me lo llevé a la boca, pero antes de que pudiera pegarle un buen bocado, desapareció de mis manos.

—¡Ni se te ocurra! —me advirtió Jake con mi mango en su poder.

—No vendrá de un mango.

—Davy, no nos podemos permitir perder ni uno —replicó tajante mientras lo colocaba de nuevo en la caja—. Solo con este envío vamos a ganar más dinero que en todo un año, y… podré cumplir mi sueño.

—¿Pero tú tienes un sueño? —pregunté sorprendido—. ¿Y cómo es que no me hablaste nunca de ello?

—¡Pero qué pregunta más estúpida! Los sueños hay que mantenerlos en secreto; si no, no se cumplen.

—¿Hasta en eso tienes que ser supersticioso? —exclamé llevándome las manos a la cabeza—. Va, dime qué es, ¿tú también quieres ser capitán?

Jake soltó una de sus peculiares risotadas en las que abría tanto la boca que podría caberle sin problemas un mango entero.

—Está bien, te lo voy a contar. —Se acercó, y con voz muy baja, me lo confesó—: Quiero irme a vivir a una pequeña isla de la Polinesia que está llena de chicas, y que además, corretean medio desnudas por la playa.

—¿Y… puedo ir contigo? —le propuse mientras se me escapaba a mi también una sonrisita que delataba claramente mis intenciones; pasear por una playa de aguas turquesa rodeado de chicas con los pechos al aire se ajustaba bastante a lo que entonces creía yo que sería la felicidad.

—¡Por supuesto que sí, Davy! —contestó echándose a reír al ver la expresión de mi rostro.

Cada vez que nos cruzábamos en cubierta, en la cocina o en cualquier otro lado del Pistis Sofía, nos dedicábamos una sonrisa que se iba agrandando a medida que nos acercábamos a destino. Nuestra nueva vida en el paraíso estaba a punto de empezar.

Vencidos por ese optimismo que se respiraba a bordo, decidimos montar por la noche una pequeña fiesta en cubierta. Nos sentamos todos sobre cajones de madera y empezamos a brindar por nuestra inminente fortuna y esta vez con tequila, excepto John que quiso su ron. ¡Vaya un sibarita estaba hecho el irlandés! Tras apartarse su botella de añejo ron cubano, sacó su guitarra, cuyas cuerdas, oxidadas, doblaban su grosor original, y empezó a tocar. A pesar del terrible estado del instrumento consiguió sacar de él música, y muy buena; poco me podía imaginar que ese bravucón lobo de mar de pocas y malsonantes palabras fuera capaz de hablar con tanta belleza a través de su guitarra.

Después de escuchar unas cuantas canciones irlandesas, acabamos todos entonando las tradicionales salomas marineras. Drunken sailor la cantamos como treinta veces y cada vez que por lo que fuere nos quedábamos en silencio, bebiendo o tomando una bocanada de aire, Jake arrancaba con la primera estrofa y, claro, seguíamos todos al unísono con el resto: «Way hay and up she raises! Way hay and up she raises! Way hay and up she raises! Early in the morning!». Los cantos se mezclaron con las risas; la brisa, con el sudor de la embriaguez; y los golpes de pie que dábamos contra el suelo, con tímidas gotas de lluvia que, sin invitación, decidieron apuntarse a la fiesta.

Fue tanta la cantidad de tequila que tomé ese día, que era incapaz de distinguir el mar del cielo; solo veía un gran manto negro que nos cubría y no sabía si esas lucecitas que ahí veía eran las estrellas o bien su reflejo sobre unas olas, que al ritmo de la lluvia, crecían en altura. El barco zozobró. Nos lo tomamos a guasa, y más aún cuando una de estas olas rompió con violencia a babor lanzándonos a todos contra el suelo. Las risas fueron tan fuertes que eclipsaron el sonido del goteo de la lluvia que estaba empezando a virar en tormenta. El alcohol se había llevado todo raciocinio; incluso Matías, nuestro sensato capitán, tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar entre carcajada y carcajada. De repente, un relámpago iluminó la noche y tras el estruendo…

—¡Fuego! —gritó alguien— ¡Fuego a bordo!

