Una emigrante bajo la Torre Eiffel

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Al cabo de una semana regreso a casa y a mi tienda, pero aún no puedo trabajar. Apenas puedo ponerme de pie, mi hermana me ayuda un poco mientras procedo a llevar de nuevo las riendas yo sola.

El problema de las tiendas pequeñas es que se vende muy poco género, además en esa época instalan grandes supermercados por todos sitios donde la gente compra de todo, así que mi tienda va de mal en peor.

Un problema me surge de nuevo, tengo que buscar una solución y se la planteo a Víctor:

—Mira, esto no marcha bien, deberíamos traspasar la tienda antes de que sea demasiado tarde. Con el dinero podremos comprar un piso, meter nuestras cosas e irnos a trabajar fuera. Por ejemplo, a Barcelona, que ya la conozco. Víctor no lo tiene tan claro, nunca ha salido de su Málaga natal ni de su bar, para él es difícil irse a trabajar fuera. Además, me dice:

—Ya tengo un empleo en los nuevos depósitos petrolíferos que están haciendo en Málaga cerca de la carretera de Cádiz y empiezo mañana.

Víctor es conocedor de la soldadura autógena, la electricidad, la albañilería, etc. Es un verdadero «manitas», todo lo ha aprendido solo, no obstante, carece de certificado que lo justifique. Después de su primer día de trabajo me viene cabizbajo.

—¿Y ahora qué pasa?

—Pues imagínate, el encargado me quiere pagar como aprendiz a mis treinta y pico años, y eso que he sido yo el que ha estado todo el día enseñando al otro la soldadura, pero el tío quiere papeles que justifiquen mi saber y, como no los tengo, pues no sé qué va a pasar conmigo.

No sé si ha sido su desilusión en el trabajo o que ve que no hago caja en la tienda lo que ha decidido que al final acepte que la traspasemos.

Tengo un cliente que viene a verla y se queda con ella, por doscientas cincuenta mil pesetas, lo que nos permite comprarnos un piso de tres dormitorios, en las Flores, que vale trescientas mil pesetas, por lo que nos obliga a pedir al banco una hipoteca de cincuenta mil pesetas que iremos pagando poco a poco.

A pesar del disgusto de Víctor, acepta ser pagado como aprendiz; de todas formas, no nos queda otro remedio. En las Flores, como tengo tres dormitorios, acepto alquilar a una chica que es enfermera y que me paga quinientas pesetas al mes, las mismas que yo pago de hipoteca.

Con lo que gana Víctor y algunas horas que hago yo, vamos tirando.

Una mañana hablando con una vecina del primero, esta me dice:

—¡Oye! ¿Y por qué no os vais a Alemania?... Mi marido está allí y cada año me trae un montón de marcos.

—¿Y tú por qué no te vas con él?

—¡Yo, ni loca! ¿Que voy a dejar yo mi Málaga?

Me quedo mirándola y veo que lleva los dedos de las manos y las muñecas llenas de joyas. ¿Cómo se puede ser tan egoísta? Anda que quedarse aquí y esperar a su marido y verlo una sola vez por año… Yo no podría, si mi marido se va a alguna parte, yo me voy con él, sea donde sea.

Dejo a esta gorda egoísta con sus pulseras y me voy a trabajar a mis horas. Aquella noche se lo digo a Víctor:

—¿Y si nos fuéramos a Alemania?, mucha gente se va.

—Secti, ¿tan mal estamos?

—Bueno, pues si no fuera por las chapuzas de fontanería que tú haces los domingos y mis dos horas de menaje, estaríamos aun peor, y eso que me organizo lo mejor que puedo entre mis potajes y los huevos fritos, pero a Marinita tengo que darle otras cosas de comer.

—¡Bueno, si tú crees que debemos irnos! Ve preparando los pasaportes, porque con lo que pagan en los depósitos no vamos a salir de pobres.

En esos días, mi vecina María Elodia, que vive en frente, pone su piso en venta.

