El último tatuaje

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—Ponme otro —dije con voz ronca al camarero mientras señalaba el vaso vacío.

—¿A qué esperas? —soltó alguien a mi lado—. ¡Ve a por ella!

A mi derecha estaba un tipo de edad incierta cuyo aspecto daba algo de grima. Estaba tan delgado que parecía un esqueleto con piel y pelo. Si eso no fuera suficiente, le faltaba un trozo de oreja, y a su sonrisa unos cuantos dientes.

—Pero ¿qué le digo? —le contesté—. «Perdona, ¿sabes? Eres la puta mujer perfecta».

—Pues eso mismo.

—¡Cómo le voy a decir eso!

—Lo que importa es cómo se lo dices. Puedes decirle cualquier estupidez, que, si lo haces de la manera adecuada, querrá conocerte.

—Lo que tú digas —mascullé menospreciando su consejo—, pero he de buscar algo mejor para decirle.

—Cuanto más pienses, peor. Ve allá, dile eso o lo primero que se te ocurra. Tempus fugit, marinero.

Me acabé el ron de un trago. Miré a la chica con determinación, me levanté del taburete y… me volví a sentar.

—¡No puedo! —exclamé frustrado—. Es demasiado perfecta. Voy a ir allí y pensará que soy un tipo asqueroso que no se ha duchado en años.

Germain se echó a reír.

—¿Y desde cuándo le preocupa eso a un marinero?

Tenía razón, ese comportamiento no era propio de alguien acostumbrado a lidiar con la furia del mar. Hablar con la chica, por muy guapa que fuera, no iba a costarme la vida; no había motivo real para tener miedo. Era tiempo ya de comportarse como un auténtico marinero. Justo en ese momento, cuando la decisión ya estaba tomada, ella se incorporó, comprobó que no se dejaba nada en la mesa y se dirigió a la salida.

—Tu última oportunidad —me susurró Germain.

La chica pasó por mi lado acomodándose su pequeño bolso en el antebrazo. Era ahora o nunca; un «hola», un «perdona», un lo que fuera. Abrí la boca; las palabras no salieron. Ella siguió su camino sin darse cuenta siquiera de mi existencia y se esfumó igual de rápido que los sueños lo hacen al abrir los ojos.

—¡Soy un desgraciado! —exclamé dando un golpe en el mostrador.

—La desgracia te la labras tú solo, muchacho.

—Ponme otro ron —pedí con agresividad al camarero.

—Así no vas a conseguir nada —me recriminó Germain.

—¡Y quién coño eres tú para darme consejos!

Se arremangó la camisa y me mostró el tatuaje que llevaba: una calavera.

—¿Un pirata?—solté asustado.

—No —contestó con una carcajada tan violenta que casi manda al suelo los pocos dientes que le quedaban—. Me llamo Germain, soy escritor, y esta calavera no tiene nada que ver con la piratería, es el Memento mori. Lo usaban los religiosos en la Edad Media como recordatorio de lo corta que es la vida terrenal. Hoy estas aquí, pero mañana no lo sabes. Hay que aprovechar cada instante y, por supuesto, no dejar escapar las oportunidades.

Señaló entonces a un hombre de unos cincuenta años que, sentado a lo lejos, tomaba un triste vaso de leche. Se distraía retocando las alas de su viejo sombrero, a juego con unos zapatos tan gastados que, a su lado, mis botas parecían recién salidas de fábrica.

—¿Cuánto dinero dirías que tiene ese?

—Muy poco, la verdad.

—Pues es uno de los hombres más ricos de la ciudad.

—¡Qué! —grité alzando tanto la voz que me acabó oyendo todo el local menos aquel tipo, que seguía sumido en su mundo.

—Es Jean Louis y tiene una verdadera fortuna, pero no se gasta un céntimo por miedo a lo que le pueda pasar mañana. Y ahí lo tienes, bien entrado en la madurez sin disfrutar de su dinero. En su lugar, yo me dejaría de tonterías y me pediría el licor más caro; y además, invitaría a todo el mundo.