El palo mayor y la entrada que daba a la cocina estaban ardiendo. Nos dispusimos a apagar las llamas, pero pronto nos dimos cuenta de que mantenerse en pie iba a ser una tarea igual de complicada que mantener el fuego a raya, si no más. Las embestidas de las olas contra el barco eran terribles, pero más terrible aún era la borrachera que llevábamos encima. Las llamas crecían y se abrían paso hacia nosotros cubriendo el Pistis Sofía con una asfixiante nube de polvo y ceniza. Cada segundo era de vital importancia, pues el fuego jamás da tregua; no hace juicios morales y devora todo lo que se pone en su camino, tanto lo bueno como lo malo.

Atamos cuerdas en cubos. Jake y yo nos encargamos de tirarlos al mar y llenarlos de agua; una vez arriba, se los dábamos a Matías y John, que corrían a lanzarlos sobre las llamas. En más de una ocasión los vaivenes del barco nos hicieron resbalar y echar el agua por el suelo, complicando aún más esa batalla que tomaba tintes épicos bajo una tormenta cuyos relámpagos seguían cayendo y a muy pocos metros de la nave.

—¡Vamos, David! —gritó Matías— ¡Ya casi lo tenemos!

Mis venas estaban a punto de explotar, el dolor era inaguantable, pero después de pegar un desgarrador grito nacido de lo más profundo de mis entrañas, conseguí llenar otra serie de cubos. Era increíble ver cómo el cuerpo reaccionaba ante esas situaciones extremas, sacando una fuerza y una resistencia que jamás hubiese creído que tenía.

La frecuencia con la que iban y venían mis compañeros a por los cubos disminuyó. Tenían la situación controlada. El fuego acabó por extinguirse y, salvado ese duro contratiempo, nos dejamos caer sobre la cubierta del barco vencidos por el cansancio. La lluvia caía sobre nuestros cuerpos. Pero lejos de limpiar nuestro sudor, lo que hizo fue abrirnos cortes en la piel. ¡Esas gotas eran como flechas de vidrio! El suelo se tiñó de sangre. Atónito, dirigí la mirada a mis compañeros: el color rojo había sustituido el blanco de sus camisetas. Ellos, al igual que yo, no daban crédito a lo que estaba sucediendo y miraban sus cortes en la piel desconcertados. ¿Serían los efectos del tequila? Fuera lo que fuese, lo que sí era real era el dolor que nos producía cada una de esas afiladas gotas. ¡Qué castigo más implacable nos estaba cayendo del cielo! A quien mandase allí arriba, no le debió de gustar un pelo que estuviésemos celebrando algo que aún no habíamos conseguido.

Nos pusimos de pie, y tratando de protegernos la cabeza con las manos buscamos rápidamente cobijo en nuestros camarotes. Las paredes estaban aun impregnadas del humo del fuego que acabábamos de extinguir, lo que nos produjo a todos un terrible ataque de tos; a buen seguro, este acabaría con nuestros maltrechos pulmones de fumadores si no salíamos, pero el aire fresco de fuera había que pagarlo ¡y con sangre! El barco dio un fuerte bandazo que casi lo hace volcar. Ahí sí que nos asustamos de verdad y nos dimos cuenta de que no podíamos dejarlo a la deriva: teníamos que empuñar el timón y mantener la nave a flote.

Salimos de los camarotes y afrontamos esa lucha contra los elementos como los auténticos marineros que éramos. Matías saltó a los lomos de un Pistis Sofía que iba como caballo desbocado para domesticarlo, pero el barco no respondía, el timón se había trabado. John, el primero en darse cuenta, subió a agarrar también el timón y al ver que juntos tampoco podían, nos gritó a Jake y a mí para que nos uniéramos al grupo. Éramos cuatro personas, pero ni así fuimos capaces de doblegar el maldito timón y hacerlo ceder a nuestros deseos. Entonces, un halo de luz atravesó los negros nubarrones: la luz de un faro. Estábamos muy cerca de tierra y de la salvación, solo teníamos que conseguir llevar el barco en esa dirección. No fue preciso intercambiar ninguna palabra entre nosotros, tiramos todos del timón hacia estribor. Los gritos de dolor ganaron a los de los truenos. Ni el cansancio, ni la sangrienta lluvia que no dejaba de azotarnos iban a echarnos para atrás. Tiramos una y otra vez, hasta que el timón cedió y pudimos orientar la nave hacia el faro. Habíamos ganado el control, pero el barco avanzaba a una velocidad endiablada, si seguíamos a ese ritmo íbamos a estrellarnos contra el puerto.