—¡Chica, me voy a calle la Victoria! Para que mi hijo vaya a la escuela de los Maristas. —El piso lo vende en seguida.

ENCUENTRO CON EL DESTINO

A la mañana siguiente, al volver de mis dos horas, me encuentro sentada en la escalera a una mujer de mediana edad, en un estado de embarazo bien avanzado. Evidentemente no está bien, por la palidez de su rostro.

—¡Oiga!, ¿qué le pasa, se encuentra usted bien?

—No, no, señora, creo que me he mareado un poco.

—¡Un poco no! Bastante. ¡Ande! Suba conmigo. Yo vivo en el tercero, le daré un vaso de agua o un poco de café. —Como puedo, la ayudo a levantarse y juntas subimos a mi casa, la tiendo un poco en el sofá y me voy a hacer un poco de café—. ¡Lo siento solo tengo café y galletas!

—¡Por favor, no se preocupe! Si ya ha hecho usted demasiado… La verdad es que por aquí no conozco a nadie y, como ve, estoy embarazada y me he mareado un poco.

—¿Sabe usted? Acabo de comprar el piso enfrente del suyo. Y venía a poner unos cuadros, pero me ha dado una bajada de tensión. Me he descuidado un poco esta mañana con el desayuno y a mi edad eso no perdona.

—¡Pero si usted todavía es joven!

—No lo crea, tengo treinta y seis años.

—¿Y es su primer embarazo?

—¡Mi primero y mi único!, ya que mi caso es más bien raro.

—¿Por qué dice eso? Todavía es joven.

—Sí, pero no tengo marido, ni lo quiero, seré madre soltera y mi embarazo es muy deseado. Yo tenía un novio que de buenas a primeras me dice que se va a Madrid a casarse con su novia de toda la vida.

—¡Qué fuerte! ¿Y usted que hizo?

—Pues nada, le pedí que antes de irse me dejara embarazada.

—¡No me lo puedo creer! ¡Usted es una mujer muy valiente!

—No, para nada, soy más cobarde que una gallina, pero siempre he querido tener un hijo y, cómo ve, no soy ninguna belleza, así que pensé que sería aquella mi última oportunidad. —Esta mujer sencilla me daba confianza, me estaba contando su vida. Así que me atreví a preguntarle:

—¿Pero usted no es de aquí, verdad? Tiene un acento raro…

—Pues soy tan malagueña como usted, pero llevo veinte años viviendo en París.

—¿En París de la France?

—Sí, señora, en París de la France.

—¿Sabe?, yo hablo algo de francés, aunque muy mal.

—¡No me diga! ¿Y cómo lo aprendió?

—Bueno, trabajé en un hotel hace tiempo…

—Creo que usted y yo vamos a ser muy amigas, lo malo es que me voy dentro de diez días y ya no nos veremos hasta el año que viene. Ahora solo tengo que terminar de arreglar el piso, que ya lo tengo alquilado. Y después me iré.

De pronto me dice:

—¿Y por qué no se viene conmigo a Francia?

—Eso quisiera yo, poder irme a algún sitio, porque la verdad es que lo estamos pasando muy mal mi marido y yo. Él solo gana mil pesetas a la semana y con eso no hay para nada.

—¿Mil pesetas? ¡Pero eso lo gano yo en tres días en Francia! ¿De verdad están tan mal?

—Más de lo que se ve.

—Por favor, en cuanto a sus cuadros, no se preocupe, esta tarde mi marido y yo le ayudaremos a colocar los muebles, ya verá. Mi marido es un «manitas». Y no creo que usted en su estado pueda hacer gran cosa. —La veo un poco pensativa y de pronto me pregunta:

—¿De verdad que se iría usted a Alemania? Con lo que los alemanes le han hecho a los franceses y a Europa entera en la Segunda Guerra Mundial. No diga tonterías y véngase conmigo a Francia, yo la ayudaré a buscar un empleo.