Levantó su taza de café a modo de brindis imaginario hacia todos esos clientes a los que él habría invitado, el tal Jean Louis incluido.

—Pobre hombre —siguió Germain—. Me recuerda a esa gente que se guarda la mejor botella de vino para una ocasión especial. ¡Qué estupidez! Ábrela hoy, estás vivo, ¿acaso hay una ocasión mejor?

Al decir eso me lanzó una mirada como si esperase una respuesta por mi parte que jamás llegó.

—Bueno, marinero —concluyó tras darle un último sorbo a la taza y dejarla sobre el mármol de la barra—. Me encantaría seguir conversando contigo, pero debo irme. Hay un asunto del que tengo que ocuparme y ya llego tarde.

Me dio un fuerte apretón de manos, y alargó un par de billetes al camarero para que se cobrara mi ron. Obviamente rechacé su ofrecimiento, pero no quiso atender a razones y se fue a toda prisa. Fuese pirata, escritor o viajero, no cabía duda de que había algo misterioso en su persona. Su penetrante mirada, su particular manera de gesticular al hablar, así como su acento, que no tenía nada de francés, me dejaron un buen rato pensativo. Desde luego, no era de Niza, pero ¿de dónde?

Me puse a recorrer las calles con el objetivo de conseguir una chica, y esta vez ya no hacía falta que fuese un monumento a la belleza; no me podía permitir el baldón de partir de ese puerto sin un beso de alguna de ellas. Cansado de dar vueltas sin éxito, me senté un momento en un banco de la plaza mayor y me quedé mirando la estatua del personaje que le prestaba su nombre, Giuseppe Garibaldi. Aventurero y militar a partes iguales, sus campañas se saldaban con victorias, siendo la unificación de Italia su mayor éxito y por lo que se le acabaría recordando. No era alto ni fuerte; pero a pesar de ser poca cosa, su porte infundía respeto y admiración. Unos orígenes muy humildes y un físico nada privilegiado no le frenaron en absoluto para salir a la conquista de sus sueños. Quizá también yo debería hacer como él, dejarme de tantas historias, pensar menos y actuar más.

La noche cayó y me encontró paseando de nuevo por el Promenade des Anglais. Un bullicioso grupo de jóvenes pasó por mi lado: los chicos iban con levita y pelo engominado; las chicas engalanadas con sus mejores joyas. Se dirigían al Palais de la Jetée, un casino flotante a cincuenta metros de la orilla que se asemejaba ligeramente al Taj Mahal indio, aunque hecho de hierro y cristal. Entre risas y comentarios jocosos —e impacientes por reventarse su dinero, que seguro sería mucho—, cruzaron la pasarela que les llevaría a ese majestuoso templo del juego.

Aunque no disponía de mucho contante en mis bolsillos, sí tenía lo suficiente como para jugar un par de partidas al blackjack. Me gustaba el juego y me tenía por buen jugador, así que me fui envalentonando y, presuroso, también yo crucé la pasarela. Adelanté a un hombre con un gracioso bigote tipo cepillo que llevaba del brazo a una preciosa pelirroja a la que doblaba en edad y estatura. Rico y con una mujer así del brazo, ¿qué más se podía pedir en la vida?

El sonido de la ruleta se mezclaba con los gritos de los apostantes. Las luces de las lámparas árabes que colgaban del techo empezaban a revelarme parte del exotismo oriental con el que estaba decorado su interior. Mis ojos brillaban de la emoción, ¡era mucho más grande y lujoso de lo que parecía desde fuera! Una mano frenó mi avance.

—Lo siento, pero es obligado vestir de etiqueta —dijo uno de los tres gorilas que vigilaban la puerta.

—¿En serio me lo dices? —contesté quitándome su mano de encima—. ¿No puedo entrar ni siquiera cinco minutos?

—Las normas son claras.

El señor del bigote entró sin ningún problema, y al hacerlo me dirigió una altiva mirada; la chica que iba con él fue más amable y, aunque en un primer momento me miró confundida, acabó dedicándome una fugaz sonrisa. A mis espaldas, los empujones de la gente ansiosa por jugar me echaron al fin para atrás.

