María y Sectiva

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Don Antonio Aguilera

Y así fue como se conocieron realmente María y José, sin darse apenas cuenta hablaron hasta ponerse de acuerdo en cómo podrían verse (a escondidas) sin levantar sospechas. Antes de irse María le preguntó:

—Oye cabrero, ¿tú dónde vives?

—En la montaña, en una gran cabaña de troncos donde respiras el olor de las plantas antes de dormirte y donde por la mañana las flores abiertas llenas de rocío te dan los buenos días. Y no soy cabrero, soy pastor de mi rebaño. Oye bonita, ¿y tú cuántos años tienes?

—Yo… casi veinte.

—Mentirosa, todo lo más que tienes son dieciocho o diecisiete.

—¿Y tú?, ¿cuántos tienes tú?

—Yo veintisiete (mintió él también, por miedo a ser rechazado, pero en realidad tenía treinta y dos, lo que complicaría bastante las cosas a la hora de hablar con el padre de María).

Pero José no se amedrentó, y quince días más tarde se acicaló todo lo que pudo y después de haber puesto a punto un plan de ataque entre María y él, las veces furtivas que pudieron verse en el gallinero y sin pensar ni un solo instante en la edad de uno o de otro, el caballerete se presentó delante de Don Antonio Aguilera, mi abuelo, (“el ogro de La Estellá” como le llamaban) llevando como presente un buen queso de oveja que él mismo elaboraba en su cabaña del monte. María por precaución se

había escondido en el último rincón de la casa, donde ella dormía de costumbre. Al abrir la puerta, Don Antonio arqueó las cejas al ver a este hombre que para él era un completo desconocido:

—Buenas noches, ¿qué desea?

—Buenas noches Don Antonio, vengo a hablar con usted.

—¿Nos conocemos?

—A usted aún no, pero a su hijo Manuel ya lo he visto en la Fuente de Las Sanguijuelas, y a su hija María también. Justamente es por ella por lo que estoy aquí.

—¿Conoce usted a María?

—Sí señor, nos vemos en la fuente donde yo voy diariamente a dar de beber a mi rebaño. Es una muchacha muy seria y como Dios manda. Por eso antes de cortejarla quería pedirle permiso a usted. Yo soy un hombre formal, y nunca me atrevería a arrimarme a ella sin su permiso Don Antonio. Mucho permiso y mucho Don Antonio. —Tan ensimismado estaba José dorándole la píldora, que no se percató del par de ostias que Don Antonio le estaba preparando y que le cayeron encima como un tablón. José se quedó blanco de rabia, pero era un hombre pacífico. Solo acertó a decir, pero Don Antonio, yo he venido a verle como se debe hacer antes de abordar a una moza.

—¡Mi hija no es ninguna moza, y menos para usted que le dobla la edad! Mi hija es una niña que tiene apenas quince años y usted por lo menos cuarenta. ¿Pero qué se ha creído?

—Treinta y dos Don Antonio, solo treinta y dos, y María me quiere y yo la quiero. Y no tengo prisa en esperar todo el tiempo que haga falta a que sea mayor.

—Usted pedazo de cabrito no esperará nada ni a nadie, y menos a mi hija, así que fuera de aquí, que apesta a leche de oveja.

—No señor, no soy yo, es el queso que le he traído de regalo. Aquí está. Eso exasperó aún más a Don Antonio que cogiéndolo de la manga le dio tal empujón que por poco si se estrella con la columna que sostenía la biga de la parra de la entrada de la casa, lanzándole el queso detrás de él. Un poco asustado de aquel viejo furibundo, José echó a correr ladera abajo sin poder evitar el queso que se le venía encima a forma de pedrusco. Pasado el peligro José se volvió y exclamó:

—¡Volveré Don Antonio, vaya que si volveré!