El faro se hacía cada vez más grande en el horizonte. El capitán, asustado, se aprestó a echar el ancla para tratar de disminuir la velocidad y, entonces, el barco se detuvo violentamente mandándonos a todos al suelo, menos a John que seguía bien agarrado al timón. Nos miramos y por el brillo que vi en los ojos de mis compañeros comprendí que acabábamos de salir de una peripecia que fácilmente podría habernos costado la vida. La lluvia amainó, el mar se replegó y ahora sí, caímos dormidos en cubierta. Después de la tempestad llega la calma. Sí, cierto, pero a veces esa calma es más efímera que una botella de licor en manos de Matías.

 

Al despertar me sorprendió encontrarme en la cama de mi camarote. Llevaba puesta mi camiseta, llena de agujeros y manchas de sangre. Iba a cambiármela, pero antes quise salir a cubierta a buscar a mis compañeros. Al primero que encontré fue a John el irlandés, sentado en el suelo y con su espalda apoyada en el palo mayor que de mitad para arriba había perdido su grosor y cambiado su bonito color marrón por un negro ceniza.

—¿Ya estás mejor? —me preguntó sin dirigirme apenas la mirada.

—Sí. Creo que sí.

—Llevas durmiendo dos malditos y sangrientos días.

—¡Qué dices!

John asintió, y aprovechó ese movimiento de cabeza para soltar un escupitajo que tras dibujar una parábola en el aire acabó fundiéndose con el mar.

—Bueno… supongo que mi cuerpo no está preparado para tanta guerra —contesté algo avergonzado—. ¡Pero conseguimos salvar el barco!

—Salvamos el maldito barco pero no sirvió para nada.

—¿Cómo que no?

—Tenemos que quedarnos aquí al menos una semana para reparar el palo mayor y las velas. —Apretó fuertemente los dientes y siguió—: No vamos a poder entregar el maldito cargamento.

Es curioso que, cuando te dan una mala noticia, la primera reacción que se tiene es la de no creer lo que te están contando. Salí directo hacia la cocina con la esperanza de encontrarme con Matías y que me dijera que aquel cuento del irlandés era mentira. Pero en vez de dar con el capitán allí estaba Jake, y obtuve al momento la respuesta que buscaba sin necesidad de preguntarle: estaba comiéndose un mango.

—Entonces… —solté con voz temblorosa—. Lo que me acaba de contar John es verdad.

—Sí, Davy —dijo mientras me ofrecía un trozo del mango que estaba cortando con su cuchillo, el mismo que usaba para afeitarse la cabeza—. ¿Quieres probar?

—¿Y qué se supone que va a pasar ahora? —dije rechazando ese trozo, que acabó al instante en la boca de Jake.

—Pues que tenemos ciento veinticuatro cajas llenas de mangos para comernos, eso pasa.

—¿Me estás diciendo que… no hay manera de… cumplir con el envío?

—No —respondió entre mordiscos—; la fruta no va a aguantar tanto tiempo.

—¿Y nuestra isla?

—Tendrá que esperar.

—¡No! —grité, al mismo tiempo que apaciguaba mi rabia dando un puñetazo contra la pared de la cocina.

—Davy, estas cosas pasan a menudo. Cuanto antes nos hagamos a la idea, mejor. Además, míralo por el lado bueno: ¿no querías comerte un mango? Ahora tienes todos los que quieras.

—¿Sí? Pues ya te los puedes meter todos por el culo.

Me fui de allí airado. Pero Jake, en lugar de enojarse y correr a buscarme para empezar una de nuestras habituales peleas, se quedó allí, sentadito en su taburete comiendo mangos sin parar, uno detrás de otro.

Busqué al capitán por todos lados, pero no aparecía. Me propuse bajar a puerto, y cuando iba a saltar me di cuenta de por qué esa noche el barco frenó de golpe. El puerto era de bajo calado, con lo que el Pistis Sofía acabó clavando la quilla en el fondo del mar y quedó varado a unos veinte metros del muelle. Todos los otros barcos que había atracados estaban a una distancia parecida y eran unos pequeños botes de remos los que cubrían el trayecto al puerto. Llamé a uno de esos muchachos, y tras el pago de media docena de cigarrillos, pues no tenía ninguna moneda en los bolsillos, me dejó en el muelle. El capitán estaba sentado sobre un banco de piedra sin su habitual gorra, con el pelo alborotado y amorrado a una botella de tequila

—Buenos días, grumete —soltó al verme, y le pareció una ocasión inmejorable para tomar un nuevo trago.

