Una emigrante bajo la Torre Eiffel

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MI MARIDO EN CITROËN

Víctor lleva ya una semana conmigo y trabajando en Citroën. Una semana en turno de noche y otra de día. Nos vemos poco, pero nos dejamos notitas encima de la mesa. La cama de Napoleón nos viene un poco estrecha para los dos, pero como hace mucho que no nos vemos, pasamos más rato el uno encima del otro.

Otra sorpresa que me llevé con Víctor y que yo no esperaba es que llegó acompañado de mi cuñada María, a quien Antonia alojó tres días en su casa antes de que yo pudiera colocarla.

Mi cuñada María ha estado siempre viviendo con nosotros. Cuando ella se casó con mi hermano yo solo tenía nueve años, ella dieciocho, y siempre nos hemos querido como hermanas. Cuando yo me vine a París quiso venirse conmigo, pero las condiciones en ese momento no eran las apropiadas (María está separada del cabeza rota de mi hermano desde hace ya cinco años).

Al llegar a París siempre tuve en la mente la idea de meterme a trabajar en una fábrica, pero según Antonia (y yo lo he comprobado por mí misma), eso no es posible por el momento porque lo que más urge a una inmigrante cuando llega a un sitio de estos (sobre todo sin un duro como llegué yo) es tener su propia habitación, lo que quiere decir que toda muchacha tiene que empezar por meterse de criada. Lo de la fábrica o el alquiler de un apartamento vendrá más tarde cuando esté mejor situada, o haré como las portuguesas, que tienen acaparadas todas las porterías de esta ciudad.

Víctor guarda todo lo que gana, que son 400 francos cada quince días. Solo se gasta en su carta del metro y en su cajetilla de tabaco, cada tres días. A veces le digo:

—¡Víctor, date algún capricho!

—No podemos, tenemos que guardar todo el dinero que podamos para demostrarle a mi padre y a mi madre que ni tú has venido a París a hacer «la puta» ni yo a pasearme por los bulevares, ¿o es que ya no recuerdas lo que nos dijeron antes de irnos?

—No escuches todo lo que oyes, sobre todo en tus padres, que son más bien gente anticuada. ¿No te acuerdas cuando me saqué el carné de conducir? —En ese momento yo estaba recién casada y Víctor se sacó su permiso de conducir.

—¡Cuánto me gustaría sacármelo a mí también!

—Pues hazlo, ¿quién te lo impide? Pero sobre todo que no se enteren mis padres. —En los años sesenta solo se sacaban el carné las niñas ricas, que eran las únicas que tenían coche.

Yo pude hacerlo, pero mi disgusto me costó. Un día, al volver a casa, encuentro a mi cuñada María y a mi suegra con cara de pocos amigos:

—¿Qué ha pasado?

—¡Tú sabrás lo que pasa! O, más bien, qué es lo que tú estás haciendo por ahí fuera, porque te han visto en un coche con un hombre. ¡Explícate ahora mismo o se lo contamos a tu marido! —Para su sorpresa fui yo quien llamó a Víctor.

—¡Por favor, explícale a la mamá qué es lo que yo hago «por ahí fuera» en un coche con un hombre!

—Secti se está sacando el carné de conducir.

—¿Y eso para qué? Una mujer solo tiene que saber guisar y cuidar de su casa y de su marido.

—Secti ya lo hace, y lo hace muy bien, pero no podéis obligarla que viva como lo habéis hecho vosotras, toda la vida en un cortijo.

En casa de mis suegros se les tenía un respeto enorme a los padres (a mi suegra le decíamos «la mamá» y a mi suegro «el papá»). Si mi cuñada María y Dolores hablaban de sus novios, cuando llegaba su madre se callaban. Y lo mismo ocurría con mi marido y su hermano Manolo: si estaban fumando y llegaba su padre, inmediatamente apagaban el cigarro y lo tiraban.

Por ese tiempo Víctor se compró un pequeño Seat 600 de ocasión (que un amigo le vendió por cuatro perras) y, por las noches, cuando terminábamos cansados del bar, nos íbamos a la calle Bailén en el «Seílla».