Y claro que volvió un mes más tarde, pero esta vez Don Antonio lo estaba esperando con la escopeta de dos cartuchos. La misma que usaba cada día para ir a cazar al monte de donde le traía a su Leonor buenos conejos que ella guisaba con cebollitas tiernas de su huerto. ¿Cómo supo que venía ese día? Probablemente lo estuvo esperando todos los días hasta que por fin lo pilló. Lo cierto es que encañonando a José por el cuello abierto de su camisa le espetó en la cara.

—¡Escucha ovejero! Te lo advertí, pero no me hiciste caso. Así es que aunque aún estamos lejos de Navidad, te voy a sangrar como a un cochino de matanza. Y reculando dos pasos con la escopeta lo encañonó dispuesto a llenarle a José el cuerpo de plomo. María que desde la ventana de su habitación lo observaba todo con estupor, dio un grito horrible que hizo salir a Leonor de su cocina y precipitándose las dos sobre Don Antonio trataron de quitarle el arma. Pero el hombre era alto y fuerte y no pudieron con él. Viendo esto María se colgó de su cuello a fin de inmovilizarlo y mientras, Leonor ayudó a escapar a José.

—¡Ande hombre, váyase de aquí y no vuelva jamás! José echó a correr hacia los altos matorrales del monte y en cuanto se puso a salvo gritó:

—¡Usted lo ha querido Don Antonio!, yo ya no vendré más, pero le juro que tarde o temprano María será mi mujer.

Fue más bien tarde y cuando pudo, porque por el momento María fue de nuevo encerrada en su cámara con orden de no bajar a la planta baja de la casa, más que cuando Leonor la llamaba para hacer las faenas. María sola en su cuarto pensaba en José y en el tremendo susto que este le había hecho pasar. Porque la verdad es que nunca había visto a su padre tan enfadado y dio gracias a Dios de que sus hermanos estuvieran en el campo a esa hora, porque si no, estaba segura que en este momento su José estaría colgado por los pies de la rama más alta de la encina que había enfrente de la casa. A partir de ese día María vivió recluida en su cámara durante varios meses. Se acabó el ir por agua a la fuente. Se acabó el ir a cerrar por la noche el gallinero. Ni siquiera la dejaban barrer su puerta como tenía por costumbre hacer cada tarde. Su sola distracción consistía en mirar por la gatera de su cuarto. Esa especie de boquete redondo de la talla de una boina por donde antiguamente aireaban las cámaras y al mismo tiempo, dejaban entrar y salir al gato de la casa. De ahí su nombre de gatera.

A partir de ese día sus hermanos Antonio y Manuel montaron una guardia permanente advirtiendo al cabrero, como ellos lo llamaban, que si se acercaba a casa lo majarían a palos. Claro que ellos no contaban con la astucia de José, y sobre todo con el amor profundo que sentía por María, sobre todo ahora que se sabía correspondido. Naturalmente José enamorado como estaba y a pesar de las amenazas, no dejó de rondar ni una sola noche la casa de María teniendo sumo cuidado en no dejarse ver. Sabía que María estaba encerrada en alguna parte alta de la casa, así que montó su propia estrategia para averiguar dónde estaba encerrada “su novia”. Y no se equivocaba, la gatera de la cámara de María daba a la parte de atrás de la casa, desde la cual se divisaba bien todo el manchón.

José silbaba muy bien y tenía costumbre de hacerlo guardando sus ovejas. María lo había oído varias veces en la fuente mientras la miraba sin decir palabra. José lo sabía y pensó que su silbato advertiría a María de su presencia allí y así fue. Cuando María lo vio se llevó un susto de muerte pensando que si lo descubrían lo matarían y ella se quedaría viuda antes de haberse casado. Cuando José vio la cabeza de María asomar por la gatera le dijo desde lejos y por señas:

—Cuando todos duerman vendré y hablaremos. Fue bien pasada la media noche y cuando toda la casa quedó a oscuras, que José sigilosamente se acercó debajo de la gatera para poder hablar con su amada:

—María, ya sé que será muy duro para ti durante un tiempo, pero no te preocupes, la vigilancia no durará eternamente. Ya verás como todo pasa y un día estaremos juntos, te lo prometo.

