El último tatuaje

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Apoyado en el muro y a pecho descubierto, dediqué unos largos cinco minutos para recuperar el aliento antes de volver a prestarle atención a mi nuevo tesoro. Fascinado, lo abrí de nuevo y ahí estaba, mi diamante, proyectando imágenes en mi retina, imágenes que tenían nombre y forma, el Johanna, mi propio barco. Mi sueño de ser capitán iba a hacerse realidad mucho antes de lo que esperaba. Realmente la vida es del todo imprevisible, te levantas un día tirado en la calle y por la noche te acuestas en el camarote de tu propio barco.

Un murmullo me sacó de la ensoñación: dos chicas estaban embocando el callejón. Mis reflejos reaccionaron y me puse el chaquetón tan rápido que ellas no notaron nada; pasaron por mi lado y me dirigieron una sonrisa tan bella que consiguieron llevarse mi atención hasta que desaparecieron calle adelante. Ya liberado de ese hechizo, pude sumergirme de lleno en el otro: contemplar mi diamante.

Metí la mano en el bolsillo del chaquetón, pero allí no había nada. Se me heló la sangre. Busqué y rebusqué por todos lados. Nada. Busqué en mis pantalones. Solo restos de tabaco. El diamante seguía sin aparecer. Me entró un sudor frío, y más cuando al mirar al suelo vi una rejilla por debajo de la cual corría el agua.

Me agaché y mis temores se confirmaron. Entre la corriente y su orilla, una cajita de terciopelo hacía equilibrios para no caer al agua. Agarré la rejilla y tiré de ella con todas mis fuerzas, una y otra vez; pero no cedió lo más mínimo. Lo único que conseguí fue que la cajita cayese al agua y se alejase de mí navegando sobre la corriente con la misma clase y majestuosidad con la que el Johanna lo habría hecho por el mar.

Lancé gritos de rabia y dolor. Igual que los golpes del herrero forjan el arma, esos gritos forjaron mi alma y, al levantarme, lo hice con otro porte, con otra mirada. Había nacido una nueva persona. Me quité el chaquetón y lo lancé lejos de mí. Salí del callejón sin abrigo ni camiseta, con todos los tatuajes a la vista. La gente, escandalizada, me lanzó hirientes miradas cargadas de odio y repugnancia, a las que respondí con una sonrisa, pero no una sonrisa cualquiera, sino una cargada de orgullo. Los tatuajes formaban parte de mi vida y, por mucho que a esa gente le disgustasen, no iba a volver a renunciar a ellos. Por querer esconderlo perdí el diamante, pero gané una lección aún más valiosa: cada cual es como es, y jamás hay que avergonzarse de ello. ¡Al contrario! Uno tiene que sentirse orgulloso; y a quien no le parezca bien, ese es su maldito problema. El vagabundo al que conocí no iba a dejar de ser quien era para encajar en esa sociedad, tampoco lo iba a hacer yo. Por ello, para que no se me olvidase, lo anoté en mi diario personal, mi propia piel, en un lugar que estuviese bien visible para mí y para el resto del mundo: el dorso de mi mano.

La afilada aguja empezó a hacer su trabajo. El dolor del tatuaje, el dolor de la experiencia vivida, tinta y sangre mezcladas para dar vida a una persona que ya no volvería a ser la misma. Pinchazo a pinchazo dieron forma a mi nuevo tesoro, un diamante; y este, ya no podría escaparse nunca de mis manos.



Tras contar esta historia, el viejo marinero repasaba con el dedo el diamante como si lo estuviera dibujando por primera vez. Bastaba mirarle a los ojos en ese momento para darse cuenta de lo mucho que le gustaba ese tatuaje, fiel reflejo de la persona que él era: fuerte, brillante y con un orgullo desmedido de sí mismo y de su excepcional vida. Un auténtico superhéroe, y no como esos que llenan las páginas de los tebeos, pues cuando alguien llega a brillar como lo hizo él, no hay absolutamente nada que pueda herirle, del mismo modo que no existe en la naturaleza nada que pueda arañar la superficie del diamante, el mineral más duro del mundo, pero también el más preciado. Es por ello que no podía empezar a hablar del viejo marinero, de su vida y su viaje personal, sin contar la historia de ese tatuaje, que sin ser la primera ni la más apasionante, fue la que más veces me contó, seguramente por su afán de despertar en mí esa fuerza y ese orgullo que no dejaban que mi diamante brillara.