Un día Víctor amaneció un poco acatarrado y yo le dije:

—Anda, quédate en la cama que ya abriré yo el bar con tu hermano Manolo.

Sobre el medio día le preparé una sopita caliente y un flan, lo puse todo en el suelo del coche, delante, en el asiento del copiloto. Las calles de Málaga tenían unos baches enormes y el «Seílla» saltaba como si fuera bailando. Cuando llegué a mi casa ni quedaba sopa ni había flan. Parecía como si todos los bebés de una guardería se hubiesen hecho caca en el coche. Mi marido al ver estos estragos se puso al volante y me dijo:

—Anda, vámonos para el bar, que tú eres un peligro público. —Me dio tanta vergüenza que nunca más conduje hasta doce años más tarde, cuando entré a trabajar a la fábrica Renault en Boulogne Billancourt, pero esto es otra historia de la que hablaré más adelante…

Estamos en Navidad, la primera que pasaré sin mi hija. Aún recuerdo cuando le monté su árbol el año pasado, cómo le brillaban los ojitos con el juego de luces que su padre le montó y cuánto le gustó su primera muñeca, aunque fue chiquitita porque mi economía no daba para más. Estoy deseando que llegue el mes de agosto en el que tendremos nuestras primeras vacaciones. Aún faltan nueve meses, será como esperarla de nuevo en un embarazo.

Cada vez que pienso en ella se me hace un nudo en la garganta que me corta la respiración. ¡Dios, nunca pensé que sería tan duro estar separada de ella!

Antes de que viniera Víctor le dije que me trajera el traje de bautismo de mi hija. Hoy se lo he dado a Antonia para agradecerle toda la ayuda que nos ha prestado a mí y a mi cuñada María. Con este detalle la he hecho muy feliz.

Víctor me ha llevado hoy a ver la Torre Eiffel, que yo solo veía de lejos y me ha dicho que un día me enseñará toda la Capital del Amor. Y es que mi marido, el medio día que tiene libre después de Citroën, lo pasa andándose a pie todo París. Hasta que llegó él, yo no había salido de Trocadero.

Los domingos Víctor, mi cuñada y yo nos vamos a pasear al bosque de Bolonia con unos bocadillos de tortillas de patatas que huelen que alimentan.

Con la casa Gauvert ya bien limpia solo tengo que entretenerla a diario, así que me queda mucho tiempo libre para leer (que es mi pasión favorita) y posiblemente disfrutar de algunos de aquellos libros que yo había visto en la segunda biblioteca al fondo de la casa y que tanto me llamó la atención el primer día que la vi.

MI RELACIÓN CON LOS LIBROS

Un día me dice Genoveva:

—Tina, tenemos que encerar todos los libros de la biblioteca de la entrada. Esos libros solo los lee el señor.

—Bien madame. —Nos ponemos manos a la obra y veo que son libros muy valiosos. Uno casi se me cae de las manos.

—¡Ay, ten cuidado chica! ¡Mira que eres torpe con los libros! Claro, como tú no sabes leer…

—Sí, señora, sí sé leer.

—Pues las mujeres españolas normalmente son todas analfabetas. —Una ira ciega me subió hacia la garganta. En este momento la odié y casi la mataría, pero me acordé de Confucio, que dijo: «Cuando te ciegue la ira no actúes, piensa en las consecuencias». Y me calmé.

Desde ese día me dediqué en cuerpo y alma a leer todo cuanto me caía en las manos, sobre todo por las noches mientras esperaba a que Víctor llegara de su trabajo.

Me compré un diccionario y copiaba muchísimo. Quería aprender el francés perfecto. Como no había tenido oportunidad de aprender el español me desquitaba ahora con el idioma galo.

Con la biblioteca del señor bien encerada y cerrada me dedico ahora a la otra biblioteca (que era de la madre del señor) y donde descubrí verdaderas maravillas del Romanticismo de los siglos xviii y xix. Empiezo por leerme todos los títulos y llevo mi atrevimiento hasta colocarlos por orden alfabético. He observado que Genoveva no lee, así que no se dará ni cuenta.