Divagando por las ya oscuras calles de Niza me daba cuenta de que mi paso por ese puerto no iba a ser nada productivo. Por mucho que me dijera Germain, sin una buena apariencia no tenía absolutamente nada que hacer. Se me cerraban todas las puertas, y no solo las de los casinos. Las princesas buscan príncipes, no malolientes marineros de tres al cuarto. Pero, aunque era consciente de ello, no podía sacarme de la cabeza aquella chica. La deseaba, la quería tener en mis brazos.

—¿A dónde vas, marinero? —me interpeló una voz carrasposa.

Repasándome con la mirada estaba una prostituta entrada en carnes y años. Iba maquillada con tan mal gusto que parecía escapada de un circo. La ignoré por completo.

—¿Estás seguro de que no quieres pasar la noche conmigo? —insistió—. A estas horas ya no encontrarás a ninguna niña, y partir de un puerto sin haber estado con ninguna no es propio de un auténtico marinero.

Un ardiente sentimiento de rabia me embargó. Lo que me decía era cierto, ni conseguí ni conseguiría ya ninguna chica, a no ser que… Bueno, quizá Jake no andaba errado, y uno tenía que comerse muchos calamares antes de poder aspirar a una sirena. Pero, ¿realmente hacía falta empezar con ese gigantesco calamar sacado de las profundidades marinas? No era en absoluto un buen comienzo, pero había que empezar con algo; y quién sabe, puede que mi compañero también pasara por lo mismo antes de coleccionar tantas amantes como tatuajes. Decidido: iba a pensar menos y actuar más, me comportaría de una vez por todas como lo haría un verdadero marinero. Di media vuelta y fui en busca de la mujerona.

Media hora más tarde salía de un apestoso burdel, tan aturdido que apenas podía mantenerme en pie. No tanto por el olor a orines y colonia barata que desprendía la cama en la que nos acostamos sino por la experiencia vivida bajo sus sábanas, en la que, entre otras cosas, descubrí que a las prostitutas francesas les gustaba llevar tatuajes tanto como a los marineros. Tenía cinco corazones tatuados bajo los cuales lucían las iniciales de los que fueron sus amantes preferidos. Mis iniciales jamás figurarían en su piel. Vomité. Mi cuerpo quería quitarse de encima ese horrible momento; pero, por mucha bilis que echara, no conseguía arreglar nada. Quise irme de allí a toda prisa pero tropecé con mis propios pies y di de bruces en el suelo. Me levanté y las arcadas volvieron, con tal violencia que me hicieron perder el equilibrio de nuevo. Quise frenar la caída apoyándome en una farola, con tan mala suerte que, del impacto, el poste se torció y dejó caer uno de sus globos de cristal sobre mi cabeza mandándome de vuelta al suelo. Ahí me quedé, tendido entre vómito y cristales.

 

Un grito desgarró la tranquilidad de la noche. El miedo primero y luego la curiosidad me despejaron. No sabía qué sucedía, pero debía de ser algo grave, pues el ruido y el alboroto crecían por momentos. Me puse en pie, el dolor de cabeza era tremendo, pero decidí ir a echar una ojeada.

Un corrillo de gente se había formado en la entrada de la ciudad vieja. A codazos, conseguí hacerme un lugar y lo que vi me sobrecogió sobremanera. En el asfalto yacía un cuerpo inerte y a su lado, un coche de carreras con capó abollado. Dos segundos, solo dos segundos y se habría salvado. Sus ojos, abiertos pero carentes de vida, me miraban. El color azulado de su piel, la expresión de dolor del rostro y su extraña postura, como si de una marioneta sin hilos se tratase, me dejaron temblando. Pero había algo aún más terrorífico si cabe: ¡conocía a ese hombre!