Me conocía al dedillo todas sus historias, cada una de sus palabras, sus expresiones, así como sus pausas escénicas, que repetía siempre en los mismos momentos, con tal teatralidad, que parecía haber estado ensayando horas ante el ovalado espejo del armario de su habitación. Qué extraño se me va a hacer oír esas mismas historias a través de mi voz ahora que, a sus ochenta y cinco años, decidió emprender ese último viaje al puerto más desconocido de todos.

Su infancia no fue nada fácil: estuvo marcada por la temprana desaparición de su padre, un apuesto marino murciano al que el mar se tragó. Su madre, obrera de una fábrica textil del barrio del Raval de Barcelona, tuvo que doblar turnos para poder sacar al niño adelante. Eran tiempos duros, la pobreza planeaba sobre la ciudad como aves de rapiña dispuestas a cobrarse una nueva víctima, y ser madre soltera complicaba aún más las cosas. A veces, un mendrugo de pan y un par de huevos fritos era cuanto tenía que ofrecer a su hijo. Viendo esa miseria y la tristeza en los cansados ojos de su madre, a los ocho años sin que nadie se lo pidiese se puso a trabajar en la fábrica. Como era pequeño y delgado, lo emplearon para que limpiase las chimeneas desde dentro. Sus pulmones se llenaron de cenizas, pero a diferencia de otros niños, que murieron o enfermaron, él siguió adelante, sabía que si caía también lo haría su madre. Era un trabajo que odiaba con todas sus fuerzas, así que cuando se le presentó la oportunidad de salir al mar, no se lo pensó dos veces y zarpó. Empezó de grumete en su amado Pistis Sofía, luego como segundo de a bordo en el monumental Coloso, siguió de «pirata» en el cazatesoros Sumerian y acabó cumpliendo su sueño de ser capitán de su propio barco, el Gerdien-Johanna.

El viejo marinero era a los tatuajes lo que los libros a las palabras: no se entiende el uno sin el otro. Veintitrés dibujos decoraban su cuerpo, testigos directos de los momentos clave en su vida que lo ayudaron a crecer y convertirse en ese carismático cuentacuentos. Y aunque a mí me encantaban sus tatuajes, jamás pensé en hacerme ninguno. Les tenía un profundo respeto. No por el dolor o el estigma social que me pudieran causar, sino porque, tal como él me decía, el tatuaje nace, no se hace, y en mi caso aún no había nacido ese momento especial por el cual el tatuaje actúa como sello de aquello que merece ser recordado.

Tuve la suerte de conocer las historias de todos sus tatuajes excepto la de uno: cinco números cinco que llevaba tatuados en su muñeca. Sabida era de todos aquellos que lo conocieron su devoción hacia ese número, que de un modo u otro siempre estuvo presente en los momentos más importantes de su vida. Fuera ese el motivo o no, jamás quiso contármelo, y cuando se lo preguntaba, me decía que un día lo sabría, que no quisiera correr, que todo tiene su momento, y que este aún no había llegado; era como si quisiera guardarse la mejor de sus historias para el final. ¡Y vaya si lo fue! Sería una más de las rocambolescas sorpresas a que me tenía acostumbrado.