—¿Palabra de pastor? —preguntó ella angustiada.

—Palabra de pastor. Tú ahora concéntrate en ser buena hija, bien sumisa y ya verás cómo aflojan la guardia, y ese día te prometo que yo no estaré lejos y al menor descuido te llevo conmigo.

La fuga

Antiguamente el que la novia se fuera con el novio era frecuente. Era una especie de estratagema que muchas parejas llevaban a cabo para poder casarse cuando las familias de uno u de otro se oponían a su noviazgo. Entonces la chica se fugaba y amanecía en casa del novio. Una vez consumado el acto marital para la familia de la novia esta estaba ya perdida y no tenían más remedio que dar su consentimiento al enlace matrimonial. Eso era lo que José quería hacer, pero para él había un agravante de talla, y es que María era menor de edad, aunque esto no amedrentaba al enamorado. José sabía del orgullo de muchas familias que al saber ya su hija perdida para ellos, optaban por el silencio de no propagarlo o por el de la mentira diciendo que su hija se había ido a vivir con una pariente lejos de allí. Esto se usaba también mucho cuando una chica salía embarazada. Sus padres la enviaban con algún familiar lejano para evitar así las habladurías. Otros, los más drásticos, simplemente la encerraban en la cámara y allí permanecía hasta que daba a luz. Luego decían que habían recogido un niño de una parienta que había muerto de parto. Esto ocurría en el mejor de los casos, porque el peor para la criatura era que una buena mañana al amanecer el padre de la chica montado en su yegua bajaba al pueblo y lo ponía en el torno de las monjas de la casa cuna. ¿Cuántos niños de aquella época han crecido pensando que su madre era su hermana? Y así se quedaba la cosa para siempre. El niño se registraba al nombre de los abuelos y este crecía teniendo a sus abuelos como padres.

José contaba con lo de la ley del silencio para resolver su caso en la hipotética probabilidad de poder llevarse a María. Ella por su parte también se puso manos a la obra. En vez de aparentar tristeza optó por colaborar con su madre trabajando de buen grado en todo lo que esta le pedía y aparentemente como si hubiese olvidado el episodio del ovejero.

 

Leonor estaba encantada con el rumbo que habían tomado las cosas y al cabo de varias semanas ya nadie se acordaba de esta historia. Nadie de la casa, claro está, porque María y José en voz baja y por la gatera cada día perfilaban más su plan de huida. Bastaría con que una sola noche Don Antonio no echara la llave de la puerta que luego se guardaba en el bolsillo de su larga blusa negra de campesino. Eso era justamente lo que María vigilaba a hurtadillas mientras recogía la mesa de la cena y como la paciencia siempre tiene recompensa ese día llegó. Una noche Don Antonio llegó más cansado que de costumbre. Apenas la cena acabada se durmió casi encima de la mesa. Después subió las escaleras y ni siquiera dijo: “buenas noches”. Leonor, sus hijos y María hicieron lo propio y en media hora todos dormían como troncos. Todos menos María, claro, quien por la gatera ya le había enviado a José cuatro prendas de ropa que previamente tenía preparadas en un hatillo, que este escondió precipitadamente en los matorrales, desde donde hizo señas a María, que allí la esperaba. María esperó todavía media hora más y cuando se aseguró de que toda la casa estaba en perfecto silencio, solo roto por los ronquidos de su padre, bajó sigilosamente la escalera y traspasó el umbral de la puerta prohibida a tan grandes zancadas como se lo permitían sus largas piernas. Aquella noche no vivieron su gran amor. No tuvieron tiempo. Hacía ya varios días que José había contratado a un cabrero para que cuidara de su rebaño todo el tiempo que hiciera falta desde el momento en que María y él pudieran huir, y ese día era hoy. Lo que José tenía en mente era poner tierra de por medio entre ellos y el matón de su suegro, quien tenía siempre la carabina cargada detrás de la puerta, dispuesto a “perdigonearlo” como una perdiz. Nadie sabe lo que ocurrió en aquella casa a la mañana siguiente cuando descubrieron la huida de María. Nadie sacó una palabra al exterior, todos optaron por la ley del silencio. Más tarde “se supo” que María se había ido con una tía suya que vivía en Marruecos, concretamente en Larache (sabido era que la familia tenía un pariente lejano por allá). María se había ido efectivamente, pero no a Larache, sino a la provincia de Sevilla, concretamente a Morón de la Frontera, donde José había previamente alquilado un rancho. Y donde doce años más tarde nacería yo, la sexta de sus hijos.