Llegaron los gendarmes, y con el pretexto de que no había nada que ver, dispersaron a todo el mundo. La cortina de mirones se fue abriendo, y como me quedé quieto sin responder a sus requerimientos en francés, usaron el lenguaje universal, el de la fuerza: me asieron de la camiseta y me lanzaron lejos. En la distancia logré ver cómo un oficial le echaba una manta encima, cerrándole los ojos al mundo.

Mi cabeza empezó a dar vueltas como un tiovivo. Sentía una angustia terrible en el pecho que apenas me dejaba respirar y, sin saber muy bien cómo, me metí en una iglesia, lugar donde, con independencia de la fe que uno profese, se respira calma y sosiego; sensaciones que necesitaba recuperar con urgencia. Me senté en uno de los bancos, intentando pensar en otra cosa que no fuese la muerte. ¡Pero qué difícil me resultaba! Cerré los ojos y traté de buscar algo que alejase esa traumática imagen de mi cabeza, y entonces acudió ese enorme calamar para rescatarme de las profundidades. No se trataba de un pensamiento agradable, pero era lo bastante potente como para alejar ese terror que tanto me estaba privando del aire. Jamás hubiese pensado que la experiencia vivida con esa prostituta fuese a traerme nada positivo. La respiración recobró su ritmo natural, los temblores menguaron y mi mente pudo al fin relajarse. Dejé entonces que los ojos se adaptaran a la penumbra y, al hacerlo, vi cómo debajo de mis pies había una calavera grabada en piedra. Era una lápida. Y no era la única: el suelo estaba lleno de ellas. Volvió el ataque de pánico, y con muchísima más fuerza. Me levanté de un salto y salí de allí procurando no pisar ninguna de esas calaveras que me recordaban a cada paso que no importaba quién fuese ni el dinero que tuviese, la muerte me había echado el ojo y me acabaría encontrando.

Me cobijé en la playa esperando a que el sol se alzara y con ello se llevase la oscuridad del cielo y, con un poco de suerte, de mi alma. Me senté en la orilla. Estaba formada por piedrecillas y me pasé el resto de la noche contemplando cómo las olas, en su ir y venir, las movían de arriba abajo y de abajo arriba, creando con ello un sonido singular. Parecía como si el mar se estuviese riendo por esas cosquillas; ¿o era de mí de quien se estaba riendo?

Amaneció. Los comerciantes abrieron sus negocios, los artistas y los bañistas empezaron a ocupar los mejores sitios. Un nuevo día de verano daba comienzo, pero yo seguía en la noche. Continuaba sintiéndome mal y el aire todavía no acababa de encontrar el camino a mis pulmones. No sabía qué hacer ni dónde ir, así que cuando la playa estuvo atestada de gente y sus miradas puestas sobre mí en lugar de la cúpula del Negresco, decidí volver al café del día anterior; un lugar conocido, aunque carezca de encanto, siempre da una reconfortante sensación de seguridad. Abrí la puerta, que no me pareció nada pesada, y me senté en la barra.

—¿Oui, monsieur? —dijo uno de los camareros.

—Un ron.

—¿Tan temprano? —soltó Germain detrás de mí con una humeante taza de café en las manos.

—¿No te has enterado? —pregunté nervioso.

—¿Enterarme de qué?

—El tipo que estaba sentado aquí, el que era rico…

—Sí, Jean Louis. ¿Qué pasa con él?

—Está muerto —conseguí articular con voz trémula—. Lo atropellaron anoche.

A Germain la noticia pareció afectarle muy poco. Negó levemente con la cabeza, mojó los labios en su café y, al notar que aún estaba caliente, lo dejó para luego.

—¿Sabes lo que más pena me da, muchacho?

—¿Qué?

—Que murió sin haber vivido. Esa estúpida manía de guardarse todo el dinero, ¿para qué? ¿De qué le sirve ahora? ¿Acaso los billetes que tiene guardados bajo el colchón le van a devolver la vida? El dinero, como la vida, no vale nada si no se usa.

El escritor volvió de nuevo a su taza y esta vez sí la terminó. Al pasar el camarero por nuestro lado, le silbó y, una vez tuvo su atención, depositó en la barra unos billetes.