Me regalo con los clásicos como Stendhal y su Le rouge et le noir, además de todos los Alexandre Dumas (padre e hijo), su saga de Los tres mosqueteros, La dama de Monseaureau, La dama de las Camelias…

Harta de Romanticismo me decanto por cosas más serias y descubro a Émile Zola y su Yo acuso: una historia sorprendente sobre un soldado francés llamado Dreyfus a quien acusan injustamente de alta traición. Caso que denunciará y desvelará Émile Zola al gran público. También descubro a Aurore Dudevant, más conocida como George Sand y a su amante Jules Sandó. También las poesías de Rimbaud y su joven amante Verlaine.

Cada semana me subía un libro a mi habitación y, con ayuda de mi diccionario, lo descifraba todo al mismo tiempo que hacía anotaciones.

Un día madame Poti (la madre de Madame) me descubrió y me dijo:

—Tina, que no te vea madame Genoveva subirte libros. Ella no te comprendería. —Aquella mujer pequeña y frágil tenía para conmigo unos lazos de fraternidad y una delicadeza que yo por el momento no comprendía, pero que me hacía sentir muy feliz.

Tiempo después, sentadas las dos tomando café en la cocina, me lo aclarará todo sincerándose conmigo:

—Sabes, yo no soy como Madame, soy más bien como tú (vengo de gente pobre). Mi marido era ferroviario y vivíamos con un sueldo. Solo tuvimos esta hija. La educamos en un buen colegio, tuve que hacer muchas horas de menaje para pagarlo, pero ella nunca quiso entender que venía de clase humilde. Así que un día conoció al señor, que venía de familia rica y se casó con él. Siempre tuvo la folie des grandeurs (la locura de grandeza). Ella siempre ha sido igual, pero no es mala persona.

A medida que iba conociendo a esta mujer, conseguía atar cabos de todo aquello que me resultaba insólito. Había observado que madame Poti se ausentaba de vez en cuando, esto me intrigaba un poco; al igual que sentí curiosidad por saber cuál era el motivo por el que decidía cenar conmigo en la cocina los días que teníamos soirées (reuniones festivas y nocturnas), en vez de hacerlo junto a su hija y el resto de invitados; también me extrañaba que llamase a su hija Madame, como si ella misma se considerase una criada más.

 

Entendí por qué esta entrañable señora aún conservaba su pequeño estudio, en el que ella y su marido habían vivido siempre. Yo intuía que la razón por la que nunca se deshizo de su apartamento era porque su hija le generaba desconfianza. Yo la quise mucho.

Ella fue la que me dijo que debía leer a Émile Zola sobre el caso Dreyfus, pues este escritor era un contestatario político muy cercano a la clase obrera:

—Léete las cosas serias, después ya leerás las novelas románticas. —Y así lo hice.

Pero a pesar de todas mis precauciones, un día Genoveva me pilló con un libro, lo que le sorprendió:

—¡Ahh…! ¿Pero tú lees algo?

—A veces, Madame.

—Sí, pero estas no son lecturas para ti. Son demasiado intensas para que tú puedas comprenderlas. Tú necesitas algo más ligero. Yo tengo algo más interesante para ti. Ya verás, ya verás… —Y acto seguido, entrando en su gabinete privado me sacó un par de libros que se llamaban El reposo del guerrero y Caravanserail. —Y los leí. Conforme transcurría la lectura me percaté que tenían un alto contenido erótico, llegando a lo pornográfico. Tuve que dejar de leerlas porque me calentaban a un grado de tal excitación que una noche, cuando mi marido llegaba del trabajo, lo seduje para que me hiciera el amor.

Al día siguiente reflexioné sobre todo esto y sobre las intenciones de Genoveva. Esta mujer era un tanto sádica, se burlaba de mí. Me subestimaba por proceder de origen humilde pensando que yo solo podría leer porquerías. Su forma de actuar hacia mí me desconcertaba bastante. Por un lado, no quería que hiciéramos petitos, y por otro, nos hacía dormir a los dos en una cama individual (casi uno encima del otro). Y para rematar, me ponía en las manos lecturas sexuales.