—¿Sabe?, yo en la Segunda Guerra Mundial no era más que un bebé, aunque sí he sufrido las secuelas, pero la verdad es que en España tampoco tenemos muchas noticias del extranjero y, como además no he ido mucho a la escuela, no estoy al corriente de muchas cosas, y menos de Alemania.

—Ahora todos los españoles se van a Alemania a ganar marcos, pero, aunque yo quisiera, tampoco podría irme ahora. Tengo una hija de dos años.

—Pero sus familiares podrían ayudarla y quedarse con ella unos cuantos meses hasta que usted se desenvolviera allí; luego usted y su marido la llevarían consigo. El problema es que tendría que venir sola primero, yo solo tengo un estudio y no podría recibir a su marido, pero a usted sí, y una vez que tenga su habitación allí, puede llamarlo a él, como hacemos todas las emigrantes. ¡Primero se van ellas, se colocan, cogen su habitación y luego van los maridos!

Antonia, que así se llama esta chica, me explica que ella hace horas de menaje y por las noches limpia algunas oficinas. Tiene su estudio alquilado y es independiente desde hace varios años. Ahora será madre soltera, y el Gobierno francés ayuda mucho a las madres solteras, lo que le permitirá criar a su hijo tranquilamente.

—A mi hija (espero que sea una hija), la he deseado tanto que sería para mí como una victoria sobre la maternidad, que ya jamás pensé que tendría.

—¡Antonia! ¿Lo de ayudarme en Francia va en serio? Porque mi situación de verdad que es bien precaria.

—¡Completamente en serio! Usted haga como yo le digo; véngase primero y después traeremos a su marido, resuelva cuanto antes con sus familiares lo de dejar a su hija y póngase en contacto conmigo lo más pronto que pueda. Aquí tiene mi dirección y mi teléfono, en cuanto esté lista, llámeme. Y muchas gracias por el café, por su ayuda y por cómo me ha acogido en su casa, gracias.

Aquella misma tarde me voy a ver a mi hermana Mari y le expongo la situación. Me dice rotundamente que no se queda con mi hija.

—¡Pero, Mari! No tengo a nadie más que pueda ayudarme con esto. Solo serán unos meses.

—Ni lo sueñes.

—¿Pero por qué?

—Porque no quiero que te vayas.

—Mari, ya sé que tú de niños no quieres nada. —Enseguida me arrepiento de hacerle esta reflexión, ya que su hijo murió—. ¡Por favor!, solo serán unos meses.

—¡He dicho que no y punto!

A la mañana siguiente me voy a ver a mi suegra, que me dice lo mismo.

 

—Mira, Secty, yo soy ya vieja y María con la pastelería tampoco tiene tiempo, así que búscate las habichuelas por otro lado. —Me vuelvo a mi casa llorando y Víctor me pregunta:

—¿Qué ha pasado?

—¡Nada! Que nadie quiere ayudarnos ¿Cómo es posible que nadie quiera echarme una mano? —En la única que no pensé fue en mi madre… y cómo me arrepiento de ello… Pero la veía tan cansada y tan mayor que tampoco quise pedirle nada. Ese día me encuentro a mi vecina Amparo:

—Secti, como tu enfermera se ha ido, ¿por qué no le alquilas a mi tía Isabel de Córdoba esa habitación que ahora tienes vacía? Mi tía viene a Málaga con su hija que es pantalonera y tiene un contrato con el Cortefiel, eso podría ayudarte.

—Tienes razón, lo voy a pensar… Ante la angustia de no tener otra cosa, aquella misma noche le digo que sí, que se venga, y llega Isabel, una mujer de unos cincuenta años bien agradable. La convivencia con ella será muy buena.

Corría el mes de septiembre y yo aún no había resuelto el problema de mi hija. Hice otra tentativa con mi hermana y mi suegra, pero me dijeron lo mismo, que no se quedaban con ella. Nadie movió un dedo por mí. Aquella noche Isabel me pilló llorando en la cocina.

—¡Secti, ¿qué te pasa? ¿Te has peleado con Víctor?