El destino quiso que el viejo marinero fuese abuelo y que conociera a su nieto en la habitación 505 del hospital en el que trabajaba su única hija como contable. Circunstancia que favoreció mucho las cosas, pues cuando rompió aguas, tan solo tuvo que tomar el ascensor para bajar un par de plantas. No recuerdo nada de ese día, pero por lo que me han contado cientos de veces, al entrar en la habitación, el viejo marinero abrió la puerta gritando con su vozarrón de lobo de mar: «¡Vamos a ver a ese grumete!». Y, al verme tan pequeño y tan poca cosa, lo corrigió al instante: «Bueno… a ese grumetillo». Todo el mundo se echó a reír, incluso mi madre que todavía estaba recuperándose de los problemas que le di en el parto; por lo visto yo era uno de esos de los que no quieren salir, de los que están demasiado bien ahí dentro.

Como mi padre tenía que estar siempre fuera de casa intentando vender alguna de las colecciones de ropa de la que era representante y mi madre hacía más horas que un reloj en las oficinas del hospital, gran parte de mi educación recayó en las tatuadas manos de mi abuelo. Y resultó ser un gran acierto, pues a pesar de sus locuras y de su carácter indomable, se mostró siempre muy comprensivo conmigo y trató con el mismo respeto cualquier problema que me afectara, fuese uno serio o una chiquillada propia de un niño en su difícil camino a la madurez.

Recuerdo esa vez en mi segundo año de carrera en que iba yo de un lado a otro como alma en pena, tratando de librarme del sufrimiento que me producía estar enamorado de una de mis profesoras, una mujer diez años mayor que yo y que evidentemente no me hacía caso alguno. Cada vez que ella entraba en clase, perdía el mundo de vista. Embobado, seguía cada uno de sus movimientos. Pero ¿qué podía hacer este pobre estudiante? Era mayor que yo, y seguro que estaría casada, y no con uno cualquiera, sino con algún directivo de una multinacional. Y aunque era consciente de todo ello, y trataba de quitarme ese pensamiento de la cabeza, lo que conseguía con ello era metérmelo todavía más adentro.

Al ver que mi humor cambió y que estaba entrando en una peligrosa espiral obsesiva de la que me sería difícil salir, el viejo marinero vino a buscarme a mi cuarto. Se sentó sobre mi cama y encendió uno de sus cigarrillos Ducados. Se desabrochó su camisa dejando a la vista parte de sus tatuajes, y tras dar una honda calada que llenó de humo toda la habitación, empezó:

 

Capítulo 2

Primeros pasos

Tenía diecisiete años cuando recibí mi primer tatuaje: una golondrina en la parte derecha del pecho, mis primeras cinco mil millas navegadas. Me costó decidirme, pero Jake, mi compañero de camarote, a quien consideraba como un hermano, me convenció; decía que yo nunca sería un auténtico marinero sin tatuajes que acreditasen mis progresos en el mar. Acepté, pues lo que deseaba por encima de todo no era solo ser marinero, sino el mejor de todos. Jake, que tenía un maletín con material de tatuaje, remojó la aguja en tinta y, a modo de bautismo, la introdujo en mi piel. Mis gritos se oyeron en todo el Pistis Sofía. El dolor era tremendo. Jake empujaba a pulso la aguja que iba montada en un palito de madera, solo parando para cambiar dicho palo por otro armado con seis agujas Apreté los dientes a cada picadura hasta que al fin llegaron las liberadoras palabras.

—¡Ya tienes tu primer tatuaje! —exclamó Jake con su encantadora sonrisa—. El primero de una larga serie.

—No lo creo —contesté intentando sobreponerme a un terrible mareo, que fue a más al ver cómo mi compañero me limpiaba la sangre con el mismo trapo que utilizábamos para quitar la grasa de las herramientas.

—¿Y tú quieres ser marinero?

—¡A mí no me engañas más! —grité apartando el trapo de un manotazo—. ¡Vete a torturar a otro con tus tatuajes!

—Coño, pero qué blandito es mi Davy —dijo mientras me pellizcaba el moflete a modo de broma—. Si no eres capaz de soportar el dolor de un simple tatuaje, ¿cómo harás para aguantar el de los envites de la vida?