Según el cabrero a quien mi padre José había dejado su rebaño, los dos hermanos de mi madre: Antonio y Manuel peinaron la montaña de arriba abajo en busca de mis padres, pero no encontraron ni rastro de ellos. El cabrero les contó una historia que mi padre le había encargado que dijera. Y es que él era el nuevo propietario de todo aquello porque mi padre se lo había vendido hacía ya varias semanas. También les contó que mi padre le había dicho que pensaba casarse pronto e irse a vivir a un pueblo de Málaga. Se tragaron todo el rollo, se bajaron para su casa y se acabó la búsqueda. Que mi padre le vendía el rebaño al cabrero era cierto, pero lo hizo varios años más tarde.

Una vez que a María la había dejado bien instalada en la provincia sevillana, mi padre compraría este rancho más tarde, por el momento solo pudo arrendarlo. Allí hicieron amigos; Anita María y Francisco José, los mismos que los acogieron en su llegada a Morón y se quedarían a trabajar con mi padre por mucho tiempo. Francisco José ayudaría a mi padre a hacer hornos de carbón que luego vendían en Sevilla. Una nueva profesión que mi padre se había buscado para sacar a su familia adelante.

Por hoy y después de varios meses de intenso amor en la provincia de Sevilla, mis padres volvieron a La Estellá para liquidar su rebaño y la vieja casa de un tío suyo que mi padre había heredado hacía ya unos años. Por entonces mi padre había perdido ya el miedo a Don Antonio. Además, mi madre estaba ya embarazada de su primera hija, mi hermana Mari. Así que pensaron que visto lo visto ya nadie les atacaría, y así fue. Pero lo más extraordinario de esta historia fue la reacción de mi abuelo. ¿Cómo pudo enterarse de que mis padres estaban en la cabaña del monte? Eso nadie lo sabe, pero lo cierto es que un buen día se presentó ante ellos y lo que era evidente es que no venía armado. Lo primero que les dijo fue:

—No tengáis miedo, que no vengo a pelear, solo quiero ver cómo está María.

Esta se abrazó a su padre y él le dijo:

—Por favor, no vayas a ver a tu madre, ella no te perdonará jamás. Y también quiero que sepas que te ha desheredado. Ya sabes que la rica de la familia era ella, todo lo ha puesto a nombre de tus dos hermanos (había dos casas, tierras y todo lo demás), para ti no ha dejado nada. Es más, a todo el mundo le dice que ya no tiene hija, así que para evitar conflictos, yo te aconsejaría que no bajaras a verla y todo seguirá en paz.

Era evidente que hasta él le tenía miedo a Leonor. Mi padre se disculpó con él por la forma en que se había visto obligado a llevarse a María, aunque también le dijo que había sido mucha culpa suya por no escucharlo cuando de buena fe vino a hablar con él para pedirle en matrimonio a su hija. Después de este buen razonamiento, echaron tabaco y fumaron juntos. Después de lo cual mi abuelo se bajó de la montaña.