—Me contaron lo del cargamento —comenté con pesar.

—¡Bah! No le des más vueltas —dijo intentando quitarle hierro al asunto, aunque su tristeza era más que evidente—. De todos modos, grumete, no hay que olvidar lo más importante: conservamos la vida. El barco, necesita unos arreglos, arreglos bastante importantes por cierto; pero, una vez solucionados, volveremos a ser los reyes del océano.

Consiguió sacarme una sonrisa. Él ni se inmutó, siguió sin mudar su porte serio y sombrío. Aunque uno esté acostumbrado a esos vaivenes de la vida, no por ello dejan de ser menos dolorosos.

—Lo que me revienta enormemente —añadió elevando el tono de voz— es que no podré pagaros vuestros honorarios. Todo lo que tenía lo gasté en esos condenados mangos.

—¡Para mí no es problema, capitán! —exclamé al momento— Esperaré lo que haga falta. Es más, voy a ayudarte a recuperar todo el dinero perdido.

Matías me dirigió una larga mirada en silencio, que conociéndolo, sabía que era su manera de expresar agradecimiento sin tener que usar la palabra «gracias». Entre tantas virtudes que atesoraba el capitán, también se le colaba algún defectillo, pues le costaba horrores pronunciar esa palabra. Creía que hacerlo, no solo lo ponía en una situación de inferioridad, sino que le daba la sensación de quedar en deuda con la otra persona.

—¿Sabes? Tienes mucha energía ahí dentro —dijo al fin, rompiendo ese silencio— Sin ti no hubiésemos podido mover ese timón.

El capitán quiso tomar un nuevo trago, pero a la botella ya no le quedaba líquido.

—¡¡Maldición!! —gritó, con tal desespero, que cualquiera que pasara por ahí hubiese creído que le entristecía más no tener tequila que haber perdido su dinero—. ¿Puedes hacerme un favor? Ve a la tienda que hay en la plaza y tráeme otra botella.

Del bolsillo de su chaquetón sacó un par de billetes, sus últimos billetes. No se los acepté. Lo menos que podía hacer era invitarle a un trago, sobre todo teniendo en cuenta que ahora mis ahorros eran una fortuna comparado con lo que a él le quedaba.

Siguiendo por el muelle entré por un arco de piedra de piedra, que casi se caía de lo antigua y desgastada, a la mexicana ciudad amurallada de Campeche. Al parecer, su localización al norte de la península de Yucatán, muy cerca del mar Caribe, así como su fama como puerto exportador de palo de tinte, hicieron de ella una golosina demasiado tentadora para piratas, filibusteros y demás bandidos del mar. Los ataques fueron tan frecuentes que los gobernadores de la época se vieron obligados a protegerla, construyendo una reforzada muralla circular de la que ya solo se conservaban en estado aceptable los baluartes, de donde los cañones asomaban orgullosos sus abolladas cabezas.

Dentro de las murallas el pasado colonial estaba muy vivo en sus amplias calles. Las casas, cuadradas, de no más de un piso de altura, tenían la peculiaridad de estar pintadas de un solo color y distinto del vecino. Había casas rojas, azules, verdes, púrpura, naranja o amarillas, no faltaba ni un solo color del arcoíris. Sus habitantes en cambio, eran algo más sobrios al vestir. Pantalones oscuros y camisa clara para los hombres, en tanto que las mujeres, con su tradicional huipil blanco, le ponían un punto de color con sus flores estampadas. Mi atuendo desentonaba con esa moda mexicana, y más con mi camiseta, llena de cortes y goterones de sangre. Hasta entonces no había sido consciente de mi deplorable aspecto; solo al compararme con los demás me preocupé por estas cosas, y ya estaba más pendiente de comprar ropa nueva que de lo que realmente importaba: conseguir esa botella para el capitán.

La torre de la catedral se alzaba por encima de las casas lo que me ayudó para acabar de orientarme. La plaza principal de Campeche era mucho mayor de lo que pensaba. Agrupaba a su alrededor, formando un recinto rectangular, a los edificios más importantes de la ciudad y que compartían una misma planta baja con una larga e impresionante colección de arcos que acogía tiendas de todo tipo. De una de ellas vi salir a un par de mujeres con sus cestos llenos. Supuse que aquel sería el lugar del que me habló el capitán; entré y por poco no caigo al suelo del golpe que me llevé. Su dependienta me robó el corazón —y ya no me lo iba a devolver—. Era diferente a las chicas de esa ciudad: solo compartía con ellas la misma piel morena, pues por todo lo demás parecía de fuera; su cabello era trigueño y ligeramente ondulado; por no hablar de sus ojos, de un verde difícilmente descriptible cuyo brillo eclipsaba todo lo demás, incluso el collar de pequeñas perlas con el que decoraba su cuello.