Pensé que se jactaba con todo esto, desvelaba un fondo oscuro y desvergonzado. Desde ese día me la bajé del pedestal en el que yo hasta entonces la había tenido y me dije a mi misma: «Merde, no es oro todo lo que reluce».

Guardé sus libros de dudosa cultura y seguí con mi francés, que era lo que realmente me interesaba. Descubro a Voltaire, el más político, y a Verlaine, el más poético (dos joyas de la literatura francesa).

Un día Genoveva me llama desde el cuarto de la vieja señora, la madre del señor:

—Tina, hoy me vas a ayudar a arreglar a la grand mère, que pesa mucho.

Cuando terminamos de lavarla y meterla en su cama, Genoveva me dijo:

—Oye, te desenvuelves muy bien, desde hoy serás tú quien arregle a la grand mère cada día. Me libraré de oírla llamándome dragón.

—¿Llamarla cómo, Madame?

—¡Dragón! ¡¿O es que tú no lo sabías?!

—Pues no, señora, no me había dado cuenta. —La vieja ocasionalmente la llamaba durante más de diez minutos y, cansada de ser ignorada, acababa denominándola «dragón».

A partir de ese instante, era yo quien se encargaba de la grand mère. Una tarde mostrándome su aprecio, me dijo:

—Tina, tu me plais (me gustas). Si me cuidas bien, te daré buenas propinas.

—Merci Madame, haré lo que pueda. —A raíz de esto, procedí a atenderla varias veces al día, aunque no requiriese mi ayuda. Eso la animaba mucho y quiso mostrarme su agradecimiento:

—Tina, ¿tú lees?

—Oui, Madame, cuando puedo comprarme libros.

—Pues desde hoy leerás todos los míos. No creas que estos libros son de Genoveva, son míos, ¿sabes?, yo soy la verdadera dueña de esta casa. Así que te autorizo a leerlos. Si Genoveva te regaña, le dices que te los he dado yo. Mira, tengo las estanterías llenas, ¿te gustan las lecturas románticas?

—Oui, Madame, beaucoup (sí, señora, mucho).

Nos hicimos grandes amigas, ella sí tenía educación. Se notaba que le venía de cuna. Frecuentemente, en la vida, son los nuevos ricos los que peor tratan a la servidumbre, pero nunca lo harán los que de verdad tienen clase y ella era un claro ejemplo de ello.

A escondidas de Genoveva, solíamos charlar larga y tendidamente. Un fin de semana nos quedamos solas en casa. Genoveva y su familia se habían ido a la casa de campo.

—Tina, hace años que no me bañan, ¿tú me podrías bañar?

—Lo intentaré, Madame. —Y la trasladé al cuarto de baño cuidadosamente. Sin embargo, no pude meterla en la bañera. —Mejor la ducho de pie, Madame, ¿vale?

—Vale, vale, ja, ja, ja. —Mi expresión «¿vale?» siempre la hacía reír.

La enjabono entera y la enjuago, y entre carcajadas me comenta:

—¡Dios, había olvidado el placer de una buena ducha! —Seguía riendo y pasó lo que suele pasar en estos casos: las personas mayores tienen el muelle del ano bastante flojo, por lo tanto, en una de sus carcajadas se le aflojó de golpe y, como yo estaba detrás de ella, me puso de mierda de las orejas a los tobillos. «¿Y ahora qué hago?», pensé.

Desprendía tanta o más peste que si me hubiese caído en una fosa séptica, así que me desnudé entera y continué lavando a la vieja en bragas y sostén. El cuadro no podía ser más grotesco.

Seguidamente la acosté y se quedó roque a los dos segundos. Mientras, yo me introduje en la bañera de la Madame, con cuantos perfumes encontré a mi paso. Pero ni la Nina Ricci, uno de los más caros de mi patrona, logró «desempestarme», de tal forma que se me había metido el olor fétido en el cerebro. Afortunadamente con los cien francos que me dio la vieja, se me perfumó un poco el ambiente.