A mi madre le gustaba la cabaña del monte y sobre todo le encantaba hacer el amor al olor del romero. Siempre nos contaba ese episodio de su vida. No le hubiera importado vivir allí eternamente, pero mi padre y ella solo habían venido a vender su rebaño (esta vez de verdad) y la vieja casa de sus tíos, para volverse a Morón de la Frontera, donde Francisco y Anita María le tenían guardado el rancho arrendado por mi padre, que esta vez sí pagó en propiedad con el buen dinero que había recuperado de sus ovejas. Un rancho hermoso donde acomodó a María, que ya estaba a punto de dar a luz a su segunda hija.

La número seis, yo

Anita María y Francisco no tenían hijos y se quedaron a vivir con mis padres hasta que en 1936 estalló la Guerra Civil Española. Anita Mª ayudaba a mi madre en las tareas de la casa y también la ayudó en esta ocasión a dar a luz a mi hermana Mari. Francisco y mi padre hacían hornos de carbón que luego cargaban en varios borricos que mi padre había comprado y se marchaban a venderlos a Sevilla. Mi padre decía que en Sevilla era la moda de los hornillos de carbón y era cierto, nada más instalarse en cualquier plaza se los quitaban de las manos. A su regreso, traía las alforjas de los borricos llenas de todo lo que hacía falta en la casa de campo donde vivían. Mi padre nunca pudo vivir en otro sitio que no fuera el campo, con su olor a plantas frescas. En cada viaje (que casi siempre duraba varios días), mi padre se empleaba a fondo para traerle a mi madre todo cuánto esta le había encargado: hilo, agujas… (a mi madre le gustaba la costura). Y para la casa: harina, café, azúcar, y garbanzos para su puchero de fideos. Pero sobre todo golosinas para las niñas, que ya eran dos (Mari y Modesta). Mis padres tendrán así hasta cinco hijos, por el momento (uno cada dos años cronometrados al punto y todos en años pares): Mari en 1924, Modesta en 1926, José en 1928, Antonio en 1930, Romualdo en 1932, y cerraron la fábrica, pero eso fue sin contar conmigo. Por aquel entonces yo me paseaba por esos limbos hasta que un día: “¡Zaaassss!” llamé a su puerta. Pero eso fue cuatro años más tarde y un poco despistada, puesto que el camino había sido borrado. Lo que no falló fue el año par, 1936, claro que si yo hubiera sabido la que se avecinaba, seguramente me lo habría pensado mejor y me hubiese quedado en el otro lado, pero la verdad es que siempre he sido muy curiosa y quería saber lo que había en este.

Lo cierto es que llegué con mucha prisa, mis padres, junto con Anita María y Francisco estaban recogiendo las aceitunas casi a finales de enero y mi madre gritó de pronto:

—¡José tiéndeme la manta y enciende un fuego que se me cae este niño!

—Pero María si todavía falta más de…

—¡Corre, corre!, ¡extiéndeme la manta y enciende un fuego!

—¡María, pero si todavía falta más de un mes y medio! —atisbó a decir mi padre que no me esperaba tan pronto.

—¡Corre avisa a Anita María! Pero mi padre no tuvo tiempo de llamar a nadie y pronto se vio con mi cabeza asomando. Justo tuvo tiempo de poner las manos para cogerme.

—¡María, es una niña! ¿Pero qué digo?, ¡esto no es ni una niña!, ¡es un pajarillo!, ¡es minúscula! Y… creo que… creo que está muer…

—¿Muerta?, ¿José, está muerta?

—Sí… No sé… No se mueve… No respira… ¡No puede ser, no puede estar muerta ahora que ha llegado!

Mi padre en su desesperación me cogió por los pies, me sacudió dándome tortas en el culo, pero nada. De pronto se abrió la camisa y poniéndome contra el calor de su cuerpo emprendió una loca carrera alrededor de los olivos y no paró hasta que me oyó llorar.