A punto estuve de responderle con un puñetazo, pero logré contenerme y me fui, no sin antes insultarlo a él y a toda su familia. Jake sabía perfectamente qué tecla pulsar en cada momento para hacerme saltar, y eso le divertía tanto que acabó por convertirse en su pasatiempo favorito. Él a mí también me tenía como un hermano, el pequeño en este caso, y me trataba como tal, para lo bueno y para lo malo. Una vez, en una de estas peleas entre hermanos, Matías tuvo que terciar para separarnos, pues lo que empezó siendo una de las habituales bromas de Jake acabó por convertirse en una encarnizada pelea en la que casi destrozamos el barco. Desconozco cómo lo hizo, pero lo cierto es que, sacando una fuerza más propia de un dios griego que la de un veterano marinero, Matías nos agarró a los dos por el pescuezo y nos lanzó por la borda. Y ahí nos tuvo, nadando detrás del Pistis Sofía durante más de dos horas, hasta que se nos pasó el enfado y nos dejó subir a bordo. Ya en cubierta no nos quedaban fuerzas ni para mantenernos en pie y, tumbados en el suelo, tuvimos que aguantar tanto las risas de John el irlandés como la bronca del capitán y su advertencia de que, la próxima vez que quisiéramos quemar energías, esa iba a ser la manera.

Jake me sacaba solo tres años, pero parecía mucho mayor que yo. Danés de nacimiento, su sangre vikinga se portó generosamente con él y le otorgó un físico envidiable: era alto, fuerte y muy bien parecido; pero eso a él le daba lo mismo e incluso disfrutaba afeando su aspecto. Se hacía cortes en los pómulos o se afeitaba a menudo los lados de la cabeza, dejándose una cresta que a todos nos parecía ridícula pero a él le encantaba; claro que la suerte que tuvo en el físico no corría pareja con su cerebro: estaba como una auténtica regadera. Lo llevaba todo al extremo, incluidos los tatuajes. No tenía en el cuerpo un solo hueco libre de tinta. Supersticioso como era y partidario del «vale más que sobre que no que falte», se llenó el cuerpo de todo tipo de símbolos e imágenes religiosas a modo de protección. Para él, sus tatuajes eran sus talismanes, y sus preferidos los de tradición marinera, como el gallo que llevaba en el pie izquierdo y el cerdo en el derecho. En ese caso no solo el tatuaje era importante, sino también su lugar: si no estaba donde le correspondía, la protección no tendría ningún efecto. Se creía que el marinero que lo llevase en los pies, en caso de naufragio se salvaría de morir ahogado, como sucedía a gallos y cerdos que, al viajar en cajas de madera, siempre salían a flote.

Limpié la sangre de mi tatuaje con el agua de lluvia que usábamos para ducharnos. La golondrina tenía muy buena pinta, no así mi pecho. Tras volver a maldecir a Jake y a mí mismo por haber caído en su trampa, salí a cubierta y me puse a fregarla de arriba abajo sin descanso.

—David, deja ya el fregoteo, que acabarás por agujerear el barco —ordenó Matías parándose a mi lado.

—Sí, capitán —contesté levantándome de un salto, estropajo en mano.

—No por fregar la cubierta ochenta veces vas a ser mejor marinero.

—Yo solo quiero…

—Ya sé lo que quieres —me interrumpió, y llevó su mano a mi hombro—, y valoro muchísimo tu actitud, pero ser un buen marinero es algo más que limpiar cubiertas.

Me acompañó hacia la barandilla, miró el mar e inspiró profundamente.

—Es sentirte parte de lo que ves, del cielo, del aire y especialmente del mar.

Sacó una botella de ron de uno de los amplísimos bolsillos de su chaquetón de la marina americana a la que sirvió de joven. Eso, junto a los tatuajes de los dos cañones cruzados y la descarada pin-up, era cuanto le quedaba de aquel tiempo al que jamás se refería. Levantó la botella a modo de brindis y dio un largo y sonoro trago. Se secó de la barba algunas de las gotas de ron que no encontraron el camino hacia la boca y me acercó el ron.