—No, para nada, solo que pensé que mi familia me quería un poco más, pero… Víctor no. Él es lo mejor que me ha pasado en la vida.

—¿Entonces a qué viene ese llanto?

Le expliqué todo el problema.

—¿Será posible que nadie quiera echarte una mano? Pues no te preocupes, yo me quedaré con tu hija todo el tiempo que necesites. —Me quedé mirándola sorprendida e incrédula y ella añadió—: ¡Qué hay de malo! A mi hija ya la llama tata y a mí, abuela. —Me emocioné todavía más y rompí de nuevo a llorar.

—¿Será posible que la gente de la calle me ayude y los míos no?

Aquella noche le comenté a Víctor la proposición de Isabel. Y él me dijo:

—¿Y qué pensarán de nosotros si dejamos a la niña aquí con gente extraña?

—Esta gente extraña, como tú dices, han resultado ser más humanos que nuestra familia. A mi hija la he parido yo y me duele más qué a nadie, por eso no tendré en cuenta nada de lo que piense nuestra familia de nosotros.

Desde ese día empecé a observar a Marina. Era verdad que se llevaba muy bien con Isabel y que esta le devolvía ese cariño con creces, lo que me hizo pensar que quizá fuese una posibilidad a la que aferrarme.

¡ADIÓS, ESPAÑA! ¡HOLA, FRANCIA!

Al otro día le escribí a Antonia:

—¡Estaré lista a principios de octubre! Búscame plaza que voy para allá.

El 5 de octubre de 1965, a las diez de la noche cogí el tren hacia París. Mi marido me había facturado la maleta para que fuese más ligera, y en la frontera, cuando la recuperé, noté que pesaba mucho menos. Me habían robado la mitad de la ropa, lo que no me importó, ya que para atravesar el túnel que separa España de Francia me pesó mucho menos. El túnel era un subterráneo bastante largo e iba lleno de emigrantes.

En España las vías de tren son mucho más estrechas que las francesas y había que cambiar de tren. Ese túnel separa los dos países, los trenes franceses son mucho más modernos y cómodos.

Pensé: «En algo tiene que notarse que nos llevan 200 años de ventaja en democracia».

Viajé toda la noche y la mayoría del tiempo lo pasé llorando por mi hija. A las siete de la mañana todavía era casi de noche en París. Cuando llegué a la estación de Austerlitz, cogí un taxi que me llevó a casa de Antonia, ella me estaba esperando y me preguntó:

—Secti, ¿cuánto te ha cobrado el taxi?

—18 francos.

—¡Coño, será canalla! Te ha cobrado tarifa de noche.

—Sí, pero yo no lo sabía. ¡Primera novatada que pago en París! Tendré que ser más precavida de ahora en adelante, porque con los ochenta francos que me quedan en el bolsillo no creo que me dé para mucho en el futuro.

El futuro llegó a las diez de la mañana al día siguiente cuando teníamos cita con madame Busier, que estaba buscando una Bonne a Taut faire.

—¡Y eso qué es!

—Es una chica para todo, lo que en España se llama «cuerpo de casa».

Madame Busier me pareció muy cordial, pero pronto cambié de idea cuando dijo:

—Esta chica es muy pequeña para mí (trop petite).

Antonia me tradujo:

—Secti, dice que eres muy pequeña.

—¡Sí, ya la he oído! Pues ella no es muy grande que digamos.

—¡No te preocupes! —me dice Antonia—. Yo lo tenía todo previsto para ti, por eso he fijado varias citas para hoy.

La siguiente es Madame Lyon, que me pregunta:

—¿Vous etes Marie, casada?

—Sí, claro que estoy casada y tengo una hija de dos años.

—Entonces no me conviene, porque me llenan la casa de petites (niños).

—¡Será hija de puta! ¿Pero cómo han hecho esta gente para poblar Francia si no hacen petites?

La siguiente cita es Madame Gauvert, pero al subir la escalera le digo a Antonia:

—Mira, tú no digas nada y veas lo que veas, ni te inmutes. —Me quito la alianza de mi dedo y me la meto en el bolsillo.