Siempre que Genoveva se marchaba, nosotras volvíamos a las andadas, con o sin mierda; por cien francos estaba yo dispuesta a bañar al mismísimo diablo.

En una de tantas veces que entraba a su habitación, contemplo que está leyendo un libro al revés, cuando se lo digo, exclama:

—¡Merde, Tina! ¡Ya me has descubierto! ¿Y ahora qué hacemos?

—No pasa nada Madame, ¿desde cuándo usted no ve?

—Desde hace mucho tiempo, pero hago como que leo, para que la dragona no se dé cuenta de mi ceguera. Si lo supiese, me daría de comer porquerías.

—Madame, ¿no cree usted que exagera un poco?

—¡Que no, Tina! ¡Que no! Que tú no conoces a la Genoveva esa.

—Yo creo, Madame, que la cuida bien.

—Porque no sabe que estoy ciega.

—Esto será un secreto entre tú y yo, ¿vale?

—Vale, Madame, vale.

Inventamos una contraseña: si yo entraba en la habitación y decía «Madame, vamos al lío», inmediatamente ella soltaba el libro porque la clave significaba «No vengo sola». Así estuvimos un largo tiempo hasta que su salud empeoró y no se levantó más de la cama.

Precisamente en esos días Genoveva y el señor tenían que asistir a una soirée muy importante. Un miembro de la alta aristocracia los había invitado a su mesa, coronando las ansias de grandeza de Genoveva, quien pecando de sedicente, ya se creía un poco reina. Debido a una circunstancia que le sucedió durante su juventud, cuando trabajaba de sombrerera para la casa Christian Dior, lugar en el que la reina Federica de Grecia demandaba todos sus sombreros, y para evitar el desplazamiento de la reina para las pruebas, midieron la cabeza a todas las obreras del taller, dando solo Genoveva la talla. Desde ese día iba siempre con el cuello tieso para simular el porte de una reina.

Así pues, este evento suponía para Genoveva una oportunidad de poder codearse con lo más parecido a la realeza, produciéndole una gran euforia.

A pesar de que la France es una república desde hace más de doscientos años, los aristócratas franceses conservan aún sus títulos como oro en paño.

Para este acontecimiento Genoveva no había reparado en gastos, se había comprado un vestido rojo, forrado de un encaje de brocado negro, largo hasta los pies, zapatos a juego y guantes a lo Gilda. Una preciosidad que desde ayer reposa en su sillón Luis XV a la espera de lucir su figura.

Repentinamente la grand mère empeora y Genoveva entra en una rabia loca. De forma histérica se quejaba a su madre:

—¡Mamá! La vieja no puede hacerme esto… ¡Precisamente hoy que tengo yo la soirée de los marqueses! —Su madre apenada por la situación, dijo:

—Genoveva, la naturaleza es así. Nadie puede programarla a su gusto.

—¡Yo sí! ¡Y te garantizo que la vieja no se muere hoy! —Y acto seguido llama al médico (el mismo que muchas veces venía a comer a su mesa).

—¡Doctor, dele algo, por favor, dele algo! ¡Aunque solo sea para mantenerla con vida 24 horas! —El médico le dio un mejunje y se fue.

—No se preocupe, con esto dormirá plácidamente.

Genoveva, más tranquila, presta toda su atención en acicalarse: manicura, mascarilla, etcétera. Todo le parecía poco para la ocasión.

Y tonta de mí, viéndola en ese estado, casi sentía lástima por ella. Sobre todo, mirando su vestido tan lindo, sería una pena que no pudiese ponérselo hoy; con lo que le había costado, mi Víctor y yo tendríamos para comer un año entero.

A las seis de la tarde (la cena era a las ocho) Genoveva ya estaba lista, parecía una modelo. Su madre la miraba extasiada y ella con gesto estirado, propio de sí misma.

—Mamá, dame mi bolso y mis guantes.

El señor, como de costumbre, fue a darle las buenas noches a su madre y salió del cuarto con la cara desencajada:

—Genoveva, mi madre ha muerto. —Nos quedamos todos petrificados.

—¡No! ¡No y no! ¡Ella no puede burlarse de mí de esta forma!