—¿En qué puedo ayudarte? —me preguntó con su suave y melodiosa voz, que lo que hizo fue liberarme del influjo de sus ojos para caer en una celda, cuyos barrotes, dos finos trazos rosados, pintaban la obra de arte más bella que jamás había visto: su sonrisa.

La sangre corría como mar embravecido por mis venas. Todo mi cuerpo estaba temblando; y cuando digo todo, quiero decir absolutamente todo, desde las puntas del pelo hasta la uñas de los pies.

—¿Hola? —insistió ella—. ¿Hablas mi idioma?

—Sí… —balbuceé, luchando contra mis nervios, mucho más punzantes que aquella extraña lluvia que llenó de cortes nuestra piel—. Estoy buscando una botella de tequila. ¡Eso es! Una botella de tequila. Pero oye, no pienses que es para mí. ¡No! Es para mi capitán, yo no soy alcohólico. Es más, nunca bebo. ¡Bueno, sí! Sí bebo. Cada día, y los licores más fuertes del mundo; soy un marinero, un tipo duro ¿sabes? Pero bueno… esta botella es para mi capitán, sí, para mi capitán.

Y ahí, delante de la mujer más hermosa del mundo, estaba el hombre más estúpido del universo.

—¿Esta te va bien, marinero? —dijo mientras me mostraba la botella más cara de tequila que tenía.

—¡Sí! Esa es perfecta —dije sin discutirle el desorbitado precio.

Cogí el tequila, le dejé el dinero sobre el mostrador y, como si tuviese delante a una bestia salvaje, salí de allí a toda prisa.

Ya en la calle, me di cuenta de lo bobo que había sido. No me podía permitir perder otra oportunidad de conocer a una chica como esa, y mucho menos después de lo aprendido en Niza. Había mucho que ganar y poco que perder. ¡De hecho, no había absolutamente nada que perder! Si la invitaba a salir y aceptaba, ganaría una fantástica cita; y si no, bueno, habría ganado la experiencia de haberlo intentado. ¿Por qué tanto miedo, pues? Sí, decidido, esta vez iba a comportarme como un marinero de verdad. Di media vuelta y entré de nuevo en la tienda.

—¿Te has dejado algo? —me preguntó ella regalándome otra de sus letales sonrisas.

—No. Es solo que quería decirte que…

—¿Qué?

—Que, vaya, que me gustaría…

—Sí, dime.

—Que me dieses uno de esos sacos de azúcar que he visto que tienes ahí detrás.

La muchacha se giró y se encontró ante sí con unos enormes sacos de azúcar de cincuenta kilos cada uno.

—¿Estás seguro? —dijo sorprendida—. ¿No será mucho peso para ti?

—¡Para nada! Puedo con él, soy marinero y…

—Sí, ya sé. Me lo contaste —cortó dejando escapar una tímida risa que le hizo marcar aún más sus hoyuelos.

—¡Pues eso! Puedo con este saco y muchos más.

Lo agarré y ¡cómo pesaba el condenado! Lo levanté y mi espalda lanzó tal crujido que debieron de oírlo hasta en el Pistis Sofía. El saco cayó al suelo.

—¿Te ayudo? —dijo ella detrás de mí.

—¡No! —contesté intentando disimular mi gesto desencajado por el dolor.

Cogí aire, levanté otra vez el saco y, tras chocar contra una estantería, conseguí cargármelo al hombro. Realmente, la chica tenía razón, el peso era mucho para mí, pero resoplando y dando pasos cortos conseguí salir de la tienda con el azúcar a cuestas. La sangre quemaba mis mejillas, no sabía si debido al brutal esfuerzo que estaba haciendo o por la vergonzosa escena que acababa de protagonizar.

—¡Marinero! —gritó ella.

No podía creerlo, ese ángel estaba viniendo hacia mí. El cielo me daba otra oportunidad. Cuando me atrapó, me miró y me dijo:

—Te dejaste el tequila.