Antonia me mira con desconfianza.

—Miedo me das… ¿Qué piensas hacer?

—Aún no lo sé, según vaya la conversación, te juro que en esta casa me quedo. De todas formas, no puedo volver a España con las manos vacías después de lo que me dijo mi suegra antes de irme.

—¿Qué te dijo tu suegra?

—Que todas las que vienen a París vienen a hacer de puta.

—¡Qué barbaridad! En un mes que he pasado de vacaciones en España he visto más putas en Málaga que en los veinte años que llevo en París. Mi niña, que nadie te coma el coco, que aquí, como comprobarás, se viene a trabajar, Lo demás son pamplinas de gente ignorante, como tu suegra, por ejemplo. —Qué buena chica es esta Antonia, tiene el don de remontarme la moral. ¡Gracias, amiga!

Yo solo pensaba en Víctor, a quien había dejado en Málaga encargado de pasear mucho a Marina para que por la noche se durmiese rápido y no me echara de menos. Mi angelito…

De todas formas, el trabajo en los depósitos de Málaga había terminado, así que él tenía todo el tiempo (salvo alguna chapuza) para pasear a la niña.


Esta es mi tercera cita para hoy y no pienso fallar: subimos al cuarto piso y una viejita muy pequeña nos abre la puerta, mi primer pensamiento es: «¡Anda, aquí también hay pequeñitas!».

—Genevieve, c`est pour toi.

Una señora muy guapa y elegante se acerca y le digo:

—Bonjour Madame!, je viens pour la place de bonne.

—Vous etes marie? —me pregunta.

—No Madame, je suis celibataire. —Y para apoyar mejor mi mentira, me paso la mano izquierda por el pelo, para que la vea libre de toda alianza.

—¿Y cuándo puede usted empezar?

—Mañana mismo o esta tarde si usted quiere.

—¿Mejor esta tarde? Así ahora mismo le doy la llave de su habitación que se encuentra en el octavo piso y puede instalarse y empezar mañana por la mañana a las 7:30.

—Me parece muy bien, aquella misma tarde mi maleta y yo dormimos en el octavo piso, no sin antes haber limpiado toda la habitación, que se compone de dos por dos metros, un pequeño lavado con agua corriente, una ventana que da a la acera de enfrente y una cama de una persona estilo Napoleón Bonaparte (ya empezamos con la historia).

Esa noche duermo como un lirón después de poner mi despertador a las 7:00. La tranquilidad de haber encontrado mi sitio me hace dormir toda la noche. A la mañana siguiente, a las 7:30, bajo por la escalera de servicio, me abre la viejita de ayer que tiene una cara la mar de simpática y conectamos inmediatamente.

—Mira, por la comida no te preocupes. La cocina la hago yo para Madame.

—¡Ah!, ¿usted también esta empleada aquí?

—No, yo soy la meré de Madame. Pero ahora lo primero es el café.

—¿Cómo te llamas?

—Secti o Sectiva.

Después del desayuno me enseña toda la casa, empezando por la entrada que parece la bóveda de una gran catedral. En la primera habitación me dice:

—Aquí solo se entra cuando llama la madre del señor, que está enferma y no sale de su habitación para nada.

La siguiente puerta daba al comedor, más allá había un gran salón donde Madame recibe a la gente. Después encontramos la biblioteca, lugar donde duerme el niño. La siguiente será su habitación. En el pasillo hay un cuarto de baño y un váter. Al pasar delante de la última puerta me dice:

—Esta es la habitación de Madame, pero ella se levanta más tarde.

Después de inspeccionar toda la casa, volvemos a la cocina, donde charlamos un buen rato las dos.

—Bueno, ya conoces toda la casa, ahora te toca a ti de organizarte y limpiarla como es debido. Ya has visto que está bien abandonada porque Pilar, la última chica española que hemos tenido, estaba embaraza y se ha ido a dar a luz, así que no podía hacer casi nada, por eso Madame no quiere chicas casadas.