—Pero, Geno, ¡que es mi madre!

—¡Como si es el papa de Roma! ¡Esto es una venganza póstuma!

—Genoveva, por favor, un poco de decoro, contrólate.

—¡No me da la gana! ¡Hoy es mi día y no tenía ningún derecho a estropeármelo! —Y acto seguido se deja caer en su Luis XV llorando a lágrima viva. No por la vieja, claro, sino por la imposibilidad de poder codearse con la realeza.

Su marido la miraba desolado:

—¿Sabes qué, Genoveva? Que tú y yo nos vamos a esa soirée. Después de todo nadie sabe que aquí hay una muerta. —Y así fue.

Su madre se acostó, yo me fui con mi Víctor y los señores se fueron de soirée. Por la mañana llamaron al médico que «certificó» (como si no lo supiéramos) que la grand mère había muerto durante su sueño.

Cuando le cuento a mi marido todo el zafarrancho, este me dice:

—Así son los ricos Secti, «el muerto al hoyo y el vivo al bollo».

Con el paso de los días y sin que yo me lo propusiera, Genoveva iba perdiendo puntos en mi estima.

En un momento en el que estaba yo planchando en la cocina, Genoveva intervino para charlar conmigo.

—¿Sabe, Madame? En estas vacaciones voy a tener que traerme a mi hija, ya no puedo vivir sin ella. Y además quiero que vaya a la escuela francesa y se instruya como Dios manda. No quiero que le pase como a mí, yo quiero para ella otra cosa, algo mejor.

—¿Otra cosa como qué?

—Pues no sé… que estudie, que pueda hacer una carrera… En fin, que el día de mañana sea alguien. Para eso trabajamos su padre y yo y hasta nos hemos expatriado. Nosotros, niños de la posguerra, no tuvimos ninguna oportunidad, por eso quiero que ella sí la tenga.

—¡Pero vamos a ver, Tina, tú lo que quieres es que tu hija llegue a ministro!

—No, señora, lo que yo quiero es que ella se beneficie de todo el trabajo que están haciendo ahora sus padres. ¿Sabe?, cada generación genera riquezas para la siguiente y en esta ocasión quiero que así sea.

—Pero, Tina, reflexiona un poco, si todo el mundo hiciera estudios, ¿quién hará los trabajos manuales más tarde? El tuyo, por ejemplo. Dime, ¿quién sacará la basura? Por mucho que tú te empeñes, siempre habrá clases y clases.

—Ese es su problema señora, porque usted todo lo separa en clases, pero para mí nadie nace con un letrero en la frente diciéndole lo que hará más tarde.

—Eso no, pero mira, hay gente que está destinada a una cosa y otros a otra. Mira mi hijo, por ejemplo, ¿tú crees que le iría estar de basurero?

—Primero, señora, creo que ni sabría hacerlo, pero con el tiempo se acostumbraría como todo el mundo. La necesidad obliga. Y si no, mire la nación americana: hace apenas doscientos años se servían de los esclavos negros como bestias de carga. Los terratenientes del Sur decían que su mente y su cerebro eran pequeñitos y donde nunca cabría la sabiduría. Pues fíjese bien hoy en día dónde los negros están llegando. Apenas tuvieron la oportunidad de instruirse. Hay abogados, científicos, fiscales, políticos… Y llevan la mitad de las riendas del pueblo americano. Y llegará un día en que alguno de estos antiguos esclavos, hombre o mujer, dirigirá la nación americana. Y no sería más que la justa revancha sobre el destino que para ellos tenía reservado en la vida.

 

El 1 de enero de 1863 el Partido Republicano (del que Abraham Lincoln fue elegido presidente) decidió la emancipación de los esclavos negros. No fue un acto pensado para el bien de los esclavos, sino con la intención de debilitar los estados del sur, que empleaban a los negros como mano de obra gratuita en los campos de algodón. La pretensión de Lincoln era poder ganar la guerra y así reafirmar los estados de la Unión. Pero él no lo verá. Será asesinado unos meses antes del 18 de diciembre de 1865, cuando la decimotercera enmienda de la Constitución americana aprobará la abolición definitiva de la esclavitud en Estados Unidos.