—¡Lo conseguí María, lo conseguí! Esta solo traía mucho frío, ¡mírala, mírala, minúscula pero viva! ¡Esta es mi niña!, ¡pero qué cabeza más chica, parece una mandarina! La vamos a llamar naranjita. Toma María dale leche a naranjita, esta lo que tiene es frío y hambre.

Mi madre a quién Francisco y Anita María habían acomodado cerca de la hoguera, le decía:

—¿Estás loco?, pero si aún no tengo leche, en todo caso tendré calostros como tus ovejas.

—Lo que sea María, pero arrímale el pezón y verás cómo chupa, que esta trae un hambre que se pela.

Y efectivamente, a penas mi madre me arrimó la teta, dice que pegaba unos chupetones como si quisiera tragarme el mundo. Mi padre estaba eufórico, le gustaban más las niñas que los niños. Decía que eran más bonitas y le decía a María:

—Ya tenemos tres pares: tres niños y tres niñas. Ahora sí que podemos definitivamente echar el cierre. —Y mi madre contesta:

—Te lo recordaré José, te lo recordaré.

—¿Y a esta cómo le pondremos de nombre? —preguntó mi padre, a lo que mi madre contestó:

—Pues Oliva, ¿no ves que ha nacido bajo un olivo?

—De eso nada, ¿mi niña bonita?, ¿Oliva?, ni hablar, que tiene un hueso dentro. Tiene que ser algo especial. Un nombre que nadie tenga. Déjame pensar María. Y vaya si lo pensó… Me puso un nombre tan raro que ni siquiera está en el calendario del Cristianismo. Desde entonces solo tengo cumpleaños, nunca santos. Me llamo Sectiva. Por el momento todo va muy bien, pero será más adelante cuando este nombre me traerá alguna que otra complicación. Primero a mi madre y luego a mí, por ejemplo a la hora de casarme. Tuve que recorrer tres iglesias antes de encontrar un cura que aceptara casarme con este nombre ateo según ellos. Con lo de mi nombre por poco mis padres discuten por primera vez. Mi padre decía que yo hacía el número seis de sus hijos y que tenía que llevar un nombre que empezara por “S”. Mi madre que era muy guasona le dijo:

—¿Por qué no le pones a la niña un número en la frente y así terminamos antes?

—Ríete, ríete borrica, pero el nombre de mi niña no lo llevará nadie más. —Mi nombre lo he buscado por todos sitios, hasta en el extranjero, pero no hay otro igual. Gracias papá, tenías razón. Me llamo como nadie.

La vida de mis padres era placentera. Ellos eran muy felices. Se habían juntado muy enamorados contra todo y contra todos. Tenían cuanto habían deseado. Un rancho en el campo, seis hijos preciosos, y trabajaban para ellos mismos. Tenían olivos, un prado para el trigo y unos amigos maravillosos. Mi madre tenía su gallinero, Francisco José cultivaba un huerto para todos y mi padre criaba sus guarros para la matanza de Navidad. Todo era perfecto en aquella primavera de 1936. Ya punteaba el verano y yo andaba a gatas. Estábamos en casi la mitad de junio y mi padre y Francisco preparaban la era para poner las gavillas del trigo que serían trilladas, ventadas y almacenadas para el invierno.

Mi padre solo tenía un prado de trigo del que recogía varios costales para el costo de su casa. Él decía que no quería más. Su verdadero trabajo se centraba en sus hornos de carbón, que como él decía, era lo que cada mes le daba dinero contante y sonante. Mi hermana Mari me contaba que el día que mi padre y Francisco volvían de Sevilla con los borricos cargados a tope de todo, siempre era una gran fiesta. Anita María hacía su pastel de harina, huevos y calabaza, que estaba riquísimo, mi madre mataba su mejor gallo del corral y hacía su famosa ensalada (que volvía loco a mi padre), de pimientos, tomates y berenjenas asadas, todo bien aliñado con cebollitas tiernas. Y mi padre le decía:

 

—María, en cuanto salgo de Sevilla, estoy pensando en tu ensalada. —A lo que mi madre contestaba:

—Ya lo sé, que tú solo piensas en tu estómago.