¡Madre mía, veremos a ver cómo salgo de esta!

Empiezo por pasar la aspiradora y encerar bien todo el parqué de madera de la entrada, que yo llamaré «la catedral» a causa de sus techos altos y abovedados. Subida en la escalera, limpio los cuadros negros de polvo y friego los cristales del comedor y el gran salón, que dan a la catedral. Después de dos horas largas trabajando en la catedral, ya huele a limpio.

La madre de Madame, Madame Poty, se dirige a mí:

—Sectiva, ya está bien por hoy, ahora vente conmigo a la cocina que poco a poco te quiero enseñar a cocinar—. Yo me guardo bien de decirle que ya había trabajado en un restaurante en Barcelona. Me hago la ignorante para aprender todo de ella.

No sé por qué entre ella y yo hay muchas cosas en común. Es como una afinidad que se ha manifestado desde el primer momento que la vi, tampoco entiendo por qué llama a su hija madame, en vez de «mi hija» ni por qué pasa más tiempo conmigo en la cocina que con ella.

Ya llevo una semana en esta casa, me tratan bien, algunos días ayudo a madame Poty a asear a la madre del señor, a la que todos llaman la Grand Mère. Está impedida y la mayor parte del tiempo la pasa en la cama o sentada en una silla leyendo, me mira con desconfianza y nunca me habla.

Hoy ha venido Antonia a ver cómo me iba y a escondidas me ha dado una carta de mi marido (que el correo me deja en su casa) porque aparentemente aquí soy soltera.

Víctor me da buenas noticias que me alegran la vida: paseando por Málaga a la niña, se encontró a su madre y su hermana que le preguntaron:

—¿Cómo es que Secti no está con vosotros?

—Secti se fue a París hace una semana.

—¿Que se fue la puñetera?

—Sí, se fue «la puñetera», ¿qué más tenéis que decirle? Secti se ha ido para mejorar nuestra calidad de vida, como yo haré en cuanto me llame. Secti no es como vosotras, que no movéis un dedo por nadie. Ella buscó ayuda en vosotras, pero no se la disteis, sin embargo, ya no nos hace falta. Alguien que no es ni de nuestra familia nos la prestó, quedándose con nuestra hija mientras yo trabajo hasta que podamos llevárnosla. Bueno, me voy que tengo que dar de comer a la niña.

A mi suegra y a mi cuñada les debió remorder la conciencia durante la noche porque, al día siguiente, se presentaron en mi casa a buscar a Marina. Esto me alegra; al fin y al cabo, son su tía y su abuela.

Antonia se cuestionaba el tema de mi estado civil, se temía que tarde o temprano Madame descubriese el pastel:

—¿Cómo te las vas a arreglar para explicar lo de tu «soltería»? Porque yo estoy muerta de miedo.

—Mira, Antonia, no te preocupes por mí, que yo enmendaré este desaguisado a su debido tiempo. La vida me ha enseñado a resolver cosas más difíciles, así que aquí actuaré como dice el refrán: «en el amor y en la guerra, todo vale». Pronto se sabrá quién ríe la última, si la francesa o esta andaluza.

—Miedo me das, pero que sepas que no estás en la calle, si te echan, vuelves a mi casa y ya nos las apañaremos.

Estoy trabajando en el barrio más rico de la capital, el dieciséis, aquí vive supuestamente la flor y nata de la riqueza parisina. En el barrio se ubica la plaza de Trocadero, la Torre Eiffel y, bajo ella, los Campos de Marte.

 

Cada día bajo a hacer la compra que madame Poty me encarga. Ya conozco al carnicero, al droguero y al pharmacién. Y todos me han ofrecido una plaza de trabajo por si las cosas se tuercen donde estoy ahora.

Vine a París con pasaporte de turista, o sea, que tengo tres meses para resolver mi situación en Francia. La señora tiene que hacerme los papeles como empleada de hogar antes de la fecha límite o, por el contrario, tendría que regresar a mi país.