¡Qué despiste! Lo había olvidado por completo. Ella me iba a ahorrar tener que volver a la tienda, pues llevaba la botella consigo. Al querer dármela, nos encontramos con el problema de que no tenía manos libres para cogerla. Balbuceé algo sin sentido, y al ver ella que yo no acababa de reaccionar del todo, tomó la iniciativa y me puso la botella debajo del brazo.

 

—Espero que no la pierdas —comentó acomodándose uno de sus dorados mechones detrás de la oreja.

—No. Seguro que no.

Fue lo único que logré decir. Seguí mi camino hacia el puerto haciendo malabares para que no se me cayesen ni el saco ni la botella. Fueron cuarenta minutos muy duros pero, al final, conseguí mi objetivo: darle la botella al capitán y librarme de ese saco de azúcar. Lo dejé a la entrada de la cocina ante la atenta y pasmada mirada de Jake que aún seguía comiendo mangos.

—¿Pero se puede saber dónde vas con eso?

—No preguntes —dije apoyándome en la pared para recuperar fuerzas.

—¿Que no pregunte? Vamos a ver: si vienes con un saco de azúcar tan grande como el culo de un cachalote sin que nadie te lo haya pedido, es normal que te pregunte, ¿no crees?

—Lo tenían de oferta, ¿vale? —contesté, notando cómo se me enrojecían las mejillas.

—Y si resulta que están de oferta las bragas de encaje, ¿también te las vas comprar?

—¡Pues puede que sí! —grité enrabietado.

—Davy, ¿a ti qué coño te pasa?

—Perdona, Jake —dije tratando de calmarme—. Mira, que sí, que tienes toda la razón. Lo voy a devolver ¡y ahora mismo!

Me marché con tal cabreo encima que dejé el saco ahí olvidado. Jake no salía de su asombro y, después de negar con la cabeza unas cuantas veces, decidió continuar con lo suyo: pelar y comer mangos. Supersticioso como él era, creía que no había nada que trajese peor suerte que el tirar comida. Por nada del mundo iba a permitir que eso sucediese, y aunque sabía que por mucho que comiera jamás llegaría a terminarse ni un uno por ciento de toda la fruta, no desistió y siguió firme con su propósito, comiendo mangos durante más de media hora, hasta que un extraño ruido lo detuvo: alguien acababa de irrumpir en la cocina.

—¡¡Pero Davy!! —exclamó Jake al ver que aparecía yo con otro saco de azúcar cargado a mi espalda.

—No preguntes —murmuré.

—No preguntes, no preguntes… —rezongó—. ¡Pero qué quieres que haga con tantísimo azúcar!

—¡Y yo qué sé! —contesté descargando esos nuevos cincuenta kilos de azúcar—. Haz mermelada.

Me fui. Estaba furioso conmigo mismo, mucho más que la primera vez. Jake, en cambio, se quedó tranquilo sentado en el taburete valorando mi último comentario. Lanzó una mirada hacia los sacos; otra hacia los mangos.

—Davy, eres un genio —dijo Jake emocionado.

Yo, por mi parte volvía a emprender otro viaje a la ya más que familiar tienda. Iba a ser el último, eso lo tenía clarísimo.

—¿Vienes a por más azúcar? —me soltó ella nada más verme entrar.

—¡No! —contesté con firmeza—. Vengo a decirte… —y ahí me volví a encasquillar.

—¿Qué?

No sabía qué decir, pero sí que tenía que ser algo distinto a «dame otro saco de azúcar»; cualquier cosa bastaría, lo primero que se me ocurriera, lo que fuera…

—Creo que eres la puta mujer perfecta.

—¡¿Qué?! —exclamó ella muy ofendida.

—¡No, no! —negué nervioso—. No me malinterpretes, no quería decir ninguna grosería, es solo que… ¡Mierda! ¿Ves? No sé qué decirte. Mis ojos no están acostumbrados a tanta belleza y me quedo bloqueado. De verdad, no sé cómo empezar a hablarte y, cada vez que lo intento, acabo comprándote uno de esos sacos. Créeme, ya no tengo espalda, ni espacio en el barco para más azúcar.

A ella le dio un ataque de risa, lo que no me hizo ni puñetera gracia, pues mi discurso era de lo más serio. Pero, a pesar de ello, me acabé contagiando de su buen humor y nos reímos juntos.