—Eh… no creo que ahora sea el momento… —negué nervioso, pues no me gustaba el alcohol y no quería que se diese cuenta.

—¡Vamos! —exclamó con firmeza—. ¡Es orden directa del capitán!

No tenía elección: un buen marinero no puede contradecir las órdenes de su superior. Tembloroso, di un sorbo y mi cuello ardió, provocándome un fortísimo ataque de tos. ¡Ese licor era puro fuego!

—Ron jamaicano, el más fuerte de todos —dijo entre risas—. Siempre que tengas un problema, te lo quitará de cuajo. Por cierto, ya me contó Jake que tienes tu primer tatuaje. El primero es siempre el más doloroso; los siguientes apenas los notarás, es más, ya verás cómo los disfrutarás.

Dio otro buen trago a la botella y, antes de irse hacia el puesto de mando, me arrebató el estropajo de mis manos.

—¡Y guarda esto por hoy, grumete! En tres horas llegamos a puerto, aprovecha para darte una buena ducha; te aseguro que la tripulación lo agradecerá mucho más que el tener una cubierta resplandeciente.

Olí mi camiseta y casi caigo por la borda. El capitán tenía razón; de hecho, siempre la tenía.

Llegamos a nuestro destino, Niza, la joya de la Costa Azul francesa, y nos afanamos en descargar los cincuenta sacos de café etíope que llevábamos como mercancía. El café, con el azúcar y las hojas de tabaco, eran nuestros envíos más recurrentes, aunque aceptábamos transportar cualquier tipo de producto siempre y cuando no fuera opio o armas. Iba en contra de los principios de Matías, y eso que recibía constantemente suculentas ofertas que le hubiesen hecho rico al instante. Tanta era esa insistencia, que se tatuó una pequeña ancla al lado del ojo para recordárselo a sí mismo cuando se miraba cada mañana en el espejo. Los principios, me decía, son como una buena ancla, te mantienen firme y centrado incluso en la peor de las tormentas. También yo, mucho tiempo después, acabaría por hacerme uno igual.

Descargados los sacos se nos pagó por el trabajo y el capitán repartió el dinero de la manera que teníamos establecida. John el irlandés, con su parte en el bolsillo y una bravucona sonrisa en la cara, se fue directo a alguna taberna de mala muerte. No sé si él amaba las peleas tanto como las peleas le amaban a él, pero el caso es que esa relación que empezó siendo muy jovencito, lejos de desgastarse con el tiempo, fue creciendo en pasión e intensidad. Sus estrellas roja y verde tatuadas a ambos lados del pecho daban fe de ello: solo los vencedores de peleas tabernarias en el extranjero tenían derecho a ellas. John, al ver que no tendría suficiente espacio en su cuerpo para tantas estrellas, decidió que a cada nueva victoria añadiría una pequeña línea a modo de brillo alrededor de las que ya tenía tatuadas. Los demás, a quienes no nos apasionaba tanto perder los dientes como a nuestro compañero, nos fuimos a pasear por esa bella ciudad de pasado italiano.

La brillante luz del Mediterráneo conseguía sacarle al mar su mejor azul, circunstancia que no pasó desapercibida para aristócratas y celebridades que decidían disfrutar de los veranos allí, alojados en alguno de los lujosos hoteles de la avenida Promenade des Anglais, cuya famosa cúpula rosada del Negresco Hotel se llevaba todas las miradas. Ese paisaje también atraía a otro tipo de personas menos pudientes: los artistas, quienes, con la gorra de lado, plantaban sus caballetes para plasmar en su lienzo un trocito de ese lugar de ensueño. Lujo y arte se daban la mano en ese paseo frente al mar; los ricos y ociosos veraneantes paseaban vestidos a la última moda, mientras por todos lados sonaban las jazzísticas notas del «Minor Swing» de Django Reinhardt tocadas por simpáticos músicos callejeros. Pero lo que más me maravilló de Niza no fue ni el azul de su mar, ni el lujo, ni mucho menos el jazz, sino sus mujeres. Todas eran hermosísimas, y cada vez que alguna de ellas pasaba por nuestro lado, tanto Jake como yo torcíamos el cuello hasta los límites humanamente posibles para seguir mirándolas.