Parecía que mi patrona me había leído el pensamiento:

—Sectiva, mira que tienes un nombre raro… Pero yo te llamaré Tina, que es más corto. Tenemos que ir a la cité a arreglarte los papeles, que si no lo hago en dos meses la Seguridad Social me multará (en Francia la Seguridad Social da dos meses de plazo a los patrones para declarar a sus empleados).

—¡Pero que manía tienen todos con cambiarme el nombre! Claro… Que a estas alturas ya estoy acostumbrada. ¡Señora!, yo prefiero esperar un poco más hasta que hable el francés un poco mejor.

—Pero si ya te explicas muy bien.

—Sí, pero aún no estoy muy suelta. Prefiero esperar un poco más. —Mi objetivo era ganar tiempo y por lo menos tener un mes de paga por si me echaba a la calle. No paraba de preguntarme a mí misma: ¿Cuánto tiempo me queda?

Antonia resolvió mi duda:

—Aún te queda por lo menos un mes y medio para solucionarlo todo.

—¡Ufff! Eso está más lejos que la China; de aquí a un mes ya habré traído esta oveja a mi redil. Tú tranquila, que yo a esta madame la tengo calada. Lo que me pregunto es: si no quieren mujeres casadas ni niños… Entonces, ¿cómo se las han arreglado esta gente para formar familias y repoblar Francia? No importa.

Genevieve dijo que me quedaba con ella una semana de prueba y que si aguantaba me quedaría fija. ¿Cómo que si aguanto? Esta no me conoce a mí, yo aguanto lo que me echen, principalmente por la cuenta que me trae.

Tengo que ir empezando a enderezar las cosas: cobrar 300 francos (un mes de paga) para enviárselos a Víctor y arreglar mis papeles con Genevieve. Así que a mis salones sucios y catedrales a limpiar. Ya estoy dando buena cuenta de ello.

Comienzo descolgando cortinas, visillos y otros tapetes; limpiando las alfombras y encerando las pequeñas mesas de varios estilos que hay en el salón; también está lleno de fauteuils (sillones) Luis XIV, Luis XV y otros tantos Luises de Francia. Para limpiar este gran salón me he tenido que emplear a fondo, porque la pobre Pilar mi predecesora, con su embarazo, lo tenía todo dejado de la mano de Dios. Casi me lleva una semana lavar, planchar y colocar cortinas, almidonar tapetes y lavar alfombras. Genevieve ha venido a ver mi trabajo varias veces, se va más que satisfecha y le dice a su madre:

—¡Esta chica es increíble! Me quedo con ella.

Eso es justo lo que yo quería oír, ahora ya la tengo de mi parte. Me toca a mí de atacar con mis condiciones, que no son ni mucho menos las que ella me ha impuesto al principio.

El sábado Genevieve da su primera cena de invitados conmigo a su servicio (su marido, el señor Gauvert, es agente de bolsa y recibe a sus comensales por lo menos una vez por mes), así que me pruebo el uniforme que madamme Poty acaba de arreglarme a mi talla. También me ha comprado zapatos a juego de talón un poco altos para mi gusto y me pregunto (sirviendo los platos llenos de pentadas y guisantes) quién de los dos, si los platos o yo, aterrizaremos primero en el suelo del salón. Pero todo se pasa bien, mi primera cena resulta un éxito. Esta es la prueba que le faltaba de ver a Genevieve sobre mí.

Nueva visita de Antonia y nueva carta de Víctor en la que me dice:

«Secti, el marido de la joyera del primero se va a fin de mes y me ha ofrecido llevarme a París casi gratis».

—Soluciona lo de tu «soltería» lo más pronto posible con Genevieve porque tal y como están las cosas veo entrar a tu marido un día de estos por la puerta —me dice Antonia.

Genevieve y Antonia están tomando café en la cocina y oigo que mi señora le está hablando de mí:

—Esta chica es un terremoto, me ha puesto toda la casa patas arriba, me encanta. Es un verdadero diamante en bruto que yo iré puliendo paulatinamente. —Desde luego no se equivoca conmigo, pues llevo una semana frota que te frota y tengo agujetas hasta en los huesos. Le he sacado brillo al apartamento entero, reluce como el sol.