Una cosa tengo muy clara, mi hija no sacará más que su propia basura. Y pensé en su hijo: un niño engreído, gordinflón y blancucho que la idiota de su madre atiborraba de todo lo innecesario.

En ese momento la ira me cegaba. O sea, que ella me ve como su basurera para toda la vida.

—¡Me cago en el Confucio ese! ¡Ahora mismo la estrangulaba! En fin, ya veo que no tengo nada que aprender de Genoveva. Y menos quedarme aquí a servirla toda la vida, con lo tonta que es, que no sabe ni buscar un libro en la biblioteca.

Una vez llevaba media hora dando vueltas y le pregunto:

—Madame, ¿busca usted algo?

—Sí, un libro que se llama Y vino de allá. Pero dudo mucho que tú sepas dónde está.

—Lo tiene usted justo delante, señora.

—¡Anda! ¿Y tú cómo sabes eso?

Casi meto la pata, y para que no me pillara le dije:

—Bueno, es que como yo cada día limpio el polvo en la biblioteca estoy más o menos familiarizada con los títulos. —Y por ahí me salvé.

Una noche, durante la cena, me llama a gritos desde el comedor:

—¡Ven, corre, Tina! —Pensando que le ocurría algo me precipito—. ¡Mira, mira bien la televisión! —Me quedo mirando y veo el genocidio de la guerra de Biafra, la gran masacre y la hambruna de ese pueblo africano. Hombres, mujeres y niños, todos esqueléticos y con la mirada perdida sin saber a dónde ir—. Te he llamado para que lo veas, que hay gente mucho peor que tú, para que no te quejes. —Solo se me ocurrió una cosa: ¿cómo puede seguir saboreando la cena después de esto?

Desde ese momento una cosa tuve clara, ya no quería quedarme con Genoveva. Pensé que solo me quería como su burro de carga para ella sola las 24 horas del día. Ninguna posibilidad para mi hija tendría allí en el futuro.

Por aquellos días la familia al completo se marchaba de vacaciones a la nieve. En ese tiempo me quedé sola en el octavo piso con mi Víctor durante diez días, así que me dediqué a explorar toda clase de posibles siguientes trabajos para mí. También miré los alquileres de los pisos, pero desgraciadamente ninguno se adaptaba a mi bolsillo. Ojeando los periódicos me busqué algunas horas de menaje para algunos días. Y sobre todo, para pagarme la comida porque los señores se van de vacaciones y no te dejan dieta. Así fue como fui a caer en la mismísima plaza de L’Etoile. Nunca la había visto y me quedé extasiada de lo bonita que es con su Arco del Triunfo justo en medio y sus Campos Elíseos al frente. Napoleón sabía bien lo que hacía poniendo dentro de ese arco la gloria de todas sus batallas. También está la tumba del soldado desconocido.

El trabajo de tres horas lo encontré justo allí al lado en la avenida de Frietlande, donde vive «la creme de la creme» parisina.

La señora era una inglesa. Se había quedado sin servicio y a mí me vino de perlas. Era simpática, desde el primer día me trató muy bien y me pagaba al final de cada jornada. A los ocho días me preguntó si no me interesaría quedarme con ella a tiempo completo. Sincerándome con ella le dije que yo lo que estaba era buscando un alquiler barato para poder traerme conmigo a mi hija, a lo que ella me contestó:

—Puedes hacerlo aquí. Yo tengo una habitación en el quinto piso, donde puedes estar con tu marido y tu hija. —Ahí me tocó la cuerda sensible y empecé a pensar en ello.

Cuando veo la habitación del quinto piso que la inglesa tiene para mí, veo que reúne las condiciones que voy buscando. La sorpresa se la llevará Genoveva cuando le anuncio que me voy dentro de una semana.

—¿Pero, por qué? ¡Si tú estás bien aquí!

—Sí, pero usted se ha ido de vacaciones y no me ha dejado ni un duro para comer, así que yo he tenido que buscarme la vida.