—Cóbrate de aquí mi café, el ron del chico y los dos más que se va a tomar.

—¿Dos más? —repetí confundido.

Germain me señaló la puerta a modo de respuesta. Estaba entrando la chica que me tenía enamorado. Esta vez no iba hacia su mesa al lado de la ventana, sino que venía a la barra. Mi corazón no estaba para más trotes, pero aun así tuvo que recibir un último varapalo. Ella pasó ante mí, tan cerca, que me rozó el brazo con su cabello y le estampó un beso en la mejilla del desdentado Germain.

—Tuviste tu oportunidad y sabes que la respeté —me aclaró cogiéndola de la mano—. Pero cuando salí de aquí fui a hablar con ella. Le dije un par de cosas y ya ves, acabamos juntos.

—Además fue muy divertido —intervino la joven con aire risueño—. Ni te imaginas lo primero que me dice Germain, nada más y nada menos que si era la puta mujer perfecta.

—¿Y acaso no es verdad? —apostilló él guiñándome un ojo.

—Pero mira que eres descarado —dijo ella dándole juguetonamente un golpe en el pecho.

Mi cara era un poema, y de los malos.

—Ha sido un placer conocerte —añadió el escritor—. Te deseo lo mejor, y estoy seguro de que la próxima vez que nos veamos ya te habrás convertido en un auténtico marinero.

Se puso la chaqueta sobre sus delgados hombros y se fue con la chica, la mujer más guapa de todo Niza. Esto me acabó impactando mucho más que el cadáver de Jean Louis. Tras los dos vasos de ron que me sirvió el camarero, más otros cuatro que cayeron por mi cuenta, me juré a mí mismo que jamás iba a volver a perder una oportunidad. En adelante dejaría atrás cualquier miedo y me lanzaría por todas. Pero para que ese juramento tuviera validez necesitaba su sello.

Subí a bordo del Pistis Sofía y lo primero que hice tras saludar al capitán y a John, que lucía otra muesca más en su estrella y un ojo morado tan brillante como su sonrisa, fue pedirle a Jake que me hiciera un tatuaje. Estirado en su camastro, me pidió que lo dejase para otro día, que agotado como se encontraba no se veía capaz de hacer un buen trabajo. Pero a mí eso me daba lo mismo, lo necesitaba ya. Sabía qué tatuaje quería y dónde lo quería. Como ocurría con sus talismanes, donde el lugar era tan importante como el dibujo, el mío iría en el brazo, allí donde me llevé el golpe del bólido que, por dos segundos, casi me cuesta la vida. Jake, ante mi insistencia, acabó por incorporarse. Resoplando, sacó aguja y tinta, y me tatuó. Esta vez casi ni me dolió pues conocido el dolor emocional, el dolor físico ya no me pareció ni la mitad de fuerte. Otro dibujo nació en mi piel: una calavera, mi memento mori.



El viejo marinero esperó unos segundos para crear cierta expectación y me mostró ese tatuaje que el paso del tiempo se había encargado de darle un toque aún más terrorífico, si cabe. Parecía que la calavera estuviese riendo, como si disfrutara siendo la protagonista de esta historia que me armó del valor necesario para afrontar esa situación que tanto sufrimiento me estaba causando.

Al día siguiente, me arriesgué. Esperé a que acabase la clase y, luchando contra todos mis temores, bajé las escaleras hacia la mesa de la profesora. No sabía qué le iba decir, pero tenía claro que no iba a dejar escapar esa oportunidad, no quería un tatuaje de una horrenda calavera que me lo recordase toda la vida. Ella me miró tras sus elegantes gafas de diseño italiano y me preguntó qué quería. Tartamudeando, la invité a salir a tomar algo conmigo. Me dio un par de palmaditas en la espalda y me dijo que me fuese a casa a hacer los deberes. El amor no era correspondido, pero ni quería tirarme por un puente, ni nada por el estilo; al contrario, me sentía bien, bueno, avergonzado como nunca en la vida, pero contento con la decisión que había tomado. Lo único de lo que me arrepentí fue de no haberlo hecho antes.