A la semana siguiente Genevieve me vuelve a sacar el tema de mis papeles y ya no puedo evitarla más, así que cojo el toro por los cuernos sentándola en la cocina frente a mí:

—Señora, hasta aquí hemos llegado.

—¿Por qué dices eso Tina? ¿Te estás despidiendo de mí?

—No, señora, es usted la que va a echarme.

—¿Yo? ¿Y por qué? Si me satisfaces en todos los sentidos…

Me levanto, saco la alianza del bolsillo y la pongo en mi dedo anular diciéndole:

—Señora, yo no soy soltera. Estoy casada y bien casada. Aparte, tengo una hija de dos años que cuando pueda me traeré a Francia conmigo, al igual que a mi marido, que llegará a fin de mes. Pero no se preocupe por mí, si usted no me quiere más a su servicio, el carnicero me está esperando.

¡Pero qué disparate estás diciendo! ¿Por qué te echaría yo a la calle si estoy contenta contigo? ¿Pero por qué me dijiste que estabas celibataire?

—Porque usted era la tercera persona que me lo preguntaba y yo estaba desesperada por encontrar un puesto de trabajo.

—Lo siento, lo siento, es que he tenido una mala experiencia con Pilar que, nada más contratarla, se quedó embarazada y eso es lo que yo no quería. Mañana a primera hora iremos a la secu y a la cité a arreglar tu estado civil.

—Señora, ¿qué es la secu?

—Eso es como llamamos a la Seguridad Social, pues no me gustaría nada que me pasara como con Pilar, por la que fui sancionada por no declararla a tiempo.

—Señora, ya que estamos en confidencias, le diré que para mí lo más urgente es encontrar un trabajo para mi marido que estará aquí a fin de mes. ¿Usted conoce a alguien en la fábrica Renault para recomendarlo?

—En Renault no, pero en Citroën sí tengo un amigo.

—Pues entonces es fácil, solo tiene que hacerme una carta de recomendación para que él pueda entrar a esa fábrica. Pero dicho esto, también tenemos que hablar de mis condiciones que no son ni mucho menos las que usted fijó el primer día.

—¿Por qué? ¿No estás contenta con tu vida?

—Sí, señora, sí lo estoy, pero llevo un mes aquí y no he salido ni a la puerta de la calle si no es para comprar. Yo necesito mi jueves por la tarde para hacer mis cosas y hacer mis propias compras. Y el domingo por la tarde para estar con mi marido. Hasta ahora no me ha dado ni una hora de descanso y yo sé que, por ley, tengo derecho a estas dos tardes. Además, solo gano 300 francos y he visto que las otras chicas de mi rama ganan de 500 a 600 francos, yo con 500 me conformo.

—¡Anda… y parecía tonta la chica! ¡Mamá!, ¿tú has oído a Tina?

—Claro que la he oído, ya te dije que exagerabas un poco.

Después de sincerarnos la una con la otra, nos ponemos de acuerdo en todo. Yo ganaré 500 francos, tendré mis dos tardes libres y mi marido vivirá conmigo en mi habitación. Claro que no todo me saldrá gratis porque, como mi marido es un «manitas», le pintará la cocina y le hará unos cuantos arreglillos más, que la casa tenía gran necesidad.

Algunos pensarán que he exagerado en mis peticiones, pero solo he pedido lo que por ley tenía derecho. Claro que me he aprovechado un poco del consejo de Antonia, que la última vez que estuvo aquí mi señora le dijo:

—Esta chica me la quedo para siempre, porque en mi vida he visto la casa tan limpia como la tiene ella ahora.

Antes de irse Antonia me dijo:

—Chica, la tienes en el bote, pídele todo lo que necesites.

Yo solo necesitaba tener una vida normal. Y así fue como mi marido y yo empezamos una nueva vida como dos emigrantes cualesquiera.