—¡Qué chica! —solté asombrado.

—¡Y qué culo!— completó Jake—. Qué ganas tenía ya de volver.

—¿Y eso? —preguntó el capitán—. ¿Acaso te espera aquí alguna de tus conquistas?

—La más guapa.

—¡Vamos!— se echó a reír— ¡Pero si en cada puerto nos dices lo mismo!

—¿Sí? Bueno… pero esta de aquí os juro que las gana a todas —afirmó cruzando los dedos a modo de juramento—. No sé qué comen aquí, pero están todas de muerte, ¡justo como esta sirena que viene!

Una exuberante mujer, al que su ceñido vestido de tafetán dejaba muy poco para la imaginación, se aproximaba hacia nosotros.

—¡Qué pechos! —exclamó Jake mordiéndose el labio; solo había una cosa que le gustara más que sus tatuajes: las mujeres—. Si es que le metería todo mi timón y la guiaría hasta la estrella polar.

—¿Eso le harías, Jake? —preguntó Matías con una divertida mirada.

—¡Eso y mucho más, capitán! Además, me sería muy fácil. No deja de sonreírme. Y cuando una desconocida sonríe de ese modo, amigos míos, es que quiere guerra ¡y con el danés!

En eso sí llevaba razón: la mujer no solo nos miraba, sino que nos sonreía con descaro. Mi compañero se pasó la mano por la cresta y cuando se disponía a atacar, ella se adelantó. Se lanzó a los brazos, pero no de él sino de Matías, a quien acabó estampando un beso en la boca. Nos quedamos de piedra.

—Os presento a Sara, mi mujer —dijo el capitán mientras la enlazaba por la cintura.

—No sabía que… estuvieras… casado —tartamudeó Jake.

—Pues lo estoy —afirmó orgulloso—. Y ahora, ¿por qué no le dices lo que me estabas contando hace un momento de ella?

—¿En serio hablabais de mí? —soltó Sara, entusiasmada—. Quiero oírlo.

Al sinvergüenza de Jake no le salían las palabras.

—Venga, Don Juan, que no tenemos todo el día —le apremió Matías dándole un codazo en las costillas.

—Esto… le decía al capitán, tu marido… algo así como… que no hay flor en el mundo capaz de igualar tu belleza.

—¡Eso mismo! —corroboró Matías entre risas.

Fue la única vez que vi cómo el caradura de Jake se sonrojaba de pies a cabeza. Ni los tatuajes pudieron camuflar su estado.

—Es precioso —le agradeció Sara.

—Ya ves que mi Jake es todo un poeta.

El seudoliterato asintió con una sonrisa tan amplia como falsa.

—Grumetes, mañana a las doce os quiero en el barco ¡y puntuales! Esta vez no voy a esperaros como hice en Egipto; si no estáis, me largo yo solo con el irlandés.

Y tras lanzar esa seria advertencia, se fue con su mujer del brazo a uno de los bonitos cafés que había debajo de los hoteles.

—Se ha casado —murmuró Jake trastornado—. Nuestro capitán se ha casado… qué desgracia.

—¿Desgracia? A mí me parece guapísima.

—¿Pero no lo entiendes? —replicó alterándose todavía más—. Es terrible, cuando uno se casa, pasa de ser un poderoso tiburón a un enclenque boquerón.

También para él Matías era un referente, y el hecho de que estuviera casado le restaba muchos puntos. Pero lo peor no fue que el nivel de admiración hacia el capitán cayera en picado, sino que durante todo el paseo me martilleó los oídos con sus inaguantables teorías en contra del matrimonio.

 

—Por cierto, Davy, ¿tú tienes alguna princesita en este puerto? —me preguntó haciendo un inciso en su inacabable tesis doctoral.