—Que no, preciosa, que no, anda sal y mira lo que te he traído. Siempre le traía algo especial para ella sola. Ya fuese para la casa o para ella misma. Hoy era una tela de flores para hacerse un vestido. Mi madre estaba en el cielo. Pero lo disimulaba muy bien haciéndole algún reproche.

—José, que no te enteras, te dije que esta vez solo quería telas para las niñas, necesitan vestidos nuevos.

—¿Y qué crees tú protestona, que me había olvidado?, pues no, ¡mira, mira esto! —Y sacando una pieza entera de tela floreada la lanzó a lo lejos sosteniéndola por una punta, lo que hizo que el peso de la pieza se desenroscara allí mismo varios metros de un solo golpe. Mi madre exclamó:

—¡Preciosa José, es preciosa! Con esto les voy yo a hacer a mis niñas vestidos lindos. Y si me sobra, les haré hasta delantales.

Ya lo creo que le sobró, había por lo menos quince metros de tela. Hasta mi madre se hizo un delantal de volantes para ella que se lo ponía por las tardes cuando se arreglaba para sentarse con Anita María a coser en el porche delante de la casa. Mi madre era una morena muy guapa y muy alta con unas piernas larguísimas. Nunca he comprendido cómo se enamoró de mi padre, ya que él era más bien bajito al lado de ella. En realidad formaban una extraña pareja, ¡pero qué felices eran y qué bien cantaba mi madre! Tenía un gorgorito en la garganta cantando “los pajarillos” que no tenía su igual. Cuando mi padre llegaba del campo con los burros cargados de troncos para el carbón, si ella estaba cantando en ese momento “sus pajarillos”:

Que estáis en el campo

gozando del aire y la libertad,

decidle al hombre que quiero

que venga a mi reja por la madrugá.

A lo que mi padre se paraba en seco. Nunca avanzaba hasta la casa. Paraba sus bestias debajo del olivo y la escuchaba embelesado. Cuando ella terminaba la canción, él hacía como que acababa de llegar y le decía a mi madre:

—María, en vez de tanto canturreo, ven a ayudar a tu marido a descargar los troncos. —Y así transcurría la vida entre ellos, apacible y feliz.

Una vez mi madre le hizo unos calzoncillos de “borcelina” morena y se los puso justo el día antes de irse a Sevilla, pero algo raro se notaba mi padre y no sabía lo que era hasta que le entró ganas de hacer pis y se dispuso a ello. De pronto gritó:

—¡María!, ¿por dónde meo? —Al mirarlo, mi madre se torcía de la risa. A lo que él contestó:

—Sí, tú ríete, ríete. ¿Pero por dónde saco yo mi gusano para hacer pis? Simplemente mi madre le había cosido la portañuela en la parte de atrás.

Así transcurría aquel verano caluroso de 1936 en Morón de la Frontera. Mi padre se disponía a sacar sus sacos de trigo que aún estaban amontonados en la era. Para ello le ayudaba siempre mi hermana Mari, que por aquel entonces tenía ya doce años y a la que él siempre llamaba “mi chico mayor” porque tenía mucha fuerza y trabajaba como un hombre. Mi padre la llamaba “su machopingo”. Modesta en cambio era mucho más femenina. No se separaba ni un momento de las faldas de mi madre. Siempre cosiéndole los vestiditos a sus muñecas. Mi madre decía de ella:

—Esta sí que será una mujer de su casa.

—¿Y mi Mari qué? —protestaba mi padre.

—Tu Mari también será un buen hombre de su casa —contestaba mi madre antes de salir corriendo.

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