No tenía a la chica, de acuerdo; pero me había quitado un buen peso de encima. Era como si todo ese tiempo hubiera estado cargando con una abultada mochila y ese día la hubiese dejado abandonada en la clase de Microbiología, asignatura clave de la carrera de Medicina que estaba cursando y que detestaba con toda mi alma.

El viejo marinero me preguntó cómo me había ido y, al contarle lo sucedido, me dijo que cada acción tiene su reacción y que en ese caso no conseguí lo que quería, pero en cambio sí logré algo más importante: dar un gran salto para dejar de ser un grumete y convertirme en un auténtico marinero. Le contesté que, amante como era de la vida tranquila —y del espectacular sofá de cuatro plazas que teníamos en casa—, lo último que deseaba era surcar los mares y que eso, sintiéndolo mucho, me alejaba de ser marinero. Él, lejos de enfadarse, dibujó una sonrisa que distendió su barba cana. Me confesó que todo el mundo lo es, incluso yo, inmerso como estaba en mis libros, discos y películas. En el mar de la vida, todos acabamos recalando en los mismos puertos, creciendo como persona en cada uno de ellos. Aprendiendo de cada caída, pero aún más de cada vez que nos levantamos, tal y como sucedió esa vez en la playa.

Era medianoche y la abuela nos telefoneó diciendo que el abuelo no había vuelto a casa. El desaparecer así, sin avisar, no era su estilo, y eso, junto al hecho de que ya contaba con una edad avanzada, hizo que nos asustáramos. Salimos todos a buscarlo excepto mi abuela, que aunque quería patearse las calles, pues de energía iba sobrada, logramos convencerla para que se quedase en casa por si él volvía. Mi madre fue a preguntar al hospital, mientras mi padre y yo nos repartimos los lugares que sabíamos que él frecuentaba.

Llevaba más de dos horas buscándole cuando se me ocurrió ir a la playa. Me acerqué a la orilla. Estaba todo oscuro, apenas se veía el mar. No había nadie, y con razón, ¿quién en su sano juicio estaría contemplando el mar a las dos de la madrugada de un frío martes de febrero?

—Hola, grumetillo.

Allí, tumbado en la arena, estaba él.

—¿Estás bien? —dije poniéndome de rodillas a su lado.

—Mejor que nunca.

—Entonces, ¿qué haces en el suelo?

—Túmbate conmigo.

—¡Déjate de juegos ahora! Tienes a toda la familia preocupada.

—Hazme caso.

—Abuelo, vamos a casa.

—¡Después! —dijo tajante.

—¿Después de qué?

—Después de que te tumbes a mi lado.

Ya estábamos otra vez. Cuando se ponía cabezota, uno tenía que armarse de paciencia y hacer lo que él pedía. Me tumbé y comprendí el motivo al momento: encima de nuestras cabezas se veían miles de estrellas que brillaban con todo su esplendor. La Luna, al encontrarse en fase menguante, cedió esa noche todo el protagonismo a las estrellas que no dejaron pasar esa ocasión.

—Es increíble —exclamé atónito.

—¿Sabes lo que es increíble? Que lo tenías sobre ti todo el tiempo y no te habías dado cuenta.

 

—Te estaba buscando…

—¿Te das cuenta? Nos pasamos la vida buscando y buscando ¡y no nos damos cuenta de que lo mejor lo tenemos justo delante! Pero no te culpo, a mí me pasó exactamente lo mismo; estaba paseando por la playa sumido en mis pensamientos, cuando me falló la rodilla y caí al suelo. Pensé: «Maldita suerte la mía, me habré roto algo». Pero al girarme y encontrarme con eso, me di cuenta de lo afortunado que había sido por caerme. ¿Y sabes qué?

—No lo sé… pero me da la sensación de que eso tiene toda la pinta de ser la introducción a una de tus historias.

—Cuánto me conoces —comentó con una de sus entrañables sonrisas.

Y con las relucientes estrellas como telón de fondo, sus palabras empezaron a tomar forma.