—No.

—¡¿Cómo que no?! —gritó mientras se detenía en medio de la calle—. Pues debes buscarte una, ¡y ya mismo! Jamás serás un buen marinero sin mujeres que te esperen y que lloren luego, cuando zarpes.

Mi mirada cayó al suelo. Cada vez descubría más cosas que me alejaban de convertirme en ese auténtico y respetado marinero que tanto ansiaba ser.

—Mira, como me siento generoso hoy, te voy a dar un consejo que te va a servir para toda tu vida —prosiguió dándoselas de sabelotodo tras ponerse un cigarrillo en la boca —. Deja que las cosas fluyan, y verás cómo cuando menos te lo esperas salta la liebre… Bueno, el conejito.

—¡Jake! —gritó alguien por encima de nuestras cabezas.

Asomada a un diminuto balcón de un segundo piso estaba una muchacha de tez morena, melena rizada y con las venas del cuello a punto de estallar.

—¡Yo te mato! —añadió hinchando aún más sus venas, y se fue para dentro.

—Esa es mi chica —dijo el danés sin dejar de mirar el balcón que acababa de quedar vacío.

—Es un bellezón —alabé con estupor, pues todo lo que había contado acerca de ella era verdad—. ¿Cómo has hecho para conseguir una chica así?

—Amigo, para comerte a una sirena como esta, antes tienes que haberte comido muchísimos calamares.

Se oyó un portazo y luego un fuerte bofetón en la cara de Jake que mandó su cigarrillo a la otra punta de la calle; la chica aún conservaba sangre italiana en las venas.

—¡¡Me dijiste dos meses y han pasado dos años!!

—Los asuntos de la mar son del todo imprevisibles —dijo tratando de zafarse de los golpes que le iban cayendo—. ¿Cómo iba a saber…?

—¡Manda una carta!

—Cariño, en el mar hay buzos, no buzones —se justificó al tiempo que conseguía inmovilizarle los brazos—. ¿Qué querías, que te la enviara en una botella?

—¡Y yo qué sé! ¡Haber buscado la manera!

Al final, como todo acaba cayendo por su propio peso, la efervescencia bajó y terminaron dándose un largo beso. Pero no uno bonito y elegante como el del capitán y su mujer, sino uno bien cerdo. Cuando finalizaron, Jake le dio una palmada al trasero para que volviese a entrar en casa.

—Te dejo, Davy —dijo guiñándome un ojo—, tengo que manejar una buena barca.

Y entre gritos y forcejeos se fueron los dos hacia arriba. Estaba claro que tanto Matías como Jake aprovecharían muy bien su tiempo en ese puerto. Ahora era mi turno: si quería ser un verdadero marinero tenía que conseguir a mi chica. Anduve un buen rato por el Promenade des Anglais, pero la mayoría iban acompañadas y si había alguna que paseara sola, al momento aparecía su pareja a su encuentro. Lejos de desistir, me propuse hacer una pequeña pausa, comer algo y llenarme de energías.

Me dirigí a la parte vieja. Estaba seguro de que allí habría lugares mucho más baratos, pues no quería gastarme la paga en una sola comida, por muy buena que esta fuese. Aprovecharía además para explorar ese lugar cuyas casas e iglesias de estilo veneciano se conservaban en un muy buen estado, así como sus colores rojo pastel originales. Parecía como si las agujas del tiempo se hubiesen detenido en los albores del Renacimiento italiano. Entusiasmado, crucé rápidamente la carretera que me llevaba a las puertas de la antigua Niza ¡y cerca estuve de no poder contarlo! Un coche de carreras de los que iban a participar en el Gran Premio de automovilismo de la vecina Mónaco pasó a toda velocidad y me golpeó el brazo. Me quedé helado, no por el golpe, que fue nada, sino por el hecho de que, si hubiese cruzado tan solo dos segundos antes, me habría atropellado. La adrenalina empezó a correr por mis venas. Dos míseros segundos —y qué importantes eran— me salvaron de acabar bajo las ruedas de aquel bólido amarillo. Color que desde entonces se convirtió en mi favorito, a pesar de todo el parloteo que tuve que aguantar por parte de mi supersticioso compañero para que me lo quitase de la cabeza.