—Bueno, lo que quería pedirte —añadí, ya más relajado— era si querrías acompañarme a dar una vuelta. Voy a estar unos días en Campeche y no me perdonaría zarpar sin haber pasado una tarde contigo.

Se hizo el silencio. Su preciosa mirada se cruzó con la mía. No iba a poder aguantar mucho…

—¿Qué… me… dices? —tartamudeé; mis nervios ya empezaban a hacer de las suyas.

—Pásame a buscar hoy a las cinco.

—Aquí estaré.

¡Lo había conseguido! Me giré para irme lo más rápido posible antes de que la euforia se subiese a mi cabeza y empezara a decir alguna tontería que le hiciese cambiar de idea.

—¡Disculpa! —dijo ella frenando mi huida.

—¿Sí?

—¿Cuál es tu nombre?

—David y… ¿el tuyo?

—Johanna.

Mi gran historia de amor había empezado.

La espera se me hizo eterna. Me fumé hasta el último de mis cigarrillos mirando el reloj de la catedral segundo tras segundo, como si de ese modo tratase de empujar las manecillas para que fuesen más rápido. Tantas veces miré el número cinco, que lo encontré el número más bonito de todos; además, reparé en que mi nombre tenía cinco letras y estábamos en el día cinco del quinto mes de un año terminado en cinco, ¿cómo no iba a convertirse desde entonces en mi número favorito?

El momento tan esperado llegó con su correspondiente sonar de campanas. Fui hacia la tienda, y de camino, me alisé con las manos un par de arrugas de mi nueva camisa de algodón que había comprado ese mismo día. No es que renegara de mi condición de marinero ni mucho menos, pero cada ocasión requiere lo suyo: no iba a navegar en traje y corbata, como tampoco me pondría a escalar el Everest vestido de campo y playa. La clave del éxito está en saber proveerse bien de lo que se necesita en cada caso, y no hacía falta ser muy avispado, para darse cuenta de que una camiseta ensangrentada no era la mejor arma para conquistar a una dama.

—Llegas muy puntual —exclamó ella con aire risueño.

—Eh… Sí —dije controlando mis temblores, que despertaban siempre que ella estaba cerca.

—¿Conoces ya la ciudad?

—No.

—Entonces, ¿qué has estado haciendo todo ese tiempo?

—Mirar las agujas del reloj.

Johanna se rio con ganas.

—No, no es ninguna broma, te lo aseguro.

—Deja, pues, que te la muestre como es debido —propuso ella con una mirada que desarmó aún más un corazón que ya hacía rato que había capitulado.

Cerró el portón de madera de la tienda y nos pusimos en marcha. Ella a los pocos pasos se cambió rápidamente de lado, lo que me dejó algo perplejo.

—Cuando camino con alguien no me gusta tenerlo a mi izquierda —explicó al ver mi reacción.

—¡No me digas que también tú eres supersticiosa!

—Sí, un poco —dijo mordiéndose el labio—. ¿Acaso los marineros no lo sois?

—Algunos lo son, y mucho —contesté pensando, obviamente, en Jake—. Pero ese no es mi caso.

—Entonces no te importará que yo camine por tu lado izquierdo.

—Para nada. Mientras pueda encontrarte en un lado o en el otro, yo feliz.

Sonreímos y seguimos paseando por la ciudad intercambiándonos alguna que otra tímida mirada. Campeche era tierra de leyendas y Johanna se las sabía todas. Ella disfrutaba contándomelas y yo más escuchándolas; aunque a decir verdad poco me enteraba de qué iban, pues toda mi atención estaba en sus ojos, sus gestos o sus labios. Me habló de una famosa esquina con nombre de animal, no recuerdo si dijo toro o gallo, y otra que llamaban esquina de los vientos, pues por alguna extraña razón, como pude comprobar por mí mismo, el viento soplaba con mucha más fuerza que en ningún otro lugar de la ciudad.

Unos viejos peldaños de piedra salpicados de moho nos llevaron a la parte superior de la muralla. La vista era espectacular: el mar, al no encontrar ninguna montaña o acantilado que sirviesen de marco, se expandía a lo ancho en su tremenda inmensidad haciendo curvar el horizonte ante mis ojos. Sus olas brillaban de un modo especial y, por un momento, como si hubiera sido transportado en el tiempo, me pareció ver los barcos pirata de antaño surcando esas aguas caribeñas. Nos quedamos en silencio contemplando el paisaje. Habría permanecido horas así, realmente sentía que no me faltaba nada.

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