—¡Ahh! Pero yo te hacía a ti también de vacaciones…

—Señora, yo no puedo permitirme dos vacaciones por año. Mi salario no me da para tanto.

A los ocho días ya estaba yo con Jesica, mi inglesa, que me explica lo que ella esperaba de mí:

—Verás, Secti, mi marido es diputado de la Asamblea Nacional.

—¿Y qué es eso?

—Eso es el hemiciclo, ¿sabes? En Francia se llama Asamblea Nacional, donde se discuten todas las leyes. Pero además de eso, mi marido pertenece al Partido Socialista Francés, aparte de que es el brazo derecho de François Mitterrand. ¿Lo conoces?

—Pues no mucho, la verdad, por no decirle nada.

—¿Qué no conoces a François Mitterrand? ¡Pero si sale en todas las televisiones y es el secretario del Partido Socialista Francés!

—Es que yo no tengo tele, señora.

—¡Por Dios Santo! ¡Pero si el año que viene va a ganar las elecciones y será presidente de la República Francesa nada más y nada menos! Y no solo eso, sino que mi marido seguramente será primer ministro. Monsieur Mitterrand va a competir en mayo próximo contra el general De Gaulle y estoy segura de que lleva todas las de ganar. Ya verás, en 1967 a lo mejor vivimos en el Elíseo.

—¡Qué miedo, señora! Una vez pasé por delante y estaba todo lleno de policía.

—Normal, no solamente guardan el palacio del Elíseo, sino que también guardan al presidente. Qué poco entiendes de política.

—Nada de nada, señora, yo el único roce que he tenido con la política fue el día que nació mi hija, que coincidió con el asesinato de Kenedy. —Y ahora esta mujer me habla de política francesa. No, si yo cuando voy, voy a lo grande… Para eso nací en plena guerra civil española.

Aquella noche se lo comento a Víctor, que me dice:

—Secti, ten cuidado con la política, que eso es muy peligroso.

—La política… je men fous (me importa un bledo). —Para mí representa seiscientos euros al mes y una habitación donde yo podré traerme a nuestra niña y, además, vivir en el Arco del Triunfo como Napoleón, ¿te parece poco?

—Te advierto de que el Arco del Triunfo ya está ocupado por Napoleón y sus batallas.

—Sí, ya lo sé, pero yo desde que nací también estoy buscando mis victorias y a lo mejor acercándome un poco al gran soldado que era Napoleón la encuentro.

—¡Oye! ¿Y esa gente inglesa a qué se dedica?

—La inglesa es solo ella. Él es diputado y se dedica solo a la política.

—¡Ah! La política…

—Sí, bueno, ya veo que tú de política estás tan pegado como yo, tío.

La cuestión es que esa Jesica me gustaba y su habitación también. Y yo ya lo tenía decidido. Al fin y al cabo, hasta ahora solo había conocido mi infancia y el hambre, la rigidez de los catalanes y la dejadez un poco fullera de los andaluces. Ahora quiero saber cómo son los ingleses. No quiero perderme nada de lo que me ofrezca la vida.

El 1 de septiembre ya estaba trabajando con Jesica. Sabía que echaría mucho de menos la biblioteca de Madame Gauvert y sobre todo a su madre Madame Poti, ella sí que valía la pena. Y pensándolo bien, a lo mejor me da ahora por ponerme a estudiar inglés.

La señora es alta, rubia, bella y elegante. Su marido, en cambio, es un poco más bajo. Tienen dos hijos y un perro caniche que se llama Happy («feliz», en inglés).

Mi trabajo consiste en bajar a las siete de la mañana, preparar la bandeja del breakfast y llevarla a la habitación de los señores, además de abrir las cortinas y decir: «Monsieur, madame, le breackfast est servie». Acto seguido me dirijo a la puerta donde Happy, con su correa en la boca, ya me está esperando para dar su paseo matutino. Al mismo tiempo le traigo los periódicos al señor (periódicos de izquierdas, claro, como l´Aurore ou l´humanité y Jours de France para Madame, una especie de revista de la jet—set francesa, algo así como el Hola español.

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