Me recuperé del golpe, tanto del físico, como del emocional, y me interné en la parte veneciana de Niza. Paseé alrededor de una alargada plaza que acogía un animado mercado de flores. La mayoría de los floristas tenían en sus manos una torta gruesa de color marrón oscuro que, a pesar de lo poco apetitoso de su aspecto, se la comían con deleite. Sentí curiosidad y le pregunté a uno de ellos por esas tortas. Sin dejar de comer, y con poca amabilidad de su parte, me contestó señalando a un lado de la plaza donde se concentraba un grupo de gente. Si lo quería saber debía descubrirlo por mí mismo, él no iba a perder ni un segundo de su tiempo en explicármelo. Sin darle las gracias, dejé su puesto de flores y me uní al gentío que hacía cola entre el espeso humo que salía de un puesto callejero.

A medida que iba avanzando, pude ver de qué se trataba, era una tortilla de harina de garbanzos que servían plegada haciendo un saquito. Socca la llamaban, y aunque no era nada del otro mundo, su sabor sí tenía algo de adictivo. Tras acabar mi trozo, me incorporé de nuevo a la cola en busca de otra porción y, más por aburrimiento que por otra cosa, inspeccioné a la gente que me precedía. Cuando llegué a la primera persona de la fila se me pasó el apetito de golpe: recibiendo su ración estaba una chica incluso más guapa que la de Jake. Tenía cara de ángel pero cuerpo de diablo, e iba sola.

Se me pasó el hambre de golpe. Olvidé la socca y la seguí. Solo tenía que acercarme y decirle algo, pero ¿qué? Además, ¿a qué podía aspirar un simple mortal como yo ante una diosa semejante? La mente me sugería que la olvidara y me fuese a buscar alguna más normal, pero mis pies no obedecían, iba detrás de ella como una polilla hacia la luz. Cuanto más la seguía, más ansioso me ponía. Subió una empinada callejuela en la que me ganó unos pasos y entró en un café de estilo modernista.

Me detuve ante la puerta. La simple idea de entrar y verme ante ella me producía un miedo terrible. Irracional y estúpido, pero un miedo en toda regla. Mis piernas empezaron a temblar, la respiración a acelerarse y el sudor a resbalar por la piel. No podía seguir así, no al menos allí, plantado frente la puerta como un espantapájaros. Agarré el pomo, y al tirar de él me sorprendió que me costara horrores abrir y más habida cuenta de que ella entró sin problema alguno. Una de dos: o debajo de su vestido la muchacha tenía unos músculos de hierro, o el miedo había atrofiado los míos.

El lugar era encantador. El suelo era de baldosas blancas y negras alternando como el tablero de ajedrez, sobre el cual me tocaría jugar esa partida en la que quedaba claro quién era la reina y quién un simple peón. La barra, cubierta por una capa de mármol, cruzaba la estancia de pared a pared, ante la cual, varias mesillas redondeadas acogían a los vecinos de ese barrio más humilde. En una de ellas, entre la ventana y un gran cartel en el que una sensual hada verde anunciaba la absenta parisina, estaba mi chica.

Presa de la excitación de haberla visto y de ser descubierto, me fui a esconder a la barra. Observaba sus movimientos, me tenía atrapado; la polilla atraída por la luz cayó presa en la telaraña. No podía aguardar más, tenía que ir allí y hablar con ella, pero antes…

—Ponme un ron —le pedí al camarero, que me miró con cara de sorpresa pues ese licor no era algo que se acostumbrara servir en ese café.

Sacó una botella del almacén y me sirvió un vaso. Lo bebí de un trago. La tos volvió, aunque no tan fuerte como antes en el barco. Dirigí de nuevo la mirada a la chica.